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Authors: Daphne Uviller

Tags: #Chick lit, Intriga

El hotel de los líos (11 page)

BOOK: El hotel de los líos
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—¿No vas a recoger la foto de Romeo? —dijo Tommy con malicia mientras señalaba con la cabeza el retrato caído de Gregory.

—¿No te has enterado? Eso es historia. His-to-ria —confirmó Eric con un movimiento cortante de la mano.

Bajé la cabeza sobre el teclado. Sabía lo que se avecinaba.

—Ni de coña. ¡Ni de coña! —exclamó Tommy, mientras salía del vacío cubículo de Letitia Humphrey, se sentaba pesadamente y acercaba su cara a la mía—. Pero si era un tío bárbaro. ¿Vas a dejar a un detective de la policía de Nueva York? No encontrarás nada mejor, Zepha.

—Tiene razón —convino Alex con un torvo gesto de asentimiento.

—¿Crees que eres Pippa? —repuso Tommy tan de cerca que pude ver la áspera y brillante textura de sus quijadas. Bajó la voz—. Oye, no querrás acabar como la comisaria. Una señora muy maja, una jefa estupenda, pero no querrás acabar como ella. Está sola, Zepha, te lo digo en serio.

—¿Qué te hace pensar que fue ella la que lo dejó? —preguntó Eric.

Una nube de tormenta cubrió la cara del veterano. Recogió la foto y la agitó como si estuviera secando una Polaroid.

—¿Te ha dejado ese cabrón? ¿Ha roto contigo? Porque puedo ir a verlo y…

—No, no, lo dejé yo. —Le quité la foto, conmovida por el muy masculino, aunque excesivamente violento, sentimiento de mi compañero.

—¿Por qué? ¿Por qué has cometido una estupidez como ésa? —me regañó—. Tendrías que haberte casado con él. Y no me digas que no estabas lista. Estoy harto de las crías de veintitantos años, con vuestros títulos universitarios, que huis de la responsabilidad y os negáis a crecer. Yo ya tenía cuatro hijos a los treinta.

Se recostó en su silla y cruzó los brazos como un director de colegio a la espera de una explicación por una travesura.

—No haces más que quejarte de tus hijos, Tommy —protesté—. Éste es idiota, el otro va a hacer que lo maten, a la de más allá la vas a cortar el pescuezo como se quede embarazada…

Tommy respondió con un bah y un ademán dirigido a mí, un gesto con el que resumía el océano de diferencias que existía entre nuestras respectivas maneras de ver las relaciones familiares.

—¿Te están molestando estos hombres, Zephyr? —Pippa se materializó junto a mis compañeros, que al instante se pusieron firmes.

—Buenos días, comisaria —dijo Eric con educación—. Tommy nos estaba contando lo de la detención en la cafetería.

—Mmm. —Pippa enarcó las cejas—. Pues acaba de llamar la oficina del fiscal del distrito. Su majestad Millenhaus ha sacado un momento de su apretada agenda de conferencias de prensa para reconocer la ayuda del CIE. Públicamente no, claro, no queremos que se sepa que las agencias cooperan. —Se volvió hacia Jimmy—. El tío no era un cualquiera, O’Hara. Has detenido al Asesino con Leche. Gracias a Dios que estabas embarcado en el insólito acto de comprar un café.

Los cuatro emitimos un jadeo colectivo. El «Asesino con Leche» —como lo había bautizado el
Post
—, o el «moLEStador» —el mote acuñado por el
Daliy News
— llevaba seis semanas aterrorizando el Lower East Side y dominando los titulares de la prensa amarilla. En cinco ocasiones distintas, la poli había acudido a los apartamentos de jóvenes actrices y artistas que se ganaban un sobresueldo trabajando como camareras en diversas cafeterías del vecindario. En el escenario de cada estrangulamiento, apuñalamiento o ahogamiento había una taza de café con las iniciales de la mujer sobre la superficie, dibujadas con leche agria.

—No me jo… ¿En serio? —El habitual manto de presunción de Tommy cayó un momento y por debajo asomó una mirada de inocente sobrecogimiento, un placer genuino por haber hecho del mundo un lugar microscópicamente mejor. Así era como los chicos respondían al aburrimiento, el peligro, la burocracia, la falta de reconocimiento y la presencia de una jefa inescrutable y vestida de lunares. La práctica totalidad de los doscientos hombres y mujeres que paseaban por aquellas oficinas de fluorescentes parpadeantes y techos monótonamente grises deseaba en el fondo de su corazón marcar las diferencias en la ciudad. Los más listos comprendían que no era algo tan sencillo como una batalla de buenos contra malos.

—Pobre cabrón enfermo —murmuró Eric.

—Esas chicas… Y sus familias… —dijo Alex.

Yo no tenía nada que añadir, puesto que de repente me había visto tragada por una deshonrosa marea de envidia frustrada. Un golpe de suerte bajo la forma de un producto horneado había traído credibilidad y laureles a mi colega, mientras yo me dedicaba a buscar infructuosamente en la base de datos del departamento de Tráfico sin sacar nada en claro. Ni siquiera sabía lo que estaba buscando.

Todos me estaban mirando.

—Buen trabajo, Tommy —reconocí al fin—. Por suerte para Gotham, te gusta el pan de soda —me burlé.

Tommy me agarró por la cabeza un momento y me alborotó el pelo.

—¡Ahí está!

Al parecer, había conseguido ganar unos puntos.

—O’Hara —habló Pippa con tono severo, y yo contuve el aliento, temiendo que fuese a regañarlo—. Buen trabajo. Dudo mucho que se lo hubiera confesado a cualquier otro.

Tommy restó importancia a sus palabras con un ademán, pero se notaba que estaba encantado.

—Muy bien, fuera todos. Puede que Zephyr quiera ponerse a trabajar. —Los seguí con la mirada mientras se perdían por el laberinto de cubículos, agradecida al hecho de que el secreto del caso impidiera a Pippa pedirme un informe actualizado sobre mis nada espectaculares progresos.

Regresé a la pantalla gris de la base de datos del departamento de Tráfico, en la que no había aparecido nada sobre Samantha Kimiko Hodges. (Aunque es interesante señalar que tres de los cuatro hombres con los que había salido antes de Gregory me habían mentido sobre su auténtica estatura.) Contenía mucha información sobre la enorme comunidad de neoyorquinos que llevaban sus pasaportes a los bares para identificarse.

Mientras trataba de recordar la última vez que me habían pedido que me identificara en un bar, sonó el teléfono de mi mesa. Lucy. Embargada por la culpa, vacilé antes de cogerlo. No estaba de humor para escuchar otra deprimente diatriba, pero tampoco podía hacer gran cosa al respecto.

—Hola, Lucy —saludé, con simpatía preventiva, el tono que siempre utilizaba con ella desde que se mudara a las colinas con Leonard.

—¿Sabes lo que me ha dicho? —chilló—. ¿Sabes lo que me ha dicho, joder?

Saqué el último cajón de mi archivador gris cadáver y apoyé los pies sobre él.

—Vale, oye, ojo, esto es después de que me hubiese desviado de mi camino para buscar y comprar la puta máquina de «hágase su propia agua carbónica» para ella. Estaba quejándose de lo que tiene que pasar a lo largo de una semana y de que las botellas pesan mucho para sacarlas del garaje y de que odia el plástico… Como si a esa señora le importara un pimiento el medio ambiente. Bueno, puede que le importe, no lo sé…

—Lucy…

—Bueno, pues yo creo que fue un detalle bastante considerado, ¿vale?

—Extremadamente considerado —le aseguré.

—¿Y sabes lo que me ha dicho? Me ha salido con «He entrado en Internet y he visto lo que cuesta. ¿De verdad crees que es así como deberías gastar el dinero de mi hijo?».

Dejé caer los pies al suelo y me incliné hacia adelante, asombrada.

—No. Nadie dice cosas como ésa en el mundo real. ¿Estás segura?

—Del todo —aseveró Lucy con tono triunfante—. Con eso tengo que vivir. Bueno, además de con dos babeantes, cagones, meones y vomitones paquetes de alegría —añadió escupiendo las palabras.

Aquello empezaba a dar miedo. No es que no nos tomáramos en serio los estallidos de Lucy desde que se mudó a las afueras, sino que lo hacíamos con un punto de simpatía. Sus historias sobre madres malvadas y miserias suburbanas parecían concordar con la tendencia predominante en esos tiempos a la maternidad en soltería y la ancestral costumbre de asociar los callejones sin salida de la vida con la muerte del alma. Pero había una dureza en su voz que no había oído hasta entonces, una desesperación que caía por debajo de un razonable sentimiento de indignación.

—Macy y yo seguimos con el plan de ir mañana por la noche. Aguanta ahí. —Traté de aplacarla, sin saber si Macy seguía enfadada conmigo tras la charla de aquella mañana sobre su filosofía con respecto a las citas. Después de que la madre/consejera del dermatólogo se hubiera alejado por la calle Hudson, Macy y yo habíamos intercambiado una fría despedida y nos habíamos marchado en direcciones opuestas.

—¿Sí? ¿Vais a venir? ¿No detestáis estar conmigo en mi aburrida casa, con mis niños hiperactivos? Dios mío, sois las mejores. —Parecía estar a punto de echarse a llorar.

—Pues claro —dije con firmeza—. Vamos a ir. —Aparté a un lado la incómoda información de que una parte de las razones por las que podía tolerar una noche en la «Casa de la Miseria de Hillsvill» era la pura fascinación antropológica. Y también (cosa que me hacía sentir aún peor), porque de ese modo me era muy fácil ganar puntos por ser una gran amiga. Lucy estaba tan desesperada por recibir cualquier tipo de ayuda que cuando yo cuidaba de los gemelos durante una hora, mientras ellos dirigían sus treinta segundos de atención a cualquier cosa (como lamer la nevera o desenrollar el papel de váter), se mostraba de veras agradecida. Alan y Amanda eran muy monos tomados en pequeñas dosis.

—Los quiero —me aseguró con voz temblorosa.

—Ya lo sé.

—O sea, creo que los quiero. ¡No estoy segura, Zephyr, no estoy segura! —Las compuertas de la presa se abrieron.

Tommy pasó por mi cubículo.

—Zepha, ¿quieres pasar por el tribunal a ver cómo condenan al tío de las farolas?

Señalé el teléfono y lo miré como diciendo «¿Es que esto no significa lo mismo en tu país?».

Sonrió.

—Ya estás hablando con tu novia. ¡A trabajar! —Le dio un golpe al cubículo y se marchó.

—Lo sé, tienes que irte —gimió Lucy.

—Más o menos —dije con tono de disculpa. Detestaba tener que colgar cuando ella parecía tan desanimada—. Eh, Lucy, ya sé cómo alegrarte. Bueno, no alegrarte, sino… —Busqué la palabra apropiada.

—Dime. Lo que sea.

—Vale, dime el nombre de un tío con el que salieras antes de Leonard.

—¿Estás tratando de hacerme sentir peor?

—Vamos, sabes que lo estás deseando. Tú dame un nombre.

Sorbió por la nariz.

—Brian Peel.

—¿Como «pelar» en inglés? —Me acerqué rodando al ordenador y comencé a teclear.

—Sí, y es justo lo que él solía decir cuando hablaba de su nombre. «Peel, como lo que hacen los ingleses con los plátanos.» Puede que por eso rompiéramos… —Su voz se apagó.

—Uno setenta y ocho. Calle West 88.

Lucy resopló.

—¿Qué haces?

—Mirar los archivos del departamento de Tráfico.

—¡Qué bueno! Pero ¿eso es legal?

No lo había pensado.

—No pensemos en eso. ¿Otro nombre?

—Espera, ¿uno setenta y ocho? ¡Siempre me dijo que medía un metro ochenta! ¿Y Lamar Bodansky?

—Uno setenta y tres.

Soltó un chillido.

—Y una porra uno setenta y seis. —Aquel abandono de las imprecaciones duras para volver al territorio de lo mono ya parecía más propio de ella.

—Y, Lucy, madre mía, tiene cuarenta y dos años. ¿Sabías eso?

—¡No! O sea, que tiene diez años más que yo, no cinco. Es el mayor mentiroso de la historia.

—Ahora vive en Park Slope.

—Debe de haberse casado. Seguro que tiene niños. —Esto lo dijo con torva satisfacción.

—¿Te sientes mejor? —pregunté con cautela.

—Eres la leche, Zeph. —Oí una serie de lloriqueos al fondo. Lucy gimió—. Se han levantado. Ahora debo adentrarme en las junglas de entre las tres y media y las cinco y media, para luego subirme de un salto al tren cena-baño-cama y, de ahí, a la felicidad.

—Recurre a la ayuda de los fármacos —bromeé, y al instante lamenté haberlo hecho.

—La verdad es que me encantaría probar la cocaína —respondió la trabajadora social que se había especializado en su día en tratar adictos a las drogas.

Al colgar no estaba del todo segura de que no fuera a irse en busca de un camello que trabajara en Kohl’s Garden y me quedé mirando la pantalla gris. Sólo ahora había empezado a pensar en las drogas.

Drogas ilegales. Drogas legales. Ambien.

Dediqué un momento a flagelarme mentalmente.

Descolgué el teléfono y marqué la extensión de Pippa.

—Zepha —dijo a modo de respuesta. Pensé, y no por vez primera, en cómo se comían la «erre» al final de mi nombre tanto en inglés británico como en el de las afueras. Me pregunté si alguien en toda la oficina sería capaz de pronunciarlo correctamente.

—¿Tenemos acceso a los archivos de las agencias que controlan las transacciones de recetas de fármacos en el estado?

—Eso es cosa del departamento de Sanidad, Junta de Vigilancia de Narcóticos. Y no sé qué quieres decir con acceso, pero toda la información sobre salud es confidencial.

Esperó a que le demostrara que había aprendido algo en los últimos tres años.

—¿O sea, que necesitaría un
subpoena duces tecum
para saber si alguien prescribió una receta concreta? —Traté de disimular el orgullo que impregnaba mi voz. «¡Mírame, comisaria, ya domino el latín!»

—Exacto.

Mi triunfo se desvaneció. Un
subpoena
fundamentado sólo en lo que era aún un atisbo de un presentimiento de sospecha. Tenía pocas probabilidades de salir adelante con mi jefa.

Pippa carraspeó.

—Zephyr, estoy a favor de atar los cabos sueltos y lo de la sobredosis del primo ha sido un asunto muy divertido, pero ¿sigues trabajando en el caso que te asigné?

Comencé a sudar de la vergüenza, allí sola, sentada en mi cubículo.

—Sí —casi susurré—. Sigo en él. No importa. Olvida que te he llamado.

—¿Que olvide que me has llamado? —dijo con malicia.

No era la mejor respuesta para una jefa.

—O sea… —repuse con voz ahogada—. Gracias, estoy bien.

Colgué y mis ojos recayeron sobre la foto de Gregory y yo. La habían hecho más de un año antes, en Point Reyes, al norte de California, durante la boda de mi amiga Abigail, y recuerdo haber pensado que no había sido más feliz en toda mi vida. Todas mis mejores amigas estaban juntas y nunca había creído que pudiera amar tanto a alguien que no fuese miembro de mi familia como amaba a Gregory. Metí la foto debajo del teclado, agarré mi mochila y salí disparada de la oficina y del edificio.

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