Hubo un momento antes de salir del cuarto en el que Leonard tuvo repentinamente la medida de la distancia que habían recorrido, la trayectoria que les había llevado desde el éxito de su fiestecita de compromiso hasta esto, y cómo a lo largo de todo el camino cada paso sucesivo había parecido bastante lógico, coherente con el anterior, y que nadie tenía la culpa. Antes de salir corriendo hacia el cuarto de baño tuvo la impresión de unos tubos rojos parduscos, de unos tubos irregulares de un blanco azulado como de huevo duro y algo morado y negro, todo ello reluciente y lívido por la atrocidad de la intimidad violada, de los secretos revelados. A pesar de las ventanas abiertas, la habitación se llenó del hedor a cerrado del aire rancio, que era un medio para otros olores: a tierra, a mierda sulfurosa, a col fermentada. Lo repugnante era, Leonard tuvo tiempo de pensarlo mientras rodeaba apresuradamente las dos mitades levantadas del torso, que aún estaban unidas, que todo esto estaba también dentro de él.
Como para demostrarlo, aferró los bordes de la taza del retrete y vomitó bilis verde. Se enjuagó la boca en el lavabo. El contacto con el agua limpia fue un recordatorio de otra vida. A pesar de que no había terminado todavía, tenía que limpiarse, ahora mismo. Se quitó las zapatillas de una patada, luego la camisa y el pantalón, los echó sobre el montón de ropa que había debajo del lavabo y se metió en la bañera. Se agachó y se lavó bajo el agua corriente. La sangre seca no era fácil de quitar con agua helada. La piedra pómez era lo más eficaz y se frotó la piel sin pensar en nada más durante mucho rato, media hora, tal vez el doble. Cuando terminó, sus manos, brazos y cara estaban casi en carne viva y él tiritaba a causa del frío.
Su ropa limpia estaba en el dormitorio. Lo había olvidado todo, le había abandonado durante el período dedicado a sus abluciones, y ahora tenía que volver a pasar por allí con los pies limpios y desnudos, pasar junto a su trabajo inacabado.
Pero cuando entró en el cuarto de estar con una toalla alrededor de la cintura y todavía goteando, Maria estaba metiendo el más grande de los paquetes sellados en una de las cajas.
Habló como si él hubiese estado allí todo el tiempo y acabara de hacerle una pregunta:
—Va de la siguiente manera. Parte inferior del tronco, brazo, pierna y muslo, y cabeza en ésta. Y en esta otra, parte superior del tronco, brazo, pierna y muslo.
Junto a la mesa había un recogedor del polvo y un cubo. El resto estaba allí, dentro. Le ayudó a cerrar las cajas y luego, mientras ella se sentaba encima, abrochó las tiras de lona lo más apretadas que pudo. Cogió las cajas y las dejó contra la pared. Ahora no había más que el equipaje y cierto grado de suciedad residual que podría limpiarse fácilmente. Se fijó en que ella tenía una tetera y unas ollas calentándose en el fuego para lavarse. El entró en el dormitorio, pensando vestirse y luego dormir diez minutos mientras ella se lavaba. Perdió tiempo buscando los zapatos antes de acordarse de dónde estaban. Se tumbó y cerró los ojos.
Inmediatamente, ella estaba allí, limpia y en bata, buscando en el armario la ropa adecuada.
—No te duermas ahora —dijo--. Nunca te despertarías a tiempo.
Tenía razón, naturalmente. Se sentó, buscó sus gafas y la observó. Siempre le daba la espalda mientras se vestía, un aspecto de su pudor que generalmente le conmovía, incluso le excitaba. Ahora le pareció irritante, considerando lo que habían pasado juntos y que estaban prometidos. Se levantó de la cama, pasó a su lado sin tocarla y entró en el cuarto de baño. Sacó los zapatos de debajo del montón de ropa ensangrentada. Realmente no fue nada difícil limpiarlos bien con una manopla. Se los puso y tiró la manopla con el resto de la ropa sucia. Luego empezó a limpiar el cuarto de estar. Maria había reunido varias bolsas de papel. Estaba metiendo las hojas de periódico en ellas cuando Maria salió del dormitorio y se unió a él. Enrollaron la alfombra y la dejaron junto a la puerta. Tendrían que tirarla más tarde. Para fregar la mesa y el suelo necesitaban el cubo. Maria lo vació en la más grande de sus ollas, volviendo la cabeza mientras lo hacía. Leonard fue a buscar un cepillo de cerdas duras y estaba echando jabón en polvo sobre la mesa cuando ella dijo:
—Es estúpido que estemos haciendo los dos esto. ¿Por qué no te llevas las cajas ahora? Yo lo terminaré.
No era sólo que sabía que ella haría mejor el trabajo de limpiar la mesa y el suelo. Quería que se fuera, quería estar sola. Y a él la posibilidad de dejar aquel lugar, de salir él solo, aunque fuese cargado con un pesado equipaje, le resultaba atractiva. Le daba sensación de libertad. Deseaba alejarse de ella tanto como ella deseaba que él se fuera. Era así de simple y de deprimente. Porque ahora no podían tocarse, ni siquiera podían intercambiar una mirada. Hasta los gestos más convencionales, cogerle una mano por ejemplo, le repelían. Todo entre ellos, cada detalle, cada transacción, impacientaba e irritaba, como arenilla en un ojo. Vio las herramientas. Allí estaba el hacha, sin usar. Trató de recordar por qué había pensado que la necesitaría. La imaginación era aún más brutal que la vida.
—No te olvides de limpiar bien la cuchilla y la sierra y todos los dientes —dijo él.
—No me olvidaré.
El se puso el abrigo mientras ella abría la puerta. Se detuvo entre las cajas, se preparó, las levantó y luego echó una carrerita con ellas hasta el rellano. Las dejó en el suelo y se volvió. Ella estaba en el umbral, con una mano en la puerta, lista para cerrarla. Si hubiera sentido un mínimo impulso, se habría acercado a ella, le habría dado un beso en la mejilla, o le habría tocado el brazo o la mano. Pero lo que flotaba en el aire entre ellos era asco, y no era posible fingir.
—Volveré —fue todo lo que pudo decir, y eso le pareció una promesa extravagante.
—Sí —dijo ella y cerró la puerta.
Durante un par de minutos permaneció de pie entre las cajas en lo alto de las escaleras comunales. Una vez que comenzara la siguiente etapa, no tendría tiempo de reflexionar. Pero ahora tenía pocos pensamientos. Más allá del mareante cansancio, era consciente del placer que sentía al marcharse. Si se deshacía de Otto, en cierto sentido se desharía también de Maria. Y ella de él. Inevitablemente, habría dolor en todo esto, pero ahora no podía alcanzarle. Se marchaba. Cogió sus cajas y comenzó a bajar. Dejando que golpearan en los escalones consiguió bajar las dos a la vez. Hacía una pausa para recobrar el aliento en cada rellano. Un hombre que regresaba del trabajo le saludó con una inclinación de cabeza al cruzarse con él. Dos chicos pasaron rozándole mientras él estaba descansando. No veían nada extraño en él. Berlín estaba lleno de gente con pesado equipaje.
A medida que descendía y la distancia entre él y el piso de Maria aumentaba y se quedaba más completamente solo, todos sus dolores reaparecieron. El dolor del hombro se estaba convirtiendo en un profundo y palpitante dolor muscular. Ya no hacía falta que se tocase la oreja para que le doliese. El bajar las escaleras transportando tal vez más de setenta y cinco kilos estaba produciendo más daño en su entrepierna. Y ahora, el golpe de despedida de Otto, un dolor eléctrico subía desde la base del dedo gordo de su pie hasta el tobillo. Siguió bajando y todo le dolía más. Al llegar abajo sacó las cajas al patio una a una y se tomó un largo descanso. Se sentía en carne viva, como si acabaran de cocerle, o le hubieran arrancado una capa de piel. La solidez de las cosas le oprimió. El rechinar de una piedrecilla bajo su pie hizo que se le levantara el estómago. La suciedad en la pared alrededor del interruptor de la luz de la escalera y luego la propia extensión de la pared, la inutilidad de tantos ladrillos, le afligió, le deprimió como una enfermedad. ¿Tenía hambre? La idea de coger partes seleccionadas del mundo sólido y meterlas en un agujero de su cabeza y triturarlas para que bajaran por sus tripas era abominable. Estaba rosa, en carne viva, seco. Permaneció apoyado contra la pared del patio, mirando a unos niños que jugaban a fútbol. Cada vez que la pelota rebotaba y cada vez que los zapatos patinaban al dar una vuelta cerrada, él lo percibía como una fricción que le hacía daño, que irritaba sus sentidos faltos de lubricación. Los párpados le arañaban los ojos cuando los cerraba.
Al nivel de la calle y al aire libre, el patio era el lugar donde podía ensayar el transporte de las cajas. Nadie tenía en realidad maletas tan pesadas como éstas. Las cogió y avanzó tambaleándose. Anduvo diez metros antes de tener que dejarlas en el suelo. No podía permitirse poner cara de dolor ni examinarse las manos con demasiada frecuencia. Tenía que andar más de diez metros. Se fijó un mínimo de veinticinco pasos.
Cruzó el patio en tres etapas y ahora estaba en la acera. Había pocos transeúntes. Si alguien le ofrecía ayuda tendría que rechazarla, tendría que estar preparado para ser grosero. Tendría que dar la impresión de que no necesitaba ayuda, así nadie se la ofrecería. Comenzó sus veinticinco pasos. Contar era una manera de soportar la tortura del peso. Era un esfuerzo no contar en voz alta. Dejó las cajas y miró de forma llamativa su reloj. Las seis menos cuarto. No había tráfico de hora punta en Adalbertstrasse. Tenía que llegar hasta la próxima esquina. Esperó lo suficiente para que hubiese cambiado por completo la gente que pasaba a su alrededor, luego levantó el peso y avanzó apresuradamente. En todas las ocasiones anteriores había conseguido dar veinticinco pasos, pero esta vez no iba a llegar a veinte. Los pasos eran más cortos y más rápidos. Había un reblandecimiento en sus muñecas. Sus dedos se abrieron sin que pudiera remediarlo y las cajas cayeron sobre la cera. Una cayó de lado.
Estaba enderezándola, obstaculizando el paso, cuando una señora con su perro le rodeó haciendo un cloqueo de desaprobación. Tal vez hablara por toda la calle. El perro, un chucho que parecía dispuesto a todo, se interesó por la caja que Leonard había puesto derecha. La olfateó todo a lo largo, moviendo la cola, y luego siguió por el otro lado, ávido de repente y pegando el hocico con fuerza contra el tejido. Estaba sujeto con una correa, pero la mujer era uno de esos dueños de perros a los que no les gusta contrariar a sus animales. Se detuvo, con la correa floja en la mano, esperando pacientemente a que el animal perdiese interés. Estaba aproximadamente a medio metro de él, pero no miró a Leonard. Le hablaba solamente al perro, que ahora olfateaba de un modo frenético. Sabía.
—
Komm schon, mein kleiner Liebling. Ist dock nur ein Koffer
.
Es sólo una maleta. También Leonard consintió al perro. Necesitaba la excusa para no levantar las cajas. Pero ahora el animal gruñía y gemía alternativamente. Estaba intentando clavar los dientes en una esquina de la caja.
—
Gnddige Frau
—dijo Leonard—, por favor, sujete a su perro.
Pero en lugar de tirar de la correa, la mujer se limitó a aumentar el torrente de palabras cariñosas.
—Pero, tontito, ¿qué te has creído? Este equipaje pertenece a este caballero, no a ti. Vamos, salchichita…
Una versión de sí mismo calmada y distraída estaba pensando que si uno tenía algo de lo que quería deshacerse, no sería mala idea utilizar a un perro hambriento. Pero necesitaría una jauría. El perro había encontrado una presa. Tenía los dientes clavados en la esquina de la caja. Mordía, gruñía y meneaba la cola.
Al fin la mujer le habló a Leonard:
—Debe usted de llevar comida ahí dentro. Salchichas quizá.
Había un matiz de acusación en sus palabras. Pensaba que era un contrabandista que traía comida barata del Este.
–Es una maleta cara –dijo él–. Si su perro la estropea, usted,
Gnädige Frau
, será la responsable.
Miró a su alrededor como buscando a un policía.
La mujer se ofendió. Tiró de la correa con una sacudida brutal y siguió su camino. El perro lanzó un gañido y se pegó a sus talones, aunque luego pareció arrepentirse de su obediencia. Mientras su dueña se alejaba, el animal se esforzaba por volver atrás. A través de las nieblas de la memoria de la especie había reconocido una oportunidad única en la vida: devorar a un humano con impunidad y vengar a los antepasados lobos por diez mil años de sometimiento. Un minuto más tarde seguía mirando hacia atrás y dando simbólicos tirones a su correa. La mujer caminaba, negándose a contemporizar.
Había marcas de dientes y saliva en la caja, pero el tejido no estaba rasgado. Se situó entre sus fardos y los levantó. Caminó quince pasos y tuvo que pararse. La desaprobación de la mujer permanecía en el aire, infectaba las miradas de otros transeúntes. ¿Qué podía llevar en esas cajas que pesara tanto? ¿Por qué no tenía un amigo que le ayudara? Debía de ser algo ilegal, seguro que era contrabando. ¿Por qué tenía tan mala cara el hombre que llevaba las cajas tan pesadas? ¿Por qué no se había afeitado? Ahora era sólo cuestión de tiempo el que le viera un Polizei de verde. Esta era esa clase de ciudad. Tenían poderes ilimitados, los policías alemanes. No podría negarse si le pedían que abriese su equipaje. No podía permitir que le viesen mucho tiempo parado. Optó por un esfuerzo desesperado, breves carreritas de diez o doce pasos. Intentó transformar el tembloroso rictus del esfuerzo en la sonrisa de un respetable viajero recién salido de la estación que no necesita vigilancia ni ayuda. Entremedias, se tomaba los descansos más breves que podía. Cada vez que se paraba miraba a su alrededor, para que los que pasaban creyeran que estaba perdido o buscando una casa determinada.
Junto al metro de Kottbusser Tor dejó las cajas en el bordillo y se sentó en ellas. Quería prestarle atención al dolor de su pie. Necesitaba quitarse el zapato. Pero las cajas se hundían desagradablemente bajo su peso y se levantó inmediatamente. Si pudiera dormir diez, incluso cinco minutos, pensó, podría llevar el equipaje sin tantos problemas.
Estaba cerca de la tienda donde a veces compraban las cosas que necesitaban diariamente. El dueño, que estaba entrando cajones de verduras y frutas, vio a Leonard y le saludó con la mano.
–¿De vacaciones?
Leonard asintió y al mismo tiempo dijo:
–No, no, todavía no. –Luego, en su confusión, añadió en inglés–: En realidad es cosa de trabajo.
Una afirmación que instantáneamente deseó retirar. ¿Cómo se las arreglaría para contestar a las preguntas de rutina de un policía curioso?
Se quedó parado junto a sus cajas mirando el tráfico. Veía objetos desplazándose en la periferia de su visión: un buzón de correos inglés, un ciervo con una gran cornamenta, una lámpara de mesa. Cuando se volvía hacia ellos se disolvían. Sus sueños estaban empezando sin él. Tenía que volver la cabeza para que desapareciera cada fantasma. No había nada siniestro. Unos plátanos que giraban sobre sí mismos, una lata de galletas con una casita de techo de paja en la tapa, que se abría sola. ¿Cómo iba a concentrarse cuando tenía que estar constantemente volviéndose para mantener estas cosas a raya? ¿Podía atreverse a dejarlas donde estaban?