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Authors: Daphne Uviller

Tags: #Chick lit, Intriga

El hotel de los líos (14 page)

BOOK: El hotel de los líos
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Voilà
! —dijo, enarbolando una bolsita de infusión—. Ahora mismo vuelvo. —Cogió una taza del armarito que contenía la pasta de dientes y algunas cuchillas de afeitar y salió con sus andares de pato en dirección al restaurante del hotel, dejándome sola en recepción. Esperaba que Hutchinson no apareciera de repente y volviera a pillarlo ausentándose de su puesto, pero más que nada recé a los dioses de la oportunidad para pedirles que Samantha Kimiko Hodges no abandonara el edificio mientras yo estaba allí sola.

Las puertas de cristal se abrieron y entró una joven que parecía tan cansada como yo, arrastrando una maleta con ruedas.

Esbocé mi mejor sonrisa y me enderecé el cuello, plenamente consciente de lo mucho que me gustaba mi supuesto trabajo. Todas aquellas horas perdidas estudiando para los exámenes de ingreso a la facultad de Medicina y a la de Derecho podría haberlas pasado allí con Asa, ganándome un sueldo decente.

—¡Hola! ¡Bienvenida a Nueva York!

Trató de devolverme la sonrisa.

—Hola —me respondió en voz baja mientras se rascaba la cabeza por detrás de una masa de rizos de color miel. Tenía la voz tan cascada como yo—. Tengo una reserva. A nombre de Herman. Zelda Herman.

—El club de la Zeta —señalé mientras escribía su nombre—. Mi nombre también empieza por zeta. Y de hecho, también mi apellido.

Asintió con educación y decidí tomarme la ausencia de preguntas ulteriores como señal de agotamiento más que otra cosa.

—Estará usted en la 232. ¿Se llama así por Zelda Fitzgerald? —pregunté sin poder contenerme, a pesar de que, según las notas de la reserva, era del condado de Sonoma y acababa de sobrevivir a un vuelo nocturno. No le hacía ninguna falta soportar conversaciones intrascendentes.

Zelda volvió a asentir rápidamente, decidida a segar a ras de suelo cualquier conato de conversación.

Mientras programaba una tarjeta llave en la máquina VingCard, aproveché para estudiarla sin que se diera cuenta. Había algo en ella que me resultaba familiar, algo en la cuadratura de la barbilla, en la frente alta o en las largas cejas y ojos en forma de almendra. O eso, o mi fascinación por las pestañas largas se estaba convirtiendo en una enfermedad. Me sorprendió mirándola y cambió el peso de pie para alejarse un poco del mostrador.

—Disculpe —balbucí, a pesar de saber que habría sido mejor que cerrara el pico—. Estaba fijándome en que su sombra de ojos es perfecta, a pesar de estar recién bajada del avión.

En efecto, era impecable.

—Tatuaje.

—¿Disculpe?

—La sombra de ojos. Es un tatuaje. Permanente.

—Vaya.

Se encogió de hombros, como si ya hubiera mantenido aquella conversación otras veces.

—Me ahorra tiempo. Y así puedo llorar.

Borré la expresión de mi cara y la reemplacé por una de alegría y objetividad.

—Vale, muy bien. Veo que se queda con nosotros dos noches. ¿Necesitará reservas en algún restaurante o teatro? —dije con tono animado mientras le hacía entrega de la tarjeta llave.

Resopló.

—Desde luego que no.

Disimulé mi sorpresa.

—¿Quiere dejar la bolsa aquí para que se la subamos o prefiere…?

Con el rabillo del ojo detecté los pequeños y rápidos movimientos de Samantha Kimiko Hodges, un rayo de seda roja (como martes que era) que salía del ascensor y atravesaba el vestíbulo. Detrás de ella venía Asa, con una taza de infusión en precario equilibrio sobre una bandeja de teca.

—¡Asa! —le llamé. Me volví de repente hacia Zelda Herman—. ¡Asa! Asa le ha traído una taza de manzanilla. Siempre se la ofrecemos a los huéspedes que llegan de madrugada. ¡El servicio ante todo!

Me agaché bajo el mostrador para sacar la cartera de la mochila —si iba a perseguir a Samantha, tenía que estar preparada para costearme cualquier medio de transporte— y oí que nuestra huésped comentaba con sorpresa:

—¡Esto sí que es buen servicio!

Seguida poco después por el mantra:

—Poor favooooor. ¿Cuánto le han pagado por decir eso?

«Nooooo», pensé apoyando la cabeza en el mostrador. ¿Por qué tenía que estar Hutchinson siempre apareciendo en medio de la nada? ¿No sabía hacer otra cosa que sentarse en su oficina y vigilar los monitores de seguridad? La idea me provocó un mareo, al igual que la constatación de que Samantha estaba casi en la puerta principal.

Hice un amago de echar a correr tras ella, sobresaltando a todos los presentes en recepción.

—¡Por Dios, Zephyr! —protestó Hutchinson. Con el cabello pegado a la cabeza, el polo de color salmón y los pantalones caqui perfectamente planchados, lo único que le faltaba era un martini y un cartel de
No Coloreds
.

—¿Qué ha dicho sobre que me han pagado? —inquirió Zelda con frialdad. Parecía pálida, más aún que unos momentos antes. Hutchinson, Asa y yo le dirigimos sendas miradas vacías.

Samantha torció hacia la izquierda a partir del hotel. Sólo esperaba que sus cortas piernas no la llevaran muy lejos.

—Lo siento, quería decir que… —Era precioso ver a Hutchinson meter la pata—. Por lo que ha dicho de que el servicio es muy bueno… Era una broma.

Zelda se ruborizó.

—Pues claro. Dios, qué embarazoso. Estoy muy cansada.

Yo no tenía ni la menor idea de lo que estaba sucediendo, pero aproveché la oportunidad para escapar, no sin dar gracias mentalmente a Zelda por distraer a Hutchinson. Salí de detrás del mostrador y crucé las puertas mientras Hutchinson hacía torpes intentos por disculparse con aquella preciosidad de pequeña estructura ósea. Era el tipo de chica por la que Jeremy y él habrían exhibido toda su sapiencia financiera en el bar del hotel.

Jeremy.

Al llegar al otro lado de las puertas, recorrí la manzana con la mirada. Samantha no había llegado demasiado lejos. Entró en el parque por la puerta noroeste. Apreté el paso, esquivé una fila de taxis que giraban hacia al sur por MacDougal y me coloqué a su lado.

—¡Señora Kimiko Hodges! —dije, como si estuviera sorprendida y encantada de encontrarme a otra ave madrugadora dando un paseo matutino.

Me miró de reojo sin reducir el paso. Las comisuras de sus labios se doblaron hacia arriba un instante, como respuesta al hecho de que yo no fuese una carterista ni una traficante. A pesar del lavado de cara del parque, ambas especies prosperaban allí, la última de ellas a beneficio general del barrio. Existía aún una simbiosis bien conocida, aunque tácita: los camellos protegían a los estudiantes de la NYU que vivían cerca del parque y se aseguraban de que nadie les vendiera nada. A cambio, los profesores hacían oídos sordos al permanente susurro urbano de «¿María, maría?».

—¿Deja usted que ese mariposón dirija la recepción? —preguntó.

—¡Señora Hodges! —dije, riéndome a mi pesar. Era un comentario tan malintencionado y tan pasado de moda…

—Kimiko Hodges. ¿Qué pasa, no es un mariposón? —Se detuvo de repente y sacó un pañuelo de su bolso Gucci de imitación. Le quitó el polvo a un banco y tomó asiento.

—No, no es un mariposón. —La observé mientras se sentaba—. Es un chico muy agradable. —Esperé a que hubiera terminado de acomodar su diminuta sección posterior y luego me senté a su lado.

—Yo no he dicho lo contrario.

Una jauría de tres perros cruzó el parque como una exhalación en pos de una ardilla traumatizada. Samantha resopló y sacudió la cabeza, presumiblemente como protesta por una normativa que permitía tener a los perros sueltos antes de las nueve de la mañana.

—¿Cómo está el joven? —preguntó.

Al principio pensé que se refería a Gregory, a quien había dejado tendido en diagonal en mi cama hacía más o menos una hora. A pesar del cansancio, sentí que un proyectil de adrenalina salía disparado desde algún lugar situado detrás de mi corazón. Había sido una larga, activa e imprudente noche, durante la que, por suerte, habíamos conseguido no pensar en otra cosa que lo que nos traíamos entre manos. Pero ¿le había hablado de Gregory alguna vez a Samantha? ¿Me estaba espiando? ¿Es que todo el mundo me observaba desde unos monitores y asistía a mis lapsos de juicio momentáneos?

—¿Quién? ¿Qué joven? —«Cálmate, Zephyr.»

—Ese
dummkopf
. —Agitó el envés de la mano en dirección a mí—. El que se puso malo.

Se me retorcieron las tripas. Todos mis planes para abordar el asunto con prudencia habían sido un derroche de preciosa energía mental.

—¿Jeremy? —pregunté con cuidado.

Ella rebuscó en su bolso.

—No lo sé. ¿Así es como se llama ese pisaverde de pelo color zanahoria?

—Sigue en el hospital —dije mientras veía cómo sacaba un pequeño peine y se lo pasaba por el cabello, que brillaba con fuerza bajo el sol de la mañana—. Pabellón psiquiátrico. Pasará un tiempo allí.

Uno de sus hombros sufría una sacudida y pensé que iba a decir algo. Al ver que no lo hacía, aspiré hondo y decidí tirarme a la piscina, casi cerrando los ojos.

—Me dijo que le había dado usted una especie de filtro de amor… ¿No tendrá algo así para mí?

Guardó el peine sin apartar los ojos del bolso.

—¿Para usted? ¿Y para qué necesita un filtro de amor?

¡Conque no iba a negar que le había dado algo! «Despacio, Zephyr, despacio.» Por un instante se me pasó por la cabeza la idea de que, a pesar de encontrarme sólo a una manzana del hotel, estaba a un universo de distancia del caso que me habían asignado.

—Pues lo necesito —repuse, sorprendida al comprender que era cierto. Necesitaba un filtro que despertase en mí el deseo de tener niños. O que acabase con el de Gregory. Me pregunté si existiría una fórmula que acelerase las reconciliaciones—. ¿Qué lleva?

Me miró de repente.

—Es un antiguo secreto chino —respondió con una ridícula imitación del acento manchú.

—Usted es japonesa —le recordé, aunque entonces pensé en su locución yiddish y me pregunté si refutaría esta afirmación.

—Ese infeliz no los diferencia. Para él es lo mismo.

—Vamos —insistí con voz zalamera—. ¿Qué lleva, señora Hodges?

—Kimiko…

—Oh, ya está bien —estallé, y lo lamenté al instante. Volví a endulzar el tono de voz—. Dígame, ¿cuál es el ingrediente secreto? Puede que funcione en mi caso…

—¿Usted qué es, una especie de detective? —Me quedé helada un instante, pero ella continuó—: Mírese al espejo, no necesita ningún filtro. Es… —Giró la cabeza para someterme a un examen descarado—. No es que sea una belleza deslumbrante, pero seguro que los chicos se mueren de ganas por darle unos achuchones.

Resoplé, azorada, pero luego pensé en lo que había dicho.

—Es cierto —admití mientras veía cómo daban vueltas a sus mascotas los propietarios de los perros—. No tengo problemas para conseguir… —No podía decirle «rollos» a la buena mujer, ¿verdad?— citas.

Samantha puso los ojos en blanco.

—No se preocupe por ofenderme. —Sorbió por la nariz, cerró el bolso de un golpe, cruzó los brazos y levantó la cara en dirección al sol.

—Pero, aun así, tengo mis problemas —protesté.

—¿Como por ejemplo?

—Que el hombre al que amo quiere tener niños y yo no. —La conversación era carne de diván de psiquiatra (o de sofá de Chica Sterling), no un protocolo estándar de investigación, pero me tranquilicé diciéndome que era un uso excelente e innovador de mis naturales y muy personales dotes de conversadora. Tal vez pudiese codificarlo, registrarlo y llamarlo «la técnica Zephyr». Mi madre y Roxana podrían usarla…

—Los niños son un grano en el trasero —decretó Samantha.

—¿Usted tiene?

—Es complicado…

—¿Hijastros, quizá?

—Más bien hijos muertos.

Me quedé sin aliento.

—Lo siento mucho.

—No se preocupe.

Una manada de testosterona, embutida en jerséis de la NYU y pantalones cortos, pasó haciendo
jogging
. Cada par de piernas musculosas era una lustrosa oda a los triunfos de la selección natural. Con un sobresalto, me di cuenta de que era demasiado mayor como para salir con cualquiera de ellos y seguir siendo alguien respetable.

—Entonces ¿cree usted que está bien no querer hijos? —pregunté, sin saber si de verdad me interesaba su opinión o es que estaba desesperada del todo por conseguir su aprobación.

Me lanzó una mirada de irritación.

—Bueno, pero es que yo quiero a ese chico. Y no quiero que me vean como una persona emocionalmente atrofiada e irresponsable sólo porque no quiero niños.

—¿Es eso lo que piensa él?

—Es lo que piensa mi madre.

—¿Va usted a casarse con su madre?

Me envolví en el suéter a la defensiva. ¿Cuántas de mis decisiones estaban aún influidas —nubladas— por las opiniones de mi madre?

—Lo importante tampoco es lo que piense de mí —le informé—. Es que estamos dándonos un tiempo. —Una punzada de rabia me atravesó. Si Gregory no había cambiado de idea, ¿por qué me había llamado la noche anterior? Recordé la sensación de libertad y excitación que me había embargado al besar a Delta, a pesar de tener un arnés de escalada clavado en la entrepierna. ¿Pensaba aparecer Gregory cada vez que se me presentase la oportunidad de pasar página?

—Tiene que cortar definitivamente —dijo Samantha.

—Ya lo hemos hecho.

La abuelita japonesa se volvió por completo en el banco para mirarme.

—Entonces ¿por qué me está molestando?

—Porque podríamos volver otra vez. —Me pregunté si eso sería cierto—. Si hubiera un filtro para…

—No empiece otra vez con el
mishegas
de los filtros. No deben volver. Los niños no son un objeto de negociación. ¿Qué le va a proponer, tenerlos usted y que los críe él? Si hace eso será mejor que empiece a ahorrar para el psicólogo. —Volvió a cerrar los ojos—. Por otro lado, puede que descubriera que le gustan.

—¡Conque sí que cree que debería tenerlos! —Me sentía traicionada.

—Yo no he dicho eso. Los niños lo complican todo. Lo que digo es únicamente que mi primer marido tenía un gato y yo creía que iba a aborrecerlo, pero al final lo quise. Más que al marido. Razón por la que lo cambié por el segundo.

Se levantó de repente.

—¿Qué hace? —inquirí.

—¿No estamos en un país libre?

—Depende de quién lo pregunte —bromeé tratando de ganar tiempo.

—Estoy harta de hablar con usted. Ya no estoy acostumbrada a hablar tanto.

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