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El hombre sonriente (7 page)

BOOK: El hombre sonriente
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Un accidente que no había sido tal. Un hombre que, en los últimos meses de su vida, había estado ocultando algo que lo tenía preocupado.

Wallander meditó sobre qué sería aquello que caracterizaba la existencia de un abogado: defender, cuando el fiscal quería acusar; asistir con asesoramiento jurídico… Un abogado era como un confesor, siempre recibiendo confidencias, y sujeto al voto de silencio.

Comprendió entonces algo en lo que no había reparado con anterioridad: que los abogados son depositarios de un sinnúmero de secretos.

Transcurridos unos minutos, se levantó.

Era aún demasiado pronto para sacar conclusiones.

Cuando abandonó la habitación, Sonja Lundin seguía sentada inmóvil en su silla. Abrió entonces la puerta del otro despacho, el de Sten Torstensson. Un estremecimiento fugaz le sobrevino al entrar, como si el cuerpo sin vida de Torstensson hubiese estado allí, tendido en el suelo, tal y como lo había visto en las fotografías del material del caso. Sin embargo, lo único que había era una sábana de plástico. La alfombra de color verde oscuro que cubría el suelo había desaparecido, sin duda requisada por los técnicos de la policía.

Aquella sala se parecía mucho a la que acababa de visitar, con la única diferencia de que en ésta había algunas sillas de estilo moderno, para las visitas.

La mesa estaba limpia de papeles. En esta ocasión, Wallander evitó sentarse en el sillón del escritorio.

«Esto no es más que el principio, sólo la capa más superficial», se dijo. «Es como si mis oídos estuviesen tan alerta como aguzada mi vista para registrar cuanto hay a mi alrededor.»

Abandonó la habitación y estaba cerrando la puerta cuando descubrió a Svedberg, que intentaba invitar a Sonja Lundin a uno de los bocadillos que acababa de comprar. Al verlo, Svedberg le señaló la puerta de la sala de reuniones.

—Ahí dentro tenemos a dos albaceas del Colegio de Abogados —lo informó—. Están revisando todos los documentos que hallamos, para archivarlos, sellarlos y decidir qué hacer con ellos. Se pondrán en contacto con los clientes, que serán atendidos por otros abogados. Se puede decir que la firma Torstensson ha dejado de existir.

—Ya, pero, como es lógico, nosotros tendremos acceso a ese material, ¿no? —observó Wallander—. No resulta descabellado pensar que la verdad de lo ocurrido se encuentre oculta en las relaciones que ambos mantuvieron con algún cliente.

Svedberg frunció el entrecejo con expresión interrogante.

—¿Ambos? Querrás decir Sten Torstensson. No olvides que el padre se mató en un accidente.

—Sí, claro, tienes razón. Me refería a los clientes de Sten Torstensson.

—En realidad, es una lástima que no haya sucedido al revés —se lamentó Svedberg.

Wallander estuvo a punto de pasar por alto el comentario de Svedberg cuando, de pronto, se dio cuenta de lo importante que podía ser.

—Y eso, ¿por qué? —preguntó lleno de asombro.

—Bueno, parece ser que el viejo Torstensson tenía muy pocos clientes, mientras que su hijo llevaba un número de casos considerable.

Dicho esto, añadió, mientras hacía una indicación hacia la sala de reuniones:

—Creen que les llevará más de una semana revisar toda la documentación.

—En tal caso, no voy a ir a molestarlos ahora —decidió Wallander—. Creo que será mejor que vaya a hablar con la señora Dunér.

—¿Quieres que te acompañe? —inquirió Svedberg.

—No, gracias, no es necesario —rechazó Wallander—. Conozco bien la calle.

El inspector se sentó al volante y puso el motor en marcha Se sentía vacilante y falto de decisión. Entonces, se obligó a tomar una determinación: comenzaría por el único extremo que conocía el que le había proporcionado Sten Torstensson durante la visita que le hizo a Skagen.

«Lo uno ha de guardar relación con lo otro»; meditaba Wallander mientras conducía despacio en dirección este y dejaba atrás el edificio del juzgado, más tarde Sandskogen y, poco después, la ciudad. «Las dos muertes han de estar relacionadas. No puede ser de otro modo.»

A través de la ventanilla, contempló el paisaje grisáceo sobre el que había empezado a caer una fina lluvia, y puso más alta la calefacción del interior del vehículo.

«¿Cómo es posible que la gente ame este barrizal?», se preguntó. «Aun así, a mí me sucede lo mismo. Soy un policía cuyo más fiel seguidor es el barro. Y lo más curioso es que no cambiaría esta existencia que llevo por nada del mundo.»

Tardó más de treinta minutos en llegar al lugar en que Gustaf Torstensson se había estrellado con el coche la noche del 11 de octubre. Había tomado la precaución de llevarse el material de la investigación sobre el accidente y, al salir al vendaval que soplaba fuera del coche, lo llevaba en el bolsillo del chaquetón. Además, cambió los zapatos por un par de botas que llevaba en el maletero, antes de empezar a inspeccionar el terreno. El viento había arreciado, al igual que la lluvia, y empezaba a sentir frío. Un águila ratonera se había posado sobre la estaca de una valla medio derribada desde donde lo observaba atenta.

El lugar del accidente aparecía demasiado desierto incluso tratándose de Escania. No había ninguna finca en las inmediaciones, tan sólo los campos color canela que se extendían como mares de dunas petrificadas a su alrededor. La carretera no tenía curvas y, cien metros más allá, se quebraba en un pronunciado badén seguido de una curva muy cerrada hacia la izquierda. Wallander extendió sobre el capó el plano que sus colegas habían trazado del lugar del accidente y comparó el croquis con la realidad. El vehículo accidentado había sido hallado, boca arriba, en la parte izquierda de la carretera, y se había adentrado en la plantación unos veinte metros. No existía el menor rastro de huellas de frenazos en el piso. En el momento del accidente, la niebla era muy espesa.

Dejó el informe en el coche y, de nuevo en el centro de la carretera, volvió a examinar el entorno. En todo el tiempo que llevaba allí, no había pasado ni un solo vehículo y el águila permanecía sobre su estaca. El inspector atravesó el arcén y metió los pies en el fango, que se apelotonó enseguida adherido a las suelas de sus botas. Midió con sus pasos los veinte metros y se volvió a mirar hacia la carretera. En ese momento, vio pasar el camión de un matadero y, acto seguido, dos turismos. La lluvia arreciaba pertinaz mientras él no cejaba en su empeño de hacerse una idea de lo sucedido. «Un coche conducido por un señor de edad se encuentra inmerso en un denso cinturón de bruma, De repente, el conductor pierde el control, el vehículo se sale de la carretera y da un par de vueltas antes de ir a quedar con las ruedas hacia arriba. El conductor muere con el cinturón de seguridad puesto. Excepción hecha de algunos rasguños en el rostro, parece que se ha dado un fuerte golpe en la nuca contra alguna de las partes metálicas salientes del interior del coche. La muerte fue, con toda probabilidad, inmediata. El suceso no se descubre hasta el amanecer, cuando un agricultor divisa el coche desde su tractor.»

«No es imprescindible suponer que hubiese ido a gran velocidad», prosiguió su reflexión. «Basta con que perdiese el control y, presa del pánico, pisase el acelerador. Entonces, el coche se desvió raudo hacia la plantación. Las anotaciones de Martinson acerca del lugar del accidente son sin duda tan completas como correctas.»

A punto estaba de regresar a la carretera cuando descubrió a sus pies un objeto medio enterrado en el fango. Se agachó para recogerlo y comprobó que se trataba de la pata de una silla normal y corriente, de color marrón. Cuando la arrojó a unos metros de distancia, el águila abandonó la estaca de la valla y levantó el vuelo con un pesado aleteo.

«Sólo me queda el coche siniestrado», concluyó. «Pero creo que tampoco allí hallaré ningún detalle de interés del que Martinson no se haya percatado en su momento.»

Regresó al coche, raspó, en la medida de lo posible, el barro adherido a las botas y se puso de nuevo los zapatos. De regreso a Ystad, sopesó la posibilidad de aprovechar la ocasión para ir a Löderup a visitar a su padre y a su nueva esposa. Pero no lo hizo Tenía gran interés en mantener una charla con la señora Dunér y, a ser posible, quería disponer de tiempo para ver el coche siniestrado antes de que llegase la hora de volver a la comisaría.

Se detuvo en una gasolinera que había a la entrada de Ystad y se tomó un café y un bocadillo. Le echó un vistazo al local y decidió que la desolación sueca nunca resultaba tan evidente como en los servicios de comida rápida anejos a las gasolineras. Presa de una inquietud repentina, dejó la taza de café sin apenas haberlo probado y se precipitó bajo la lluvia en dirección a la ciudad, giró a la derecha junto al hotel Continental y tomó a la derecha de nuevo hasta llegar a la vieja calle de Stickgatan. Aparcó el coche de forma algo heterodoxa, con dos ruedas sobre la acera, a la puerta de la casa rosa en la que vivía Berta Dunér. Llamó al timbre y aguardó durante casi un minuto, hasta que le abrieron. Un rostro exangüe se dejó ver por la estrecha abertura.

—Me llamo Kurt Wallander y soy policía —se presentó al tiempo que, en vano, buscaba su placa en los bolsillos—. Me gustaría hablar con usted, si no tiene inconveniente.

La señora Dunér abrió la puerta y lo hizo entrar. Le dio una percha para que colgase el chaquetón húmedo y lo invitó a pasar a una sala de estar de parquet reluciente y en la que una gran cristalera que ocupaba toda la pared daba al pequeño jardín situado en la parte posterior de la casa. Tras una rápida ojeada comprendió que se hallaba en un hogar en el que nada era fortuito, sino que tanto los muebles como los objetos de adorno habían sido organizados con extrema minuciosidad.

«Estoy convencido de que gestionaba los asuntos del despacho con el mismo talante», concluyó Wallander. «No olvidarse de regar las plantas y encargarse de una agenda de forma impecable pueden ser, por lo que parece, dos caras de la misma moneda, indicios de una vida en la que no hay lugar para la casualidad.»

—Tenga la bondad de sentarse —lo invitó ella con un tono de voz tan áspero como sorprendente, pues Wallander se había figurado que, a aquella mujer, de escualidez contra natura y de cabellos plateados, le había de corresponder una voz suave. Se sentó en una silla de rejilla antigua que chirrió cuando él intentó acomodarse.

—¿Le apetece un café? —ofreció ella.

Wallander negó con la cabeza.

—¿Un té, quizá?

—No, gracias. Sólo quería hacerle algunas preguntas. Debo irme enseguida.

La mujer se sentó en el borde de un sofá estampado con un motivo floral, al otro lado de una mesa con el tablero de cristal, Entonces, Wallander se dio cuenta de que no llevaba ni bolígrafo ni bloc de notas. Asimismo, tampoco había preparado, en contra de su habitual proceder de otro tiempo, las primeras preguntas rutinarias. A lo largo de su vida profesional, había tenido la oportunidad de aprender que en el proceso de la investigación de un crimen no había interrogatorio o charla en los que reinase la imparcialidad.

—Permítame, ante todo, que le transmita mi más sentido pésame y mis condolencias por lo sucedido —comenzó vacilante—. Yo no tuve mucho contacto con Gustaf Torstensson. De hecho, sólo lo había visto unas cuantas veces. Sin embargo, sí que conocía bien a Sten Torstensson.

—Sí, él le llevó la separación hace nueve años —repuso Berta Dunér.

En ese preciso momento, Wallander la reconoció. Era ella quien los había recibido, a Mona y a él, cada vez que acudían al despacho de abogados a celebrar alguna de aquellas reuniones que, en la mayoría de las ocasiones, acababan en encuentros desgarradores e hirientes. Por aquel entonces, su cabello no era tan canoso y probablemente estaba menos delgada. Pese a todo, le sorprendió no haberla reconocido de inmediato.

—Tiene usted buena memoria —admitió él.

—Bueno, puedo olvidar un nombre, pero jamás un rostro.

—Sí, a mí me ocurre lo mismo.

Se hizo un silencio, interrumpido por el ruido de un coche que pasaba por la calle. Wallander comprendió que debía haber pospuesto la visita a Berta Dunér. En efecto, no sabía qué preguntas formular ni por dónde empezar. Por otro lado, no sentía el menor deseo de que le trajesen a la memoria los nefandos recuerdos de su penosa separación.

—Mi colega Svedberg ya ha estado hablando con usted —dijo transcurridos unos instantes—. Por desgracia, en casos que revisten un alto grado de dificultad, resulta indispensable insistir en los interrogatorios, y no siempre por el mismo agente.

Se retorcía en su interior por la torpeza extrema con que acababa de expresarse y a punto estuvo de levantarse, disculparse y salir de allí. Sin embargo, se obligó a serenarse.

—No es preciso que pregunte por lo que ya sé, no se preocupe —comenzó—. No tenemos por qué volver sobre la mañana en la que encontró asesinado a Sten Torstensson cuando entró en el despacho. A menos que haya recordado algo que no haya dicho todavía.

Ella respondió con rapidez y decisión.

—Nada en absoluto. Todo ocurrió tal como se lo expuse al señor Svedberg.

—La noche antes, ¿a qué hora se marchó usted del despacho?

—Eran las seis, aproximadamente. Tal vez las seis y cinco, pero no más tarde. Había estado revisando algunas cartas redactadas por la señorita Lundin. Después, hablé con el señor Torstensson y le pregunté si deseaba algo más. Me dijo que no y me dio las buenas tardes, así que me puse el abrigo y me fui.

—Es decir, que la puerta quedó cerrada y el señor Torstensson solo en el despacho.

—Así es.

—¿Sabe a qué iba a dedicarse aquella noche?

Ella lo miró perpleja.

—Pues, como es lógico, iba a trabajar. Un abogado con la carga de trabajo que él tenía no podía marcharse a casa así como así.

Wallander asintió.

—Sí, claro, comprendo que tenía que trabajar. Lo que quiero decir es si había algún caso cuya resolución fuese de especial urgencia.

—Todo era urgente —advirtió ella—. Puesto que su padre había resultado muerto hacía unas semanas, se le había acumulado muchísimo trabajo. Es lógico, ¿no?

A Wallander le llamó la atención su forma de expresarse.

—Se refiere al accidente de tráfico, ¿no es así?

—¿Y a qué me iba a referir si no?

—Como ha dicho que su padre resultó muerto… Es una manera de expresarse algo curiosa.

—Bueno, uno muere o resulta muerto —aclaró ella—. Uno puede morir en su cama de lo que se suele llamar causas naturales. Pero si uno fallece en un accidente de tráfico, convendrá conmigo en que puede decirse que ha resultado muerto, ¿no le parece?

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