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El hombre sonriente (9 page)

BOOK: El hombre sonriente
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Björk lanzó un suspiro, antes de mirar a Ann-Britt Höglund.

—Yo he tratado de hacerme una idea de sus amistades personales, su familia y conocidos. Pero tampoco he hallado nada que nos permita avanzar en la investigación. Su círculo de amistades no era muy amplio, que digamos. A decir verdad, no parece sino que hubiese vivido de forma casi exclusiva por y para su trabajo como abogado. Antes solía salir a navegar con bastante frecuencia, durante el verano. Pero ya hacía tiempo que lo había dejado, sin que haya podido averiguar por qué. Tiene poca familia, unas tías y algunos primos. En fin, creo que podemos asegurar, sin temor a equivocarnos, que era un alma solitaria.

Wallander la observaba a hurtadillas mientras hablaba, pensando que había una buena dosis de reflexión y sensatez en su exposición, rayanas en la más absoluta falta de imaginación. Sin embargo, aún no conocía de ella más que los rumores de lo prometedora que era como policía.

«Éstos son tiempos nuevos», resolvió Wallander. «Quién sabe si ella no representa a los policías de esos nuevos tiempos, ese tipo de policía por el que tanto me he preguntado yo.»

—Es decir, que estamos estancados —concluyó Björk en un torpe intento de síntesis—. Sabemos que Sten Torstensson murió a causa de varios disparos; sabemos dónde y cuándo ocurrió. Sin embargo, ignoramos por qué y quién lo hizo. Mucho me temo que ésta va a ser una investigación más que compleja, a la que habremos de dedicar tiempo y esfuerzo.

Nadie tenía nada que objetar a sus palabras. Al mirar a través de la ventana, Wallander pudo comprobar que la lluvia había empezado a caer de nuevo.

Comprendió que había llegado el momento.

—Nada tengo que añadir en relación a lo sucedido a Sten Torstensson —comenzó—. Todos sabemos más o menos lo mismo sobre ese asunto. Sin embargo, creo que debemos empezar por otro extremo, muy distinto. En mi opinión, debemos comenzar por investigar lo que le ocurrió a su padre.

De pronto, todos los presentes atendieron con renovada concentración.

—Gustaf Torstensson no murió víctima de un accidente de tráfico —prosiguió—Sino que, tal como le ocurrió a su hijo, él también fue asesinado. Así, hemos de partir de la base de que ambos sucesos guardan relación mutua. En realidad, sería absurdo no considerarlo de este modo.

Miró a sus colegas, que lo observaban atónitos.

De pronto, se sintió muy lejos de las islas caribes y de las interminables playas danesas. Comprendió que había logrado resquebrajar el caparazón y que había regresado a aquella vida que durante tanto tiempo creyó haber abandonado para siempre.

—A decir verdad, no tengo, por ahora, más que una cosa que añadir —anunció reflexivo—. Que puedo demostrar que fue asesinado.

Fue Martinson quien vino a quebrar el silencio sepulcral que reinaba en torno a la mesa.

—¿Y quién lo asesinó?

—Alguien que cometió un error curioso por demás.

Wallander se puso en pie.

Minutos después, tres coches de la policía emprendían el camino hacia el solitario tramo de carretera próximo a las laderas de Brösarp.

Cuando llegaron, había empezado a caer la tarde.

4

Al anochecer del 1 de noviembre, el agricultor escaniano Olof Jönsson tuvo la oportunidad de vivir un instante único. Había estado recorriendo sus tierras mientras, en su imaginación, planificaba la siega de la inminente primavera cuando, de forma repentina, vio, al otro lado de la carretera, a un grupo de personas que, en semicírculo, como congregados en torno a una tumba, permanecían en pie en medio del fango. Siempre llevaba consigo unos prismáticos cuando inspeccionaba sus fincas, pues no era infrecuente que manadas de avisados ciervos deambulasen por los aledaños de los bosquecillos que las rodeaban, de modo que pudo observar de cerca a los visitantes. A través de sus prismáticos creyó, por un instante, reconocer a uno de aquellos hombres. Había algo en su rostro que le resultaba familiar, pero no logró dar con lo que podía ser. Al mismo tiempo, cayó en la cuenta de que los cuatro hombres y la mujer se encontraban precisamente en el lugar en que un anciano se había estrellado hacía unas semanas. A fin de no parecer indiscreto, bajó apresurado los prismáticos, seguro de que se trataría de familiares del fallecido que le rendían una suerte de homenaje visitando el lugar en el que había perdido la vida. Así se marchó de allí sin volverse a mirar.

Una vez en el lugar del accidente, a Wallander se le cruzó por la mente la idea fugaz de que todo hubiesen sido figuraciones suyas. Cabía la posibilidad de que aquello que había encontrado en el fango y que luego arrojó lejos de sí no fuese la pata de una silla. Mientras avanzaba hacia el interior de la finca, sus colegas lo aguardaban al borde de la carretera y, aunque podía oír el rumor de sus voces a su espalda, no fue capaz de percibir qué decían.

«No hay duda de que me achacan cierta flaqueza de juicio, se decía mientras buscaba la pata de la silla. «En estos momentos, estarán preguntándose si, después de todo, estoy en condiciones de volver a mi puesto.»

Y, apenas había finalizado la formulación de aquella conjetura, cuando descubrió a sus pies la pata de la silla. La contempló un instante, convencido ya de que no se había equivocado. Se volvió, pues, hacia los demás y les hizo seña de que se acercasen. Un minuto después, se hallaban todos en torno a la pata de la silla, que estaba incrustada en el barro.

—Puede ser —admitió Martinson algo dudoso—. Recuerdo que había una silla rota en el maletero. Esta pata puede muy bien pertenecerle.

—A pesar de todo, esto es de lo más extraño —observó Björk—. Me gustaría que nos explicases de nuevo cómo lo ves tú, Kurt.

—Es muy sencillo —repuso Wallander—. Leí el informe que había redactado Martinson, en el que decía que el maletero estaba cerrado. Por otro lado, nada indica que la puerta se haya abierto a causa de la colisión y que se haya vuelto a cerrar sola. De haber ocurrido así, existirían algunas abolladuras o al menos algunas marcas de arañazos en la parte trasera de la carrocería. Y no es ése el caso.

—¿Has ido al desguace a ver el coche? —inquirió Martinson boquiabierto.

—Sólo intento ponerme a vuestra altura —repuso Wallander a modo de disculpa, como si el hecho de haber estado en el desguace de Niklasson hubiese sido una manifestación de desconfianza hacia la forma en que Martinson había dirigido la simple investigación de un accidente de coche. Así era en realidad, aunque, en aquel momento, eso carecía de importancia—. Lo que quiero decir —continuó—, es que un hombre que se encuentra solo en un vehículo en el que ha dado un par de vueltas de campana tras un súbito desvío no sale después del coche, abre el maletero, saca una parte de una silla rota, cierra de nuevo el maletero, vuelve al coche, se sienta y se pone el cinturón de seguridad, antes de morir a causa de un fuerte golpe en la nuca.

El silencio era unánime. Wallander había vivido momentos similares en ocasiones anteriores. Una cortina cae de repente y descubre una circunstancia que nadie esperaba ver.

Svedberg sacó una bolsa de plástico del bolsillo del abrigo y guardó en ella la pata de la silla con sumo cuidado.

—La encontré a unos cinco metros de aquí —aclaró Wallander al tiempo que señalaba el lugar con el dedo—. Al verla, la cogí y la tiré.

—Una forma bastante curiosa de tratar el material de una investigación —observó Björk.

—En realidad, cuando la tiré, no sabía que guardara relación con la muerte de Gustaf Torstensson —se defendió Wallander—. Y, a decir verdad, tampoco sé con exactitud qué es lo que prueba la pata en sí.

—Si no te he entendido mal —intervino Björk, sin hacerse eco del comentario de Wallander—todo esto indica que, en el momento de producirse el accidente, había otra persona en este lugar. De lo cual no tiene por qué colegirse que lo hayan matado. Pudro tratarse de alguien que hubiese visto el accidente y que hubiese ido a mirar si había algo que robar en el maletero. El que la persona en cuestión no se pusiese luego en contacto con nosotros, o que arrojase la pata de la silla, no tiene nada de extraño. Los que se dedican a despojar cadáveres no van luego a revelar su identidad.

—Si, claro, en eso tienes razón —admitió Wallander.

—Ya, pero, a pesar de todo, tú has dicho que podías demostrar que lo habían asesinado —le recordó Björk.

—Bueno, quizá me precipité —confesó Wallander—. Lo que quiero decir es que esto cambia en parte la situación.

Regresaron a la carretera y subieron a los coches.

—Tendremos que inspeccionar el coche de nuevo —comentó Martinson—. Los técnicos criminales se llevarán una sorpresa cuando vean que les enviamos una silla rota. Pero ¿qué le vamos a hacer?

De camino hacia los coches, Björk dio claras muestras de su deseo de interrumpir la reunión. Volvía a llover y las ráfagas de viento soplaban con renovada intensidad.

—Bien, mañana decidimos cómo continuar —aseguró—. Hemos de comprobar las pistas con que contamos, que, por desgracia, no son muchas. No creo que podamos hacer más por hoy.

Se dirigieron, Por tanto, a sus coches. Todos, menos Ann-Britt Höglund, que quedó rezagada.

—¿Puedes llevarme? —le preguntó a Wallander—. Vivo en el centro de Ystad. El coche de Martinson está lleno de asientos para niños y Björk lleva aparejos de pesca por todas partes.

Wallander aceptó y ambos fueron los últimos en abandonar el lugar.

Guardaron un largo silencio y a Wallander le sobrevino de nuevo la sensación novedosa por olvidada de tener tan cerca a otra persona. Pensó que, en realidad, no había hablado en profundidad con nadie más que con su hija desde aquel verano, hacía ya casi dos años, en que desapareció en su prolongado mutismo.

Sin embargo, al final, fue ella la que terminó por romper e! silencio.

—Creo que tienes razón —comentó—. Es lógico que la muerte del padre esté relacionada con la del hijo.

—En cualquier caso, hay que investigarlo —repuso Wallander.

Por la izquierda, se entreveía un mar de olas encrespadas que rompían las unas contra las otras deshaciéndose en blanda espuma.

—¿Por qué se hace uno policía? —preguntó Wallander.

—Yo no puedo contestar por los demás —observó ella—. Lo que sí sé es por qué yo elegí ese camino—Recuerdo que, en mis años de estudiante, cada uno tenía sus propios sueños, todos distintos.

—¡Ah!, pero ¿los policías tienen sueños? —inquirió Wallander lleno de sorpresa.

Ella le dirigió una mirada elocuente.

—Todo el mundo los tiene, ¿no? Hasta los policías. ¿Tú no?

Wallander no supo qué responder, pero comprendió que su pregunta era más que acertada. «¿Dónde estarán mis sueños?», se interrogó. «Uno tiene sueños cuando es joven. Unos sueños que se desvanecen sin dejar rastro o que se convierten en guías de nuestra voluntad. Pero ¿qué me queda a mí de cuanto llegué a soñar un día?»

—Yo me convertí en policía porque decidí no hacerme sacerdote —explicó ella de pronto—. Durante mucho tiempo, creí en Dios. Mis padres son miembros de la Iglesia de Pentecostés. Pero una mañana, al despertar, todo había desaparecido. Estuve muchos años sin saber qué hacer hasta que un día sucedió algo que me hizo decantarme por esta profesión casi de inmediato.

Él le lanzó una mirada.

—Cuéntame —la exhortó—. Necesito saber por qué la gente aún se hace policía.

—Otro día —repuso ella evasiva—. Hoy no.

Ya iban acercándose a Ystad y ella le explicó dónde vivía, junto a la entrada oeste, en una de las casas de construcción nueva de ladrillo claro que tenían vistas al mar.

—Ni siquiera sé si tienes familia —comentó Wallander cuando entraron a la calle que conducía a la zona residencial, aún sin terminar.

—Tengo dos hijos —contestó ella—Mi marido es instalador ambulante. Se dedica a montar y reparar bombas por todo el mundo y casi nunca está en casa. Pero es él quien ha reunido el dinero necesario para pagar la casa.

—Parece una profesión emocionante —opinó Wallander.

—Te invitaré a venir a casa una noche, cuando esté él, para que te lo pueda contar en persona.

Se detuvieron ante su casa.

—Creo que todos se alegran de que hayas vuelto —declaró Ann-Britt Höglund a modo de despedida.

A Wallander le dio la impresión de que no era cierto, de que intentaba animarlo, pero le contestó con un gesto de asentimiento y murmuró una frase de agradecimiento.

Acto seguido, tomó rumbo a casa, a la calle de Mariagatan donde, al llegar, dejó sobre un sillón el chaquetón calado de humedad y se echó en la cama sin siquiera quitarse los zapatos embarrados. Enseguida lo venció el sueño, que lo hizo verse a sí mismo dormido entre las dunas de arena de Skagen.

Al despertar una hora más tarde, no supo, al principio, dónde se encontraba. Transcurridos unos minutos, se quitó los zapatos y fue a la cocina a prepararse un café. A través de la ventana, vio cómo la farola se balanceaba a merced de los fuertes vientos.

«No tardará en llegar el invierno», constató. «La nieve, el caos, las tormentas. Y aquí estoy yo, otra vez en mi puesto de policía. Es la vida la que nos arroja de un lado a otro, dando bandazos. Pero nosotros, ¿qué es lo que gobernamos nosotros, en realidad?»

Estuvo así largo rato, con la mirada fija en la taza. Cuando el café ya se le había enfriado, se levantó y fue a buscar un bloc escolar y un bolígrafo en uno de los cajones.

«Ahora tengo que volver a ser policía», decidió. «Me pagan por elaborar razonamientos constructivos, por investigar y esclarecer actos criminales, y no por divagar sobre mi desastre personal.»

Era ya más de medianoche cuando dejó el bolígrafo para estirar la espalda.

Después, se inclinó de nuevo sobre la síntesis que había garabateado en el bloc. En torno a sus pies, bajo la mesa, un buen número de bolas de papel salpicaban el suelo.

«No doy con el marco en que encuadrar los hechos», se rindió por fin. «No hay una conexión clara entre el accidente de tráfico que no fue tal y el hecho de que Sten Torstensson resultase asesinado en su despacho unas semanas más tarde. Ni siquiera tiene por qué ser cierto que la muerte de Sten Torstensson se produjese como consecuencia de lo que le sucedió a su padre. De hecho, puede muy bien ser al contrario.»

Se le habían venido a la memoria las palabras que Rydberg le había dicho el mismo año de su muerte, cuando se hallaban inmersos en la compleja investigación de una serie de delitos de incendio. «Puede ocurrir que la causa aparezca después del efecto», aseguró entonces el colega. «Como policía, debes estar preparado para pensar al revés.»

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