Leonard apretó el paso. Había momentos de lucidez, varios minutos seguidos, en que las repeticiones y evoluciones de sus fantasías le asqueaban. No había verdades a la espera de ser descubiertas. Había sólo lo que pudieran establecer imperfectamente unos funcionarios que tenían muchas otras cosas que hacer y que estarían encantados de poder encajar un crimen con su perpetrador, encarrilar el asunto y pasar a otro. No bien había puesto en marcha ese pensamiento, en sí mismo una repetición, se sintió atraído por un nuevo recuerdo atenuante. Porque la verdad era, sin duda, que Otto había agarrado a Maria por el cuello.
Tuve que luchar con él aunque odio la violencia. Sabía que tenía que detenerle
.
Estaba cruzando el patio del número 84. Su primera visita después de aquello. Empezó a subir las escaleras. Las manos le temblaban terriblemente otra vez. Le resultaba difícil agarrarse al pasamanos. En el cuarto rellano se paró. La verdad era que aún no deseaba ver a Maria. No sabía qué decirle. No podía fingir ante ella que las cajas estaban en lugar seguro. Tampoco podía decirle dónde las había puesto. Eso significaría hablarle del túnel. Pero después de todo ya se lo había contado a los rusos. Podía contárselo a cualquiera después de aquello, sin duda. Pensó lo que ya había pensado: no estaba en condiciones de tomar decisiones, por lo tanto debería callarse. Pero tenía que decirle algo, así que le diría que las cajas estaban en la estación. Trató de cogerse al pasamanos con más fuerza. Pero tampoco estaba en situación de fingir nada. Siguió subiendo.
Tenía su propia llave, pero llamó con los nudillos y esperó. Notó olor a tabaco que salía del interior. Estaba a punto de llamar otra vez cuando Glass abrió la puerta, salió al rellano y cogió a Leonard por el codo para llevarle al borde de las escaleras.
Murmuró apresuradamente.
—Antes de que entres. Tenemos que establecer si nos encontraron por casualidad o si tenemos entre manos un caso de violación de las normas de seguridad. Entre otras cosas, estamos hablando con todas las esposas y novias que no son norteamericanas. No te ofendas. Es rutina.
Entraron. Maria fue hacia Leonard y se besaron en los labios, un beso seco. Le temblaba la rodilla derecha, por lo que se sentó en la silla más próxima. En la mesa, junto a su codo, había un cenicero lleno de colillas.
—Pareces cansado, Leonard —dijo Glass.
Incluyó a ambos en su respuesta.
—He estado trabajando veinticuatro horas seguidas. —Y luego a Glass solamente—: Haciendo cosas para MacNamee.
Glass cogió su chaqueta del respaldo de una silla y se la puso.
—Le acompañaré a la puerta —dijo Maria.
Glass le hizo a Leonard un burlesco saludo militar al salir. Leonard le oyó hablando con Maria en la puerta.
Cuando ella volvió le preguntó:
—¿Estás enfermo?
El mantuvo las manos inmóviles en el regazo.
—Me siento raro, ¿tú no?
Ella asintió. Había sombras bajo sus ojos, y la piel y el pelo tenían aspecto grasiento. El se alegró de no sentirse atraído hacia ella.
—Creo que todo saldrá bien —dijo ella.
Esta certidumbre femenina le irritó.
—Oh, sí —dijo—. Las cajas están en los armarios de la estación de Bahnhof Zoo.
Ella le estaba mirando atentamente y él no pudo sostenerle la mirada. Maria fue a hablar, pero cambió de idea.
—¿Qué quería Glass? —dijo él.
—Ha sido como la otra vez, pero peor. Muchas preguntas sobre las personas que conozco y sobre los sitios donde he estado durante las dos últimas semanas.
Ahora él la estaba mirando.
—¿No hablasteis de nada más?
—No —dijo ella, pero apartó los ojos.
El no tenía celos, naturalmente, puesto que no sentía nada por ella. Y ya no podía soportar más emociones. De todas formas, siguió actuando por pura fórmula. Era algo de que hablar.
—Se ha quedado mucho rato —dijo, indicando el cenicero.
—Sí.
Ella se sentó y suspiró.
—¿Y se quitó la chaqueta?
Ella asintió.
—¿Y se limitó a hacer preguntas?
Dentro de unos días se iría de Berlín, probablemente sin ella. ¿Por qué le decía aquellas cosas?
Ella alargó el brazo por encima de la mesa y le cogió la mano del regazo. Leonard no quería que ella notase que temblaba, así que no le permitió que la tuviera mucho tiempo en la suya.
—Leonard, creo de veras que todo saldrá bien.
Era como si pensara que podía tranquilizarle con el propio tono de voz. La de Leonard sonó burlona.
—Claro que sí. Pasarán días antes de que abran los armarios, antes de que vengan aquí, cosa que harán, lo sabes. ¿Te has deshecho de la sierra y la cuchilla, y la alfombra y la ropa manchada de sangre, y los zapatos y los periódicos? ¿Sabemos que no te vio nadie? ¿O si me vieron a mí salir de aquí con dos enormes cajas? ¿O si me vieron en la estación? ¿Está esto tan bien fregado que no hay nada que un perro entrenado no pueda encontrar? — Estaba hablando de un modo retórico, lo sabía, pero no podía contenerse— . ¿Sabemos que los vecinos no oyeron nada de la pelea? ¿Vamos a hablar de nuestras versiones para hacer que concuerden hasta los menores detalles o vamos a decirnos mutuamente que todo saldrá bien?
—Hice todo lo que había que hacer aquí. No tienes por qué preocuparte. Las versiones son muy sencillas. Lo contamos tal y como sucedió, pero sin Otto. Vinimos aquí después de cenar, nos acostamos, tú fuiste a trabajar a la mañana siguiente, yo me tomé el día libre y fui de compras, tú volviste a la hora de comer y por la tarde te marchaste a Platanenallee.
Era la descripción de un pasado que debería haber sido el suyo. La feliz pareja después de su compromiso. La normalidad de la historia era una burla y se quedaron callados. Luego Leonard volvió a Glass.
—¿Es la primera vez que ha venido aquí?
Ella asintió.
—Tenía prisa por marcharse.
—No me hables así —dijo ella— . Tienes que calmarte.
Le dio un cigarrillo y cogió uno para sí.
—Me destinan de nuevo a Inglaterra — dijo él luego.
Ella tomó aliento y dijo:
—¿Qué quieres que hagamos?
Leonard no lo sabía. No dejaba de pensar en Glass. Finalmente, dijo:
—Puede que estar algún tiempo separados nos viniera bien, nos daría la oportunidad de poner en orden nuestros pensamientos.
No le gustó la facilidad con que ella se mostró de acuerdo.
—Yo podría ir a Londres dentro de un mes. Es lo más pronto que puedo dejar mi puesto.
El no sabía si ella lo decía en serio, ni tampoco si eso le importaba. Mientras estuviera sentado al lado de un cenicero lleno de colillas de Glass no podría pensar.
—Verás —dijo— . Estoy terriblemente cansado. Y tú también.
Se levantó y se metió las manos en los bolsillos.
Ella también se puso de pie. Había algo que quería decirle, pero se estaba conteniendo. Parecía más vieja, su cara era una premonición de cómo sería algún día.
No hicieron ningún esfuerzo por prolongar su beso. Luego él estaba camino de la puerta.
—Me pondré en contacto contigo en cuanto sepa la fecha de mi vuelo.
Ella le acompañó a la puerta y él no se volvió cuando empezó a bajar las escaleras.
Durante los tres días siguientes Leonard pasó la mayor parte del tiempo en el almacén. Día y noche llegaban camiones militares para llevarse el mobiliario, los documentos y el equipo. Cebaron el incinerador que había detrás del edificio y apostaron a tres soldados a su alrededor para asegurarse de que ningún papel sin quemar pudiera ser llevado por el viento. La cantina fue desmantelada y al mediodía iba un camión-cantina para servir bocadillos y café. Había una docena de personas trabajando en la sala de grabación, enrollando cables y empaquetando magnetofones, de seis en seis, en cajones de madera. Todos los documentos importantes habían sido retirados a las pocas horas de que los rusos descubrieran el túnel. La mayor parte del trabajo se hacía en silencio. Era como si todos estuvieran marchándose de un hotel desagradable; querían que la experiencia terminara lo más rápidamente posible. Leonard trabajaba solo en su cuarto. Era preciso inventariar y empaquetar el equipo. Había que dar cuenta de cada válvula.
A pesar de aquella actividad y de sus otras preocupaciones, el túnel no pesaba en su conciencia. Si era correcto espiar a los norteamericanos a favor de los intereses de MacNamee, también lo era vender el túnel por su propio interés. Pero no era eso realmente lo que quería decir. El le había tomado cariño al lugar, le encantaba, estaba orgulloso de él. Pero ahora le resultaba difícil sentir nada. Después de lo de Otto, lo del Café Prag era cosa de risa. Bajó al sótano para echar una última ojeada. Había guardias armados en la boca del pozo. Allí abajo, de pie y con las manos en las caderas estaba también Bill Harvey, el jefe de la estación y cabeza de la Operación Oro. Un oficial norteamericano con una tablilla en la mano le escuchaba. Harvey parecía estar reventando su traje. Se había propuesto que todos los que le rodeaban vieran la pistolera que llevaba bajo la chaqueta.
En cuanto a Glass, no apareció en todo aquel tiempo por el almacén ni una sola vez. Era extraño, pero Leonard no tenía tiempo para pensar en ello. Su preocupación seguía siendo que le arrestaran. ¿Cuándo iban a venir a llevárselo? ¿Por qué esperaban tanto? ¿Sería que querían tener el caso bien resuelto? ¿O era posible que las autoridades soviéticas hubiesen decidido que un cadáver descuartizado sólo serviría para complicar su victoria propagandística? Tal vez, y esto parecía lo más plausible, la policía de Berlín Occidental estuviese esperando a que mostrase su pasaporte en el aeropuerto. Vivía con dos futuros. En uno regresaba a Inglaterra y empezaba a olvidar. En el otro, se quedaba aquí y empezaba a cumplir su sentencia. Continuaba sin poder dormir.
Le envió a Maria una postal dándole los detalles de su vuelo, que salía el sábado por la tarde. Ella contestó a vuelta de correo diciéndole que estaría en Tempelhof para despedirle. Firmaba: «Te quiero, Maria» y había subrayado dos veces el «te quiero».
El sábado por la mañana se dio un baño largo y, una vez vestido, hizo las maletas. Mientras esperaba para entregarle las llaves del piso al oficial de transportes, paseó por las habitaciones, como solía hacer en los viejos tiempos. Había dejado muy poca huella aquí, exceptuando una pequeña mancha en la alfombra del cuarto de estar. Se quedó de pie junto al teléfono durante un rato. Ahora le preocupaba no haber sabido nada de Glass, quien sin duda debía de saber que se marchaba. Algo pasaba. No podía decidirse a marcar su número. Estaba aún allí cuando sonó el timbre de la puerta. Era Lofting con dos soldados. El teniente parecía anormalmente feliz.
—Mis hombres tienen que hacer la entrega y el inventario —explicó mientras entraban—. Así que pensé que aprovecharía para venir a despedirme. También he conseguido un coche oficial para que te lleve al aeropuerto. Está esperando abajo.
Los dos hombres se sentaron en el cuarto de estar mientras los soldados contaban las tazas y los platos en la cocina.
—¿Sabes? —dijo Lofting—, los norteamericanos nos han devuelto tu persona. Así que ahora estás a mi cargo.
—Me alegro —dijo Leonard.
—Una fiesta estupenda la de la semana pasada. ¿Sabes?, estoy viendo mucho a esa chica, Charlotte. Baila de maravilla.
Así que tengo que daros las gracias a los dos. Quiere presentarme a sus padres el domingo próximo.
—Enhorabuena —dijo Leonard—. Es una chica encantadora.
Entraron los soldados con unos impresos que Leonard tenía que firmar. Se levantó para hacerlo. Lofting también se puso de pie.
—¿Y Maria?
—Tiene que trabajar un mes más, luego se reunirá conmigo.
Del modo que lo dijo sonaba plausible.
El inventario y la entrega de llaves ya se había realizado; era hora de partir. Los cuatro hombres estaban en el vestíbulo. Lofting señaló las maletas de Leonard, que estaban junto a la puerta principal.
—¿Quieres que mis hombres te bajen las maletas?
—Sí —dijo Leonard—. Te lo agradecería mucho.
El conductor del coche oficial, un Humber, que resultó que iba a Tempelhof para recoger a alguien que llegaba, no pareció sentirse obligado a ayudar a Leonard con su equipaje. Este le pareció comparativamente más ligero cuando lo transportaba por la terminal. Pero verse cargado de aquel modo otra vez tuvo su efecto. Para cuando se unió a la larga cola del vuelo a Londres se sentía enloquecido. ¿Podía arriesgarse a poner las maletas en la báscula? Ya había otros pasajeros detrás de él. ¿Podía salirse de la cola sin despertar sospechas? Las personas que le rodeaban eran una extraña mezcolanza. Delante de él había una familia de aspecto desastrado, los abuelos, un matrimonio joven y dos niños pequeños. Llevaban enormes maletas de cartón y bultos de ropa atados con cuerdas. Eran refugiados, evidentemente. Las autoridades de Berlín Occidental no podían arriesgarse a mandarlos por ferrocarril. Tal vez era el miedo a volar lo que silenciaba a toda la familia, o la conciencia del hombre alto que estaba detrás de ellos empujando sus maletas con el pie. Detrás de él había un grupo de hombres de negocios franceses que hablaban muy alto, y detrás de ellos dos oficiales del ejército británico avanzaban muy erguidos y mirando con silenciosa desaprobación a los franceses. Lo que todos aquellos pasajeros tenían en común era su inocencia. El también era inocente, pero necesitaría algún tiempo para explicarlo. Cerca de un quiosco de periódicos había un policía militar con las manos detrás de la espalda y la barbilla levantada. Junto a la entrada del control de pasaportes había policías alemanes. ¿Cuál de ellos le sacaría de la cola?
Cuando notó una mano en su hombro se sobresaltó y se volvió demasiado rápidamente. Era Maria. Llevaba un atuendo que él no le había visto nunca. Era un nuevo conjunto de verano, una falda estampada de flores con un cinturón ancho y una blusa blanca con mangas voluminosas y un profundo escote en pico. También llevaba un collar de perlas de imitación que él no sabía que tuviera. Tenía aspecto de haber dormido bien. Su perfume también era nuevo. Ella puso su mano en la de él y se besaron. Un beso fresco y suave. Leonard sintió que algo ligero y simple volvía a él, o por lo menos, la idea estaba ahí. Quizá pronto podría volver a sentir lo mismo por ella. Una vez que estuviera lejos empezaría a echarla de menos y a separarla del recuerdo de aquel delantal, del paciente envolver y poner cola a lo largo de los bordes.