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Authors: Ian McEwan

Tags: #Intriga

El inocente (29 page)

BOOK: El inocente
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Había un plan, formulado hacía tanto tiempo que dudaba de que continuara siendo válido. Pero no había otro, así que tenía que seguir éste. Sin embargo, un amable y suave pensamiento tiraba de él. Estaba oscureciendo, los coches ya tenían los faros encendidos, las tiendas estaban cerrando, la gente se encaminaba hacia casa. Encima de él, un farol, atornillado de cualquier manera a una pared que se estaba desmoronando, se encendió con un chisporroteo. Pasaron unos chiquillos empujando un cochecito de bebé. El taxi que había estado buscando se paró junto al bordillo. El ni siquiera lo había llamado. El taxista había visto las cajas. Incluso a la luz del crepúsculo había adivinado su improbable peso. Se bajó y abrió el maletero.

Era un viejo Mercedes diésel. Leonard pensó que podría meter una de las cajas antes de que el taxista la tocara. Pero la levantaron juntos.

—Libros —explicó Leonard.

El taxista se encogió de hombros. No era asunto suyo. La otra caja la pusieron en el asiento trasero. Leonard se sentó delante y pidió que le llevara a la estación del Zoo. La calefacción estaba encendida, el asiento era enorme y brillante. El pensamiento suave tiraba de él nuevamente. Le bastaría con decir las palabras y estaría allí.

Pero ni siquiera recordaba el momento en que el taxi se puso en marcha. Cuando se despertó el coche había parado, las cajas estaban ya en la acera, una junto a la otra, y su puerta estaba abierta. El taxista debía de haberle sacudido. Confuso, Leonard le dio una propina excesiva. El hombre se llevó la mano a la visera de la gorra y se fue despacio a reunirse con otros taxistas que estaban en la parada de la estación. Leonard se hallaba de espaldas a ellos y sabía que le estaban mirando. Fue por ellos por lo que hizo el esfuerzo de cruzar tranquilamente con las cajas los diez metros de acera hasta las altas puertas dobles que daban a la explanada de la estación.

No bien estuvo dentro las dejó en el suelo. Se sintió más a salvo. A muy poca distancia una docena de soldados británicos estaban formando cola con sus petates. Todas las tiendas y restaurantes estaban abiertos y quedaban restos del ajetreo de la hora punta para tomar los trenes en el piso superior. Más allá de una tienda de lencería y un puesto de libros había una señal que indicaba el camino hacia la consigna. Por todas partes se notaba el olor a puro y café fuerte característico del bienestar alemán. El suelo era pulido y pudo arrastrar las cajas. Pasó por delante de puestos de frutas, un restaurante y una tienda de recuerdos. ¡Era todo tan alegre, un éxito tan grande! El era un viajero legítimo al fin, podía pasar absolutamente inadvertido, un viajero, además, que no tendría que arrastrar su equipaje hasta los trenes que salían de arriba.

La consigna estaba en uno de los túneles que salían de la explanada principal. Había una zona circular con armaritos recién instalados en las paredes que rodeaban un mostrador donde había dos hombres de uniforme listos para recibir los equipajes y almacenarlos en las estanterías que tenían detrás. Dos o tres personas esperaban para recoger o depositar sus equipajes cuando Leonard llegó. Arrastró sus cajas lo más lejos posible del mostrador y encontró dos armaritos vacíos al nivel del suelo. Moviéndose pausadamente, colocó las cajas delante de ellos y se irguió para buscar en sus bolsillos el cambio que había traído. No había prisa. Tenía un puñado de monedas de diez pfenning. Abrió un armarito y empujó una caja con la rodilla. No entraba. Se guardó el cambio y empujó con más fuerza. Miró por encima del hombro. Ahora no había nadie en el mostrador. Los dos empleados estaban hablando y mirándole. Se agachó para ver cuál era el obstáculo. El espacio era dos o tres centímetros demasiado estrecho. Hizo un intento con poca convicción de meter la caja a la fuerza y enseguida renunció. Si no hubiera estado tan cansado tal vez habría hecho lo más adecuado. Cuando se puso de pie vio que uno de los empleados de la consigna, un hombre de barba gris, le hacía señas para que se acercara. Era lo lógico. Si tu equipaje no cabía en los armarios, lo llevabas al mostrador. Pero él no estaba preparado para esto, no formaba parte del plan. ¿Era lo adecuado? ¿Querrían saber por qué eran tan pesadas las cajas? ¿Qué poderes les conferían sus uniformes? ¿Se acordarían luego de su cara?

El hombre de la barba tenía los nudillos apoyados en el mostrador metálico, esperando a Leonard. No estaba bien que un empleado que en realidad no era más que un mozo de estación fuese vestido como un almirante. Era importante no dejarse intimidar. Leonard miró su reloj y cogió las cajas. Trató de alejarse a buen paso. Tomó la única ruta que no le obligaba a acercarse al mostrador. Esperaba un grito, una carrera. Estaba en un pasillo que se estrechaba, al final del cual había unas puertas dobles. Lo recorrió entero sin detenerse. Pasó por las puertas de espaldas y se encontró en una calle lateral tranquila. Dejó las cajas contra la pared y se sentó en la acera.

No tenía intenciones claras. Necesitaba dejar descansar su pie dolorido. Si el almirante hubiese venido tras él, se habría entregado gustosamente. Lo que estaba claro, ahora que se hallaba sentado, era que debería concebir un plan. Sus pensamientos rezumaban abundantemente. Eran la secreción de un órgano que no estaba bajo su control. Podía juzgar el producto, pero no podía iniciarlo. Podía hacer otro intento de meter las cajas en los armaritos de la consigna. Podía entregárselas al almirante. Podía dejarlas allí, en la calle. Alejarse de ellas por las buenas. ¿Necesitaban realmente la gracia de una semana que los armaritos de la consigna permitían? Fue entonces cuando le volvió el agradable pensamiento suave. Podía irse a casa. Podía cerrar la puerta con llave, darse un baño, sentirse a salvo entre sus cosas, dormir durante horas en su propia cama y luego, una vez repuesto, concebir un nuevo plan y llevarlo a cabo, afeitado, revitalizado, con ropa limpia, más allá de toda sospecha.

Pensó en su casa. Las habitaciones tan grandes como prados, las excelentes cañerías, la soledad. Fantaseó y se adormiló. Finalmente se levantó. El camino más corto para llegar a un taxi era volver a cruzar la estación, pasando por delante del almirante. Pero decidió dar la vuelta al edificio por fuera. La entrepierna le dolía más que el pie. La piel de las manos se le estaba desprendiendo. Tardó veinte minutos en dar la vuelta. Se tomaba largos descansos, sin que nadie le viera. Encontró un taxi en la parada, otro Mercedes grande y viejo, y esta vez no hizo el menor intento de levantar las cajas para meterlas en el coche, ni dio ninguna explicación. Disculparse por su peso era una señal de culpabilidad.

Dejó una caja en la acera delante del número 26 y llevó la otra, cogiéndola con las dos manos, hasta el ascensor. Cuando salió, la otra caja estaba todavía allí, lo cual no le sorprendió menos que si hubiera desaparecido. ¿Cómo podía saber a estas alturas qué constituía una sorpresa? El ascensor soportó el peso fácilmente. Abrió su puerta y dejó las cajas justo a la entrada. Desde allí podía ver que había luces encendidas en el cuarto de estar, y sonaba una música. Fue hacia allí. Empujó la puerta y entró en una fiesta. Había copas, cuencos con cacahuetes, ceniceros llenos, cojines arrugados y música en la radio. Todos los invitados se habían ido. Apagó la radio y el silencio fue brusco. Se sentó en la silla más cercana. Le habían dejado solo. Los amigos, el viejo Leonard y su prometida con su falda blanca susurrante, todos se habían marchado, y las cajas pesaban demasiado, los armarios de la consigna eran demasiado pequeños, el almirante era hostil, y sus manos, oreja, hombro, testículos y piel latían al unísono con un dolor punzante.

Fue al cuarto de baño y bebió del grifo durante un buen rato. Luego estaba en el dormitorio, tumbado de espaldas bajo el cobertor, mirando al techo. Con la luz del vestíbulo encendida y la puerta del dormitorio entreabierta, la oscuridad era la que él deseaba. Cuando cerraba los ojos una fatiga nauseabunda le sofocaba. Tenía que salvarse como de ahogarse luchando por ver el techo otra vez. No le pesaban los ojos. Mientras estuvieran abiertos podría mantenerse despierto. Trataba de no pensar. Le dolía todo. No había nadie que pudiera cuidarle. Conservaba la mente vacía concentrándose en su respiración.

Pasó tal vez una hora de esta forma, en un ligero trance, casi adormilado.

Luego sonó el teléfono y se encaminó hacia él antes de haberse espabilado por completo. Cruzó el vestíbulo, echando una ojeada a su izquierda para comprobar que las cajas seguían junto a la puerta, y entró en el cuarto de estar sin encender la luz. El teléfono estaba en el antepecho de la ventana. Lo levantó rápidamente, suponiendo que sería Maria, o posiblemente Glass. Era un hombre, cuya frase introductoria, dicha en voz baja, se le escapó. Algo acerca de cobrar en efectivo. Luego la voz dijo:

–Le llamo para organizar lo del diez de mayo, señor.

Evidentemente se había equivocado de número, pero él no quería alejar a la voz. Tenía un acento agradable y sonaba competente y amable.

–Ah, sí –dijo.

–Me han dicho que le llamara y me enterara de qué es lo que desea, señor.

Fue el señor, el respeto varonil y no forzado, lo que complació a Leonard. Quienquiera que fuese aquel hombre, tal vez podría ayudarle. Parecía la clase de persona que podría llevarle las cajas sin preguntarle nada. Era importante conseguir que siguiera hablando..

—Pues, ¿qué sugiere usted? —dijo Leonard.

—Bien, señor —dijo la voz—. Podría empezar desde lejos, justo fuera del edificio, cuando todos estén sentados, y acercarme despacio. ¿Se hace idea, señor? Todos están charlando y bebiendo, y entonces uno o dos que tengan buen oído me oyen débilmente, y luego ya me oyen todos, aproximándome cada vez más. Entonces entro en la sala.

—Entiendo —dijo Leonard.

Pensó que podría confiarse a aquel hombre. Era cuestión de esperar el momento oportuno.

—Y, si le parece bien, podría dejarme las melodías a mí, señor. Algunas canciones alegres y algunas canciones tristes. Cuando se han tomado unas copas, si me permite decirlo, señor, no hay nada como las canciones tristes.

—Es verdad —dijo Leonard, viendo su oportunidad—. Yo a veces me pongo muy triste.

—¿Disculpe, señor?

Si la amable voz le preguntase por qué.

—A veces las cosas me agobian —dijo Leonard.

La voz vaciló y luego dijo:

—Berlín está muy lejos de casa, señor, para todos nosotros. —Hubo una pausa y luego—: El brigada Steele dijo que me necesitaría usted durante una hora. ¿Es así, señor?

De esta forma se identificó el gaitero McTaggart, de los Scots Greys. Leonard concluyó el negocio lo más rápidamente que pudo. Dejó el teléfono descolgado y se volvió a la cama. Al pasar apagó la luz del vestíbulo. La conversación le había reanimado. El filo de su cansancio estaba embotado y era más fácil dormir.

Despertó unas horas después, completamente repuesto.

Por el silencio dedujo que serían entre las dos y las tres de la madrugada. Se sentó en la cama. Comprendió que se sentía mejor porque había despertado con una sencilla solución. Había permitido que el asunto le abrumara cuando en realidad lo único que hacía falta era pensar con claridad y actuar con determinación. Podía ponerse a ello mientras aún lo tenía fresco en la mente. Luego podría volverse a dormir y despertarse con la situación resuelta.

Salió al vestíbulo. Nunca lo había conocido tan silencioso. No se molestó en encender la luz. Había suficiente luna para dar una luz incolora, aunque no estaba seguro de cómo podía penetrar hasta aquí la luz de la luna. Fue a la cocina y cogió un cuchillo afilado. Volvió al vestíbulo, se arrodilló junto a las cajas y desabrochó las tiras de lona de ambas. Luego abrió una de ellas. Los pedazos estaban en su sitio, tal y como Maria los había colocado. Sacó un paquete, cortó la tela impermeable y dejó un brazo suavemente sobre la alfombra. No había ningún olor desagradable, no llegaba demasiado tarde. Apartó la envoltura a un lado y luego se dedicó a desempaquetar una pierna, un muslo y el pecho. Había sorprendentemente poca sangre y además la alfombra era roja. Fue colocando los pedazos sobre la alfombra en la posición correcta. La forma humana se estaba rehaciendo. Abrió la segunda caja y desenvolvió la parte inferior del cuerpo y los miembros. Ahora tenía la cabeza en sus manos. Le dio la vuelta y vio a través de la tela el perfil de la nariz y los rasgos imprecisos de una cara.

Mientras estaba utilizando la punta del cuchillo para despegar la costura encolada vio algo que le llamó la atención. Sujetaba la pesada cabeza en el suelo, pero ya no pudo mover el cuchillo. No era la perspectiva de ver la cara de Otto. Tampoco era la figura completa extendida sobre la alfombra a su lado. Lo que había visto era la pared del dormitorio y su cama. Se había obligado a abrir los ojos durante un instante y había visto la forma de su propio cuerpo bajo las mantas. Durante dos segundos había escuchado el tráfico de altas horas de la noche, y había visto su propio cuerpo inmóvil. Entonces se le cerraron los ojos y estaba de nuevo aquí, con el cuchillo en la mano, rasgando la tela.

Le preocupó saber que lo que parecía tan real era un sueño. Eso quería decir que podía ocurrir cualquier cosa. No había reglas. Estaba volviendo a juntar los pedazos de Otto, deshaciendo el trabajo del día. Estaba levantando una capa de la tela engomada y apareció un lado de la cabeza, con la parte superior de yna oreja. Debería detenerse, pensó, debería despertarse antes de que Otto volviese a la vida. Con un esfuerzo volvió a abrir los ojos. Vio una parte de su mano y el bulto de sus pies bajo las mantas. Si pudiera mover una sola parte de sí mismo, o emitir un sonido, un sonido mínimo, podría recobrarse. Pero el cuerpo que ocupaba estaba inerte. Estaba tratando de mover un dedo del pie. Oyó el ruido de una moto en la calle. Si alguien entrara en la habitación y le tocara. Trató de gritar. No pudo separar los labios ni llenar los pulmones. Sus ojos se cerraron y se encontró de nuevo en el vestíbulo.

¿Por qué se adhería la tela a la cara de Otto? Era el mordisco, claro está, la sangre de su mejilla se había coagulado sobre la tela. Esa no era más que una de las razones por las que Otto iba a castigarle. Tiró de la tela y ésta se desprendió con un sonido raspante. El resto fue fácil. El envoltorio cayó y la cabeza desnuda estaba en sus manos. Los ojos, con los bordes enrojecidos del borracho, le observaban, esperando. Era simplemente cuestión de levantar la cabeza y ponerla sobre el cuello cercenado, entonces podría empezar de nuevo. Debería haberse quedado dividido, pero ahora era demasiado tarde. Incluso antes de que la cabeza estuviera bien colocada en su sitio, las manos ya se tendían hacia el cuchillo. Otto estaba sentado. Veía las cajas vacías y el cuchillo en su mano. Leonard se arrodilló delante de él y echó la cabeza hacia atrás para ofrecerle el cuello. Otto haría un trabajo rápido. Tendría que llenar las cajas él. Luego llevaría a Leonard a la estación del Zoo. Otto era berlinés, un viejo amigo de copas del almirante. Aquí estaba otra vez la pared, la manta, el borde de la sábana, la almohada. Su cuerpo era de plomo. Otto nunca podría llevarlo él solo. El gaitero McTaggart le ayudaría. Leonard trató sin mucha convicción de gritar. Era mejor que sucediera.Oyó el aire pasar entre sus dientes. Trató de doblar una pierna.

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