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El hombre sonriente (2 page)

BOOK: El hombre sonriente
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A partir de entonces, anduvo buscando los posibles agujeros negros existentes en todos los documentos que llegaban a su escritorio procedentes de Farnholm. Y en efecto, allí estaban, aun que no siempre, sí casi siempre. De forma paulatina fue identificando el alcance de las transgresiones. Por todos los medios trató de no dar crédito a lo que veía, hasta que le fue imposible.

Pese a todo, no reaccionó. Ni siquiera hizo partícipe del descubrimiento a su hijo.

¿Acaso fue porque, en el fondo, no quería creerlo? ¿Era posible que nadie más, ni las autoridades ni ninguna otra persona hubiese detectado los fallos?

¿Tal vez había descubierto un secreto inexistente?

¿No sería, ya desde el principio, demasiado tarde, una vez que el hombre de Farnholm se había convertido en el cliente dominante del despacho?

La niebla se espesaba según avanzaba, aunque él se había figurado que empezaría a despejarse conforme se aproximase a la ciudad de Ystad.

Al mismo tiempo, era consciente de que no podría mantener la situación por más tiempo, pues ya sabía que el hombre de Farnholm tenía las manos manchadas de sangre.

Debía hablar con su hijo. A fin de cuentas, Suecia era un país donde aún se hacía justicia, por más que todos veían cómo aquélla se desvirtuaba y debilitaba cada vez más. Su propio silencio formaba parte de ese proceso degenerativo. El hecho de que él hubiese cerrado los ojos a la realidad durante tanto tiempo no justificaba ya que prolongase su silencio.

Por otro lado, jamás sería capaz de suicidarse.

De repente, frenó en seco.

Había vislumbrado algo a la luz de los faros. Al principio creyó que se trataba de una liebre. Pero después se dio cuenta de que había algo en mitad de la carretera, algo que ocupaba un lugar en la niebla.

Detuvo el coche y encendió las luces de carretera.

Entonces vio que lo que había en medio del camino era una silla. Una simple silla.

Sobre ella reposaba un maniquí del tamaño de una persona, de rostro blanco.

Aunque también podía tratarse de una persona con el aspecto de un muñeco.

Sintió que el corazón empezaba a latirle de forma convulsiva. La niebla se arrastraba a la luz de los faros.

Era imposible dejar de pensar en aquella silla y en aquel muñeco. Tanto como obviar el miedo paralizante que lo dominaba. Miró de nuevo en el espejo retrovisor, pero no vio nada más que oscuridad. Con mucho cuidado, continuó hasta encontrarse a unos diez metros de la silla; entonces se detuvo de nuevo.

El maniquí era como una persona, no un espantapájaros confeccionado a la ligera.

«Es para mí», se dijo.

Apagó la radio con mano temblorosa y escuchó los sonidos procedentes del mar de bruma, pero el silencio era absoluto. Vaciló hasta el último instante.

Y no era la silla ahí colocada, en medio de la niebla, ni el maniquí de aspecto fantasmagórico, lo que lo hacían dudar. Era algo distinto, que presentía a su espalda aunque no lo podía ver. Algo que, con toda probabilidad, no existía más que en su fuero interno.

«Estoy muerto de miedo», reiteró para si. «Y el miedo reduce mi capacidad de discernimiento.»

Al cabo y pese a todo, se liberó del cinturón de seguridad y abrió la puerta del coche. Lo sorprendieron el frío y el grado de humedad del aire.

Después salió del vehículo sin apartar la mirada de la silla ni del muñeco, que se distinguían a la luz de los faros. Lo último que acertó a pensar fue que le recordaba a un teatro en el que algún actor estuviese a punto de hacer su entrada en escena. Entonces, oyó un ruido a sus espaldas.

No obstante, nunca llegó a darse la vuelta.

El golpe lo alcanzó en la nuca.

Antes de caer sobre el húmedo asfalto, estaba muerto.

La niebla era ya espesísima.

Eran las diez menos siete minutos.

2

Soplaba un viento del norte, un viento racheado.

El hombre que se había acercado hasta la helada orilla se acurrucaba para protegerse del aire gélido. De vez en cuando se detenía y le volvía la espalda al viento. Permanecía inmóvil, con la cabeza inclinada sobre la arena y las manos en los bolsillos, para enseguida continuar su, en apariencia, intempestivo paseo, hasta que su figura dejó de verse contra la luz grisácea.

Una mujer que solía pasear a su perro por la playa a diario había estado observando, con desasosiego creciente, a aquel hombre que parecía pasar los días en la playa, desde el alba hasta que las sombras caían de nuevo al atardecer. En efecto, un día, de repente, hacía ya varias semanas, el hombre había aparecido en la playa, como si el mar lo hubiese arrastrado hasta la orilla cual despojo humano. Por lo general, las escasas personas con las que la mujer se encontraba por la playa solían hacerle un gesto a modo de saludo. Puesto que estaba ya bien entrado el otoño y pronto llegaría noviembre, no eran muchos los que paseaban por allí. No obstante, el hombre del abrigo negro no la saludó. Al principio pensó que sería por timidez, luego que por mala educación y, finalmente, también cabía la posibilidad de que fuese de origen extranjero. Luego le dio la impresión de que al hombre lo embargaba una gran pesadumbre, que sus paseos por la playa eran una suerte de peregrinaje mediante el que alejarse de un sufrimiento no conocido. Su paso era entrecortado e irregular y, así, caminaba despacio, casi arrastrando los pies para, de repente, mudar el ritmo como víctima de un espasmo, y continuar su peculiar andadura casi a la carrera. Llegó a pensar que no eran las piernas las que lo guiaban, sino más bien el producto de su inquieta reflexión. Asimismo, se imaginaba que llevaría los puños bien apretados en el interior de sus bolsillos y, aunque no podía verlos, habría podido asegurarlo.

Una semana más tarde, la mujer se había hecho ya una composición de lugar bastante clara. Aquel hombre solitario que había llegado a la playa desde no se sabía dónde atravesaba e intentaba superar una grave crisis personal, como un buque que, por traicioneras vías marítimas, luchase por llegar a buen puerto con ayuda de un mapa incompleto. De ahí su introversión y el desasosiego de sus paseos. Ella había hablado por las noches de aquel hombre errabundo y solitario con su esposo, que padecía reuma y que se había visto abocado a la jubilación anticipada. Sin embargo, en una ocasión, él la había acompañado a sacar al perro, pese al intenso dolor que le infligía su enfermedad y a que prefería permanecer en casa. Tras observarlo un momento, el hombre se mostró de acuerdo con las conclusiones de su esposa. No obstante, el comportamiento del forastero se le antojó tan absolutamente anormal, que llamó a un policía, buen amigo suyo, que trabajaba en Skagen. En tono de total confidencialidad, lo hizo partícipe tanto de sus observaciones como de las de su mujer. Igualmente, le reveló su inquietud ante la posibilidad de que el hombre fuese un fugitivo buscado por la justicia, o incluso algún perturbado huido de uno de los cada vez menos numerosos hospitales psiquiátricos del país. Pero el policía, hombre curtido por la experiencia, que había presenciado el periplo de un sinnúmero de figuras singulares hasta las costas extremas de Jutlandia, simplemente en busca de paz y tranquilidad, le rogó que se calmase. Lo único que tenían que hacer era dejarlo tranquilo. La playa que se abría entre las dunas de arena era una especie de tierra de nadie, en cambio constante, que pertenecía a aquellos que necesitaban de esa clase de entorno.

Así, la mujer del perro y el hombre del abrigo negro continuaron pasando el uno al lado del otro, como dos navíos en alta mar, durante otra semana. Sin embargo, un buen día, exactamente el 24 de octubre de 1993, se produjo un suceso que ella relacionaría más tarde con la desaparición repentina del visitante. Era uno de esos días tan poco frecuentes en que reinaba una calma chicha y la niebla se extendía sobre la playa y el mar como un manto estático. Desde la distancia, las sirenas emitían sus alaridos como bestias invisibles abandonadas a su suerte. Todo aquel paisaje único parecía contener la respiración. De repente, mientras caminaba vio al hombre del abrigo negro y se paró en seco.

Aquella vez no estaba solo, sino que venía acompañado de otra persona, alguien de baja estatura que llevaba un impermeable de color claro y una visera. Ella estuvo observándolos. Era el recién llegado el que hablaba, como si quisiese convencer de algo al otro. De vez en cuando sacaba las manos de los bolsillos para describir en el aire unos gestos destinados a subrayar cuanto decía. La mujer no pudo oír de qué hablaban, pero había algo en las maneras del recién llegado que denotaba indignación.

Transcurridos unos minutos, empezaron a caminar por la orilla hasta confundirse con la bruma.

Al día siguiente, el hombre estaba de nuevo solo en la playa y, cinco días más tarde, había desaparecido. Hasta bien entrado el mes de noviembre, ella acudió todas las mañanas a la playa de Grenen con su perro, con la esperanza de toparse otra vez con el hombre vestido de negro. Pero éste nunca regresó y, de hecho, jamás volvió a verlo por allí.

Kurt Wallander, inspector de la brigada criminal de la policía de Ystad, llevaba de baja por enfermedad más de un año, ya que era incapaz de realizar su trabajo. A lo largo de este tiempo, una creciente sensación de impotencia se había adueñado de su vida hasta el extremo de gobernar sus actos. Una y otra vez, cuando llegaba el momento en que ya no soportaba permanecer en Ystad y, además, concurría la circunstancia de que tenía dinero suficiente, se marchaba de viaje, sin destino fijo, en la vana creencia de que, el simple hecho de encontrarse en otro lugar distinto de Escania mejoraría su ánimo y le permitiría recuperar una actitud positiva ante la vida. Así, había comprado el billete de un vuelo chárter para las islas del Caribe. Ya en el viaje de ida se había embriagado de forma considerable y no recuperó del todo la sobriedad durante los catorce días que pasó en las Barbados. Su estado general durante aquel periplo no podía describirse más que como de pánico creciente, ante la sensación deprimente de no pertenecer a ninguna parte. Así, solía mantenerse oculto bajo la sombra de las palmeras y hubo días en los que ni siquiera salió de la habitación del hotel, incapaz de combatir la timidez primitiva con que reaccionaba ante la proximidad de los demás. Tan sólo una vez se bañó durante aquellas vacaciones: el día en que, tambaleándose, fue a parar a un muelle del que no tardó en caerse al mar. En otra ocasión, ya entrada la noche, cuando por fin se atrevió a mostrarse entre la gente y salió con la intención de renovar sus provisiones de alcohol, empezó a hablar con él una prostituta. En aquel estado lastimoso en que se hallaba, intentó espantar a la joven y retenerla al mismo tiempo pero, al cabo, fueron la desesperación y el desprecio por sí mismo los que ganaron el envite, de modo que pasó tres días con sus noches en compañía de la muchacha en un tugurio apestoso, entre unas sábanas sucias que olían a moho y cucarachas que pateaban arrastrando las antenas sobre su rostro sudoroso. Después, seria incapaz de recordar el nombre de la chica, si es que llegó a saberlo. Sí tenía una vaga imagen de sí mismo tendido sobre la joven en algo parecido a una furibunda explosión de deseo. Cuando ella lo hubo aligerado del dinero que le quedaba, aparecieron dos hermanos de la joven, ambos muchachotes robustos, y lo echaron a la calle. Regresó al hotel, donde vivió de lo que lograba guardarse del desayuno, que estaba incluido en el billete, y volvió a Sturup en un estado aún peor del que presentaba cuando partió. El médico que lo tenía sometido a controles periódicos le prohibió indignado que se entregase a impulsos viajeros de aquella clase, pues era evidente que corría el riesgo de morir de cirrosis. Pese a todo, dos meses más tarde, a primeros de diciembre, marchó nuevamente, con una suma de dinero que le había pedido prestado a su padre para, según adujo como excusa, renovar el mobiliario y sentirse así algo más animado. Durante aquel periodo, evitó en la medida de lo posible las visitas al anciano que, por si fuera poco, había contraído matrimonio recientemente con una mujer treinta años más joven que él y que había sido su asistente social. Dinero en mano, se fue derecho a la agencia de viajes Ystads Resebyrå y reservó un viaje de tres semanas a Tailandia. Se repitió allí el modelo del Caribe, con la única diferencia de que, en esta ocasión, pudo evitarse la catástrofe. En efecto, dio la casualidad de que su compañero de viaje durante el vuelo, un farmacéutico jubilado que además iba a quedarse en el mismo hotel que Wallander una vez en el lugar de destino, sintió simpatía por el inspector e intervino cuando éste empezó a beber ya en el desayuno y a mostrar un comportamiento general muy extraño. Gracias a esta responsable intervención, lo enviaron a casa con una semana de antelación. También en esta ocasión se había abandonado a su baja autoestima, cayendo en los brazos de una serie de prostitutas, cada una más joven que la anterior. Esto le procuró un invierno de pesadilla, que vivió en el pánico continuo ante la posibilidad de haber contraído la mortífera enfermedad. Hacia finales de abril, casi un año después, constataron que no se había contagiado. Sin embargo, la noticia no provocó en él reacción alguna, con lo que su médico empezó a considerar seriamente la circunstancia de que Kurt Wallander estuviese acabado como policía, como profesional en activo; era posible que hubiese acumulado más méritos de los necesarios para solicitar la jubilación anticipada.

Fue entonces cuando se marchó a Skagen por primera vez; aunque probablemente fuera más apropiado decir que huyó. En aquella época había logrado dejar la bebida, en gran medida gracias a que su hija Linda había regresado de Italia y había descubierto la miseria tanto interior como exterior en la que vivía su padre. La muchacha reaccionó, como era de esperar, vaciando todas las botellas que halló esparcidas por el apartamento y soltándole a su padre un buen responso. Durante las dos semanas en que vivieron juntos en el apartamento de la calle de Mariagatan, Wallander encontró, por fin, con quién hablar. Juntos abrieron y limpiaron las pústulas que más atormentaban su espíritu, de modo que, cuando ella se marchó, lo hizo convencida de que podía confiar en su promesa de mantenerse apartado del alcohol. Solo de nuevo y abatido por la idea de su vida inactiva en aquel apartamento vacío, vio en el periódico un anuncio de una pensión bastante económica situada en Skagen.

Hacia ya muchos años, con Linda recién nacida y con su mujer, Mona, había pasado allí unas semanas que recordaba como algunas de las más felices de su vida. Apenas si tenían dinero y vivían en una tienda de campaña con goteras, pero los embargaba la sensación de hallarse en el mejor momento de sus vidas y en el mejor lugar del mundo entero. Animado por aquellos recuerdos, llamó y reservó una habitación aquel mismo día, y llegó a la pensión a primeros de mayo. La dueña, una viuda de origen polaco, no lo importunaba de ningún modo. Le prestó una bicicleta con la que todas las mañanas se dirigía a la playa infinita de Grenen. En el portaequipajes llevaba una bolsa de plástico con el almuerzo y no solía volver a la pensión hasta entrada la noche. El resto de los huéspedes eran personas mayores, solas o en parejas. El ambiente que se respiraba bien podía compararse con el de la sala de lectura de una biblioteca. Por primera vez en más de un año, empezó a dormir bien e incluso a sentir que su alma desbordada empezaba a emerger a la superficie.

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