Authors: Greg Egan
—Bueno —dijo con acritud—, eso son los antropocosmólogos para usted y su preocupación es conmovedora, pero no estoy en peligro, ¿verdad? —Señaló con un gesto el auditorio vacío, para destacar la ausencia de asesinos al acecho—. Así que ellos pueden tranquilizarse, usted olvidarlos y nosotros seguir con nuestro trabajo, ¿no?
Asentí como un tonto. Empezó a alejarse, pero la alcancé.
—Escuche, yo no busqué a esa gente —dije—. Esa persona misteriosa se me acercó nada más bajar del avión y empezó a hacer comentarios crípticos sobre su seguridad. Creo que tiene derecho a saberlo, simplemente. No sabía que fuera un miembro de la secta que menos le gusta. Y si todo el tema es tabú, está bien. No volveré a mencionar el nombre en su presencia.
—Le pido disculpas —dijo Mosala, que se había parado y estaba más tranquila—. No quería regañarlo, pero si supiera la clase de tonterías perniciosas... —Interrumpió la frase—. Da igual. ¿Ha dicho que el tema queda zanjado? ¿Que no le interesan en absoluto? —Sonrió con dulzura—. Pues no hay nada que discutir, ¿verdad? Entonces ¿nos vemos mañana por la tarde? —añadió volviéndose cuando se dirigía hacia la puerta—. Por fin podremos mantener una conversación sobre cosas importantes. Estoy deseándolo.
Vi cómo se marchaba, me volví hacia la habitación vacía y me senté en la primera fila. Me preguntaba cómo había podido creer alguna vez que podría «explicar» a Violet Mosala al mundo. Ni siquiera había sabido lo que pensaba mi amante a pesar de vivir con ella, semana tras semana. ¿Qué clase de juicios erróneos y absurdos emitiría sobre esta desconocida tan susceptible e impulsiva cuya vida giraba en torno a unas matemáticas que apenas entendía?
Mi agenda sonó con impaciencia y la saqué del bolsillo.
Hermes
había deducido que la ponencia había terminado y ya podía emitir una señal auditiva. Era un mensaje de Indrani Lee para mí: «Andrew, puede que no sepas apreciar la oportunidad que se te presenta, pero un representante de las personas que mencionamos ayer ha accedido a hablar contigo. De manera extraoficial, por supuesto. Chomsky Avenue número veintisiete. Esta noche a las nueve en punto».
—No voy a ir —dije mientras me sujetaba el estómago e intentaba no reírme—, no me arriesgo. ¿Y si Mosala se entera? Claro que siento curiosidad, pero no vale la pena.
—¿Ésa es la respuesta para el remitente? —dijo
Hermes
después de un momento.
—No —dije con un gesto—. Y ni siquiera es verdad.
La dirección que me había dado Lee estaba a un paseo corto de una parada del tranvía de la línea norte-este. Había que atravesar lo que casi parecía una zona residencial de clase media, salvo que no había vegetación, ni ostentosa ni normal; sólo patios pavimentados relativamente grandes y algunas estatuas
kitsch
. Tampoco se veían verjas electrificadas. El aire era frío; a fin de cuentas, el otoño dejaba sentir su presencia. El deslumbrante coral de Anarkia causaba una impresión totalmente errónea; los primos naturales de los pólipos manipulados genéticamente no habrían sobrevivido a esta distancia de los trópicos.
Pensé que Sarah Knight había estado en contacto con los antropocosmólogos sin que Mosala se enterase. No habría hablado de ella en términos tan elogiosos de haber sabido que tenía alguna clase de acuerdo con Kuwale. Sólo era una suposición, pero tenía sentido: la investigación para
Sujetando el cielo
debía de haber conducido a Sarah hasta los CA, que eran, en parte, el motivo por el que se había esforzado tanto en conseguir el contrato de
Violet Mosala
. Y quizá los antropocosmólogos habían decidido ofrecerme el mismo trato: Ayúdanos a cuidar de Violet Mosala y te daremos una exclusiva mundial, el primer reportaje de los medios de información sobre la secta más reservada del planeta.
¿Por qué pensaban que era su deber cuidar de Mosala? ¿Qué papel desempeñaban los especialistas en TOE en los planes de los antropocosmólogos? ¿Eran gurús reverenciados? ¿Santos locos de otro mundo que necesitaban que un cuadro de seguidores devotos los protegiera de sus enemigos? Santificar a los físicos sería un cambio con respecto a santificar la ignorancia, pero suponía que Mosala encontraría aún más irritante que le dijeran que era una especie de conducto valioso para visiones interiores místicas (aunque en última instancia inocente y desamparada), que oír que necesitaba ser humilde o curarse.
El número veintisiete era una casa de una planta, hecha de coral con aspecto de granito gris plata. Era grande, pero no una mansión; quizá de cuatro o cinco dormitorios. Tenía sentido que los huidizos CA alquilaran una vivienda en las afueras, desde luego; era más discreto que reservar habitaciones en un hotel lleno de periodistas. Se filtraba una cálida luz amarilla a través de las ventanas programadas en modo opalescente, una configuración deliberada de bienvenida. Pasé por la verja abierta, crucé el patio vacío, me armé de valor y llamé al timbre. Si los miembros de Renacimiento Místico se ponían trajes de payaso y hablaban de «las narraciones que les dicta la imaginación» en medio de la calle para que todo el mundo los viera, no tenía claro si estaba preparado para una secta cuyas prácticas tenían que llevarse a cabo a puerta cerrada.
Mi agenda emitió un chirrido débil y breve, como un juguete empalado en un cuchillo. La saqué del bolsillo; la pantalla estaba en blanco: era la primera vez que la veía así. Una fem vestida con elegancia abrió la puerta.
—Debes de ser Andrew Worth —dijo con una sonrisa, ofreciéndome la mano—. Soy Amanda Conroy.
—Encantado de conocerte —dije mientras le daba la mano, con la agenda aún en la otra.
—No se ha estropeado —dijo mirando la máquina muerta—, pero comprenderás que esto no es oficial.
Tenía acento de la costa oeste de los Estados Unidos y una piel de color blanco lechoso desvergonzadamente antinatural, suave como el mármol pulido. Podía tener cualquier edad entre los treinta y los sesenta.
La seguí por un recibidor lujosamente enmoquetado hasta la salita. Había media docena de cuadros en las paredes. Grandes, abstractos y coloristas. Me parecían Primitivistas Estilo Brasileño, el trabajo de un grupo de artistas irlandeses de moda, pero no podía saber si eran auténticos: «remezclas» que explotaban a conciencia el gueto artístico de Sao Paulo de los años veinte, por las que se pagaba cien mil veces el precio de los cuadros originales de Brasil. Sin embargo, seguro que la pantalla mural de cuatro metros y el mecanismo oculto que había convertido mi agenda en un ladrillo eran caros. Ni siquiera me planteé invocar a
Testigo
; me alegré de haber transmitido la grabación de la mañana a la consola de edición de casa, antes de salir del hotel.
Parecía que estábamos solos.
—Siéntate, por favor —dijo Conroy—. ¿Quieres tomar algo? —Se dirigió a un dispensador de bebidas que había en una esquina. Miré la máquina y decliné la oferta. Era un modelo sintetizador de veinte mil dólares, básicamente una farmacia a mayor escala. Podía servir cualquier cosa, desde zumo de naranja hasta un cóctel de aminas neuroactivas. Su presencia en Anarkia me sorprendió; no me habían permitido traer mi anticuada farmacia, pero como no me sabía de memoria los términos de la resolución de la ONU, no sabía muy bien qué tecnología estaba prohibida de forma universal y cuál se prohibía sólo a las exportaciones australianas—. Soy muy amiga de Akili Kuwale y le considero una persona encantadora —dijo Conroy con voz tranquila después de sentarse enfrente de mí y dudar un momento—, pero no es demasiado diplomática. —Su sonrisa me desarmó—. Prefiero no pensar en qué impresión te habremos causado después de que te contara todas esas tonterías misteriosas. —Volvió a mirar de forma significativa mi agenda—. Supongo que nuestra insistencia en disfrutar de una intimidad absoluta tampoco ayuda mucho, pero te aseguro que no se trata de nada siniestro. Ya sabes el poder que tienen los medios de comunicación: toman un grupo de personas y sus ideas y distorsionan la imagen de ambas para acomodarla a cualquier prioridad que tengan. No pretendo acusar a los de tu profesión de ser difundidores de libelos —continuó interrumpiéndome cuando intenté contestar, en realidad para darle la razón—, pero he visto tantas veces lo que ha ocurrido con otros grupos que no debería sorprenderte que nos parezca una consecuencia inevitable de salir a la luz pública.
»Así que hemos tomado el camino más difícil en beneficio de la autonomía: hemos renunciado a que nos representen de ninguna forma. No queremos que nos retraten ante el mundo, justa o injustamente, con simpatía o sin ella. Si no tenemos ninguna imagen pública, el problema de la distorsión desaparece. Somos lo que somos.
—Aun así, me has pedido que venga.
—Y que malgastes tu tiempo. Además, corremos el riesgo de empeorar las cosas —dijo asintiendo con pesar—. Pero no teníamos elección. Akili despertó tu curiosidad y no era razonable esperar que dejaras correr el asunto. Por lo tanto, estoy dispuesta a comentarte nuestras ideas en persona, en lugar de permitir que investigues y acabes con un montón de rumores infundados de terceros. Pero todo tiene que ser de forma extraoficial.
—No quieres que llame más la atención sobre vosotros haciendo preguntas a personas que no son las adecuadas —dije moviéndome intranquilo en el asiento—, así que estás dispuesta a contestarlas sólo para que cierre la boca.
—Así es —contestó Conroy con calma. Yo había esperado que contestara a esa valoración tan directa con negaciones, actitud dolida y un aluvión de eufemismos.
Indrani Lee debía de haberse tomado mi sugerencia al pie de la letra: «Sólo diles que he estado haciendo preguntas a personas del congreso y, casualmente, a ti también». No era de extrañar que me hubieran llamado enseguida si los de CA pensaban que iba a repetir la historia improvisada que le conté a Lee sobre Kuwale, eil confidente desaparecida, a todos los periodistas y físicos de Anarkia.
—¿Por qué estás dispuesta a confiar en mí? —pregunté—. ¿Qué me impide utilizar todo lo que me cuentes?
—Nada —dijo Conroy con las manos extendidas—. Pero ¿por qué ibas a hacer algo así? He visto tus trabajos anteriores; está claro que los grupos cuasicientíficos como el nuestro no te interesan. Has venido para cubrir las intervenciones de Violet Mosala en el congreso Einstein y eso ya debe de ser un reto considerable sin necesidad de distracciones adicionales. Puede que sea imposible mantener a Renacimiento Místico o a ¡Ciencia Humilde! al margen: se colarán en las tomas siempre que puedan. Pero nosotros no. Y sin imágenes nuestras, a menos que te molestes en falsificarlas, ¿qué pondrías en el documental? ¿Una entrevista de cinco minutos contigo mismo relatando este encuentro?
No sabía qué decir; tenía razón punto por punto. Y por si fuera poco, tenía que considerar la antipatía de Mosala y el riesgo de perder su colaboración si me pillaba metiéndome en este asunto.
Además, no podía evitar simpatizar un poco con la postura de CA. Me parecía que casi todos los que había conocido en los últimos años (desde los emigrantes de género, que huían de las definiciones en materia de política sexual de otras personas, hasta los refugiados de la hipocresía nacionalista como Bill Munroe) estaban hartos de que otras personas se creyeran con derecho a retratarlos. Incluso las sectas de la ignorancia y los especialistas en TOE se echaban en cara lo mismo aunque, en último término, se disputaban la definición de algo infinitamente mayor que sus identidades.
—No puedo ofrecerte una promesa de silencio incondicional —dije con cuidado—, pero intentaré respetar tus deseos. —Esto pareció bastarle a Conroy. Quizá había estado sopesándolo todo antes de que nos reuniéramos y decidió que una entrevista tranquila sería el menor de los dos males aunque no pudiera conseguir ninguna garantía.
—La cosmología antropológica es sólo el planteamiento moderno de una idea antigua. No malgastaré tu tiempo con una lista de nuestras coincidencias y discrepancias con varios filósofos de la Grecia clásica, el antiguo Islam, la Francia del siglo diecisiete o la Alemania del dieciocho; puedes investigar la historia por tu cuenta. Empezaré con un hombre que estoy segura de que conoces: un físico del siglo veinte llamado John Wheeler.
Asentí. Lo conocía, aunque lo único que recordaba es que desempeñó un papel fundamental en la teoría de los agujeros negros.
—Wheeler era un acérrimo defensor de la idea de un universo participativo —siguió Conroy—, un universo configurado por los habitantes que lo observaban y lo explicaban. Tenía una metáfora favorita para ese concepto: ¿conoces el viejo juego de las veinte preguntas? Una persona piensa en un objeto y la otra hace preguntas a las que sólo se puede contestar «sí» o «no» e intenta averiguar qué es.
»Sin embargo, hay otra forma de jugar. Al principio no se elige ningún objeto. Sólo se responde sí o no más o menos al azar, pero con la limitación de ser consecuente con lo que ya se ha dicho. Si has contestado que es azul, no puedes cambiar de opinión después y decir que es rojo, aunque aún no tengas una idea precisa de qué es en realidad. Pero a medida que se responden más y más preguntas van disminuyendo las opciones de lo que puede ser.
»Wheeler decía que el universo se comportaba como un objeto indefinido que sólo llegaría a ser algo concreto por medio de un proceso similar de preguntas. Hacemos observaciones, llevamos a cabo experimentos y nos hacemos preguntas. Obtenemos respuestas, algunas más o menos al azar, pero nunca son contradicciones absolutas. Y cuantas más preguntas formulamos, más precisa es la forma que adopta el universo.
—¿Te refieres a que es como medir objetos microscópicos? —dije—. Algunas propiedades de las partículas subatómicas no existen hasta que se miden y la medida que se obtiene es un componente al azar, pero si se mide lo mismo por segunda vez se obtiene el mismo resultado. —Era algo muy viejo, bien establecido y aceptado—. Es probable que Wheeler se refiriese a algo así —añadí.
—Ése es el ejemplo definitivo —accedió Conroy—. Se remonta a Niels Bohr, desde luego, con quien Wheeler estudió en Copenhague en la década de mil novecientos treinta. Las medidas cuánticas eran, sin duda, la inspiración de todo el modelo. Sin embargo, Wheeler y sus sucesores las llevaron más allá.
»La medición cuántica trata de sucesos microscópicos independientes, que ocurren o no de forma aleatoria, pero de acuerdo con las probabilidades determinadas por un conjunto de leyes preexistente. Trata sobre la cara o la cruz por sí mismas, no sobre la forma de la moneda ni el resultado final cuando se lanza repetidas veces. Es bastante fácil ver que una moneda no es "cara" ni "cruz" mientras está en el aire girando, pero ¿y si no fuera una moneda concreta? ¿Y si no hubiera leyes preexistentes que rigen el sistema que se intenta medir, al igual que no hay respuestas preexistentes para ninguna de esas medidas?