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Authors: H.P. Lovecraft

Tags: #Terror

El horror de Dunwich (3 page)

BOOK: El horror de Dunwich
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En 1917 estalló la guerra, y el juez de paz Sawyer Whateley, en su condición de presidente de la junta de reclutamiento local, tuvo grandes dificultades para lograr constituir el contingente de jóvenes físicamente aptos de Dunwich que habían de acudir al campamento de instrucción. El gobierno, alarmado ante los síntomas de degradación de los habitantes de la comarca, envió varios funcionarios y especialistas médicos para que investigaran las causas, los cuales llevaron a cabo una encuesta que aún recuerdan los lectores de diarios de Nueva Inglaterra. La publicidad que se dio en torno a la investigación puso a algunos periodistas sobre la pista de los Whateley, y llevó a las ediciones dominicales del Boston Globe y del Arkham Advertiser a publicar artículos sensacionalistas sobre la precocidad de Wilbur, la magia negra del viejo Whateley, las estanterías repletas de extraños volúmenes, el segundo piso herméticamente cerrado de la antigua granja, el misterio que rodeaba a la comarca entera y los ruidos que se oían en la montaña. Wilbur contaba por entonces cuatro años y medio, pero tenía todo el aspecto de un muchacho de quince. Su labio superior y mejillas estaban cubiertos de un vello áspero y oscuro, y su voz había comenzado ya a enronquecer.

Un día Earl Sawyer se dirigió a la finca de los Whateley acompañado de un grupo de periodistas y fotógrafos, llamándoles su atención hacia la extraña fetidez que salía de la planta superior. Según dijo, era exactamente igual que el olor reinante en el abandonado cobertizo donde se guardaban los aperos una vez finalizadas las obras de reconstrucción, y muy semejante a los débiles olores que creyó percibir a veces en las proximidades del círculo de piedra de la montaña. Los vecinos de Dunwich leyeron las historias sobre los Whateley al verlas publicadas en los periódicos, y no pudieron menos de sonreírse ante los crasos errores que contenían.

Se preguntaban, asimismo, por qué los periodistas atribuirían tanta importancia al hecho de que el viejo Whateley pagase siempre al comprar el ganado en antiquísimas monedas de oro. Los Whateley recibieron a sus visitantes con mal disimulado disgusto, si bien no se atrevieron a ofrecer violenta resistencia o a negarse a contestar sus preguntas por miedo a que dieran mayor publicidad al caso.

FIN

— IV —

D
urante toda una década la historia de los Whateley se mezcló inextricablemente con la existencia general de una comunidad patológicamente enfermiza que se hallaba acostumbrada a su extraña conducta y se había vuelto insensible a sus orgiásticas celebraciones de la Víspera de Mayo y de Todos los Santos. Dos veces al año los Whateley encendían hogueras en la cima de Sentinel Hill, y en tales fechas el fragor de la montaña se reproducía con violencia cada vez más inusitada; y tampoco era raro que tuviesen lugar acontecimientos extraños y portentosos en su solitaria granja en cualquier otra fecha del año. Con el tiempo, los visitantes afirmaron oír ruidos en la cerrada planta alta, incluso en momentos en que todos los miembros de la familia estaban abajo, y se preguntaron a qué ritmo solían sacrificar los Whateley una vaca o un ternero. Se hablaba incluso de denunciar el caso a la Sociedad Protectora de Animales, pero al final no se hizo nada pues los vecinos de Dunwich no tenían ninguna gana de que el mundo exterior reparase en ellos.

Hacia 1923, siendo Wilbur un muchacho de diez años y con una inteligencia, voz, estatura y barba que le daban todo el aspecto de una persona ya madura, se inició una segunda etapa de obras de carpintería en la vieja finca de los Whateley. Las obras tenían lugar en la cerrada planta superior, y por los trozos de madera sobrante que se veían por el suelo la gente dedujo que el joven y el abuelo habían tirado todos los tabiques y hasta levantado la tarima del piso, dejando sólo un gran espacio abierto entre la planta baja y el tejado rematado en pico. Asimismo habían demolido la gran chimenea central e instalado en el herrumboso espacio que quedó al descubierto una endeble cañería de hojalata con salida al exterior.

En la primavera que siguió a las obras el viejo Whateley advirtió el crecido número de chotacabras que, procedentes del barranco de Cold Spring, acudían por las noches a chillar bajo su ventana. Whateley atribuyó a la presencia de tales pájaros un significado especial y un día dijo en la tienda de Osborn que creía cercano su fin.

—Ahora chirrían al ritmo de mi respiración —dijo—, así que deben estar ya al acecho para lanzarse sobre mi alma. Saben que pronto va a abandonarme y no quieren dejarla escapar. Cuando haya muerto sabréis si lo consiguieron o no. Caso de conseguirlo, no cesarían de chirriar y proferir risotadas hasta el amanecer; de lo contrario se callarán. Los espero a ellos y a las almas que atrapan pues si quieren mi alma les va a costar lo suyo.

En la noche de la fiesta de la Recolección de la cosecha de 1924, el doctor Houghton, de Aylesbury, recibió una llamada urgente de Wilbur Whateley, que se había lanzado a todo galope en medio de la oscuridad reinante, en el único caballo que aún restaba a los Whateley, con el fin de llegar lo antes posible al pueblo y telefonear desde la tienda de Osborn. El doctor Houghton encontró al viejo Whateley en estado agonizante, con un ritmo cardíaco y una respiración estertórea que presagiaban un final inminente. La deforme hija albina y el nieto adolescente, pero ya barbudo, permanecían junto al lecho mortuorio, mientras que del tenebroso espacio que se abría por encima de sus cabezas llegaba la desagradable sensación de una especie de chapoteo u oleaje rítmico, algo así como el ruido de las olas en una playa de aguas remansadas. Con todo, lo que más le molestaba al médico era el ensordecedor griterío que armaban las aves nocturnas que revoloteaban en torno a la casa: una verdadera legión de chotacabras que chirriaba su monótono mensaje diabólicamente sincronizado con los entrecortados estertores del agonizante anciano.

Aquello sobrepasaba decididamente lo siniestro y lo monstruoso, pensó el doctor Houghton, que al igual que el resto de los vecinos de la comarca había acudido de muy mala gana a la casa de los Whateley en respuesta a la llamada urgente que se le había hecho.

Hacia la una de la noche el viejo Whateley recobró la conciencia y, al tiempo que cesaban sus estertores, balbuceó algunas entrecortadas palabras a su nieto.

—Más espacio, Willy, necesita más espacio y cuanto antes. Tú creces, pero eso aún crece más deprisa. Pronto te servirá, hijo. Abre las puertas de par en par a Yog-Sothoth salmodiando el largo canto que encontrarás en la página 751 de la edición completa, y luego préndele fuego a la prisión. El fuego de la tierra no puede quemarlo.

No cabía duda, el viejo Whateley estaba loco de remate. Tras una pausa durante la cual la bandada de chotacabras que había fuera sincronizó sus chirridos al nuevo ritmo jadeante de la respiración del anciano y pudieron oírse extraños ruidos que venían de algún remoto lugar en las montañas, aún tuvo fuerzas para pronunciar una o dos frases más.

—No dejes de alimentarlo, Willy, y ten presente la cantidad en todo momento. Pero no dejes que crezca demasiado deprisa para el lugar, pues si revienta en pedazos o sale antes de que abras a Yog-Sothoth, no habrán servido de nada todos los esfuerzos. Sólo los que vienen del más allá pueden hacer que se reproduzca y surta efecto… Sólo ellos, los ancianos que quieren volver…

Pero tras las últimas palabras volvieron a reproducirse los estertores del viejo Whateley, y Lavinia lanzó un pavoroso grito al ver cómo el griterío que armaban los chotacabras cambiaba para adaptarse al nuevo ritmo de la respiración. No hubo ningún cambio durante una hora, al cabo de la cual la garganta del moribundo emitió el postrer vagido. El doctor Houghton cerró los arrugados párpados sobre los resplandecientes ojos grises del anciano, mientras la barahúnda que armaban los pájaros remitía por momentos hasta acabar cayendo en el más absoluto silencio. Lavinia no cesaba de sollozar, en tanto que Wilbur se echó a reír sofocadamente y hasta ellos llegó el débil fragor de la montaña.

—No han conseguido atrapar su alma —susurró Wilbur con su potente voz de bajo.

Por entonces, Wilbur era ya un estudioso de impresionante erudición —si bien a su parcial manera—, y empezaba a ser conocido por la correspondencia que mantenía con numerosos bibliotecarios de remotos lugares en donde se guardaban libros raros y misteriosos de épocas pasadas. Al mismo tiempo, cada vez se le detestaba y temía más en la comarca de Dunwich por la desaparición de ciertos jóvenes que todas las sospechas hacían confluir, difusamente, en el umbral de su casa. Pero siempre se las arregló para silenciar las investigaciones ya fuese mediante el recurso a la intimidación o echando mano del caudal de antiguas monedas de oro que, al igual que en tiempos de su abuelo, salían de forma periódica y en cantidades crecientes para la compra de cabezas de ganado. Daba toda la impresión de ser una persona madura, y su estatura, una vez alcanzado el límite normal de la edad adulta, parecía que fuese a seguir aumentando sin límite. En 1925, con ocasión de una visita que le hizo un corresponsal suyo de la Universidad de Miskatonic, que salió de la reunión que sostuvieron lívido y desconcertado, medía ya sus buenos seis pies y tres cuartos.

Con el paso de los años, Wilbur fue tratando a su semideforme y albina madre con un desprecio cada vez mayor, hasta llegar a prohibirle que le acompañase a las montañas en las fechas de la Víspera de Mayo y de Todos los Santos. En 1926, la infortunada madre le dijo a Mamie Bishop que su hijo le inspiraba miedo.

—Sé multitud de cosas acerca de él que me gustaría poder contarte, Mamie —le dijo un día—, pero últimamente pasan muchas cosas que incluso yo ignoro. Juro por Dios que ni sé lo que quiere mi hijo ni lo que trata de hacer.

En la Víspera de Todos los Santos de aquel año, los ruidos de la montaña resonaron con un inusitado furor, y al igual que todos los años pudo verse el resplandor de las llamaradas en la cima de Sentinel Hill. Pero la gente prestó más atención a los rítmicos chirridos de enormes bandadas de chotacabras —extrañamente retrasados para la época del año en que se encontraban— que parecían congregarse en las inmediaciones de la granja de los Whateley. Pasada la medianoche sus estridentes notas estallaron en una especie de infernal barahúnda que pudo oírse por toda la comarca, y hasta el amanecer no cesaron en su ensordecedor griterío. Seguidamente, desaparecieron, dirigiéndose apresuradamente hacia el sur, adonde llegaron con un mes de retraso sobre la fecha normal. Lo que significaba tamaño estruendo nadie lo sabría con certeza hasta pasado mucho tiempo. En cualquier caso, aquella noche no murió nadie en toda la comarca, pero jamás volvió a verse a la infortunada Lavinia Whateley, la deforme y albina madre de Wilbur.

En el verano de 1917 Wilbur reparó dos cobertizos que había en el corral y comenzó a trasladar a ellos sus libros y efectos personales. Al poco tiempo, Earl Sawyer dijo en la tienda de Osborn que en la granja de los Whateley habían vuelto a emprenderse obras de carpintería. Wilbur se aprestaba a tapar todas las puertas y ventanas de la planta baja, y daba la impresión de que estuviese tirando todos los tabiques, tal como su abuelo y él hicieran en la planta superior cuatro años atrás. Se había instalado en uno de los cobertizos, y según Sawyer tenía un aspecto un tanto preocupado y temeroso. La gente de la localidad sospechaba que sabía algo acerca de la desaparición de su madre, y eran muy pocos los que se atrevían a rondar por las inmediaciones de la granja de los Whateley. Por aquel entonces, Wilbur sobrepasaba ya los siete pies de altura y nada indicaba que fuese a dejar de crecer.

— V —

A
quel invierno trajo consigo el nada desdeñable acontecimiento del primer viaje de Wilbur fuera de la comarca de Dunwich. Pese a la correspondencia que venía manteniendo con la Biblioteca de Widener de Harvard, la Biblioteca Nacional de París, el Museo Británico, la Universidad de Buenos Aires y la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic, en Arkham, todos sus intentos por hacerse con un libro que precisaba desesperadamente habían resultado fallidos. En vista de lo cual, a la postre, acabó por desplazarse en persona —andrajoso, mugriento, con la barba sin cuidar y aquel nada pulido dialecto que hablaba— a consultar el ejemplar que se conservaba en Miskatonic, la biblioteca más próxima a Dunwich. Con casi ocho pies de altura y portando una maleta de ocasión recién comprada en la tienda de Osborn, aquel espantajo de tez trigueña y rostro de chivo se presentó un día en Arkham en busca del temible volumen guardado bajo siete llaves en la biblioteca de la Universidad de Miskatonic: el pavoroso Necronomicón, del enloquecido árabe Abdul Alhazred, en versión latina de Olaus Wormius, impreso en España en el siglo XVII. Jamás hasta entonces había visto Wilbur una ciudad, pero su único interés al llegar a Arkham se redujo a encontrar el camino que llevaba al recinto universitario. Una vez allí, pasó sin inmutarse por delante del gran perro guardián de la entrada que se echó a ladrar, mostrándole sus blancos colmillos, con inusitado furor al tiempo que tiraba con violencia de la gruesa cadena a la que estaba atado.

Wilbur llevaba consigo el inapreciable, pero incompleto, ejemplar de la versión inglesa del Necronomicón del Dr. Dee que su abuelo le había legado, y nada más le permitieron acceder al ejemplar en latín se puso a cotejar los dos textos con el propósito de descubrir cierto pasaje que, de no hallarse en condiciones defectuosas, habría debido encontrarse en la página 751 del volumen de su propiedad. Por más que intentó refrenarse, no pudo dejar de decírselo con buenos modales al bibliotecario —Henry Armitage, hombre de gran erudición y licenciado en Miskatonic, doctor por la Universidad de Princeton y por la Universidad de John Hopkins—, que en cierta ocasión había acudido a visitarle a la granja de Dunwich y que ahora, en buen tono, le acribillaba a preguntas. Wilbur acabó por decirle que buscaba una especie de conjuro o fórmula mágica que contuviese el espantoso nombre de Yog-Sothoth, pero las discrepancias, repeticiones y ambigüedades existentes complicaban la tarea de su localización, sumiéndole en un mar de dudas. Mientras copiaba la fórmula por la que finalmente se decidió, el Dr. Armitage miró involuntariamente por encima del hombro de Wilbur a las páginas por las que estaba abierto el libro; la que se veía a la izquierda, en la versión latina del Necronomicón, contenía toda una retahíla de estremecedoras amenazas contra la paz y el bienestar del mundo:

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