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Authors: Daphne Uviller

Tags: #Chick lit, Intriga

El hotel de los líos (22 page)

BOOK: El hotel de los líos
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Más arduo todavía había sido el asunto de la camiseta. No podía ser tan ceñida y sexy como para impedirme relajar la postura de vez en cuando (so pena de dejar a la vista alguna que otra lorza delantera o, peor aún, trasera), puesto que podía ser una velada complicada y tenía que estar cómoda, pero, desde luego, tampoco podía llevarla tan suelta como para encajar en la categoría de holgada o desaliñada. Color, cuello, corte… Las posibles interpretaciones de todos estos elementos fueron identificadas y valoradas hasta la saciedad, y cuando por fin me decanté por la camiseta de algodón de cuello de pico, con mangas largas y ligeramente estirada, me di cuenta de que mi atuendo era casi idéntico al de tres días antes, cuando me disponía a salir para ver a Delta y había terminado en el Bar Six con Gregory.

—Respira hondo —me recordó Mercedes mientras escoltaba a su vestido de gala y a ella hasta la puerta—. Bebe algo de zumo. Pon los pies en alto. Aún te queda más de una hora. Estás bien.

—No tendría que ser tan complicado —dije, incapaz de desterrar por completo los gimoteos de mi voz—. Para Dover y para ti es muy sencillo. ¿Por qué no me puedo enamorar de alguien que quiera lo mismo que yo?

Una sacudida de su cabeza hizo rebotar sus minirrastas.

—Quizá deberías haberte dado más de tres meses para encontrar una alternativa.

Le lancé una mirada dolida.

—Pero precisamente por eso es tan bueno el plan de las dos semanas —añadió.

—¿De verdad lo crees? —pregunté con voz esperanzada.

—Para todas.

Le di un pequeño puñetazo.

—Si fuera una idea estúpida me lo dirías, ¿verdad?

—Sin dudarlo un momento —me aseguró mientras recogía el estuche de la viola—. En serio, de este modo podrás pasar página y encontrar a alguien que encaje contigo del todo.

Sentí que mis órganos vitales se rebelaban ante la sugerencia.

—¿Crees que eso es lo que va a pasar? —pregunté, temblorosa.

Me dirigió una mirada penetrante.

—¿La idea de volver a perderlo te hace sentir náuseas?

—Pues sí.

—¿Y él sigue insistiendo en lo de los niños y tú en negarte?

—La última vez que le pregunté, sí.

Abrió la puerta y, sin darse cuenta, sus dedos tamborilearon sobre el picaporte.

—Esto tiene mala pinta. Tan mala como en junio.

La vergüenza provocó que me ardiera la cara.

—Confío en que mis problemas no te estén aburriendo, señorita con el marido estrella de cine perfecto que podría permitirse el lujo de contratar a alguien para que le limpiase la baba cada vez que te mira.

Mercedes no se dejó impresionar por mis palabras.

—Lo de ser una estrella de cine es precisamente lo que le impide ser perfecto. Y no estoy aburrida, tonta. Lo que pasa es que se hace duro verte luchando de nuevo. Duro de veras. Para todas.

Me froté la frente con las dos manos.

—Lo sé. Y siento arrastraros de nuevo a esta situación.

—No lo sientas —dijo con tono alegre mientras me daba un abrazo rápido—. Para eso estamos. Pero, como ya he dicho, también por eso nos tiene tan entusiasmadas la idea de la fecha límite.

—¿Qué fecha límite? —preguntó una voz sin aliento. Mi madre, embutida en licra y con la cara colorada, apareció en el rellano—. ¡Mercedes, cariño! ¡Cómo estás! —exclamó con alegría.

Mi amiga hizo una reverencia desde las alturas.

—Te abrazaría, Bella, pero no con el vestido de seda.

—Ah, lo sé, estoy sudada —reconoció mi madre mientras se tiraba de sus plateadas trenzas en un gesto infantil que no iba con ella—. Ollie y yo hemos ido a hacer un poco de
kickboxing
y luego hemos vuelto corriendo. Él se ha parado en Chelsea Market para comprar
ciabatta
y una variedad de calabaza sobre la que leyó en un blog: ha descubierto cómo hacer que la tecnología trabaje para él. Bueno, ¿qué tienes hoy en el menú?

—Brahms, Haydn, Mendelsson y Vivaldi.

—¡Todo un
smorgasbord
!
[11]

—Lo único que le falta es jamón asado y un poco de hidromiel —reconoció Mercedes—. Muy bien, señoritas, me marcho. Buena suerte —me deseó en voz baja mientras me abrazaba de nuevo.

Mi madre y yo la vimos deslizarse con delicadeza escaleras abajo.

—Me encanta esa chica —dijo ella mientras se daba un tirón a la camisa y la soltaba sobre su piel—. Siempre me ha encantado. Confío en que el tal Carter Dover la trate bien.

—Dover Carter —la corregí—. Y la adora.

—Excelente noticia. Sólo los mejores hombres para las Chicas Sterling. Me alegro mucho de que todas hayan encontrado al fin la pareja perfecta.

«¡Eyección! ¡Eyección! ¡Escotilla de escape! ¡Busca el paracaídas!»

—Bueno, muy bien, tengo trabajo que hacer y voy a ir a ver a Macy —mentí.

—Ajá. —Mi madre destruyó mis esperanzas de una fuga rápida poniendo la mano sobre el pasamano—. Oye, ¿a que no sabes a quién vi el otro día?

Esperé con las cejas enarcadas en un gesto de fingido interés.

—A Gregory. Parece ser que ha vuelto.

Sutileza, tu nombre no es Bella Zuckerman.

—Ah, sí, algo había oído de que volvía a estar en Nueva York. —Podía responder golpe a golpe a aquel duelo del absurdo.

—Que ha vuelto a tu apartamento, digo.

—Mamá. Para. Para ya.

Pero, clonc, hizo el puente levadizo.

—¡Zephyr, no podemos volver a pasar por esto! —exclamó con dramatismo.

—¿Podemos? —inhalé entre dientes y entré a grandes zancadas en el salón. Ella me siguió y cerró la puerta—. ¡Que yo sepa, el problema no es tuyo! —Pero en un rincón remoto de mi cerebro, me acordé de mi idea del comité de citas y tuve que reconocer que la próxima vez que pensara en librar una batalla romántica debía reducir el tamaño de mis huestes.

—Vale, puede que no haya escogido bien las palabras, pero ya sabes lo que pasa: luego les cogemos cariño.

—¿Usas el plural mayestático? —escupí mientras me dejaba caer con aire desafiante en el sofá y cruzaba los brazos. Lancé una mirada de hostilidad al agonizante helecho que descansaba sobre el suelo y acariciaba los cojines con sus frondas marrones.

—Zephyr. —Se sentó frente a mí en la mesita de café y apoyó su mano sobre mi rodilla—. Puedes actuar como si no tuviera derecho a sentir nada al respecto, pero sería una reacción infantil. Nos hemos abierto a Gregory, lo queremos y tratamos de comprender tu perspectiva de las cosas, pero la verdad… —dejó la frase inacabada.

La miré fijamente, incrédula y tan nerviosa como si los dedos de los pies me estuvieran colgando sobre el borde de un cañón. Ni siquiera habíamos tocado de manera directa el asunto de su legado genético, aunque había dejado sus sentimientos más que claros.

—La verdad ¿qué? —dije con frialdad.

Movió la mandíbula de lado a lado mientras trataba de decidir hasta dónde quería llegar.

—¿La verdad? La verdad, no me opuse cuando dejaste la Hopkins…

—¡Ja!

—Y no dije nada cuando decidiste no ir a la facultad de Derecho…

—¡Revisionismo histórico! —declaré ante una audiencia de espectadores imaginarios.

—La cuestión es que te dejo cometer errores. Es cierto, Zephyr. Porque te respeto. Y porque puedes volver a la facultad de Medicina a los sesenta años si lo deseas. Pero ¿esto? Esto es algo que no se puede deshacer si cambias de idea. —Me apretó la rodilla. Me aparté y su mano tuvo que soltarme.

—No voy a…

—Sí. Vas a cambiar de idea.

Me balanceé hacia atrás como si me hubiera golpeado.

—Me tratas como si aún fuese una niña —dije en voz baja.

—Es que tú te comportas como tal. Y si nunca eres madre, siempre lo serás.

La miré, parpadeando con lentitud.

—No has dicho eso de verdad.

—Posiblemente no debería, pero lo he hecho. —Se puso en pie y se frotó las sienes. Me irritaba reconocer la cantidad de gestos suyos que había heredado—. Zephyr, ¿ves alguna limitación que papá y yo hayamos tenido que aceptar por causa de Gid y de ti? ¿Es que no hemos viajado? ¿Es que no tengo una carrera? ¿Es que no ha habido romanticismo en nuestra vida…?

—Qué asco —farfullé, y lo lamenté al instante. Era el epítome de una reacción infantil.

—¿Temes no ser lo bastante abnegada? ¿Se trata de eso? Porque, cariño, todos los padres tienen miedo de no poder dar lo suficiente, pero yo te conozco. Sé que tienes un gran coraz…

—¡Espera, para ahí! —la interrumpí—. Claro que sería lo bastante abnegada. Lo que pasa es que no quiero serlo.

Mi madre se encogió, horrorizada. Nunca había imaginado verme tragada por semejante maremoto de decepción materna, pero, para mi sorpresa, seguía respirando, los relojes seguían haciendo tictac y en el exterior, las bocinas de los coches seguían sonando.

—Pues entonces, no lo entiendo, de veras —susurró.

Arranqué una hoja muerta de la planta y tracé sus surcos con los dedos, tratando de dar con las palabras apropiadas.

—No son sólo las noches sin dormir, los lloros y las enfermedades. Puede que fuera capaz de soportarlo. La cuestión es que siempre están ahí. De manera permanente. Tienes que vestirlos con ropa apropiada para el tiempo que hace y alimentarlos con regularidad y asegurarte de que conocen a otros niños y procurar que no se conviertan en Hitler o en alguien que sale en
Wife Swap
.
[12]
Están los deberes y las tragedias sociales. No quiero volver a vivir la crueldad de las chicas de trece años. —Se me encogieron las tripas de sólo pensarlo—. Tu vida, tal como la conocías, se acabó. Sin espontaneidad, sin dinero ni tiempo para ir al teatro, a un concierto o de viaje. —Estaba resentida con ella por obligarme a decirlo en voz baja. Así, dividido en partes, sonaba muy superficial—. Es una forma de muerte —concluí.

—Jesús, Zephyr, no te hablo de la reproducción evangélica. Te hablo de tener un niño o dos. —Una vena de su frente palpitaba con fuerza.

Sacudí la cabeza.

—¿Y qué vas a hacer si no?

Levanté las palmas hacia arriba en una furiosa y muda pregunta.

—Tienes que dar, Zephyr. En esta vida no hay viajes gratis.

—Yo ya doy —protesté pensando en mis visitas ocasionales al asilo, aunque sabía que no podía contabilizar la última, un interrogatorio, como un servicio comunitario.

—¿Sabes? Es más fácil dar a tus propios hijos que tratar de salvar al mundo.

—¿Ésas son mis únicas alternativas? —Estrujé la hoja del helecho entre mis dedos y luego la alisé sobre el cojín. Pensé con envidia en Macy, con su dilatada lista de organizaciones de voluntariado. Ella tenía un mayor sentido de la responsabilidad que muchos padres. Con todos los defectos de su personalidad y sus misterios, era una adulta en toda regla.

—Eres una persona cariñosa y generosa, Zeph. Me alegro mucho de que te entregues tanto a tu trabajo y tus amigos. Pero creo…, no, sé, que habrá un día en que lamentarás no haber dado más. Y no haber recibido más. No te haces idea, Zephyr, de lo que te estarás perdiendo. —Se le rompió la voz.

Sacudí la cabeza y apreté los dientes para no echarme a llorar.

—¿Piensas ponérselo igual de difícil a Gideon?

Se frotó los párpados con los dedos.

—Si me sale con la misma estu…, es decir, con la misma idea, sí. Pero por lo que sé, no ha descartado la posibilidad de ser padre.

—¿Me dejarás en paz si te da algunos nietos? —pregunté, y empecé a sopesar incentivos potenciales. Cuando estaba en quinto y Gideon en segundo, le pagaba quince centavos al día por prepararme el almuerzo. Seguro que podíamos llegar a un acuerdo.

—No, no se trata de que tu padre y yo tengamos nietos.

—Y una mierda.

—Que no, Zephyr —dijo en voz baja—. Se trata de tu felicidad.

—No quiero seguir con esta conversación —le espeté.

—Ni yo. —Suspiró y se encaminó a la puerta. En toda mi vida, nunca se había separado de mí sin darme un abrazo. Pero en aquel momento salió de allí sin más y cerró la puerta tras de sí, gesto que me resultó más doloroso que cualquiera de sus palabras.

Me dejé caer boca abajo sobre el sofá. Me dolía la garganta y me picaban los ojos. Se me escaparon algunas lágrimas, lágrimas de rabia, de dudas y de rabia por las dudas. Alguien llamó con delicadeza a la puerta. Me levanté con rapidez y me sequé los ojos, tratando de parecer sólo rabiosa.

—¿Qué pasa? —grité.

—¿Cielo?

Puede que quisiera disculparse. O al menos que le abriera la puerta para que me diera mi abrazo.

—¿Me permites una sugerencia? Cámbiate antes de salir. Esos pantalones están hechos un desastre y la camiseta se ha dado de sí.

13

Gregory había llegado con flores —encantador— y con la noticia de que Barbuto no tenía mesa —comprensible—, pero diciendo también que, como un restaurante era una cita aburrida y aún le quedaban dos de las visitas de su pase de diez para los baños polaco-checos de la East 6, ¿por qué no íbamos allí entonces? Mientras yo trataba de disimular mi decepción, me recordó que los dos propietarios trabajaban en semanas alternas y que su tarjeta sólo era válida para las semanas de Stanislav. Y como estábamos en la semana de Stanislav… Abrió los brazos como para decir «Bueno, estaba escrito en las estrellas».

Reconocí aquella mirada de impenitente optimismo —mi padre era su inventor— y comprendí que me pasaría la velada rodeada por mil toneladas de piedra caliente, en un establecimiento de Europa oriental que no se preciaba del buen trato que ofrecía a sus clientes. Y en efecto, allí estaba, a las nueve en punto de una supuesta cita romántica, apelotonada entre ocho desconocidos sudorosos, con apenas un bañador para recordarme que no estaba en el metro.

Pero resultó que un
scvitz
[13]
en unos baños oscuros y llenos hasta los topes, interrumpido de vez en cuando por la caída de un cubo de agua helada sobre la cabeza, era exactamente lo que necesitaban mi confuso cerebro y mi tembloroso corazón. Entre tratar de hacerme a la idea de que tenía entre manos un caso de intento de asesinato, tratar de calcular quién tenía menos probabilidades de escapar de su respectiva institución —Samantha o Jeremy—, tratar de recobrarme del encontronazo con mi madre y tratar de no pensar hasta qué punto había destrozado mi tapadera en el hotel, tenía la sensación de que todos los caminos de mi vida habían llegado a la misma intersección. Y era una intersección repleta de coches parados, vehículos de emergencia con las sirenas encendidas, semáforos destrozados e incluso algún que otro ganso graznando furioso. Si no procedía con la máxima cautela, tendría que responder por algunas bajas humanas.

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