El hotel de los líos (15 page)

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Authors: Daphne Uviller

Tags: #Chick lit, Intriga

BOOK: El hotel de los líos
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—Señora Hod… Señora Kimiko Hodges —la llamé con desesperación al ver que comenzaba a alejarse. Resistí el impulso de sujetarla por la diminuta muñeca—. ¿Por qué echó Ambien en la bebida de Jeremy Wedge?

Acababa de lanzar un peñasco de dos toneladas desde la cima de una colina. Casi podía oír los gritos de los aldeanos que escapaban de él. Una fina capa de sudor comenzó a formarse en la parte trasera de mi cuello.

La mujer se detuvo a mitad de paso durante una fracción de segundo y luego siguió andando.

—¡Había cantidades letales de Ambien en esa bebida! —le grité mientras se alejaba.

Una mujer con unas sandalias Julio César anudadas y una chaqueta de cuero con un pin contra los abrigos de piel levantó la mirada desde su banco y se puso a contemplar sin miramientos el gratuito espectáculo.

Samantha se detuvo y esa vez sí se dio la vuelta. Sus cejas se arrugaron hasta juntarse y apretó los labios con tanta fuerza que se le pusieron blancos. Me apuntó con un dedo tembloroso. Me eché hacia atrás bajo la fuerza de su furia.

—Señorita —susurró—. Aléjese de mí. No siga molestándome con sus estúpidas preguntas y déjeme-en-paz.

Me disponía a seguirla, pero una mirada furiosa me detuvo. Se alejó en dirección este lo más rápido que le permitían las medias de seda y las prótesis ortopédicas.

Julia César se inclinó hacia adelante y arrugó la nariz en un gesto de simpatía.

—No se preocupe, cariño. Si de verdad hubiese querido matarlo, habría encontrado algo más fiable que el Ambien. Como veneno de rata, por ejemplo.

—Gracias —dije con tono ausente, antes de volver al hotel. Me habría hecho falta lápiz y papel para contar la cantidad de meteduras de pata que había cometido. A pesar de lo cual, todo indicaba que, muy probablemente, tenía un intento de asesinato entre manos.

7

—Pero si tocas el cartón aunque sea un poco, el zumo sale disparado. El diseño es un delito —estaba quejándose Asa al teléfono mientras sostenía en alto un cartón de zumo como prueba—. ¿Hola? ¿Hola? ¿Me han colgado en Atención al Cliente? —preguntó con incredulidad mientras miraba el receptor.

Me introduje arrastrando los pies detrás del mostrador y volví a dejar la cartera en la mochila, a mis pies.

—Podrías probar a tomarte el zumo en un vaso, como los adultos —le sugerí.

—¡La chica de Apple and Eve ha dicho lo mismo! Esto no es normal. Se supone que tienen que hacernos la pelota. —Volvió sus palmas regordetas hacia el cielo, estupefacto.

—Asa, estoy segura de que puedes encontrar cariño en otro sitio. Oye, ¿dónde está «Mandíbula Cuadrada»? —inquirí tratando de parecer despreocupada, pero cada vez más acalorada. En el vestíbulo hacía un calor inusual. Me quité el suéter.

—Tengo cariño de sobra, Zephyr —dijo Asa al tiempo que hacía un mohín—. Pero me gustan las cosas gratis. No te oí quejarte cuando traje las Oreos. O los salvaslips.

—No, eso fue un detallazo por tu parte —reconocí.

—O el hilo dental, o las barritas de cereales.

—Las barritas de cereales eran repulsivas.

—Sí que lo eran. Pero ¿qué te parecieron los aceites de baño? ¿No crees que el áloe de pepino era muy suave? —me interrogó con toda seriedad y el rostro arrugado por la concentración, como un auténtico Platón de los artículos de regalo.

—Oh, bien, hemos recuperado nuestros abrumadores niveles de concentración y dedicación. Al menos nadie sale corriendo por la puerta quince minutos después de haber entrado a trabajar. —La viscosa presencia de Hutchinson hizo su aparición en recepción. Cada vez estaba más convencida de que se pasaba el día entero pegado a los monitores de seguridad.

Me disponía a disculparme, pero entonces me contuve y decidí recurrir al método Tag.

—Lo cierto —dije con tono altanero, dirigiéndome a la pantalla de mi ordenador— es que la señora Hodges me había preguntado si en Spa Belles o en Bloomie Nais tienen un servicio de manicura y pedicura barato. He salido a petición de un huésped.

Hutchinson se aclaró la garganta.

«A petición de un huésped» era una de las frases predilectas de su padre, una llamada al deber clara y concisa, una cristalina delineación de prioridades.

—Bueno, bien. —Desvió la mirada hacia el mosaico de la pared opuesta—. Pues asegúrate de que las salidas están a tiempo esta mañana. Tenemos doce nuevos huéspedes y una novia que quiere dejar sus regalos, y yo voy a estar fuera el resto del día, así que no me encontraréis por aquí para apagar vuestros incendios. —Nos dirigió una mirada ceñuda a los dos y luego se alejó en dirección a la puerta con un balanceo ligeramente excesivo de los brazos.

—Oh, gracias a Dios —resopló Asa en cuanto Hutchinson hubo desaparecido. Alargó la mano hacia el teléfono—. Me pone los niveles de toxinas por las nubes.

Me volví hacia él.

—¿Podrías cubrirme diez minutos más?

—Zephyr —pifió—. ¡Te vas a meter en líos! ¡Y me vas a meter a mí en líos! ¿Y adónde vas, si puede saberse?

—Vamos, Asa. —Le di unos golpecitos en la carne blanda del hombro mientras salía del mostrador—. Tú y yo somos como Janet y Michael Jackson. Antes de que él muriera, claro. Nunca estamos en el mismo sitio al mismo tiempo. Podríamos ser la misma persona, ¿no?

Se le iluminó la mirada.

—¡Tenemos el pelo muy parecido!

—Quizá deberías llamar a Revlon —le sugerí mientras me encaminaba al ascensor—. Si usáramos el mismo acondicionador, podríamos ser gemelos.

—Oh, Revlon bloqueó mis números hace siglos. —Sonó el timbre del ascensor—. Pero no te preocupes, Zeph —dijo con voz resuelta mientras yo entraba—. Tengo a Clinique en mi lista.

El pasillo del quinto piso estaba en silencio, sin rastro alguno del drama médico del sábado por la noche. Tres de las seis habitaciones estaban vacías, incluida la que ocupaban los neozelandeses, que había requerido los servicios de un limpiador de alfombras profesional. La cuarta la tenía una pareja de alemanes que diseñaba parques infantiles con materiales reciclados. Todas las mañanas se levantaban a las siete e iban a ver qué encontraban por la ciudad. Dos mujeres que venían todos los meses para vivir una aventura extramarital ocupaban la quinta. Se dedicaban a hablar a gritos de sus maridos cada vez que alguien pasaba por el vestíbulo. No sé a quién creían estar engañando, pero solían dormir hasta tarde, así que a mí tampoco me preocupaban.

Me detuve junto a la habitación de Samantha, tratando de reunir valor para entrar. Mi plan requería acción rápida y resuelta, no dudas. Y sin embargo allí estaba, mirando al techo y pensando en excusas. Si me encontraba con una de las chicas de la limpieza, siempre podía decirle que estaba revisando la colocación de las alarmas de incendios. O comprobando que no se estuviera cayendo la pintura. O asegurándome de que el espacio entre las baldosas del techo era…

Un timbrazo del ascensor anunció la inminente apertura de las puertas. Introduje la llave en la cerradura y entré de un salto en la habitación 505. Esperé un momento en la oscuridad, mientras el corazón amenazaba con salírseme del pecho, y luego me atreví a mirar por el ojo de la cerradura. María López, la pintora al óleo que trabajaba como jefa de las chicas de la limpieza para pagar el alquiler, estaba comenzando la ronda. Empezaría por la habitación de los alemanes. Aspiré temblando y me recordé que legalmente tenía derecho a mirar (pero no a tocar) y encendí la luz.

Lo primero que pensé fue que me gustaba lo que Samantha había hecho en aquel lugar. Aunque la habitación era una réplica exacta de las otras que había en el piso, la suya parecía un hogar. Había puesto una gruesa alfombra turca y traído dos lámparas de su propiedad. Había unas plantas hermosísimas, una de las cuales descansaba sobre un baúl de madera que reemplazaba la mesa de café de cristal con forma de bumerán que ponía el hotel. Había un perchero, una pequeña librería llena de libros y fotografías enmarcadas y un estante de color malva con una pequeña colección de recipientes de cerámica: dos platos, dos jarras y dos cuencos. En uno inferior había una caja de cereales, un contenedor de Metamucil, una cesta llena de dosis individuales de crema sin leche —como las que te puedes llevar de los restaurantes guardándotelas en los bolsillos si te apetece—, un frasco de vainilla y otro de Tums. Hasta había reemplazado las fotos de estrellas de cine de las paredes con ilustraciones de Kooning y Picasso.

El cuarto de baño, curiosamente, contenía pocos efectos personales. Mi reciente experiencia en la residencia de la calle Hudson me había enseñado que la necesidad de espacio en las estanterías iba aumentando con la edad. Pero allí no había más que un cepillo de dientes con su pasta, un frasco de loción de tamaño viaje (dato interesante: del hotel Larchmont, un competidor situado en la calle 11) y un frasco de aspirinas genéricas.

¿Qué esperaba encontrar? Molesta conmigo misma y cada vez más ansiosa, al pasar junto a un ficus reparé en que la regadera de latón que había a su lado descansaba sobre un platillo birlado en el bar del hotel. De momento era el objeto más acusador que hubiera encontrado.

Me disponía a recoger una hoja muerta que había caído sobre la mesa barnizada cuando cambié de idea. La mesa estaba cubierta por pulcros montoncillos de papeles y en la parte trasera había más fotografías enmarcadas. Me incliné para estudiarlas con las manos a la espalda. La mayoría de ellas eran de Samantha y de un hombre calvo y de aspecto corriente que, supuse, sería su segundo marido. Pero había una foto en tonos sepia de una joven familia que me hizo soltar una exclamación.

Todos los presentes en la fotografía —padre, madre, hermano, hermana— eran caucásicos, salvo la pequeña asiática que el padre llevaba en brazos. Al infierno las leyes del estado de Nueva York. Agarré la foto y la miré de cerca. La familia posaba en frente de una tienda de la calle Essex y, a juzgar por la forma y el tamaño de los coches que se veían, la foto había sido tomada unas siete décadas antes. ¡Samantha era adoptada! Adoptada por una familia que, según parecía, podía haber compartido recetas de pescado relleno al estilo judío con mis antepasados.

Si Samantha era adoptada, su familia —aparentemente judía, lo que parecía explicar el misterio de su estilo
shtetl
— estaba muy avanzada para su época. En nuestros tiempos, en Nueva York, una de cada dos Hannah Schwartz o Esther Goldman procedía de una polvorienta y olvidada aldea de los más lejanos confines de China. Pero ¿una niña japonesa? Aunque no podía ni empezar a imaginarme las circunstancias que rodeaban su adopción, sí que me permití un momento de triunfo: uno de los misterios, aunque pequeño, ya tenía su explicación. Dejé la foto en su sitio después de limpiarle mis huellas con la camisa.

En el pasillo sonó el chasquido de una puerta que se cerraba. Corrí a la cerradura y vi que la más alegre de las dos infieles se dirigía al ascensor, con una chaqueta de los Mets colgada del brazo y una gorra calada en la cabeza. Dediqué un momento a pensar lo que haría yo con una mujer si estuviera engañando a mi marido. Si pretendes tener una aventura durante un largo período de tiempo, es perfectamente posible que termines haciendo cosas tan pedestres como asistir a partidos de béisbol. ¿Las preocuparía que las sacaran en el JumboTron de Citi Field? ¿Sería más fácil confeccionar una mentira con un amante homosexual que con uno heterosexual?

Más que una que explicara mi presencia en la habitación 505. Así que volví corriendo a la mesa y examiné rápidamente lo que allí había.

Sobre una pila de papeles se veía un recibo de 14,73 dólares de Duane Reade: vitaminas, un paquete de limas de uñas y un cartón de limonada Newton’s Own. Otro de los montones estaba formado por ejemplares de
AARP, Real Simple, Notary Public Monthly
y un folleto sobre autocaravanas. Traté de imaginar las modificaciones necesarias para acomodar a una conductora de tan reducida estatura. Asientos elevados, pedales elevados… En cuanto a las ventajas, posiblemente el interior le pareciera más espacioso que a un ocupante normal.

La factura de Sprint que encabezaba el tercer montón evidenciaba que Samantha no había salido de otro siglo con sus medias de seda. Bajo la factura del teléfono móvil se podía ver parte de un extracto bancario del Chase y un número llamó mi atención. Un número que ocupaba más espacio que cualquiera que hubiese figurado alguna vez en mi cuenta del banco.

500.000 dólares.

Miré mejor.

Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco ceros.

Observé el montón de papeles y lo examiné desde unos cuantos ángulos distintos. Con las manos bien agarradas a la espalda, me incliné y soplé de manera delicada sobre la factura de Sprint con una fuerza levemente superior a la de, digamos, un aire acondicionado encendido de repente, pero inferior a la que habría imprimido una paloma que hubiese entrado por la… ventana cerrada. Oh, caray, ya había quebrantado la ley al tocar la foto enmarcada. Levanté la factura de Sprint y recibí mi recompensa bajo la forma de una visión diáfana de las transacciones realizadas por Samantha Kimiko Hodges durante los últimos treinta días.

La mayoría de los movimientos no eran distintos de los de mi cuenta. Débitos de 7 dólares por compras con MetroCard en quioscos MTA; 10,32 dólares por una comida en B&H Dairy (donde, por cierto, usaban el eneldo con generosidad en todas las sopas); 5 dólares para una carrera en taxi muy corta; múltiples donaciones de 1 dólar en el Met que, imagino, debieron de irritar sobremanera a los vendedores de entradas; dos adquisiciones en el Museo del Sexo sobre las que preferí no pensar en exceso; y un cargo de 2.500 dólares del hotel Greenwich Village, una auténtica ganga tal como están los alojamientos en Manhattan.

Luego estaban los créditos: dos de la administración de la Seguridad Social, a razón de 1.200 dólares cada uno; dos de 1.400 dólares de un mercado monetario de Vanguard; y luego el llamativo traspaso a su cuenta de 500.000 dólares, cuyo ordenante aparecía consignado como «Summa S. A.».

Comenzaron a temblarme las manos. Traté de ordenar los papeles, pero lo único que conseguí fue que salieran volando como impulsados por un tornado, y acabaran por el suelo.

«No grites, Zephyr, no grites», me advertí mientras me agachaba para recogerlo todo. Algunas de las facturas habían permanecido juntas, pero la mayoría se había desordenado. No tenía tiempo de averiguar cómo estaban organizadas. Dejé los documentos sobre la mesa, asegurándome de que el extracto del banco estaba debajo de la factura del teléfono, y luego huí.

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