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Authors: Mary Kirchoff & Steve Winter

Tags: #Fantástico

El incorregible Tas (38 page)

BOOK: El incorregible Tas
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Agachado como si lo azotara un viento gélido, Nanda cruzó el umbral de la caverna. El resto del grupo lo siguió en fila.

Cuando Bajhi, el faetón que cerraba la marcha, entró, echó una fugaz ojeada por encima del hombro. Satisfecho al comprobar que no los seguían, reemprendió la marcha y alcanzó a Flint.

Si hubiera observado la boca de la cueva un poco más de tiempo, habría visto dos cuerpos de piedra blanca, con figura de minotauros y cubiertos de una red roja de venas pulsantes, que salían a través de la cara rocosa que flanqueaba la caverna, se giraban despacio hacia la entrada y penetraban en el interior en pos de los intrusos.

Nanda condujo despacio al grupo pasadizo adelante. Aunque la gruta era natural, mostraba señales de modificaciones: las paredes se habían pulido y el suelo estaba nivelado. Una tenue iluminación se filtraba por el túnel, procédeme del fondo, y proyectaba sombras alargadas en dirección a la entrada.

El cabecilla faetón avanzó un paso con cautela y tanteó el piso con su bastón. Segundos después, se producía un sonido silbante y Nanda se desplomaba en el suelo. Todos se quedaron momentáneamente petrificados, pero enseguida Kelu y Tanis corrieron hacia el caído.

Cinco centímetros de un dardo de hierro sobresalían de su muslo, que empezaba a sangrar. Kelu lo agarró suavemente entre el pulgar y el índice e intentó, con todo cuidado, extraerlo de la herida. De inmediato, los músculos del cuello de Nanda se tensaron, como si el faetón intentara contener un grito. Kelu sacudió la cabeza.

—Está clavado en el hueso, Nanda —informó.

—Y, probablemente, tendrá púas laterales, como un anzuelo —añadió Tanis—. Habría que recurrir a la magia para extraerlo sin peligro. ¿Puedes caminar?

El cabecilla, con la faz demudada, asintió con la cabeza.

—Creo que sí —dijo luego en un murmullo.

Los dos hombres lo ayudaron a levantarse y lo sostuvieron de pie. Tasslehoff recogió el bastón caído en el suelo y se lo tendió. Apoyándose en él, Nanda fue capaz de sostenerse por sí mismo, aunque a nadie le pasó inadvertido lo doloroso que le resultaba. El kender le dio unos golpecitos en el hombro con el índice.

—Yo habría visto esa trampa —declaró—. Déjame que vaya el primero. —Al advertir la indecisión en los ojos del faetón, insistió—. Soy muy hábil en este tipo de cosas. Es una especie de afición que tengo.

Nanda dirigió una mirada interrogante a Tanis.

—No hace mucho que lo conozco, pero parece ser muy mañoso para entrar y salir de sitios en donde las visitas no son bien recibidas —explicó el semielfo—. En ese aspecto no me ha fallado hasta ahora.

Nanda hizo un ademán de aquiescencia.

—Adelante, Tas —dijo Tanis—. Nanda ocupará tu sitio entre Flint y yo.

Con una expresión en la que se advertía cierto alivio de que otra persona asumiera su responsabilidad, Nanda se valió del bastón para apoyar la mayor parte del peso de su pierna herida y se situó en su nueva posición. Sonriendo de oreja a oreja, Tasslehoff acomodó sus bolsas y saquillos.

—Es la mejor decisión que has tomado en tu vida. ¡Observa! —dijo y, dándose media vuelta, pisó con suavidad en el punto donde Nanda había caído—. ¡Cuando tú digas, Tanis! —Entonces, sin aguardar indicación alguna para proceder, se puso manos a la obra.

Antes de avanzar túnel adelante, el kender hizo una pausa para examinar el mecanismo que había hecho saltar la trampa que había herido a Nanda. Dio unos golpecitos en el suelo de piedra con su daga antes de murmurar: «¡Aja!». Una de las piedras de mayor tamaño se movió ligeramente y se oyó un chasquido. Tas la observó durante unos cuantos segundos más y después recorrió con la mirada la pared opuesta. Enseguida localizó el pequeño agujero por el que se había disparado el dardo y movió la cabeza arriba y abajo en un gesto apreciativo.

—Alguien hizo aquí un buen trabajo, desde luego —comentó, volviendo la cabeza hacia el grupo, pero por toda respuesta se alzó un coro de «¡chist!» admonitorios que le recordó dónde se encontraban.

Habiéndose hecho ya una buena idea de qué era lo que buscaba, Tas reanudó la marcha. Había dado sólo unos cuantos pasos cuando se detuvo y alzó la mano para indicar a sus compañeros que hicieran otro tanto. Señaló el techo, donde las telarañas y el polvo habían formado una capa tupida que colgaba de la piedra. Con la atención de todos puesta en el techo, apoyó el extremo de su jupak sobre un parche de musgo del suelo.

Varios faetones se quedaron boquiabiertos cuando, de pronto, lo que en apariencia era un sólido techo se desmoronó en medio de una nube de polvo. Una fuerte red, provista de pesadas piedras en los extremos, se precipitó al suelo. El polvo aún no se había posado cuando Kelu adelantó un paso para echar una mirada más de cerca, pero Tas lo detuvo interponiendo en su camino la jupak. Segundos después, un sonoro chasquido retumbó en el pasadizo cuando dieciséis estacas metálicas, de treinta centímetros de longitud y dotadas de afiladas lengüetas a todo lo largo de los astiles, se dispararon desde el piso y atravesaron la red caída. Tas bajó la jupak.

—Cualquiera que hubiese pisado ahí habría sido arrastrado al suelo con el peso de la red y después las estacas lo habrían rematado. Diabólico —sentenció el kender, con un tono que semejaba el de un profesor al dirigirse a sus alumnos—. Chicos, más vale que os mantengáis alerta por si acaso a mí se me pasa algo por alto —agregó con actitud modesta—, aunque es bastante improbable que eso ocurra.

Con una alarmante indiferencia, Tasslehoff pasó entre las estacas y la red. Aunque los faetones estaban familiarizados con el peligro, todos —y en especial Nanda— observaron pasmados, en una mezcla de asombro y espanto, el terrible peligro que tan fácilmente había eludido el kender.

Sólo unos cuantos pasos más allá de la última trampa, el corredor desembocó en una cámara circular. Las paredes y el suelo eran de granito pulido, de un tono coralino con vetas grises. Tres luces mágicas irradiaban un suave fulgor desde las paredes e inundaban la estancia de claridad. Cuando todos los componentes del grupo entraron, encontraron a Tasslehoff en el centro de la cámara, jugueteando con los mechones de su copete. Tanis y Flint se acercaron al kender.

—¿Qué te parece esto? —preguntó el enano, señalando con un ademán el perímetro de la estancia. Las paredes eran lisas, sin adornos ni detalles notables, salvo uno.

—No hay ninguna salida —observó sorprendido Tanis.

—Ninguna que esté a la vista, querrás decir —lo corrigió Tas—. Apostaría la barba de Flint a que al menos hay otro acceso aparte del que hemos utilizado para entrar; probablemente haya más. Sólo tenemos que encontrarlos.

Acto seguido, el kender se lanzó a buscar puertas ocultas. Recorrió el perímetro tanteando, golpeando, tirando y empujando las paredes, el techo y el suelo.

Empujaba lo que parecía ser un tramo de sólido granito cuando, de repente, Tasslehoff atravesó tambaleante el muro, de manera que quedaron a la vista sólo sus pies. Lo que semejaba ser una pared emitió un fulgor rielante y después desapareció dejando al descubierto un vano arqueado que daba a un espacio abierto. El kender, tan sorprendido como los demás, se incorporó con agilidad.

—Aquí hay un acceso, pero, como dije, tiene que haber más. Ahora que sabemos lo que buscamos, descubramos el resto.

Antes de un minuto, encontraron otras dos puertas. Los tres accesos se abrían a corredores. Dos de ellos eran suaves y pulidos, como la cámara en la que convergían los tres. El tercero, que estaba a la izquierda, era basto, al igual que el que habían recorrido desde la boca de la cueva. Nanda se volvió hacia su bisabuelo.

—Hoto, ¿tienes idea de adonde llevan estos corredores?

El anciano sacudió la canosa cabeza.

—Nunca he estado dentro de este lugar y no estoy familiarizado con los subterráneos. Mi sentido de la orientación es bastante deficiente aquí.

—El mío es excelente —dijo el enano, que en su juventud había recorrido infinidad de túneles abiertos en las laderas de las montañas Kharolis—. Basándonos en la descripción que nos has hecho de la localización de la chimenea, uno de estos dos pasadizos de piedra pulida tiene que conducir a ella, y el tercero, vaya uno a saber.

—Sin tener una certeza clara para elegir uno u otro, sugiero que tomemos éste —propuso Tanis, señalando el corredor de la derecha al tiempo que se encaminaba hacia él.

—Espera un momento —ordenó Tas. Irguiéndose cuanto le fue posible, cogió una de las luces mágicas del soporte de la pared y a continuación adelantó al semielfo para dirigir la marcha por el pasadizo inexplorado—. Muy bien, adelante.

* * *

Avanzaban despacio por el corredor cuando Tasslehoff se detuvo de improviso y luego hizo un ademán para reanudar la marcha. El semielfo iba a preguntar qué ocurría cuando lo vio. Estaba en las sombras, iluminado sólo en parte por la luz que portaba el kender, pero Tanis no tenía el menor interés en verlo con más detalle.

—¡Por las barbas de Reorx! —exclamó Flint al llegar a la altura de Tanis—. ¿Qué infiernos es eso?

Lo que tenían ante ellos, unos cuantos metros más adelante del corredor, era lo que quedaba de lo que en otros tiempos había sido un hombre. Ahora su carne estaba momificada, hundida y agrietada. Los huesos parduscos asomaban entre los jirones de la piel. Estaba erguido, en posición de alerta, en mitad del pasillo, e iba cubierto con una espectacular cota de malla. Ni la pátina de los años ni la multitud de rasgaduras de cuchilladas deslustraban el esplendor de la armadura. El enorme escudo, sujeto al brazo izquierdo del esqueleto, estaba hendido de arriba abajo por la parte central. Casi una docena de astiles de flecha partidos sobresalían en absurdos ángulos del escudo y en la superficie se marcaban regueros oscuros desde las oxidadas puntas de flecha.

Una espada colgaba flojamente de la mano derecha de la criatura. El guantelete de cuero reforzado con eslabones, y el forro de la empuñadura de la espada, también de cuero, estaban podridos y formaban una única masa informe; la espada, sin embargo, apenas tenía unas cuantas manchas de óxido y la mayor parte de la hoja de casi un metro de longitud seguía brillante y afilada. Tas sintió que se le hacía un nudo en la garganta al comprender que el óxido de la hoja se debía a las manchas de sangre que no se habían limpiado.

—Ése no es un zombi corriente —opinó Tas.

—Aún no se ha movido. Tal vez no sea más que una estatua —sugirió Kelu.

Tasslehoff estaba seguro de que no era ése el caso. Desde su posición, a la cabeza del grupo, y al ser más bajo que todos los demás, divisaba algo que para los otros pasaba inadvertido: las rendijas visuales del yelmo del monstruo. Tras aquellas hendiduras de acero había dos pozos de negrura en los que brillaban dos minúsculos y parpadeantes puntos de luz.

Con un crujido espeluznante, aquella cosa levantó la cabeza y fijó los malévolos ojos en el grupo de intrusos. Se oyó el chirriar de huesos contra huesos cuando alzó espada y escudo. Tas, que esperaba que se moviera con el habitual caminar torpe y renqueante de esta clase de seres espectrales, se quedó mudo de asomo al ver que el engendro se dirigía hacia él con agilidad. La brillante y pesada hoja de acero silbó en el aire, a la altura de su cuello. El kender se zambulló de cabeza en el suelo y rodó sobre sí mismo hacia el monstruo con la esperanza de sobrepasarlo.

La muerte no había atrofiado los reflejos de la criatura.

El fantasmal guerrero dio un paso lateral al tiempo que propinaba una patada, de manera que estrelló con precisión el pie enfundado en acero contra el estómago de Tasslehoff. El infortunado kender salió disparado sobre el pulido suelo y quedó aturdido y falto de aliento a causa del brutal impacto. El golpe de la inmensa espada, que se precipitaba sobre él, habría partido en dos a Tas, pero el mortal mandoble fue desviado por el hacha de Flint. El kender sintió unas manos amigas que lo arrastraban a un lado; el tirón agudizó el dolor de las costillas y sus oídos zumbaron con el vibrante choque de las dos armas.

Ahora era Flint quien tenía que hacer frente a la criatura. Situó de nuevo su hacha en posición de ataque en tanto que el espectral guerrero lo estudiaba con los fríos puntos luminosos que eran sus ojos. No era la primera vez que el vigoroso enano se enfrentaba a una hiena a vida o muerte, ni a monstruos muertos vivientes, pero este ser superaba toda su experiencia. Ni siquiera tenía confianza en que un arma corriente como su hacha hiciera la más mínima mella en un enemigo que, obviamente, era obra de la magia.

El espectral guerrero enarboló la espada a media altura, en tanto sostenía el escudo a unos palmos de distancia del cuerpo. Flint comprendió que no era la primera vez que se enfrentaba a hombres armados con hachas y, fuera lo que fuera lo que tuviese por cerebro, era capaz de razonar y recordar. Además era taimado, a juzgar por el modo en que había atacado a Tasslehoff.

Sin apartar la vista del yelmo de la criatura, el corpulento enano se lanzó al ataque y blandió su pesada hacha de doble filo contra la espada. El antiguo acero mordió la pared y soltó una rociada de chispas y fragmentos de piedra; Flint sintió que su arma le saltaba de las manos, fuera de control, y comprendió, demasiado tarde, que el monstruoso ser lo había engañado poniéndole de señuelo la espada, sabedor de que la hoja absorbería el impacto de la arremetida. El escudo se movió en un arco dirigido al hacha, golpeó en el arma que salía rebotada del encontronazo con la pared y la hoja se quedó incrustada en él, del mismo modo que se queda el hacha de un leñador al golpear en un tocón. El escudo giró, arrancando de las manos del enano el mango; la espada silbó en el aire al descender. La afilada punta cortó limpiamente el cuero endurecido de la guarnición que protegía el hombro izquierdo del enano. Una mancha se extendió y oscureció la camisa, debajo de la coraza seseada.

Flint reculó a trompicones, aferrándose el brazo herido. El espectral guerrero saltó hacia adelante para no darle respiro, pero el peso del hacha incrustada vencía el escudo y ésta era la ocasión que Tanis había estado esperando. El semielfo disparó una flecha al desprotegido pecho de la fantasmal criatura. Atravesó por completo la cota de malla, de parte a parte, y fue a chocar contra la pared de piedra, en tanto que las anillas rotas de la malla caían al suelo en medio de tintineos. La flecha no causó un daño ostensible al guerrero, ya que éste no pareció advertir la herida.

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