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Authors: Daphne Uviller

Tags: #Chick lit, Intriga

El hotel de los líos (20 page)

BOOK: El hotel de los líos
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—¡Cercana! ¡Han dicho que era una mudanza cercana!

—¿Cercana en el barrio o en la zona de los tres estados?

Asa arrugó el gesto, como si fuese a echarse a llorar.

—Vale —dije con tono tranquilizador—, no lo sabes. ¿Cómo se comportó la señora Hodges? ¿Parecía enfadada? ¿Nerviosa? —Me di cuenta de que le estaba haciendo demasiadas preguntas.

—Me dio una caja de bolas de matzá surtidas y me dijo que no la necesitaría en el sitio al que iba.

¿A qué se referiría con eso? ¿Al otro mundo? ¿A Riverdale?

—¿Algo más?

—Dijo que tenía que despedirse de la fisgona de las curvas, pero no sé de qué estaba hablando. ¿De la señora McKenzie, quizá? Me dio una nota para ella.

Por suerte, aún no me habían entregado la Glock.

—Asa —hablé con calma—, ¿dejó una nota?

Asa buscó en el cajón que tenía bajo el ordenador y sacó una hoja de papel del hotel, doblada con pulcritud y envuelta en celofán. Se la arrebaté.

—¡Eh, que no es para ti!

—Vaya con las curvas —murmuré mientras la abría. Con una letrita abigarrada, la extraña asiática había escrito «Me han entrado ganas de hablar con usted. Estaré en el asilo de la calle Hudson. No por mucho tiempo».

Minutos después, corría por el mercadillo de frutas que habían montado en la avenida Greenwich, donde se podía conseguir maíz asado y calcetines, entre otros artículos esenciales. Paré para comprar una limonada, mi único sustento desde que cogiera un puñado de galletitas saladas con formas de animales de la mesa de Pippa, varias horas antes. Entre la carrera a Grand Central del martes, la vigorosa caminata de la mañana con mi jefa y aquella carrera hacia la plaza Abingdon, era imposible que no perdiera unos cuantos kilos, y con ellos todas mis «curvas». «No seas superficial, Zephyr. Estamos hablando de un intento de asesinato y a ti te preocupa perder algunos kilos que a nadie le importan.»

Al pasar junto a Jefferson Market Garden, donde antes se levantaba una prisión para mujeres, me pregunté qué podía haber pasado durante los dos últimos días para que Samantha Kimiko Hodges, una viuda independiente que me aborrecía, se hubiera ido a una residencia y le hubieran entrado ganas de hablar. ¿Iba a ser una confesión en el lecho de muerte? ¿O se trataba de una trampa? La idea hizo que me diera vueltas la cabeza. ¿Me iban a liquidar en la esquina de la calle Hudson? Apreté el paso, impulsada por la idea de que necesitaba ayuda, de que, por una vez, mi vida estaba en peligro, tanto como para preocupar a mi pragmática jefa.

Allí aparecía de nuevo la fantasía del rescate, me reprendí al cruzar la calle 10. Tendría que someterlo al análisis de las Chicas Sterling y de Macy para ver si pensaban que me hacía falta un curso terapéutico de pensamiento feminista. Al sonar mi teléfono, lo abrí de inmediato, distraída por visiones sobre cómo sería un curso como aquél: ¿acaso habría un voluntario varón con el que practicar el reparto de las tareas del hogar? «Escucha, Bill, meter la ropa en la lavadora y ya está no es lo mismo que hacer la colada.»

—No estás muerta —dijo una voz masculina.

—¿Perdón? —Sentí que las rodillas me temblaban de repente. «¿Jeremy?»

—No respondes a invitaciones para comer carne con un grupo de héroes.

—Delta —dije, del todo aliviada.

—¿Conoces a algún otro héroe?

—Vaya, lo siento mucho.

—¿Qué sientes mucho?

Solté un silbido. No podía dejar de pensar que si de verdad estaba interesado por mí, él no debía cansarme con aquel flirteo sarcástico en el que no estaba ni remotamente interesada.

—Todo. El trabajo ha sido una locura.

—¿Y ya está?

Traté de pensar en una respuesta sincera, aunque no del todo.

—Me gustaría volver a verte —dijo—. Pero si no estás interesada o hay alguien más…

—¡No hay nadie más! —respondí de forma precipitada, para mi consternación y sorpresa completas.

—¿Lo que quiere decir…?

—Que lo hay —admití, demasiado avergonzada para soportar mi propia mirada en la ventana de la pastelería Lafayette—. Pero no lo había…, o al menos no estaba, cuando tú y yo salimos.

—Eso fue el sábado. Uf.

—No. Lo conozco desde hace mucho.

—¿Y cuándo ha reaparecido?

—¿Es necesario que entremos en detalles?

—Está bien. En resumen: no estás disponible.

—Supongo —admití a regañadientes.

—¿Zephyr?

—No, no lo estoy —espeté, irritada de nuevo con Gregory por aparecer y complicar las cosas. Si no estuviéramos volviendo juntos (¿y por qué diablos íbamos a volver?), no me vería obligada a dejar pasar al teniente Fisk y a cualquier otra posibilidad que se presentara. Diseñadores textiles, arquitectos, pasteleros, entomólogos… Era perfectamente posible que aquel episodio con Gregory sólo sirviese para robarme tres meses de mi vida.

—Vale, muy bien —dijo, y en ese momento oí el ensordecedor estruendo de una alarma al fondo—. Tengo que salir corriendo. Escucha, dale dos semanas de margen a esa reconciliación y si no funciona, me llamas.

—¿Y si son dos semanas y un día? —pregunté.

—Pues entonces no te garantizo nada.

—Eres muy raro —señalé, porque tampoco tenía nada que perder.

—Pero te lo pasaste muy bien conmigo —me recordó.

—Sí.

—¿Zephyr?

—Tienes que irte, ya.

Cerré el móvil, seguí por la calle 12 y pasé junto a mi edificio. ¿Por qué dos semanas? Era una idea tan extraña y al mismo tiempo tan sugerente… Mira que programar la resolución de cualquier cabo suelto de tu vida, aunque fuese de naturaleza romántica. ¡Qué alivio! Si limitaba a dos semanas la reconciliación con Gregory, no tendría que enfadarme con él por su desconcertante reaparición. Hasta podríamos, pensé mientras cruzaba la calle Blecker, reanudar nuestra relación una vez al año durante dos semanas, siempre que ninguno de los dos estuviese con otra persona en ese momento. Era el tiempo justo para ponernos patas arriba el corazón, con la certeza de que la aventura tenía fecha de caducidad. Una idea brillante. Se lo propondría durante la cena aquella misma noche. Habíamos quedado en vernos en Barbuto para tener la conversación que deberíamos haber mantenido en el Bar Six.

Dos semanas para decidir si podíamos intentarlo. Dos semanas para hacer frente a nuestras diferencias sobre la paternidad, diferencias que no habíamos podido resolver a lo largo de tres años de relación. Seguro que Gregory apreciaba las virtudes de este enfoque tan frío y racional. Le impresionaría tanto que recordaría que yo era mucho más importante para él que un niño imaginario. Hasta podía sugerirle la idea de que nos lleváramos a los gemelos una semana al mes, y así matar dos pájaros de un tiro: probaríamos las delicias de una paternidad temporal y les daríamos un respiro a Lucy y Leonard. Seduciría a Gregory con mi cordura y lo dejaría pasmado con mi pragmatismo.

¿Qué hombre podría resistirse?

11

Había pasado por la residencia de la calle Hudson incontables veces de camino al parque del río, pero nunca había entrado hasta que empecé a hacer de voluntaria con Macy. Desde entonces había llegado a acostumbrarme en cierto modo al aroma de los huevos fríos y la pasta de dientes. Y en lugar de sentir el miedo y la tristeza que había experimentado al principio —a fin de cuentas, era hija de Ollie y Bella Zuckerman, que se tomaban el envejecimiento como una afrenta personal—, descubrí que era un alivio que se esperara tan poco de mí, estar en un lugar en el que mi mera presencia era más que suficiente.

Saludé con la cabeza a los pocos residentes que estaban sentados en los bancos del exterior, tomando el sol, mientras sus auxiliares de color se entretenían hojeando revistas. Atravesé la puerta de cristal y crucé los cinco pasos que me separaban de la recepción. El siempre atareado director, Arturo, me saludó con el cejo fruncido.

—Hoy no tenemos trabajos voluntarios previstos —dijo mientras recogía un montón de papeles. Sonó el teléfono, pero no hizo caso.

—No he venido en calidad de voluntaria. He venido a visitar a una residente.

—¿Y no es lo mismo? —Escribió algo en el teclado que tenía delante con la mano que le quedaba libre.

—Acaba de llegar esta mañana. Me pidió que pasara a verla.

—¿Nombre?

—¿El mío o el de ella?

—Ambos. No me acuerdo de todos los voluntarios.

—Yo soy Zephyr. Ella es Samantha Kimiko Hodges.

Arturo se alisó los dos lados de su fino bigote con el pulgar y el índice y suspiró con pesadez.

—Firma. Y el carnet —cedió.

Mientras sacaba el carnet de conducir, me acordé de que Macy me había pedido que metiera el nombre del dermatólogo en la base de datos del departamento de Tráfico antes de su primera cita.

—¡Señorita Zuckerman! —Sentí una mano suave sobre mi hombro y, al volverme, me encontré con la radiante y rojiza sonrisa de Alma Mae Martin. La señorita Alma Mae Martin (como insistía en que se la llamara) era una nonagenaria que sentía predilección por los vestiditos alegres y unos tacones de aguja que añadían cinco centímetros largos a su nada desdeñable estatura. El personal de la residencia la había, en vano, instado a renunciar a sus plataformas, hablándole de ominosos escenarios protagonizados por huesos frágiles y suelos mojados. Ella se había negado en redondo a cambiar y había firmado un documento que decía que no los demandaría por ningún incidente que se produjera mientras hacía equilibrios sobre aquellos tacones que tanto apreciaba.

Alma Mae Martin mantenía que eran sus largas piernas sobre unos zapatos altos las que la habían ayudado a colarse en las camas de los hermanos Kennedy y del antiguo secretario de Defensa. Llevaba minifalda de luto perpetuo por los alegres años veinte, una época que echaba de menos porque había llegado a la mayoría de edad durante la Gran Depresión.

—¿Qué te trae por aquí, querida?

—Eh, señorita Martin —dije mientras devolvía el sujetapapeles a Arturo.

—De «Eh» nada, cielo. Una dama siempre dice «Hola».

Me entraron ganas de responder que yo no era ninguna dama y, según la hoja de servicios de la que tanto se enorgullecía, ella tampoco.

—Hola, pues.

—¿Qué te trae a este lugar dejado de la mano de Dios un jueves por la mañana?

—Una amiga se acaba de mudar —le expliqué tras un momento de duda. Dediqué un instante a imaginarme su encuentro inicial con Samantha. Se adorarían o se detestarían. Apostaba a que no habría indiferencia entre ellas.

Arturo colgó el teléfono y me hizo un gesto seco con la cabeza.

—La señora Hodges dice que puedes subir. Tercer piso, habitación 308.

—¿Es la señora bajita? —preguntó Alma Mae apretando los labios para no descomponer el gesto. Conque ya se habían conocido…

—¿Cómo ha estado estos días? —cambié de asunto mientras me dirigía lentamente hacia el ascensor para que no tropezase.

—Oh, cielo, ocupadísima —respondió, abanicándose como si estuviéramos en un porche de Savannah—. He estado ordenando mis antiguas cartas de amor. Las de Jack son fáciles. Pero ¡había dos de Bobby! En privado, el señor secretario me dejaba llamarlo Bobby, así que no es fácil saber cuál es cuál…

—Es usted sureña, ¿verdad, señorita Martin?

—Una dama nunca interrumpe a su interlocutor.

—Discúlpeme. Pero es usted de Georgia, ¿no? —Entramos al ascensor, cuyas paredes de metal distorsionaban nuestros reflejos como los espejos de una casa del terror. Apreté el botón con la esperanza de que Alma no tuviera la intención de escoltarme hasta el cuarto de Samantha.

—Vaya, hace mucho de eso, cariño. Llevo siglos en el norte.

—¿Alguna sugerencia para conseguir que un tozudo sureño cambie de idea sobre algo? —pregunté, avergonzada conmigo misma.

Se echó a reír con pequeñas carcajadas que, aunque fruto de una evidente práctica, eran contagiosas.

—¿Tienes a un caballero sureño atrapado en tus redes femeninas?

—Sí, pero hay… algunos problemas.

Nos detuvimos y Alma Mae señaló, más allá de unos adornos navideños que languidecían en la pared, el cuarto de Samantha. Era lo bastante señora para saber cuándo debía despedirse.

—Bueno, a mí nunca me han gustado mucho los sureños. Prefiero a los norteños. Católicos de Hyannis Port, para ser más exactas. —Sonrió, me guiñó un ojo y vi que se alejaba con un doloroso meneo de caderas. Con amantes imaginarios o sin ellos, esperaba llegar a los noventa con la misma seguridad que ella. De hecho, me habría gustado tenerla a mis treinta y uno.

Samantha cerró de golpe uno de los cajones de un buró de tamaño modesto. Había sólo dos cajas y una maleta en la habitación.

—¿Dónde están sus cosas?

—¿Ves sitio para ponerlas en una habitación no mayor que un sello de correos? Guardadas.

—¿Y por qué ha venido?

—Me he cansado de las alfombras buenas. Me encantan el linóleo y los muebles baratos. Me recuerdan a mi infancia. —Tiró de la maleta del suelo. Me incliné y se la subí a la cama.

Sin darme las gracias, abrió la cremallera y comenzó a sacar cosas. La vejez no significaba que hubiera que ser desagradable, pensé. «Mira a Alma Mae Martin.» Decidí que se habían acabado los miramientos con ella.

—Vale, pues respóndame a esto: ¿para qué me ha pedido que viniese? ¿Para limpiar su conciencia? Porque ya sé que le pagaron por asesinar a Jeremy —dije como si tal cosa, y contuve el aliento.

Mis palabras tuvieron el efecto deseado. Samantha se quedó paralizada con las manos en una percha. Me apuntó con un dedo, pero el gesto quedó atemperado por la falta de seguridad de su voz.

—No intenté matar a ese hombre.

—Eso es mentira —respondí sin más.

—Fingí que trataba de matarlo. Para que me pagaran. Pero llamé al 911 de inmediato. Y fui a buscarte. Y dejé el frasco para que supieran lo que había tomado.

Me acordé de la noche del sábado y de la insistencia de Delta en que alguien había llamado diez minutos antes, no dos. Samantha había llamado mucho antes de que yo le dijera que lo hiciese.

—¿El frasco con los datos de la receta tachados? ¿Bajo la cama?

—Dejé el nombre del frasco a la vista, para que lo supieran —repitió a modo de defensa.

—Espere un momento. —Me permití un rápido estremecimiento, como un perro, para aclarar la cabeza, que aún me daba vueltas tras ver que no negaba la acusación de intento de asesinato. Una semana antes, estaba en el mostrador de recepción, comiendo de la caja tamaño gigante de SnackWell de Asa, y Samantha Kimiko Hodges era una dulce ancianita que cada día se ponía una cosa—. Empecemos por la persona que le pagó para asesinar…

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