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Authors: H.P. Lovecraft

Tags: #Terror

El horror de Dunwich (6 page)

BOOK: El horror de Dunwich
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Al día siguiente, la comarca entera era presa de un pánico atroz, y podía verse un continuo trasiego de atemorizados y silenciosos grupos de gente que se acercaban al lugar donde se había producido el horripilante acontecimiento nocturno. Dos impresionantes franjas de destrucción se extendían desde el barranco hasta la granja de Frye, en tanto unas monstruosas huellas cubrían la tierra desprovista de toda vegetación y una fachada del viejo establo pintado de rojo se hallaba tirada por el suelo. De los animales, sólo se logró encontrar e identificar a la cuarta parte. Algunas de las vacas estaban pulverizadas en pequeños fragmentos y a las que sobrevivieron no hubo más remedio que sacrificarlas. Earl Sawyer propuso ir en busca de ayuda a Arkham o Aylesbury, pero muchos rechazaron su propuesta por estimarla inútil. El anciano Zebulón Whateley, de una rama de la familia a caballo entre el sano juicio y la degradación, aventuró, de forma harto increíble, que lo mejor sería celebrar rituales en las cumbres montañosas. De siempre se habían observado escrupulosamente en su familia las tradiciones y sus recuerdos de cantos en los grandes círculos de piedra no tenían nada que ver con lo que pudieran haber hecho Wilbur y su abuelo.

La noche se hizo sobre la consternada comarca de Dunwich, demasiado pasiva para lograr poner en marcha una eficaz defensa contra la amenaza que se cernía sobre ella. En algunos casos, las familias con estrechos vínculos se cobijaron bajo un mismo techo para estar ojo avizor en medio de la cerrada oscuridad nocturna, pero, por lo general, volvieron a repetirse las escenas de levantamiento de barricadas de la noche precedente y los fútiles e ineficaces gestos de cargar los herrumbrosos mosquetes y colocar las horcas al alcance de la mano. Sin embargo, aquella noche no aconteció nada nuevo salvo algún que otro ruido intermitente en la montaña, y al despuntar el día muchos confiaban que el nuevo horror hubiese desaparecido con igual presteza con que se presentó. Incluso había algunos espíritus temerarios que proponían lanzar una expedición de castigo al fondo del barranco, si bien no se aventuraron a predicar con el ejemplo a una mayoría que, en principio, no parecía dispuesta a seguirles.

Al caer de nuevo la noche volvieron a repetirse las escenas de las barricadas, aunque esta vez fueron menos las familias que se agruparon bajo un mismo techo. A la mañana siguiente, tanto en la granja de Frye como en la de Bishop pudo advertirse cierta agitación entre los perros e indefinidos sonidos y fétidos olores en la lejanía, mientras que los expedicionarios más madrugadores se horrorizaron al ver de nuevo, y recientes, las monstruosas huellas en el camino que orillaba Sentinel Hill. Al igual que en ocasiones anteriores, los bordes del camino estaban aplastados, indicio de que por allí había pasado el imponente y monstruoso horror infernal que asolaba la comarca. Esta vez la conformación de las huellas parecía sugerir que había marchado en ambas direcciones, como si una montaña movediza hubiese salido del barranco de Cold Spring para regresar posteriormente por la misma senda. Al pie de la montaña podía verse por lo más abrupto una franja de unos treinta pies de anchura, de matorrales y arbolillos aplastados, y quienes aquello veían no salían de su asombro al comprobar que ni siquiera las más empinadas pendientes hacían torcer la trayectoria del inexorable sendero. Fuese lo que fuese, aquel horror podía escalar paredes de roca desnuda y cortadas a pico. Como los expedicionarios optasen por subir a la cima por una ruta más segura, se encontraron con que una vez arriba terminaban las huellas… o, mejor dicho, daban la vuelta.

Era precisamente allí, en la cumbre de Sentinel Hill, donde los Whateley solían celebrar sus diabólicas hogueras y entonar sus no menos infernales rituales ante la piedra con forma de mesa en las fechas de la Víspera de Mayo y de Todos los Santos. Ahora, la piedra constituía el centro de una amplia extensión de terreno arrasado por el horror de la montaña, mientras que encima de su superficie ligeramente cóncava podía verse una masa espesa y fétida de la misma sustancia bituminosa que había en el piso de la derruida granja de los Whateley cuando el horror se alejó de allí. Los hombres se miraron unos a otros y se susurraron algo al oído. Luego, dirigieron la mirada hacia abajo. Al parecer, el horror había descendido prácticamente por el mismo sendero por el que había ascendido. Toda especulación holgaba. La razón, la lógica y las ideas normales que pudieran ocurrírseles se hallaban sumidas en el más completo marasmo. Sólo el anciano Zebulón, que no iba acompañando al grupo, habría sabido apreciar en su justo término la situación o hallar una posible explicación a todo ello.

La noche del jueves comenzó igual que casi todas las precedentes, pero acabó bastante peor. Las chotacabras del barranco no pararon de chirriar ni un momento armando tal estrépito que fueron muchos los vecinos de Dunwich que no lograron conciliar el sueño, y a eso de las tres de la madrugada todos los teléfonos de la localidad se pusieron a sonar trémulamente. Quienes descolgaron el auricular oyeron a una aterrada voz proferir en tono desgarrador «¡Socorro! ¡Dios mío!…», y algunos creyeron escuchar un estruendoso ruido, tras lo cual la voz se cortó. No se oyó ni un sonido más. Pero nadie se atrevió a salir y hasta la mañana siguiente no se supo de dónde procedía la llamada. Todos cuantos la escucharon se llamaron por teléfono entre sí, advirtiendo que únicamente no contestaban en casa de los Frye. La verdad se descubrió al cabo de una hora cuando, tras juntarse a toda prisa, un grupo de hombres armados se dirigió a la finca de los Frye que estaba en la boca misma del barranco. Lo que allí se veía era espantoso, pero en modo alguno constituía una sorpresa. Había nuevas franjas aplastadas y monstruosas huellas. La casa de los Frye se había hundido como si del cascarón de un huevo se tratase, y entre las ruinas no pudo encontrarse resto alguno vivo o muerto. Sólo un insoportable hedor y una viscosidad bituminosa. La familia Frye había sido por completo borrada de la faz de Dunwich.

— VIII —

E
ntre tanto, en Arkham, tras la puerta cerrada de una estancia con las paredes repletas de estanterías, se desarrollaba otra fase del horror, algo más apacible pero no menos estimulante desde una perspectiva espiritual. El extraño manuscrito o diario de Wilbur Whateley, entregado a la Universidad de Miskatonic para su oportuna traducción, había sido la causa de muchos quebraderos de cabeza y no pocas muestras de desconcierto entre los especialistas en lenguas antiguas y modernas del claustro. Su mismo alfabeto, no obstante la similitud que a primera vista guardaba con la variante del árabe hablado en Mesopotamia, resultaba totalmente desconocido a las autoridades en la materia. La conclusión final de los lingüistas fue que el texto representaba un alfabeto artificial, debiendo tratarse de criptogramas, aunque ninguno de los métodos criptográficos normalmente utilizados pudo aportar la menor pista para su desciframiento, no obstante aplicarse en función de las lenguas que se suponía conocía el autor de aquellas páginas. En cuanto a los antiguos libros encontrados en el domicilio de los Whateley, si bien presentaban un gran interés y en varios casos prometían abrir nuevas y tenebrosas vías de investigación entre los filósofos y hombres de ciencia, no contribuyeron para nada a dilucidar el enigma. Uno de ellos, un pesado volumen con un cierre metálico, estaba escrito en otro alfabeto igualmente desconocido, si bien sus caracteres eran muy diferentes y guardaba cierta semejanza con el sánscrito. Finalmente, el viejo libro mayor cayó en manos del Dr. Armitage, y ello tanto en atención al especial interés que había demostrado en el caso Whateley como por sus vastos conocimientos lingüísticos y experiencia en las fórmulas místicas de la antigüedad y del medioevo.

Armitage sabía que el alfabeto era utilizado con fines esotéricos por ciertos cultos arcanos procedentes de épocas pasadas y que habían adoptado numerosos rituales y tradiciones de los zahoríes del mundo sarraceno. Ahora bien, aquello no pasaba de tener una importancia secundaria, pues no era necesario conocer el origen de los símbolos si, como sospechaba, eran utilizados a modo de criptogramas dentro de una lengua moderna. Estaba persuadido de que, habida cuenta de la voluminosa cantidad de texto que contenía, el autor difícilmente se habría tomado la molestia de utilizar otra lengua que la suya, salvo quizá a la hora de expresar ciertas fórmulas mágicas o conjuros especiales. En consecuencia, se dispuso a atacar el manuscrito partiendo de la hipótesis de que el grueso del mismo se hallaba en inglés.

Armitage sabía muy bien, tras los repetidos fracasos de sus colegas, que el enigma que encerraba aquel texto resultaría difícil de desentrañar y sería tarea harto dificultosa, por lo que había que desechar cualquier intento de aplicar métodos sencillos de investigación. La última decena de agosto la dedicó a recopilar todos los tratados de criptografía que pudo encontrar, echando mano de la copiosa bibliografía con que contaba la biblioteca y descifrando noche tras noche los saberes arcanos que se ocultaban en textos como la Poligraphia de Tritomio, el De furtivis literarum notis de Giambattista Porta, el Traité des chiffres de De Vigenere, el Cryptomenysis patefacta de Falconer, los tratados del siglo XVIII de Davys y Thicknesse y otros de autoridades en la materia tan recientes como Blair, Von Marten, amén de los escritos de Klüber. Con el tiempo acabó por convencerse de que se enfrentaba a uno de esos criptogramas especialmente sutiles e ingeniosos en los que muchas listas de letras separadas y que se corresponden entre sí se hallan dispuestas como si se tratara de una tabla de multiplicar, construyéndose el mensaje a partir de palabras clave arbitrarias sólo conocidas por los iniciados. Las autoridades de mayor antigüedad parecían ser de ayuda bastante más valiosa que las de épocas más recientes, de lo que Armitage dedujo que el código del manuscrito debía tener una gran antigüedad, transmitido sin duda a través de toda una larga cadena de ensayistas místicos. Varias veces pareció estar a punto de ver la luz esclarecedora, pero, de repente, algún obstáculo imprevisto le hacía retroceder en la marcha de la investigación. Hasta que, prácticamente ya encima septiembre, las nubes empezaron a clarear. Ciertas letras, tal como estaban utilizadas en determinados pasajes del manuscrito, fueron identificadas definitiva e inequívocamente, poniéndose de manifiesto que el texto se hallaba escrito en inglés.

En la tarde del 2 de septiembre cayó, por fin, la última barrera importante que se interponía a la inteligibilidad del texto, y Armitage vio coronados sus esfuerzos al leer por vez primera un pasaje entero de los anales de Wilbur Whateley. En realidad se trataba de un diario, como todo hacía suponer, y estaba redactado en un estilo que mostraba claramente una mezcolanza de profunda erudición en el campo de las ciencias ocultas y de incultura general por parte del extraño ser que lo escribió.

Ya el primer pasaje extenso que logró descifrar Armitage —una anotación fechada el 26 de noviembre de 1916— resultó harto asombroso e intranquilizador. Recordó que el autor de aquellas líneas era un niño de tres años y medio por entonces, si bien aparentaba ser un adolescente de doce o trece.

Hoy aprendí el Aklo para el Sabaoth (sic), pero no me gustó pues podía responderse desde la montaña y no desde el aire. Lo del piso de arriba me aventaja más de lo que pensaba y no parece que tenga mucho cerebro terrestre. Al ir a morderme maté de un tiro a Jack, el perro pastor de Elam Hutchins, y Elam dijo que si llegaba a morderme me mataría. Confío en que no lo haga. Anoche el abuelo me hizo pronunciar la fórmula mágica Dho y me pareció ver la ciudad secreta en los dos polos magnéticos. Una vez arrasada la tierra iré a esos polos, si es que no logro comprender la fórmula Dho-Hna cuando la aprenda. Los del aire me dijeron en el Sabat que la tarea de arrasar la tierra me llevará muchos años; para entonces supongo que ya habrá muerto el abuelo, así que voy a tener que aprender la posición de todos los ángulos de las superficies planas y todas las fórmulas mágicas que hay entre Yr y Nhhngr. Los del exterior me ayudarán, pero para cobrar forma corpórea requieren sangre humana. Parece que lo de arriba tendrá buen aspecto. Puedo vislumbrarlo cuando hago la señal Voorish o soplo los polvos de Ibu Ghazi, y se parece mucho a ellos el día de la Víspera de Mayo en la Montaña. La otra cara la encuentro algo borrosa. Me pregunto cómo seré cuando la tierra haya sido arrasada y no quede ni un solo ser sobre ella. El que vino con el Aklo Sabaoth dijo que podría transfigurarme para parecer menos del exterior y seguir haciendo cosas.

El amanecer encontró al Dr. Armitage sudoroso y despavorido de terror, totalmente enfrascado en su lectura. No había levantado los ojos del manuscrito en toda la noche. Sentado en su escritorio, a la luz de una lámpara eléctrica, fue pasando página tras página con temblorosa mano a medida que descifraba el críptico texto. En medio de semejante estado de agitación había telefoneado a su mujer para decirle que no iría a dormir aquella noche, y cuando a la mañana siguiente le llevó el desayuno a la biblioteca apenas probó bocado. No paró de leer ni un instante durante todo el día, deteniéndose con gran desesperación una que otra vez siempre que se hacía necesario volver a aplicar la intrincada clave para desentrañar el texto. Le llevaron la comida y la cena a su despacho, pero apenas tomó una pizca. Al día siguiente, ya bien entrada la noche, se quedó adormecido sobre la silla, pero no tardaría en despertarse tras asaltarle unas pesadillas casi tan horribles como la amenaza que se cernía sobre la humanidad entera y que acababa de descubrir.

La mañana del 4 de septiembre el profesor Rice y el Dr. Morgan insistieron en ver a Armitage siquiera un momento, saliendo de la entrevista temblorosos y con el semblante demudado. Al anochecer Armitage se fue a la cama, pero sólo esporádicamente pudo conciliar el sueño. Al día siguiente, miércoles, volvió a enfrascarse en la lectura del manuscrito y tomó infinidad de notas, tanto de los pasajes que iba leyendo como de los ya descifrados. En la madrugada se quedó dormido unos momentos en un sillón del despacho, pero antes de que amaneciese ya estaba de nuevo con la vista sobre el manuscrito. Aún no habían dado las doce cuando su médico, el doctor Hartwell, fue a verle e insistió, por su propio bien, en la necesidad de que dejase de trabajar. Pero Armitage se negó a seguir los consejos del médico, alegando que para él era de vital importancia acabar de leer el diario, al tiempo que le prometía una explicación más detallada en su debido momento. Aquella tarde, justo en el momento en que empezaba a oscurecer, acabó su alucinante y agotadora lectura y se dejó caer sobre la silla totalmente exhausto. Su mujer, que acudió a llevarle la cena, le encontró postrado en un estado casi comatoso, pero Armitage aún conservaba la conciencia suficiente como para proferir un fenomenal grito, que la hizo retroceder, al advertir que sus ojos se posaban en las notas que había tomado. Levántandose a duras penas de la silla, recogió las hojas garrapateadas que había sobre la mesa y las metió en un gran sobre que guardó en el bolsillo interior del abrigo. Aún le quedaban fuerzas para regresar a casa por su propio pie, pero era tan evidente que precisaba de auxilios médicos que hubo que llamar urgentemente al doctor Hartwell. Al irse a la cama, siguiendo las indicaciones del médico, no cesaba de repetir una y otra vez «Pero ¿qué hacer, Dios mío?, ¿qué hacer?».

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