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Authors: Daphne Uviller

Tags: #Chick lit, Intriga

El hotel de los líos (13 page)

BOOK: El hotel de los líos
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Mientras me quitaba la ropa de trabajo y me embutía en los vaqueros, me di cuenta de que estaba nerviosa. Por mucho que me gustara el componente exasperante de un cortejo incipiente, lo cierto es que era…, vaya, exasperante. No por vez primera, me pregunté lo que me costaría llegar a conocer a un hombre como había conocido a Gregory. ¿Cuánto tiempo tendría que estar con alguien antes de saber en qué hospital había nacido? ¿Antes de poder leer en la cama con la lámpara de la mesita de noche? ¿Antes de tener que preocuparme de que un tono inusual en su voz, una mañana, señalara el final de nuestra relación?

Me dejé caer en la cama, atrapada en un estado confuso entre la excitación y el agotamiento. Aquello no tenía por qué ser una relación, me recordé. Podía ser un rollo. Podía, simplemente, ser el primer paso en la vida después de Gregory. Como mínimo, lo haría por Lucy, para tener una buena historia que relatarle la noche del día siguiente. Contaba con nosotras para seguir viviendo la soltería por medio de otras personas.

Localicé la camiseta en el suelo y mientras realizaba un rápido examen de olor —que superaron tanto la ropa como las axilas—, comenzó a sonar el tercer mensaje. Sentí que se me salía el aire de los pulmones al oír la voz de Gregory, profunda y vacilante. Volví corriendo al salón y me planté delante del contestador para no perderme ni una sílaba.

—Zephyr —dijo su voz resonante en medio de la estática telefónica—. Eh, Zeph, soy yo: Gregory. Eh… voy a ir a la ciudad. —Cerré los ojos para contener la oleada de nostalgia que amenazaba con dominarme—. Vale, la verdad es que ya estoy en la ciudad. —Una larga pausa, durante la que traté de recobrar el control de mi respiración—. Qué estúpido, qué estúpido… Estoy en el Bar Six, ¿vale? Estoy al otro lado de la esquina, con la esperanza de verte pasar por…

No llegué a oír el resto del mensaje. Me puse los zapatos, cogí las llaves y la cartera y en menos de diez segundos había atravesado la puerta, donde me encontré con Zoltan, el nuevo conserje, un poeta bajito y fastidioso que había dejado de estudiar para técnico en refrigeración. Mis padres estaban adquiriendo la dudosa fama de contratar estudiantes fracasados como conserjes.

—Hola —me saludó con los ojos muy abiertos por la sorpresa.

Asentí y comencé a bajar la escalera del descansillo que compartíamos en dirección a la puerta principal.

—¡Zephyr! —gritó con un acento húngaro que coloreaba de manera preciosa mi nombre.

—¿Qué pasa? —pregunté, irritada por aquel milisegundo de retraso.

—¿Estás segura…? ¿Vas a…?

—¡¿Qué pasa?!

—No llevas camiseta.

Contando las vacaciones, la vez que dejé la ciudad para ir a la universidad y el año que pasé en la facultad de Medicina, probablemente hubiera cruzado aquel tramo de la calle 12 entre la Sexta y la Séptima Avenida más de tres mil veces desde los cinco años. Aquella noche, sin embargo, mientras corría hacia Gregory, la manzana no me resultaba familiar. ¿Siempre había habido un toldo sobre la entrada del hospital? ¿Y de verdad no tenía pórtico la Sociedad James Beard? ¿Cuándo habían plantado un peral en su patio delantero los propietarios del 153? Quién iba a decir que podían crecer perales en el West Village. «Crece un árbol en Manhattan», pensé tontamente.

Rechacé el panfleto que me ofrecía un hombre con un cartel en el que se anunciaban alargamientos de pestañas y cogí la Sexta Avenida. El Bar Six se levantaba en la corta distancia, prometiendo emociones extravagantes e intensas con sus mesas de bronce de la terraza. Algo así como el Reino Mágico para los niños de menos de doce años.

Abrí la puerta.

—¡Zephyr! —La voz de Gregory se alzó por encima del ruido. Hacía calor y el lugar estaba abarrotado, a pesar de que era lunes por la noche. Tenía la esperanza de verlo antes, pero él no pretendía disimular que había estado observando la puerta con la intensidad de un conductor que busca un sitio para aparcar. Gregory no solía hacer caso de las normas sociales, un rasgo que había requerido de un proceso regular de descifrado y análisis por parte de las Chicas Sterling al comienzo de nuestra relación.

Mi primer impulso fue abrir los brazos y correr hacia él pero al final logré contenerme, con lo que terminé por inclinarme de manera incómoda y fingiendo que me rascaba el cuello. Estaba sentado en uno de los bancos de la barra y a pesar de la escasez de luz podía ver la tensión que irradiaba cada uno de sus delgados miembros. ¿Íbamos a abrazarnos? ¿Podría apartarle la mata de pelo castaño de la frente, acariciar sus marcados pómulos, entrelazar mis dedos entre los suyos?

Por enésima vez aquel día, aquella semana, aquel mes, estuve a punto de venirme abajo por lo absurdo de nuestra situación. Ninguno de los dos, por lo que sabía, había dejado de estar enamorado. Cuando estaba con él, mi felicidad no había cesado de crecer y parecía que el sentimiento era mutuo. Sólo existía aquel punto de fricción tan importante. ¿Había vuelto porque había cambiado de idea? ¿Había decidido que yo le importaba más que un niño al que aún no conocía?

—¿Por qué estás aquí? —gemí, mientras tres meses de nostalgia a duras penas contenida brotaban de repente como una riada. Nuestras caras estaban a pocos centímetros de distancia.

Parecía consternado.

—¿Qué…?

—O sea… —Le di una palmada en el brazo, en un gesto en cierto modo masculino—. Hola.

Sacudió la cabeza.

—Hola —dijo en voz baja mientras dejaba que una lenta sonrisa aflorara a su rostro. Era la misma de la que yo me había enamorado y me hizo falta más autocontrol del que creía poseer para no echarme a llorar con sólo verla.

Me subí al banco que había junto al suyo, con una subrepticia mirada hacia abajo para confirmar que, tras mi apresurada salida del apartamento, estaba vestida y calzada como debe ser.

—Estoy desconcertada —confesé al fin—. Esto es… No sé lo que es. ¿Por qué estás aquí?

—¿Aquí en Nueva York, o en el barrio? —Estudió la copa de vino que tenía delante y colocó las manos a ambos lados del pie de ésta.

—Ambos.

—¿Lamentas que haya venido? —Se le quebró la voz y a mí el corazón.

—Tonto —protesté mientras él observaba su bebida—. ¿Tú qué crees?

—¿Qué le pongo? —El camarero apareció delante de mí, exhibiendo una cordialidad luminosa, aunque condicionada por una consumición cara y una propina generosa.

—Una copa de Merlot —pedí con timidez, a pesar de que sólo me apetecía un zumo—. Y agua helada.

—¡Ahora mismo! —exclamó con voz cantarina, antes de alejarse como una flecha.

—Has venido. —Gregory me sonrió con timidez.

Asentí sin más, porque no me fiaba de mi propia voz.

—Me alegro de verte.

Volví a asentir.

—Me alegro mucho.

—Gregory. —Me recreé en su nombre, cálido y fascinante en mi boca.

Aspiró hondo y de repente me di cuenta de que estaba allí para decirme que había conocido a una preciosidad en Alabama y que se marchaba a una
chuppah
hecha de nogal. No, que ya se había casado. Y me había llamado porque se había dado cuenta de que había cometido un grave error. Oh, sería algo complicado, feo, pero lo acogería en mi seno. Le ayudaría a conseguir la anulación, sufriría a su lado las complicaciones del proceso judicial y las disputas por las propiedades y me prepararía para recibir uno o dos julepes de menta en la cara.

O que se estaba muriendo. Sólo le quedaban unos meses de vida y había vuelto para recibir tratamiento y pasarlos conmigo. Surgió en mi cabeza un feo pensamiento que dejé de lado antes de que se formara del todo, pero no antes de que fuera consciente de él: una muerte inminente borraría de un plumazo nuestro problema. Pasaríamos unos pocos meses o años de dicha, sin que nos pesaran nuestras irreconciliables diferencias a largo plazo. Sacudí la cabeza, asqueada por las cosas que podía urdir mi mente cuando no la controlaba.

—Voy a volver —anunció.

—¿Estás enfermo? —grité.

Sacudió la cabeza, familiarizado ya con mi manera de pensar.

—Vuelvo porque odio a mis padres y odio Alabama y me encanta Nueva York y echo de menos mi trabajo y…

Contuve el aliento, esperanzada.

—Bueno, Zeph, es obvio que te echo de menos y te quiero, pero… ése no era nuestro problema, ¿verdad?

Exhalé y me puse a temblar. Aquello no iba bien.

—Ya sabías que odiabas a tus padres y Alabama cuando te marchaste —señalé.

—Sí, bueno. —Tomó un trago de su copa—. Tampoco me dejaste muchas alternativas.

—Aquí estaaaaamos —cantó el camarero dejando mi copa con un ademán elegante antes de marcharse de nuevo.

Sin mirarme, Gregory chocó su copa con la mía.

—¿Estamos brindando o algo así? —pregunté, tratando en vano de contener el sarcasmo de mi voz.

—Sólo me alegro de volver a verte —dijo sin más—. Pero eso ya lo he dicho, ¿no?

Tomé un sorbo de vino para ocultar el placer irracional que inundaba mi vientre y me calentaba los dedos de los pies y de las manos.

—El jefe dice que puedo terminar la comisión de servicio antes de tiempo y volver la semana que viene. He encontrado un piso en subarriendo en Boerum Hills. Uno de los chicos. Su sobrina se ha fugado con su novio a Sicilia y no va a volver. Me ha hecho un buen precio.

Volvía a Nueva York. Volvía a Nueva York y no íbamos a vivir juntos. Volvía y se había puesto a buscar piso sin consultarme. Hacía meses que se veía que nuestra relación había terminado, pero aquello lo certificaba, aunque se pudieran detectar atisbos de una potencial pero poco prudente resurrección.

—He tenido visiones, fantasías sobre mi vuelta a casa —continuó—. A Nueva York, quiero decir. Otros tíos fantasean con… —Hizo una pausa y frunció el cejo. Supongo que en realidad no sabía lo que encendía las libidos de sus compañeros—. No sé. ¿Tetas grandes? ¿Bailarinas en el regazo? —Sacudió la cabeza para salir de aquel jardín—. Bueno, el caso es que me pasaba las noches en vela, en esa estúpida habitación infestada de chinches, junto a la de unos padres hipócritas que no saben más que juzgarme, y pensaba, no sé, en estar sentado a tu lado en uno de los conciertos de Mercedes, o viendo cómo hacíais trampas a las cartas tu padre y tú las noches de los miércoles, o estar contigo en el mostrador de los quesos de Fairway, comparando variedades de Gouda. —Sacudió la cabeza y luego apuró la copa.

—Caray —dije, y entonces me eché a reír, embriagada al comprender que aún era objeto del amor de Gregory Samson—. Esa última ha sido fuerte.

Se encogió de hombros, avergonzado.

—Y desleal.

—¿Qué? —Puso cara de ansiedad—. ¿Cómo?

—¿Fairway? Le estás poniendo los cuernos al Village.

Resopló de alivio.

—Bueno, también podría ser en Murray’s Cheese.

—Conque el elemento central de la fantasía es el queso… —repliqué tratando de ganar tiempo. Aún no sabía adónde iría a parar todo aquello. Mi codo rozó el suyo y procuré no hacer caso de la oleada de calor que recorría mi cuerpo—. No sabía que tu pasión por el Gouda fuese tan profunda.

—Mira quién habla —dijo refiriéndose a mi nada sugerente hábito de zamparme cuñas enteras de Cheddar en casa. Supe que la relación iba en serio cuando dejó de recortar las marcas de mi dentadura.

Alargó la mano y tomó un sorbo de mi agua. Intenté no mirarlo. Lo había hecho como si no se diera cuenta de lo personal que era aquel acto, aquel vestigio de intimidad. Era una agonía estar tan cerca de él y no poder tocarle. Algo antinatural.

Dejó el vaso —mi vaso, nuestro vaso—, se inclinó y me besó. Luego se apartó, esperando alguna reacción por mi parte, y al ver que permanecía sin habla, me puso las manos a ambos lados de la cara y volvió a besarme. «La segunda persona que me besa después de Gregory —pensé—, y es Gregory.»

—¿Qué estamos haciendo? —murmuré ansiosamente, con sus labios aún sobre los míos.

—Besarnos.

—Cuando estabas en Alabama… No importa, no respondas a eso.

—Zeph… —Y sacudió la cabeza.

—¿Qué? ¿Qué ibas a decir? —Me aparté de él, pero le sujeté por las muñecas, aquellas fuertes y preciosas muñecas que había besado un centenar de veces.

«Mi determinación se disuelve —pensé mientras pasaba los dedos por sus tendones—. Por ahí se va, arrastrada por el calor y el ruido del Bar Six.» No era lo más inteligente que podía hacer. Ni lo que debería hacer una mujer de casi treinta y un años con instinto de conservación. Pero ¿cuántas veces en la vida llega a sentir una persona el anhelo que yo sentía en ese momento y tiene a su alcance el medio de satisfacerlo al instante? Todo se iba a complicar y en ese momento, mientras pasaba un coche de bomberos con la sirena encendida para recordarme un poste por el que al final no me deslizaría, comprendí que no me importaba. Las únicas personas que podían salir malparadas éramos nosotros dos.

—Te quiero —dijo con urgencia lastimera—. Ahora.

Maldita sea, Janet.

6

A las siete de la mañana del día siguiente, estaba en mi puesto en la recepción del hotel. Sentía los ojos como si los tuviera llenos de arena, las piernas flojas y estaba tomándome a sorbos regulares mi segunda taza de café del Ciao for Now, con la esperanza de que me transportase de regreso a la tierra de los vivos. Me puse el voluminoso suéter que me llegaba hasta las rodillas para esconder el arrugado uniforme del hotel. Lo más complicado de ir de incógnito era tener que pensar con dos mudas de antelación. Un reto, huelga decirlo, para alguien que tendría dificultades para vestirse con una sola. Cuando no estaba sobre mí, el uniforme solía encontrarse hecho un ovillo en el fondo de mi mochila. Confiaba en que aquel día estuviéramos demasiado ocupados para que Hutchinson se fijara en la falta que me hacía un buen planchado.

—Me gustaría poder darle a Rosie un gran abrazo —comentó Asa con voz melosa mientras hojeaba el
Times—
. Se está esforzando tanto en mejorar las cosas, todo lo del dinero y la sanidad, mientras esos malvados sureños no hacen más que ponerle trabas…

—No todos los sureños son malvados —me sentí obligada a replicar, con voz cascada.

—¿Qué te pasa en la voz? Estás ronca. ¿Quieres que te prepare una manzanilla? Ayer compré tres cajas en Good Earth y lo único que les pregunté era dónde la cultivaban.

Dobló el periódico con pulcritud y comenzó a rebuscar en su enorme bolsa playera de rayas, que usaba en todas las estaciones. Su interior contenía lo que parecía el botín del saqueo de un supermercado en miniatura.

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