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El hombre sonriente

BOOK: El hombre sonriente
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Kurt Wallander frente a un enemigo intocable y temible que pondrá en peligro su vida y a prueba toda su capacidad como detective.

Lo último que ha visto un abogado, antes de ser asesinado, es un muñeco del tamaño de un hombre atravesado en la carretera, donde se vio obligado a detenerse en medio de la espesa niebla. Este extraño comienzo, cargado de una atmósfera de misterio tan clásica, es el punto de partida de un complicado caso de delincuencia económica en las altas esferas. Pero es también el inicio de un enfrentamiento cada vez más personal del inspector Wallander con un adinerado, sonriente y autoritario mecenas. Sintiendo a cada paso su vida amenazada, el inspector se ganará el respeto de su enemigo pero no se detendrá hasta borrar esa sonrisa de su rostro.

Henning Mankell

El hombre sonriente

Saga inspector Wallander - 4

ePUB v1.0

Joselín.
02.02.11

Título original:
Mannen som log

Fecha:
1994

Traducción del sueco:
Carmen Montes Cano

…No es la inmoralidad de los grandes hombres lo

que debería infundimos temor, sino más bien el

hecho de que sea ésta la que, con tanta frecuencia,

permita a los hombres alcanzar la grandeza.

Tocqueville

1

«La niebla», pensaba.

«Es como un depredador furtivo y silencioso. Jamás lograré habituarme a ella, pese a que toda mi vida ha transcurrido en Escania, donde las personas aparecen constantemente envueltas en su manto invisible.»

Eran las nueve de la noche del 11 de octubre de 1993.

La bruma se había precipitado veloz, como un torbellino, procedente del mar. El iba al volante, de regreso a la ciudad de Ystad, donde residía. Su vehículo hendió la blancura brumosa apenas hubo dejado atrás las laderas de Brösarp.

Una intensa sensación de temor lo invadió al punto.

«Me asusta la niebla», admitió para sí. «Cuando más bien debería temer al hombre al que acabo de visitar en el castillo de Farnholm. Ese hombre de aspecto amable cuyos terribles colaboradores andan siempre apostados tras él, los rostros bañados en sombras. En él debería estar pensando; y en lo que ya sé que se esconde tras su afable sonrisa y su halo de integridad, de ciudadano que se halla por encima de toda sospecha. Él debería infundirme temor, y no la niebla que se adentra despaciosa desde el golfo de Hanö. Él, de quien ahora sé que no duda en matar a quienes entorpecen sus planes.»

Puso en marcha los limpiaparabrisas a fin de eliminar la humedad condensada sobre la luna delantera. No le gustaba conducir en la oscuridad de la noche, pues los reflejos de las farolas sobre el asfalto le impedían distinguir con claridad las liebres que, en precipitada carrera, se cruzaban ante el vehículo.

Tan sólo una vez, en toda su vida, había atropellado a uno de esos animales, hacía ya más de treinta años. Fue una tarde de primavera en que se dirigía a Tomelilla. Aún era capaz de rememorar la violenta presión inútil del pie sobre el pedal del freno que precedió a la colisión del blando cuerpo contra la chapa. El animal había quedado atrás, tendido sobre el piso en nerviosa agitación de sus extremidades inferiores; las superiores, paralizadas, los ojos observándolo fijamente. Se obligó a buscar por el arcén hasta hallar una piedra que, con los ojos cerrados, estrelló contra la cabeza de la liebre. Acto seguido, se apresuró a regresar al coche, sin mirar a su alrededor.

Nunca pudo olvidar la mirada de la víctima, ni el pataleo compulsivo de sus patas traseras. Un recuerdo del que jamás había logrado deshacerse y que, recurrente, le asaltaba la memoria cuando menos lo esperaba.

Meneó la cabeza en un intento por zafarse de aquella sensación tan desagradable.

«Una liebre que lleva muerta más de treinta años puede perseguir a un hombre sin causarle ningún daño», se animó. «Con los vivos tengo más que de sobra.»

De pronto, se dio cuenta de que miraba el retrovisor con más frecuencia de la habitual.

«No hay duda de que tengo miedo», resolvió. «Acabo de tomar conciencia de que, en realidad, me he dado a la fuga; estoy huyendo de lo que he descubierto que se esconde tras los muros del castillo de Farnholm. Además, sé que ellos saben que yo sé. Pero ¿cuánto sé yo? ¿Tal vez lo suficiente como para que les inquiete que rompa el juramento de silencio profesional que presté al finalizar mis estudios y convertirme en abogado? Aquello sucedió hace ya muchos años, en un tiempo remoto en el que cumplir el juramento constituía aún un deber sagrado. ¿Acaso temen la conciencia del anciano abogado?»

El espejo retrovisor le devolvía la imagen de la negrura; le revelaba que estaba solo en la niebla. En poco menos de una hora, habría llegado a Ystad.

La idea lo animó por un instante. Concluyó que no habían ido tras él. Al día siguiente decidiría qué hacer. Hablaría con su hijo, que también era abogado y copropietario del bufete. A lo largo de su vida había aprendido que siempre había una solución; también la habría en aquella ocasión.

Tanteó en la oscuridad hasta dar con la radio. Una voz masculina que hablaba de los últimos avances en la investigación genética inundó el interior del coche. Las palabras discurrían por su conciencia, sin dejar rastro. Miró el reloj y comprobó que eran casi las nueve y media. El retrovisor seguía sin mostrarle otra cosa que oscuridad. Pese a que la niebla parecía más espesa por momentos, pisó levemente el acelerador, sintiéndose más tranquilo a medida que aumentaba la distancia que lo separaba del castillo de Farnholm. Con todo, cabía la posibilidad de que su angustia fuese injustificada.

Trató de obligarse a pensar con claridad.

¿Cómo había comenzado todo aquello? Con una llamada telefónica rutinaria y una nota sobre su escritorio en la que se le pedía que se pusiese en contacto con un hombre; se trataba de la firma urgente de un contrato que antes había que cotejar. El nombre le era desconocido, pero él llamó: un modesto despacho de abogados de una ciudad sueca insignificante no podía permitirse el lujo de rechazar o perder clientes a la ligera. Aún recordaba el tono de voz al teléfono, de persona culta, con dialecto norteño y, al mismo tiempo, ese timbre que caracteriza a quienes consideran que su tiempo es un bien precioso. El hombre le había expuesto el asunto: un complejo negocio que consistía en una serie de envíos de cemento a Arabia Saudí, realizados por una naviera registrada en Córcega, en el que una de sus empresas actuaba como representante de la compañía sueca Skanska. Como trasfondo del negocio se mencionaba vagamente la construcción, en la ciudad de Jamis Mushayt, de una mezquita de dimensiones fabulosas. ¿O era una universidad en Yedda?

Pocos días después, el cliente y él se vieron en el hotel Continental de Ystad. Él había acudido temprano. Aún no había comensales en el restaurante y se dispuso a aguardar sentado a la mesa en uno de los rincones del establecimiento. Desde allí lo vio acercarse, en compañía de un empleado yugoslavo que, con mirada lúgubre, inspeccionó la calle a través de uno de los altos ventanales. Estaban a mediados de enero. El vendaval que, procedente del Báltico, había invadido la ciudad anunciaba que no tardarían en presentarse las nevadas. Sin embargo, aquel hombre, que vestía traje azul oscuro y que, con total certeza, no pasaba de los cincuenta, lucía un elegante bronceado. En realidad, desentonaba tanto con el clima del mes de enero como con la ciudad de Ystad. No cabía duda de que era un forastero en aquella ciudad, al igual que su sonrisa tampoco parecía pertenecer al rostro bronceado que la ofrecía.

Aquél era su primer recuerdo del hombre del castillo de Farnholm. Un hombre sin equipaje, como si constituyese un universo propio, enfundado en un traje azul hecho a medida. Un universo cuyo centro era la sonrisa, mientras las aterradoras sombras que lo rodeaban hacían las veces de satélites oscuros que girasen despaciosos a su alrededor.

Las sombras habían estado siempre presentes, desde el primer encuentro. Ni siquiera recordaba que aquellos dos hombres se hubiesen presentado al llegar. Simplemente, tomaron asiento junto a una mesa apartada. Finalizada la reunión, se levantaron sin hacer el menor ruido.

«Aquellos años dorados», se dijo con amargura. «¡Qué ingenuidad la mía, pensar que podían ser realidad! La imagen del mundo que se forja un abogado no puede verse enturbiada por la ilusión de un paraíso prometido. Al menos, no aquí, en la tierra.» Medio año más tarde, el hombre bronceado respondía de la mitad de la facturación del despacho y, un año después, los ingresos globales se habían duplicado. Las retribuciones de los honorarios llegaban puntualmente, sin que fuese necesario remitirle ningún aviso. Incluso pudieron permitirse la renovación del local donde tenían el despacho. Además, todas las transacciones habían sido tan legales como complejas y poco claras. El hombre del castillo de Farnholm parecía dirigir sus negocios desde todos los puntos del globo, y desde lugares seleccionados de un modo en apariencia arbitrario. Con bastante frecuencia, se ponía en contacto con ellos mediante mensajes de fax o llamadas telefónicas; en algunas ocasiones incluso a través de mensajes enviados por radio, desde ciudades extrañas cuyos nombres apenas si podía localizar en el globo terráqueo que tenía junto al sofá de piel del recibidor. Pero, a fin de cuentas, todo se gestionaba conforme a la legalidad, aunque el objeto del negocio resultaba a menudo difícil de captar y de interpretar.

«Los nuevos tiempos», recordaba que pensó entonces. «Éstos son los nuevos tiempos. Ni que decir tiene que, como abogado, puedo estar más que satisfecho de que el hombre de Farnholm haya ido a fijarse justamente en mí, de entre todos los abogados que figuran en la guía de teléfonos.»

El curso de sus pensamientos se vio interrumpido de forma abrupta. Por un instante pensó que eran figuraciones suyas. Después, descubrió los faros de un vehículo en el retrovisor.

Sigilosos, habían ido deslizándose tras él y ya los tenía muy cerca.

Y allí estaba el miedo otra vez. En efecto, lo habían seguido. Temían que rompiese su juramento, que empezase a hablar.

Su primer impulso fue pisar aún más el acelerador y huir a través de la blanca bruma. La camisa empezaba a empapársele de sudor. Las luces de los faros estaban ya muy cerca de su coche.

«Sombras que asesinan», pensó. «No podré escapar. Nadie podría.»

Entonces, el coche lo adelantó y, a su paso, él entrevió el rostro gris de un hombre de edad. Después, la bruma engulló el rojo de las luces traseras.

Sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta y se enjugó la cara y el cuello.

«Pronto estaré en casa», se tranquilizó. «No va a ocurrir nada. Pronto estaré en casa. La señora Dunér tiene anotada en mi agenda, de su puño y letra, la visita que he realizado hoy al castillo de Farnholm. Nadie, ni siquiera él, se atrevería a enviar a sus sombras para que acaben con la vida de un viejo abogado que regresa a su hogar. Sería demasiado arriesgado.»

Casi dos años le había llevado comprender que algo no encajaba. Fue a causa de un asunto insignificante, la revisión de una serie de contratos en que el Consejo de Comercio Exterior estaba involucrado como avalista de un gran crédito. Se trataba de la exportación de piezas de repuesto para turbinas a Polonia, cosechadoras para la antigua Checoslovaquia… Halló en aquellos contratos un detalle sin importancia, unas cifras que no cuadraban. Al principio pensó que podía tratarse de un fallo cometido al hacer los asientos contables, que tal vez se hubiesen equivocado de casilla al escribir las cifras. Sin embargo, al repasar el listado de asientos hasta el principio, comprobó que nada en ellos era fortuito, sino premeditado. No faltaba nada, todo estaba correcto, pero el resultado era espantoso. Se echó entonces hacia atrás contra el respaldo de la silla. Recordaba que era bastante tarde y que comprendió que acababa de detectar la comisión de un delito. En un primer momento no quiso creerlo, pero no halló, al final, ninguna otra explicación. Ya al alba cerró para marcharse a casa, atravesando las calles de Ystad. Al llegar a la plaza de Stortorget se detuvo y pensó que no había, de hecho, ninguna otra explicación: el hombre de Farnholm había cometido un delito de deslealtad para con el Consejo de Comercio Exterior, una importante evasión de impuestos, toda una cadena de falsificación de documentos.

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