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El hombre sonriente (6 page)

BOOK: El hombre sonriente
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Wallander sopesó rápidamente la posibilidad de hablarles acerca de la visita de Sten Torstensson a Skagen. Habían sido demasiadas las ocasiones en que había cometido el pecado mortal, como policía, de reservarse información que debería haber transmitido a sus colegas. Cierto que, en cada una de dichas ocasiones, había considerado contar con un motivo que justificase su silencio, si bien era consciente de que las explicaciones que ofrecía a posteriori no solían sostenerse.

«Estoy cometiendo un error», sentenció para sí. «Voy a empezar el segundo tramo de mi vida como policía negando cuantas experiencias he adquirido en el primero.»

No obstante, algo le decía que, justo en aquella ocasión, era importante guardar silencio.

En efecto, sentía un profundo respeto por su propio instinto, que podía ser su mensajero interior más fidedigno, aunque también su peor enemigo.

En cualquier caso, esta vez tenía la certeza de que hacía lo correcto.

Guardó, pues, silencio, y se aferró a algo que Martinson había dicho. ¿O sería tal vez algo que había omitido?

Se vio interrumpido en su reflexión cuando Björk dejó caer las manos sobre la mesa, gesto que solía indicar que el comisario jefe empezaba a sentirse irritado o impaciente.

—He pedido que trajeran unos dulces de merengue pero, como es natural, no los van a traer. Por lo tanto, propongo que lo dejemos en este punto y que os dediquéis a poner a Kurt al corriente de los detalles del caso. Nos veremos de nuevo esta tarde. Cabe la posibilidad de que, para entonces, hayan llegado los bollos.

Una vez que Björk hubo abandonado la habitación, todos se desplazaron hacia el extremo de la mesa que acababa de quedar vacío. Wallander sintió que tenía que decir unas palabras, que no tenía derecho a dejarse caer sin más en el grupo como si nada hubiese ocurrido.

—Intentaré empezar por el principio —comenzó—. Ha sido un periodo muy duro, durante el que no he cesado de cuestionarme si volvería a trabajar de nuevo. Matar a una persona, incluso en defensa propia, me afectó profundamente. Pero pondré de mi parte cuanto esté en mi mano para superarlo.

El silencio invadió la sala.

—No creas que no lo comprendemos —intervino Martinson al fin—. Aunque, como policías, nos veamos obligados a habituarnos a casi todo, como si fuese natural que los horrores nunca llegasen a su fin, no es menos cierto que puede afectarnos profundamente, en especial, cuando vemos que le ocurre a un compañero. Por si te puede ser de alguna ayuda, te diré que te hemos echado de menos tanto como no hace mucho añorábamos a Rydberg.

En efecto, Rydberg, el viejo inspector de la brigada criminal fallecido en la primavera de 1991, había sido para él un ángel protector que, gracias a su vastos conocimientos policiales y a su capacidad para tratarlos a todos con una actitud íntima y sincera, había llegado a constituir un punto de referencia fijo en el siempre cambiante curso de los trabajos de investigación.

Wallander sabía bien a qué se refería Martinson.

Él había sido el único que había intimado con Rydberg hasta el punto de convertirse en un amigo personal. Tras la hosquedad aparente de Rydberg, él había detectado un alma cargada de experiencias que abarcaban mucho más de lo estrictamente relacionado con los cometidos profesionales que compartían.

«O sea, que he recibido una herencia», concluyó Wallander. «Lo que Martinson quiere decir, en realidad, es que tengo que hacerme portador de ese halo que Rydberg nunca llevó en apariencia. Aunque los halos suelen ser invisibles.»

En ese momento, Svedberg se levantó.

—Si os parece bien, yo me voy al despacho de abogados de Torstensson. Unos miembros del Colegio de Abogados están revisando todos los documentos y quieren que la policía esté presente.

Martinson le dio a Wallander un montón de papeles con el material de la investigación.

—Esto es lo que tenemos, por el momento —explicó—. Supongo que necesitarás estar un rato a solas para repasarlo todo.

Wallander asintió.

—¿Y el accidente de tráfico? —inquirió—. El de Gustaf Torstensson.

Martinson lo miró con sorpresa.

—Ese caso está cerrado —declaró—. El hombre se salió de la carretera.

—Si no te importa, me gustaría ver el informe, a pesar de todo —confesó Wallander con delicadeza.

Martinson se encogió de hombros.

—Te lo dejaré en el despacho de Hanson —convino el colega.

—Bueno, ya no es el de Hanson. Lo cierto es que he recuperado mi viejo despacho.

Martinson se levantó.

—Has vuelto con la misma rapidez con que desapareciste; comprenderás que no resulta difícil equivocarse.

Dicho esto, abandonó la sala, en la que no quedaban ya más que Wallander y Ann-Britt Höglund.

—He oído hablar mucho de ti —comentó la agente.

—Por desgracia, estoy convencido de que todo lo que te han dicho es cierto.

—Espero poder aprender mucho de ti.

—Pues yo dudo mucho que te pueda enseñar nada.

Wallander se levantó rápido en señal de que daba por concluida la conversación y empezó a recoger los documentos y archivadores que le había entregado Martinson. Ann-Britt Höglund le abrió la puerta cuando se disponía a salir al pasillo.

Una vez en su despacho, cerró la puerta y comprobó que estaba empapado en sudor. Se quitó la chaqueta y la camisa y empezó a secarse en una de las cortinas. En ese preciso momento, Martinson abrió la puerta sin haber llamado antes. Al ver a Wallander semidesnudo, quedó perplejo.

—Sólo venía a dejar el informe del accidente de Gustaf Torstensson —se excusó—. Había olvidado que éste ya no es el despacho de Hanson.

—Puede que sea un poco anticuado, pero prefiero que llames a la puerta antes de entrar —comentó Wallander.

Martinson dejó un archivador sobre la mesa y desapareció enseguida. Wallander terminó de secarse en la cortina antes de ponerse de nuevo la camisa y sentarse ante el escritorio para dar comienzo a su lectura.

Eran más de las once cuando terminó de revisar el último informe.

Se sentía desentrenado y no sabía por dónde empezar.

Entonces, recordó el día en que Sten Torstensson apareció de entre la niebla y se le acercó por la playa de Jutlandia.

«Vino a pedirme ayuda», se dijo. «Vino a pedirme que averiguase lo que le había ocurrido a su padre. Un accidente que no era tal; y que tampoco fue un suicidio. También me habló del cambio de carácter de su padre. Y unos días después, él mismo aparece asesinado a tiros en su despacho. Me dijo que su padre estaba irritable. Sin embargo, él no lo estaba.»

Wallander atrajo hacia sí el bloc en el que había escrito el nombre de Sten Torstensson, y añadió el de Gustaf Torstensson.

Hecho esto, cambió el orden de los nombres.

Acto seguido, tomó el auricular del teléfono, localizó en su memoria el número de Martinson y lo marcó, pero no obtuvo respuesta. Lo intentó de nuevo, sin éxito, hasta que empezó a sospechar que, con toda probabilidad, habrían modificado la comunicación interna durante el tiempo que él había estado ausente. Se levantó y salió al pasillo. La puerta de Martinson estaba abierta, y entró.

—Ya he leído el material de la investigación —anunció, ya sentado en la inestable silla que Martinson tenía para las visitas.

—Como has podido comprobar, no tenemos mucho a lo que aferrarnos —se quejó Martinson—. Uno o varios asesinos irrumpen una noche en el despacho de Sten Torstensson y lo matan de tres disparos. No parece que hayan robado nada. Incluso tenía la cartera en el bolsillo. La señora Dunér, que lleva más de treinta años trabajando para ellos como secretaria, afirma estar segura de que nada ha sido sustraído.

Wallander asintió meditabundo. Seguía sin caer en la cuenta de qué había sido lo que Martinson había mencionado u omitido durante la reunión, y que tanto le había llamado la atención.

—Tú fuiste el primero en llegar al lugar del crimen, ¿no es así?

—Bueno, Peters y Norén acudieron en primer lugar —objetó Martinson—. Una vez allí, me llamaron.

—Ya. Bien, en condiciones normales, uno se lleva una impresión concreta —prosiguió Wallander—. Una primera composición de lugar. ¿Qué fue lo que pensaste tú, al ver la situación?

—Pensé que el motivo había sido el robo —dijo Martinson sin vacilar.

—¿Cuántos eran?

—Aún no hemos hallado ninguna pista que nos oriente en ningún sentido a ese respecto. Sin embargo, sí que podemos estar bastante seguros de que sólo se utilizó un arma, a pesar de que, claro está, las investigaciones técnicas están aún sin concluir.

—En otras palabras, ¿fue un solo hombre el que irrumpió en el despacho?

Martinson asintió.

—Eso es lo que yo creo —admitió—. Sin embargo, es un razonamiento que aún no ha sido ni comprobado ni rechazado.

—Sten Torstensson resultó alcanzado por tres disparos —continuó Wallander—. Uno en el corazón, otro en el vientre, justo debajo del ombligo, y otro en la frente. ¿Me equivoco al sospechar que el autor de los disparos es un hombre que sabe utilizar un arma?

—Sí, yo también he pensado en ello —convino Martinson—. Aunque, ¿cómo no?, también puede tratarse de una casualidad. Parece ser que los disparos fortuitos matan con tanta facilidad y frecuencia como los que lanza un tirador experimentado. Al menos, es lo que dice un estudio norteamericano que he leido hace poco.

Wallander se levantó de la silla, pero no se marchó, sino que permaneció en pie.

—¿Por qué decidiría nadie irrumpir en el despacho de un abogado? —inquirió—. Bien está que todos dicen que los abogados cobran buenos honorarios pero ¿quién cree que tienen el dinero almacenado en el despacho?

—Tan sólo hay una persona, o dos, que puedan contestar a esa pregunta.

—Pues los pillaremos —afirmó Wallander—. Pienso ir allí a echar un vistazo.

—Te puedes imaginar que la señora Dunér está conmocionada —le advirtió Martinson—. Toda su existencia se ha venido abajo en menos de un mes. Primero fallece el viejo Torstensson y, apenas ha terminado de organizar el entierro, cuando el hijo resulta asesinado. Pese a todo, parece que puede hablarse con ella mejor de lo que cabría esperar. Su dirección figura en la copia de la conversación que Svedberg mantuvo con ella..

—A ver, vive en la calle de Stickgatan, veintiséis —leyó Wallander—. Detrás del hotel Continental. Sí, yo suelo aparcar allí a veces.

—Ya, pues ahí está prohibido aparcar —comentó Martinson.

Wallander fue a recoger su chaqueta y abandonó la comisaría. No conocía a la joven de la recepción y pensó que debería haberse detenido un instante a presentarse. Al menos, para enterarse de si la fiel Ebba había dejado de trabajar, o si tenía el turno de noche. Pero no lo hizo. En realidad, las horas que había pasado en la comisaría hasta aquel momento habían discurrido sin dramatismo alguno. Sin embargo, esa ausencia de emoción en el ambiente no se correspondía en absoluto con la gran tensión que él experimentaba en su interior. Notó que necesitaba pasar unas horas a solas. Había vivido mucho tiempo sin compañía de ninguna clase y, sencillamente, necesitaba un periodo de adaptación. Mientras conducía por la pendiente hacia el hospital, sintió por un instante una vaga añoranza de la soledad de que disfrutaba en Skagen, de su distrito policial de anacoreta y de aquel patrullar en el que no cabían las detenciones.

Pero todo aquello había quedado atrás. Y él volvía a estar de servicio.

«Es la falta de costumbre», se dijo. «Ya pasará, aunque me cueste.»

El despacho de abogados estaba en un edificio de piedra amarilla, próximo a la calle de Sjömansgatan, a pocos metros del antiguo teatro, cuyos trabajos de renovación estaban a punto de finalizar. Había un coche policial aparcado a la puerta y, al otro lado de la calle, sobre la acera, se habían amontonado algunos curiosos que comentaban lo ocurrido. Un viento racheado soplaba procedente del mar y Wallander se encogió tiritando al salir del coche. Al abrir la pesada puerta, estuvo a punto de chocar con Svedberg, que salía en ese momento.

—Iba a comprar algo de comer —aclaró éste.

—Muy bien. Yo creo que me quedaré aquí un buen rato.

Una joven administrativa, que parecía asustada, aguardaba ociosa en la antesala del despacho. Wallander recordó haber leído su nombre en el informe, Sonja Lundin, y sabía que no hacía más que un par de meses que la habían contratado, de modo que su aportación a la investigación del caso no había sido de gran valor. Wallander le tendió la mano al tiempo que se presentaba.

—Sólo venía a echar un vistazo —explicó—. ¿No está aquí la señora Dunér?

—Está en su casa, llorando a lágrima viva —se limitó a responder la joven.

Wallander no supo qué decir.

—No creo que pueda superarlo —prosiguió Sonja Lundin—. Me temo que acabará muriéndose ella también.

—No, mujer. No debemos ser tan pesimistas —repuso Wallander, sin dejar de percibir el tono poco convincente de sus palabras.

«Al parecer, el despacho de abogados Torstensson fue lugar de trabajo de personas solas», concluyó. «Gustaf Torstensson llevaba más de quince años viudo, con lo que su hijo, Sten Torstensson, no había disfrutado de la presencia de su madre durante todo ese tiempo, además de ser soltero. La señora Dunér está separada desde los años setenta. Y esas tres personas, tan solas, se veían aquí día tras día. Ahora que dos de ellas han desaparecido, la tercera queda más sola que nunca.»

Wallander comprendía pues, a la perfección, que la señora Dunér estuviese en su casa llorando.

La puerta de la sala de visitas estaba cerrada, pero se oía un murmullo procedente del interior. De las dos puertas que había a cada lado de la sala, colgaban sendas placas de bronce reluciente en las que podían leerse los nombres de cada uno de los abogados, en elegante grabado.

En un momento de inspiración repentina abrió, en primer lugar, la puerta del despacho de Gustaf Torstensson, que tenía las cortinas echadas y estaba sumido en una semipenumbra. Cerró la puerta y encendió la luz. Un vago olor a cigarro puro permanecía en el ambiente. Wallander paseó la mirada por los objetos que allí había con la sensación de haber sido transportado a otra época: los pesados sillones de piel, la mesa de mármol, obras de arte en las paredes. Tomó conciencia de que había obviado aquella posibilidad, que quien mató a Sten Torstensson hubiese ido en busca de sus objetos de arte. Se acercó a uno de los cuadros e intentó descifrar la firma, al tiempo que se esforzaba por valorar si se trataba de un original o tan sólo de una copia. Sin conseguir ni lo uno ni lo otro, dejó el cuadro y empezó a pasear por la habitación. Había un gran globo terráqueo junto a la sólida mesa, sobre la que no había nada más que unos bolígrafos, un teléfono y un dictáfono. Se sentó en el sillón del escritorio, que resultó ser muy cómodo y continuó examinando su entorno, mientras pensaba en lo que Sten Torstensson le había dicho cuando estuvieron tomando café en el museo Konstmuseet de Skagen.

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