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Authors: Daphne Uviller

Tags: #Chick lit, Intriga

El hotel de los líos (12 page)

BOOK: El hotel de los líos
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Tenía que hacer progresos. Sobre algo. Con o sin
subpoena
.

5

Aquella tarde, quizá por milésima vez en seis años, me encontré sentada en aquel lugar desordenado y revuelto al que mis padres llamaban salón, preguntándome si debía mudarme. No mudarme al otro lado del sofá —la cada vez más gruesa pila de mantas de mohair que mi madre se había dedicado a tejer en los escasos segundos en que sus manos estaban ociosas lo hacía imposible—, sino a otro apartamento. No vivía con Bella y Ollie Zuckerman, técnicamente no, pero sí dos pisos más abajo, en el edificio de cuatro plantas que poseían en Greenwich Village. Por lo general me gustaba, lo mismo que ellos y su autoproclamado amor por la vida, pero había veces, como aquella noche, en las que me preguntaba lo que habría podido conseguir con mi propia vida de no tener que emplear mis energías y mi atención en mis padres y aquel caos permanente en el que vivían.

La reaparición en el grupo de mi desgarbado hermano de pelo lacio, tres años antes, no había hecho más que alimentar el desorden, sobre todo porque había llegado envuelto en una nube de éxito cinematográfico concedido por los dioses del festival de cine de Tribeca. Más o menos al mismo tiempo, mi madre decidió asociarse y montar un negocio con una tórrida y antigua
madame
de cuarenta y cinco años, hecho que no contribuyó en modo alguno a revestir de calma la vida cotidiana en el 287 de la calle West 12. Y en esa época mi hermano parecía estar desarrollando un interés romántico por la misma ex prostituta. Todo esto, combinado con un deseo no demasiado intenso de abandonar el apartamento en el que había convivido con Gregory, me tenía revisando las listas de ofertas inmobiliarias con un fervor superior al de los clásicos buscadores cotidianos de anuncios por palabras en Nueva York.

Había llegado aquella tarde en busca de un poco de seguridad y acogida filial tras lo que había sido un día desmoralizante e infructuoso. Después de la conversación telefónica con Pippa, me había lanzado al hotel con ciega determinación y una falsa sensación de conquista inminente, lista para arrojarle a una anciana una ridícula y del todo improbable acusación de asesinato en grado de tentativa. Había pasado como un torbellino junto a Asa, que estaba hablando al teléfono con Hershey’s para sugerirles una nueva forma para sus besos de chocolate.

Por suerte para todos, la señora Hodges no estaba en su habitación, ni en el restaurante, ni en el bar, así que me había largado de allí tan de prisa como había llegado, antes de que Hutchinson McKenzie me viera y me fusilara a preguntas sobre qué hacía ahí durante el que se suponía que era mi día libre. Con mucha menos energía de la que me había llevado hasta el hotel, caminé por la Sexta Avenida, esquivando puestos de libros que apestaban a incienso y en los que se vendía material de todo tipo, desde antiguas
Playboy
a copias prístinas de
Dianética
. Torcí a la izquierda por la calle 12 y comencé a relajarme al pensar en una tarde tranquila con mis padres. Pediría comida coreana a DoSirak o quizá saldría al Café Asean mientras disfrutaba de su completa atención. Básicamente, quería volver al nido, algo que había estado haciendo con creciente frecuencia desde la marcha de Gregory.

Pero las cosas no estaban saliendo como yo esperaba. Estaba allí, tumbada sobre su gastado sofá, con los pies metidos bajo una pila de mantas de tamaño infantil que se inclinaba peligrosamente hacia mí, oyendo cómo mi madre y Roxana Bureau daban las últimas pinceladas a la presentación que iban a hacer al día siguiente ante los responsables del departamento de Adquisiciones de Banana Republic. Mi padre tarareaba a Mozart a todo volumen mientras guardaba la compra en la cocina (haciendo una pausa para anunciar cada cosa al meterla en su sitio correspondiente), al mismo tiempo que mi hermano trataba de entablar una conversación sobre Gregory como medio para impresionar a Roxana, ex puta.

—Zeph, ha sido un caso de sincretismo fallido entre Gregory y tú. Filosofías diferentes. No es culpa de nadie —dijo Gideon en tono alentador, como si estuviéramos hablando sobre el asunto. Se dejó caer sobre las mantas y estuvo a punto de partirme el pie en dos. Chillé, pero él ni se inmutó. Estaba demasiado ocupado mirando de reojo a Roxana para ver si ésta había reparado en su impresionante vocabulario. Pensé en recordarle que la francesa poseía lo que sólo podía definirse como una comprensión «creativa» de nuestra lengua, pero decidí que sería malgastar saliva. Mejor dejar que continuara con su estúpido, platónico y pueril enamoramiento.

—O sea, yo personalmente, si la mujer a la que amara no quisiera hijos, respetaría sus deseos —mintió sin separar apenas sus dientes recién blanqueados—. Si la quisiera, haría todo lo que ella deseara.

—Eso no es problema cuando estás enamorado de una persona de la tercera edad.

Me pellizcó. Yo le di una patada.

Lo último que necesitaba era que aquel asunto saliera en presencia de mis padres. No estaba dispuesta a ejercer de cordero propiciatorio para el calentón de mi hermano. Gideon, aunque solía ser un chico divertido y reflexivo de cuya compañía disfrutaba, se volvía tan insoportable como un adolescente cuando ponía el punto de mira sobre una mujer.

—¡Aguacates! —gritó mi padre desde la cocina.

—Ah, Bella —dijo Roxana a mi madre con su voz de gata, lo que provocó que la cabeza de Gideon comenzara a dar vueltas—. Eso es «bgillante». En «segio», le has dado en el claxon.

Hubo un momento de educado y confuso silencio.

—En el clavo —la corregí mientras levantaba los brazos para taparme los ojos—. Te refieres a que ha dado en el clavo.

—Ah, sí, «ggasias, Zhepheer» —gorjeó con una carcajada desenvuelta.

—¡Atún! —exclamó mi padre.

—De nada —murmuré, mientras volvía a sentir un ligero desconcierto al pensar en la estrecha relación que existía entre la progresión de la carrera de Roxana y la de la mía. Pocos años antes, tras abandonar la facultad de Medicina y provocar la pérdida del depósito ingresado en la de Derecho, desesperada por encontrar un camino de baldosas amarillas, me vi trabajando como conserje de nuestro edificio. En un momento en que no estaba arreglando las fugas del tanque de aceite del sótano, concertando las citas con el fumigador o sacando del buzón la publicidad que aparecía allí por generación espontánea, me encontré con el burdel que Roxana dirigía en su apartamento del tercero.

Roxana se ahorró una década de prisión ayudando a los federales y a la policía de Nueva York a tender una trampa a los miembros más importantes de la familia del hampa que controlaba su burdel (y a ella). Yo me ahorré una vida entera de búsqueda interior al lanzarme de cabeza a las agencias de defensa de la ley y el orden a instancias de Gregory, al que había conocido durante aquel surrealista episodio.

Los federales apenas acababan de quitarle el micrófono a Roxana cuando mi madre, que casi siempre hacía pasar su excentricidad por optimismo, se salió con la idea de fichar a la antigua procuradora de servicios de relax por su olfato para los negocios. Como nueva vicepresidenta de Seminarios Financieros para Mujeres de MWP, Roxana ganaba un sueldo que le permitía seguir pagando el alquiler del tercero B, aunque tardó algunos meses en poder reformarlo de arriba abajo. El primer objeto en desaparecer fue el banco de
bondage
forrado en cuero, reemplazado por un sofá de dos plazas en muaré de Shabby Chic. (El banco se vendió en cuatro horas en Craiglist.)

—¡Bok choy!

Roxana estaba exultante, radiante, y sus genes franceses eran una garantía de atractivo a perpetuidad, así que no era raro que tuviera a Gideon a sus pies. Yo, por mi parte, había vuelto a la época en la que me peleaba a puntapiés con mi hermano y luego pasaba el berrinche en el sofá de mis padres. Levanté la mirada hacia el tragaluz de vidrio templado y me pregunté por qué no era capaz de conseguir que tanto el amor como el trabajo florecieran a la vez. Y ni siquiera eso: me habría conformado con cualquier cosa que no fuese que una u otra dejaran mi vida.

—¡Roxana! —gritó Gideon de repente. Mi madre y ella apartaron la mirada de sus presentaciones de PowerPoint impresas. Yo me asomé por debajo del brazo—. He decidido cuál quiero que sea el tema de mi próxima película… —Respiró hondo y esbozó una amplia sonrisa, como un párvulo a punto de enseñar su mejor dibujo realizado con los dedos—. Tú. Quiero hacer una película sobre ti. —Se recostó en el asiento y esperó a que su magia surtiera efecto.

—Vaya, joder, por el amor de… —escupí antes de hundirme aún más en el sofá.

—¡Gideon! —exclamó Roxana con un jadeo—. ¿En «segio»? ¿Una película «sobge» mí? ¡Qué «aduladog»! —Se volvió hacia mi madre—. ¿No te «pagese incgeíble», Bella?

—Claro que no, en absoluto —respondió mi madre con voz seca. Se remetió un rizo plateado por detrás de la oreja y estudió a Gideon. Yo podía ver cómo las fuerzas antagónicas de la liberalidad y la maternidad se enfrentaban en su interior. Por un lado, mis padres tenían una pegatina de «Acabad con esta guerra» junto al pez de Darwin y un cartel de «Coexistamos» en su Ford Fusion híbrido. Por otro, ninguna mujer, por mucho que hubiera asistido a Woodstock o a Stonewall, podía aceptar con alegría la idea de que su pequeñín de veintiocho años desarrollara un obvio interés por una antigua
madame
entradita en años.

Dediqué un momento a imaginarme la boda de Gideon y Roxana. ¿Se atrevería ella a ir de blanco? ¿Y si tenían hijos? ¿Les hablarían sobre el pasado de su madre? Y si no, ¿me pedirían que guardara el secreto? ¿Lo haría? Yo quería ser la tía divertida, la tía sincera, la tía escandalosa. Tal vez podría colocarles alguna prueba por ahí y dejar que lo descubrieran por sí solos. Lo cierto es que lo que quería, más que nada, era estar presente para ver las caras de los niños cuando, de forma inevitable, se enteraran de la verdad.

Mi padre cruzó la puerta de la cocina y nos sonrió desde las insondables alturas de un jugador de la NBA.

—¡Ciento cincuenta dólares en comestibles y no tenemos absolutamente nada para cenar! —anunció como si tal cosa.

—Ollie —dijo mi madre con voz falsamente tranquila—, Gid dice que quiere hacer una película sobre Roxana.

Mi padre descruzó los brazos y miró a Gideon con el mismo asombro que habría sentido si uno de nosotros hubiera aprendido a usar el orinal en aquel momento o se hubiese graduado cum laude.

—¡Brillante! ¡Es una idea absolutamente brillante! ¡Tiene muchísimo sentido por muchas razones!

—¡Oh, Ollie! —suspiró mi madre.

Me levanté a regañadientes del sofá y me encaminé a la puerta.

—¡Mi hija querida! —dijo mi padre con voz melosa—. ¡No sabía que estuvieras aquí! ¿Te quedas a cenar?

Suspiré y logré sonreír.

—Acabas de decir que no hay nada para cenar aquí.

—Define «aquí» —tronó el fiscal—. Si «aquí» quiere decir la ciudad de Nueva York, casi seguro que podemos encontrar algo «aquí». Hay diez mil restaurantes «aquí». Estoy convencido de que varios de ellos se prestarán a ofrecer algo de comer a nuestra alegre familia.

Me puse de puntillas y lo besé en la mejilla.

—Mejor lo cancelamos por la lluvia —propuse con voz cansada.

Los ojos se le iluminaron y yo gemí por dentro. Supe al instante lo que se avecinaba.

—¡Cancelación por lluvia! Un término deportivo. ¿Cuándo ha entrado en el léxico común? ¿Se ha enterado alguien? ¿Lo sabíais? —Me miró con toda seriedad y luego a Gideon, a mi madre y a Roxana. Todos ellos sacudieron la cabeza—. ¿En este siglo? ¿En el pasado? —Se alejó por el pasillo. Todos sabíamos que iba a consultar el diccionario enciclopédico
Oxford
.

—¡Adiós, papi! —Puse la mano en la puerta principal.

—¿No te mueres por saber…? —gritó desde el otro lado del pasillo.

—En otra ocasión.

—¿Va todo bien, Zephy? —preguntó mi madre, como si no se pasara todos sus ratos libres preocupándose por mí y mi futuro.

—Echa de menos a Gregory —afirmó Gideon, guiñándole el ojo.

Me di la vuelta.

—¿Tú qué edad tienes, diez años? ¡Déjame en paz!

—Oh, Zeph —suspiró mi madre. Una mirada de pena cruzó por sus facciones, una mirada que me irritó hasta el tuétano e hizo que me hirviera la sangre, porque estaba desesperada por echarme en sus brazos para llorar por Gregory, pero no podía hacerlo. Había una nueva barrera entre nosotras. Su hija había declarado que no quería tener hijos, una decisión que ella no podía entender, algo que, dijera lo que dijese, se tomaba como un reproche y un fracaso personal.

—Estoy perfectamente —refunfuñé, y me fui a mi apartamento a dar de comer a mi conejo y a llamar a cualquier persona con la que no compartiera ni una pizca de ADN.

La velada se volvió mucho más interesante, y no sólo porque
Hitchens
se hubiera escapado de la jaula, hubiese destrozado una recreación en miniatura de la High Line (la única prueba superviviente de mi curso de fabricación de vidrieras) y se hubiera tragado cuatro meses de
New Yorkers
. Había tres mensajes en el teléfono de casa que habían quedado grabados mientras yo estaba en el piso de arriba, buscando consuelo en vano con mi familia. El primero era del teniente Fisk, y aunque aún no estaba segura de lo que sentía por él, me servía para saber lo que él sentía hacia mí.

—Zephyr —dijo su voz profunda y ridículamente segura—. Estoy de guardia y me toca cocinar. Ven a la estación de bomberos y cena con los chicos y conmigo. —Titubeó—. Bueno, si eres vegetariana, mejor no te molestes. Pero creo que te gustará. Uso mantequilla en cantidad —subrayó. Su tono era tan descaradamente sugerente que daba la impresión de que estuviera pidiéndome que fuese sin nada más que una gabardina y lápiz de labios. Me recorrió un involuntario y fugaz escalofrío de anticipación al imaginarme un flamante camión de bomberos, un poste y yo, en toda mi gloria femenina en medio de una atmósfera impregnada de testosterona.

Arrojé a la basura una papelera llena de maveluchas hechas trizas y me dirigí al dormitorio, con la esperanza de que la siempre fiable combinación de mis Levi’s y mi camiseta H&M de manga larga (un poco más ajustada de lo estrictamente respetable) estuviera limpia y lista para entrar en acción.

—¡Zeph! —Era la voz de Macy. Me detuve en el sitio y lancé una mirada esperanzada al contestador—. Mierda. Puedo chuparme el veneno de mi propio muslo y convencer a una mujer de que renuncie a un vestido de novia a juego, pero no soy capaz de conseguir que los sujetalibros mantengan mis volúmenes como es debido. Y oye, siento haberme portado ayer así, pero han pasado casi ocho horas y debe de ser que soy codependiente, porque te echo de menos y al final no decidimos en qué tren vamos a ir a Hillsville mañana. En Metro-North se permite el consumo de alcohol, lo que… es un punto a su favor —dijo las últimas palabras riéndose y me acordé de la señora que le había ofrecido los servicios de su hijo aquella mañana—. Sí, he llamado al dermatólogo y vamos a quedar la próxima semana. ¡Llámame! —terminó con voz cantarina y pude imaginarme la sonrisa traviesa de su cara pecosa al colgar. Añadí un nuevo dato a mi expediente mental sobre ella: «Los enfados no le duran mucho».

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