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Authors: H.P. Lovecraft

Tags: #Terror

El horror de Dunwich (5 page)

BOOK: El horror de Dunwich
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La presencia de los tres hombres debió despertar al moribundo ser allí postrado, que se puso a balbucir sin siquiera volver ni levantar la cabeza. Armitage no recogió por escrito los sonidos que profería, pero afirma categóricamente que no pronunció ni uno solo en inglés. Al principio las sílabas desafiaban toda posible comparación con ningún lenguaje conocido de la tierra, pero ya hacia el final articuló unos incoherentes fragmentos que, evidentemente, procedían del Necronomicón, el abominable libro cuya búsqueda iba a costarle la muerte. Los fragmentos, tal como los recuerda Armitage, rezaban así poco más o menos: «N’gai, n’gha’ ghaa, bugg-shoggog, y’hah; Yog-Sothoth, Yog-Sothoth…», desvaneciéndose su voz en el aire mientras las chotacabras chirriaban en crescendo rítmico de malsana expectación.

Luego, se interrumpieron los jadeos y el perro alzó la cabeza, emitiendo un prolongado y lúgubre aullido. Un cambio se produjo en la faz amarillenta y chotuna de aquel ser postrado en el suelo al tiempo que sus grandes ojos negros se hundían pasmosamente en sus cavidades. Al otro lado de la ventana, cesó de repente el griterío que armaban los chotacabras, y por encima de los murmullos de la muchedumbre allí congregada se oyó un frenético zumbido y revoloteo. Recortadas contra el trasfondo de la luna podían verse grandes nubes de alados vigías expectantes que alzaban el vuelo y huían de la vista, espantados sólo de ver la presa sobre la que se disponían a lanzarse.

De pronto, el perro dio un brusco respingo, lanzó un aterrador ladrido y se arrojó precipitadamente por la ventana por la que había entrado. Un alarido salió de la expectante multitud, mientras Armitage decía a gritos a los hombres que aguardaban afuera que en tanto llegase la policía o el forense no podrían entrar en la sala. Afortunadamente, las ventanas eran lo suficientemente altas como para que nadie pudiera asomarse; para mayor seguridad, echó las oscuras cortinas con sumo cuidado. Entre tanto, llegaron dos policías, y el Dr. Morgan, que salió a su encuentro al vestíbulo, les instó a que, por su propio bien, aguardasen a entrar en la hedionda sala de lecturas hasta que llegara el forense y pudiera cubrirse el cuerpo del ser allí postrado.

Mientras esto ocurría, unos cambios realmente espantosos tenían lugar en aquella gigantesca criatura. No se precisa describir la clase y proporción de encogimiento y desintegración que se desarrollaba ante los ojos de Armitage y Rice, pero puede decirse que, aparte la apariencia externa de cara y manos, el elemento auténticamente humano de Wilbur Whateley era mínimo. Cuando llegó el forense, sólo quedaba una masa blancuzca y viscosa sobre el entarimado suelo, en tanto que el fétido olor casi había desaparecido por completo. Por lo visto, Whateley no tenía cráneo ni esqueleto óseo, al menos tal como los entendemos. En algo había de parecerse a su desconocido progenitor.

— VII —

P
ero esto no fue sino simplemente el prólogo del verdadero horror de Dunwich. Las autoridades oficiales, desconcertadas, llevaron a cabo todas las formalidades debidas, silenciando acertadamente los detalles más alarmantes para que no llegasen a oídos de la prensa y el público en general. Mientras, unos funcionarios se personaron en Dunwich y Aylesbury para levantar acta de las propiedades del difunto Wilbur Whateley y notificar, en consecuencia, a quienes pudieran ser sus legítimos herederos. A su llegada, encontraron a la gente de la comarca presa de una gran agitación, tanto por el fragor creciente que se oía en las abovedadas montañas como por el insoportable olor y sonidos —semejantes a un oleaje o chapoteo— que salían cada vez con mayor intensidad de aquella especie de gran estructura vacía que era la granja herméticamente entablada de los Whateley. Earl Sawyer, que cuidaba del caballo y del ganado desde el fallecimiento de Wilbur, había sufrido una aguda crisis de nervios. Los funcionarios hallaron enseguida una disculpa para que nadie entrase en el hediondo y cerrado edificio, limitándose a girar una rápida inspección a los aposentos que habitaba el difunto, es decir, a los cobertizos que Wilbur había acondicionado en fecha reciente. Redactaron un voluminoso informe que elevaron al juzgado de Aylesbury y, según parece, los pleitos sobre el destino de la herencia siguen aún sin resolverse entre los innumerables Whateley, tanto de la rama degenerada como de la sin degenerar, que viven en el valle regado por el curso superior del Miskatonic.

Un casi interminable manuscrito redactado en extraños caracteres en un gran libro mayor, y que daba toda la impresión de una especie de diario por las separaciones existentes y las variaciones de tinta y caligrafía, desconcertó por completo a quienes lo encontraron en el viejo escritorio que hacía las veces de mesa de trabajo de Wilbur. Tras una semana de debates se decidió enviarlo a la Universidad de Miskatonic, junto con la colección de libros sobre saberes arcanos del difunto, para su estudio y eventual traducción. Pero al poco tiempo hasta los mejores lingüistas comprendieron que no iba a ser tarea fácil descifrarlo. No se encontró, en cambio, la menor huella del antiguo oro con el que Wilbur y el viejo Whateley solían pagar sus deudas.

El horror se desató en el transcurso de la noche del 9 de septiembre. Los ruidos de la montaña habían sido muy intensos aquella tarde y los perros ladraron con fenomenal estrépito durante toda la noche. Quienes madrugaron el día 10 advirtieron un peculiar hedor en la atmósfera. Hacia las siete de la mañana Luther Brown, el mozo de la granja de George Corey, situada entre el barranco de Cold Spring y el pueblo, bajó corriendo, presa de una gran agitación, del pastizal de diez acres a donde había llevado a pacer las vacas. Estaba aterrado de espanto cuando entró a trompicones en la cocina de la granja, mientras las no menos despavoridas vacas se ponían a patalear y mugir en tono lastimero en el corral, tras seguir al chico todo el camino de vuelta tan atemorizadas como él. Sin cesar de jadear, Luther trató de balbucir lo que había visto a Mrs. Corey.

—Arriba, en el camino que hay por encima del barranco, Mrs. Corey… ¡algo pasa allí! Es como si hubiese caído un rayo. Todos los matorrales y arbolillos del camino han sido segados como si toda una casa les hubiera pasado por encima. Y eso no es lo peor, hay huellas en el camino, Mrs. Corey… tremendas huellas circulares tan grandes como la tapa de un tonel, y muy hundidas en la tierra, como si hubiese pasado un elefante por allí, ¡sólo que las huellas tendrán más de cuatro pies! Miré de cerca una o dos antes de salir corriendo y pude ver que todas estaban cubiertas por unas líneas que salían del mismo lugar, en abanico, como si fuesen grandes hojas de palmera —sólo que dos o tres veces más grandes— incrustadas en el camino. Y el olor era irresistible, igual que el que se respira cerca de la vieja casa de Whateley…

Al llegar aquí el muchacho titubeó y parecía como si el miedo que le había hecho venir corriendo todo el camino se apoderase de él de nuevo. Mrs. Corey, a la vista de que no podía sonsacarle más detalles, se puso a telefonear a los vecinos, con lo que empezó a cundir el pánico, anticipo de nuevos y mayores horrores, por toda la comarca. Cuando llamó a Sally Sawyer —ama de llaves en la granja de Seth Bishop, la finca más próxima a la de los Whateley—, le tocó escuchar en lugar de hablar, pues el hijo de Sally, Chauncey, que no podía dormir, había subido por la ladera en dirección a la casa de los Whateley y bajó corriendo a toda prisa aterrado de espanto, tras echar una mirada a la granja y al pastizal donde habían pasado la noche las vacas de los Bishop.

—Sí, Mrs. Corey —dijo Sally con voz trémula desde el otro lado del hilo telefónico—. Chauncey acaba de regresar despavorido, y casi no podía ni hablar del miedo que traía. Dice que la casa entera del viejo Whateley ha volado por los aires y que hay un montón de restos de madera desperdigados por el suelo, como si hubiese estallado una carga de dinamita en su interior. Apenas queda otra cosa que el suelo de la planta baja, pero está enteramente cubierto por una especie de sustancia viscosa que huele horriblemente y corre por el suelo hasta donde están los trozos de madera desparramados. Y en el corral hay unas huellas espantosas, unas tremendas huellas de forma circular, más grandes que la tapa de un tonel, y todo está lleno de esa sustancia pegajosa que se ve en la casa destruida. Chauncey dice que el reguero llega hasta el pastizal, donde hay una franja de tierra mucho más grande que un establo totalmente aplastada y que por todos los sitios se ven vallas de piedra caídas por el suelo.

»Chauncey dice, Mrs. Corey, que se quedó aterrado a la vista de las vacas de Seth. Las encontró en los pastizales altos, muy cerca de Devil’s Hop Yard, pero daba pena verlas. La mitad estaban muertas y a casi el resto de las que quedaban les habían chupado la sangre, y tenían unas llagas igualitas que las que le salieron al ganado de Whateley a partir del día en que nació el rapaz negro de Lavinia. Seth ha salido a ver cómo están las vacas, aunque dudo mucho que se acerque a la granja del brujo Whateley. Chauncey no se paró a mirar qué dirección seguía el gran sendero aplastado una vez pasado el pastizal, pero cree que se dirigía hacia el camino del barranco que lleva al pueblo.

»Créame lo que le digo, Mrs. Corey, hay algo suelto por ahí que no me sugiere nada bueno, y pienso que ese negro de Wilbur Whateley —que tuvo el horrendo fin que merecía— está detrás de todo esto. No era un ser enteramente humano, y conste que no es la primera vez que lo digo. El viejo Whateley debía estar criando algo aún menos humano que él en esa casa toda tapiada con clavos. Siempre ha habido seres invisibles merodeando en tomo a Dunwich, seres invisibles que no tienen nada de humano ni presagian nada bueno.

»La tierra estuvo hablando anoche, y hacia el amanecer Chauncey oyó a las chotacabras armar tal griterío en el barranco de Cold Spring que no le dejaron dormir nada. Luego le pareció oír otro ruido débil hacia donde está la granja del brujo Whateley, una especie de rotura o crujido de madera, como si alguien abriese a lo lejos una gran caja o embalaje de madera. Entre unas cosas y otras no logró dormir lo más mínimo hasta bien entrado el día, y no mucho antes se levantó esta mañana. Hoy se propone volver a la finca de los Whateley a ver qué sucede por allí. Pero ya ha visto más que suficiente, se lo digo yo, Mrs. Corey. No sé qué pasara, aunque no presagia nada bueno. Los hombres deberían organizarse e intentar hacer algo. Todo esto es verdaderamente espantoso, y creo que se acerca mi turno. Sólo Dios sabe qué va a pasar.

»¿Le ha dicho algo Luther de la dirección que seguían las gigantescas huellas? ¿No? Pues bien, Mrs. Corey, si estaban en este lado del camino del barranco y todavía no se han dejado ver por su casa, supongo que deben haber descendido al fondo del barranco, ¿dónde si no podrían estar? De siempre he dicho que el barranco de Cold Spring no es un lugar saludable y no me inspira la menor confianza. Las chotacabras y las luciérnagas que hay en sus entrañas no parecen criaturas de Dios, y hay quienes dicen que pueden oírse extraños ruidos y murmullos allá abajo si uno se pone a escuchar en el lugar apropiado, entre la cascada y la Guarida del Oso.

A eso del mediodía, las tres cuartas partes de los hombres y jóvenes de Dunwich salieron a dar una batida por los caminos y prados que había entre las recientes ruinas de lo que fuera la finca de los Whateley y el barranco de Cold Spring, comprobando aterrados con sus propios ojos las grandes y monstruosas huellas, las agonizantes vacas de Bishop, toda la misteriosa y apestosa desolación que reinaba sobre el lugar y la vegetación aplastada y pulverizada por los campos y a orillas de la carretera. Fuese cual fuese el mal que se había desatado sobre la comarca era seguro que se encontraba en el fondo de aquel enorme y tenebroso barranco, pues todos los árboles de las laderas estaban doblados o tronchados, y una gran avenida se había abierto por entre la maleza que crecía en el precipicio. Daba la impresión de que una avalancha hubiese arrastrado toda una casa entera, precipitándola por la enmarañada floresta de la vertiente casi cortada a pico. Ningún ruido llegaba del fondo del barranco, tan sólo se percibía un lejano e indefinible hedor. No tiene nada de extraño, pues, que los hombres prefieran quedarse al borde del precipicio y ponerse a discutir, en lugar de bajar y meterse de lleno en el cubil de aquel desconocido horror ciclópeo. Tres perros que acompañaban al grupo se lanzaron a ladrar furiosamente en un primer momento, pero una vez al borde del barranco cesaron de ladrar y parecían amedrentados e intranquilos. Alguien llamó por teléfono al Aylesbury Chronicle para comunicar la noticia, pero el director, acostumbrado a oír las más increíbles historias procedentes de Dunwich, se limitó a redactar un artículo humorístico sobre el tema, artículo que posteriormente sería reproducido por la Associated Press.

Aquella noche todos los vecinos de Dunwich y su comarca se recogieron en casa, y no hubo granja o establo en que no se obstruyera la puerta lo más sólidamente posible. Huelga decir que ni una sola cabeza de ganado pasó la noche en los pastizales. Hacia las dos de la mañana un irrespirable hedor y los furiosos ladridos de los perros despertaron a la familia de Elmer Frye, cuya granja se hallaba situada al extremo este del barranco de Cold Spring, y todos coincidieron en decir haber oído afuera una especie de chapoteo o golpe seco. Mrs. Frye propuso telefonear inmediatamente a los vecinos, pero cuando su marido estaba a punto de decirle que lo hiciese se oyó un crujido de madera que vino a interrumpir sus deliberaciones. Al parecer, el ruido procedía del establo, y fue seguido al punto por escalofriantes mugidos y pataleos de las vacas. Los perros se pusieron a echar espumarajos por la boca y se acurrucaron a los pies de los miembros de la familia Frye, despavoridos de terror. El dueño de la casa, movido por la fuerza de la costumbre, encendió un farol, pero sabía bien que salir fuera al oscuro corral significaba la muerte. Los niños y las mujeres lloriqueaban, pero evitaban hacer todo ruido obedeciendo a algún oscuro y atávico sentido de conservación que les decía que sus vidas dependían de que guardasen absoluto silencio. Finalmente, el ruido del ganado remitió hasta no pasar de lastimeros mugidos, seguido de una serie de chasquidos, crujidos y fragores impresionantes. Los Frye, apiñados en el salón, no se atrevieron a moverse para nada hasta que no se desvanecieron los últimos ecos ya muy en el interior del barranco de Cold Spring. Luego, entre los débiles mugidos que seguían saliendo del establo y los endiablados chirridos de las últimas chotacabras aún despiertas en el fondo del barranco, Selina Frye se acercó, tambaleándose, al teléfono y difundió a los cuatro vientos cuanto sabía sobre la segunda fase del horror.

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