El hombre sonriente (11 page)

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BOOK: El hombre sonriente
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—Ya, bueno. Pero el cuerpo de Policía siempre ha reflejado su entorno —apuntó Wallander—. De todos modos, te entiendo. Ya Rydberg solía quejarse de lo mismo. ¿Qué dice Ann-Britt Höglund?

—Es una buena policía —aseguró Martinson—. Tanto Hanson como Svedberg se sienten intimidados por ella, por su capacidad. Por lo menos Hanson está muy preocupado por quedarse atrás. Por eso no para de asistir a cursillos de formación continua.

—El policía de los nuevos tiempos —sentenció Wallander al tiempo que se levantaba. Ella encarna a ese policía.

Al llegar al umbral, se detuvo un momento.

—Por cierto, ayer dijiste algo a lo que no dejo de dar vueltas. Fue algo acerca de Sten Torstensson. Me dio la impresión de que era más importante de lo que podía parecer a simple vista.

—Todo lo que dije, lo leí palabra por palabra de mi bloc de notas —respondió Martinson—. Si quieres, puedo hacerte una copia.

—Bueno, puede que no sean más que figuraciones mías —resolvió Wallander.

Una vez en su despacho y tras haber cerrado la puerta, comprobó que estaba experimentando una sensación que ya casi no recordaba. Sintió como si hubiese descubierto que tenía voluntad. Al parecer, no lo había perdido todo durante el periodo que había dejado a sus espaldas.

Permaneció sentado ante el escritorio, con la impresión de que podía verse desdoblado y desde fuera: aquel hombre que trastabillaba por una isla de las Antillas, el miserable viajero en Tailandia, todos aquellos días, con sus noches, en los que todo, salvo las funciones corporales mecánicas, parecía haber cesado. Y, mientras se veía a sí mismo en estas situaciones, comprendió que se trataba de un ser al que no reconocía. Y así supo que él, durante todo ese tiempo, había sido otra persona.

Se estremeció ante la idea de las consecuencias tan tremendas que algunos de sus actos podían haber originado. Pensó en su hija Linda… Hasta que Martinson no llamó a la puerta y entró para dejarle una copia de sus notas, no lo abandonaron los recuerdos. Pensó que todo ser humano alberga en su interior una habitación secreta, un refugio donde almacenar evocaciones y recuerdos. En esta ocasión, concluyó que lo mejor era echar el cerrojo y bloquearlo con un buen candado. Después, se fue a los servicios y arrojó al retrete los antidepresivos que tenía en el bolsillo.

Hecho esto, regresó a su despacho y se aplicó a trabajar. Eran ya las diez de la mañana cuando empezó a leer las anotaciones de Martinson, sin comprender por qué le habían llamado tanto la atención.

«Es demasiado pronto», se conformó de nuevo. «Rydberg me habría aconsejado paciencia. Ahora tengo que aconsejármela yo mismo.»

Reflexionó un instante sobre por dónde comenzar, antes de ponerse a buscar la dirección particular de Gustaf Torstensson en el atestado del accidente.

«Calle de Timmermansgatan, número doce», pudo leer en el documento.

Era uno de los barrios de chalets más antiguos y lujosos de Ystad, más allá de la zona militar, a la altura de Sandskogen. Llamó al bufete para hablar con Sonja Lundin, que lo informó de que las llaves de la casa estaban en la oficina. Cuando salió de la comisaría, comprobó que aquellas nubes rotundas que prometían lluvia se habían dispersado. El aire era limpio y, al respirar, notó que llenaban sus pulmones las primeras brisas heladas de un invierno que se anunciaba inminente. Detuvo el coche ante la casa de ladrillo amarillo y al instante apareció Sonja Lundin por la puerta con las llaves en la mano.

Se equivocó de camino dos veces, hasta que dio con la dirección correcta. Aquella enorme casa de madera pintada de color marrón se hallaba bien oculta por la fronda del jardín. Abrió la portezuela de la valla, que chirrió al ceder, y empezó a caminar por la veredilla de grava. Reinaba una calma absoluta y la ciudad aparecía remota. «Un mundo dentro de otro mundo», sentenció para sí mientras echaba una ojeada a su entorno. «¡Vaya! El bufete de abogados Torstensson ha tenido que ser un negocio de lo más rentable. No creo que haya una casa más cara que ésta en todo Ystad.» El jardín estaba cuidado con esmero, aunque su aspecto resultaba algo exánime. Árboles plantados aquí y allá, setos recortados, agrupaciones florales exentas de fantasía… Se había imaginado que un abogado de edad tal vez sintiese la necesidad de rodearse de líneas rectas, dispuestas según un modelo tradicional de jardín, sin sorpresas ni improvisaciones. Creyó recordar haber oído que en alguna ocasión Gustaf Torstensson había desarrollado su intervención en una sala judicial hasta el colmo del aburrimiento. De hecho, decían sus malintencionados adversarios que era capaz de conseguir que su cliente fuese declarado inocente haciendo que los fiscales claudicasen desesperados ante un defensor tan machacón y tan carente de temperamento. Wallander decidió consultar a Per Åkeson acerca de sus experiencias con Gustaf Torstensson, pues suponía que, a lo largo de los años, habrían coincidido en más de un juicio.

Subió las escaleras que conducían hasta la puerta de entrada y buscó la llave adecuada antes de abrir la puerta, cuya cerradura tenía siete barras de seguridad y pertenecía a un modelo bastante complicado que Wallander no había visto antes. Accedió a un gran recibidor, al fondo del cual se alzaba la amplia escalera que conducía al piso superior. Al retirar uno de los pesados cortinajes que cubrían las ventanas, reconoció que éstas estaban protegidas con rejas. «¿Un hombre mayor y solo que trataba de mitigar el miedo propio de la vejez?», se preguntó. «¿O acaso escondía aquí algo que deseaba proteger, aparte de a sí mismo? ¿Tenía aquel miedo un origen externo a estas paredes?» Se dispuso a recorrer la casa empezando por la planta baja, con su biblioteca llena de pomposos retratos familiares y el gran salón comedor. Todo, desde el papel de las paredes hasta los muebles, era de color oscuro, lo que le contagió una sensación de melancolía y aislamiento. Por ninguna parte se observaba nota alguna de color, una nota de alegría que invitase a la sonrisa.

Continuó por la escalera hacia el piso superior, donde halló varias habitaciones de invitados con las camas preparadas y vacías, que le hicieron pensar en la desolación de un hotel cerrado en temporada de invierno. Con gran sorpresa, vio que también la puerta del dormitorio de Gustaf Torstensson estaba provista de una reja en el interior de la alcoba. Descendió la escalera y notó que la casa lo hacía sentirse muy incómodo. Se sentó ante la mesa de la cocina con la barbilla apoyada en la palma de la mano. El único sonido perceptible era el tictac de un reloj de cocina.

Gustaf Torstensson tenía sesenta y nueve años cuando murió. Los últimos quince, desde el fallecimiento de su esposa, había vivido solo. Sten Torstensson era su único hijo. A juzgar por el óleo falso que había en la biblioteca, parecía que la familia descendía del general Lennart Torstensson, que se había hecho merecedor de una fama más que dudosa durante la guerra de los treinta años. Wallander recordaba vagamente, de su época escolar, que el sujeto había hecho gala de una brutalidad sin parangón entre los campesinos de las zonas por las que avanzaban sus tropas.

Se levantó y bajó la escalera que conducía al sótano. También aquí reinaba un orden meticuloso. Al fondo del subterráneo, más allá de la sala de las calderas, descubrió una puerta de acero que estaba cerrada. Fue probando las llaves hasta dar con la adecuada. La habitación que había tras la puerta carecía de ventana y Wallander tanteó con los dedos hasta hallar el interruptor.

Para su sorpresa, se encontró con que la sala, cuyas paredes estaban cubiertas de estanterías, atestadas de iconos de la Europa oriental, era enorme. Sin atreverse a tocarlos, se acercó para verlos de cerca. Él no era ningún experto y, en realidad, nunca le habían interesado las antigüedades, pero adivinó que debía de tratarse de una colección de enorme valor, lo cual explicaría las cerraduras y las rejas de las ventanas, aunque no la del dormitorio. La sensación de incomodidad que había empezado a experimentar aumentaba por momentos. Le parecía estar fisgando en lo más recóndito del alma de un viejo rico que, abandonado por la vida, había consentido pasarla encarcelado en su casa, sometido por una avaricia cuya expresión se cifraba en forma de diversas imágenes de la Virgen María.

De repente, en medio de aquella reflexión, se sobresaltó. Un ruido de pasos seguidos de los ladridos de un perro se dejó oír desde el piso de arriba. Salió a toda prisa de la habitación y subió la escalera hasta llegar a la cocina.

Absolutamente perplejo, miraba con los ojos desorbitados al colega uniformado Peters que, arma reglamentaria en mano, le apuntaba decidido. Detrás de él, un vigilante de una compañía de seguridad tiraba de la cadena de un perro que no cesaba de gruñir. Peters dejó caer la mano con la pistola mientras Wallander sentía la violencia de los latidos de su propio corazón. En efecto, la visión del arma le había traído a la memoria, en un segundo, aquellos recuerdos de los que durante tanto tiempo había estado intentando librarse.

Entonces, se enfureció.

—¿Qué cojones está pasando aquí? —rugió.

—Saltó la alarma de la compañía de seguridad, y ellos advirtieron a la policía —explicó Peters nervioso—. Así que acudimos enseguida. ¿Cómo iba yo a saber que eras tú quien había entrado?

En ese preciso instante, Norén, el colega de Peters, entró en la cocina, también él con el arma preparada.

—Esto es una investigación —aclaró Wallander notando que la ira se esfumaba tan rápido como había aparecido—. El abogado Torstensson, el que se mató en un accidente de tráfico, vivía en esta casa.

—Ya, pero cuando salta la alarma, nosotros hemos de actuar enseguida —dijo el vigilante con determinación.

—Pues desconéctala —ordenó Wallander—. Dentro de un par de horas podrás conectarla de nuevo. Pero, primero, habrá que examinar la casa. La revisaremos de arriba abajo.

—Éste es el inspector Wallander —lo presentó Peters—. Me figuro que lo reconoces, ¿no es así?

El vigilante, que era un chico muy joven, asintió. Sin embargo, Wallander notó que no tenía ni idea de quién era.

—Saca al perro —pidió Wallander—. Aquí no os necesitamos ya.

El vigilante salió con el pastor alemán, que no cesaba de gruñir. Entonces, el inspector les estrechó la mano a Peters y a Norén.

—Oí decir que habías vuelto —comentó Norén—. Bienvenido.

—Gracias —repuso escueto Wallander.

—Nada ha sido igual mientras has estado de baja —confesó Peters.

—Bueno, pues ahora estoy aquí —atajó Wallander, intentando desviar la conversación hacia el tema de la investigación que tenían entre manos.

—La verdad, la información que se nos dio no fue de primera —se quejó Norén—. Nos habían dicho que ibas a retirarte. Así que no nos esperábamos tu aparición cuando suena la alarma de una casa vacía.

—La vida está llena de sorpresas —sentenció Wallander.

—Bueno, que sepas que eres muy bienvenido —dijo Peters estrechándole la mano de nuevo.

Y, por primera vez desde su reincorporación, sintió que aquel afecto con que lo recibían sus compañeros era sentido. Peters desconocía el artificio. Sus palabras habían sido sencillas y convincentes.

—Han sido meses muy duros —admitió Wallander—. Pero ya pasó. O, al menos, eso creo yo.

Tras la inspección de la casa se despidió de Peters y Noten, que se marcharon en el coche patrulla. Deambuló un rato por el jardín mientras intentaba ordenar sus pensamientos. Sus sentimientos personales se entremezclaban con lo acontecido a los dos abogados. Finalmente, decidió no demorar por más tiempo la segunda visita a la señora Dunér, pues creía tener algunas preguntas cuya respuesta necesitaba averiguar cuanto antes.

Eran poco más de las doce cuando llamaba a la puerta de la antigua secretaria, que abrió enseguida y lo hizo pasar. En esta ocasión, le aceptó la taza de té que le ofrecía.

—Siento volver a molestar tan pronto —se excusó—. Pero necesito que me ayude a forjarme una imagen tanto del padre como del hijo. ¿Quién era Gustaf Torstensson? Y, ¿quién Sten Torstensson? Usted estuvo trabajando con el primero durante treinta años.

—Y durante diecinueve con Sten Torstensson —añadió ella enseguida.

—Eso es mucho tiempo —prosiguió Wallander—. Suficiente para conocer a una persona. Pero, hablemos de Gustaf Torstensson en primer lugar. ¿Podría hacerme una descripción de su persona?

Su respuesta lo dejó atónito.

—No, no puedo.

—¿Cómo que no?

—Pues, porque en realidad es como si no lo hubiera conocido.

El tono era de total sinceridad, por lo que Wallander pensó que tendría que ir avanzando despacio, que no le cabía más que tomarse ese tiempo del que él, a causa de su característica impaciencia, creía no disponer.

—Comprenderá usted que la respuesta me resulte más que curiosa —advirtió Wallander—. No parece verosímil que no conozca usted a un hombre con el que ha estado trabajando durante treinta años.

—Yo nunca trabajé con él, sino para él —corrigió ella—. Es una diferencia considerable.

Wallander asintió con gesto comprensivo.

—Aun así, aunque no alcanzase a conocerlo, admitirá que si llegó a saber mucho de él. Eso es lo que me tiene que contar. En caso contrario, nunca lograremos resolver el caso del asesinato de su hijo.

—No es usted sincero conmigo, señor Wallander —prorrumpió ella, sin dejar de sorprender al inspector—. ¿Me dirá qué fue lo que ocurrió exactamente cuando se mató con el coche?

Wallander tomó la decisión instantánea de revelarle la verdad.

—Eso es algo que ignoramos, por ahora —confesó—. Sin embargo, sí albergamos la sospecha de que se produjo algún incidente en la carretera, relacionado con el accidente. Algo que lo provocó o que aconteció después.

—Él había recorrido ese mismo trayecto en numerosas ocasiones. Conocía la carretera de memoria y siempre conducía despacio.

—Al parecer, venía de visitar a uno de sus clientes.

—Al hombre de Farnholm —aclaró ella—

Wallander aguardó una continuación que no se produjo, hasta que se vio obligado a preguntar:

—¿El hombre de Farnholm?

—Alfred Harderberg —reveló la señora Dunér—. El hombre del castillo de Farnholm.

Wallander sabía que aquel castillo estaba situado en una zona apartada, en la parte sur de la colina de Linderöd, pues lo había visto al pasar con el coche en numerosas ocasiones, si bien nunca había llegado a visitarlo.

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