El jardín secreto (14 page)

Read El jardín secreto Online

Authors: Frances Hodgson Burnett

BOOK: El jardín secreto
8.62Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Yo no sabía que él creía tener un bulto en su espalda —dijo la enfermera—. Sólo la tiene débil por no querer sentarse.

—¿Es verdad? —preguntó Colin patéticamente.

—Sí, señor.

La rabieta se le había pasado y el cansancio y debilidad lo hicieron ser gentil. Estiró su mano hacia Mary, quien a su vez le alargó la suya como si hicieran las paces.

—Saldré contigo, Mary —le dijo—. En adelante no odiaré el aire fresco y Dickon podrá empujar mi silla.

Una vez que la enfermera rehizo la cama y dio a los niños una taza de caldo, se fue dejándolos solos. Mary aproximó el piso y tomó la mano del niño.

—¿Quieres que te cante la canción de mi aya? —murmuró.

—¡Sí, por favor! Aunque dijiste que me contarías muchas cosas. ¿Has descubierto algo sobre el jardín secreto?

—Creo que sí —le contestó mirando la pequeña y cansada cara del niño—. Trata de dormir y te contaré mañana.

—¡Oh Mary!, si puedo entrar en él, creo que podré vivir y crecer. En vez de cantarme, ¿me puedes contar nuevamente cómo crees que es por dentro?

El cerró los ojos y ella, teniéndolo de la mano, le habló suavemente de cómo imaginaba el jardín cerrado. Al fin Colin se quedó dormido.

XVIII

No debes perder el tiempo

Mary no despertó temprano. Cuando Martha le llevó el desayuno le dijo que Colin estaba tranquilo, pero enfermo y con fiebre, como sucedía siempre que lloraba hasta agotarse.

—Él me pide si puede ir a verlo lo antes posible —dijo Martha—. Es increíble cómo se ha encaprichado con usted. Imagínese que me lo pidió con un "por favor". ¿Irá, señorita Mary?

—Iré; tengo algo que decirle —dijo con súbita inspiración.

Al aparecer frente a Colin llevaba su sombrero puesto y el niño la miró desilusionado. Estaba en cama con la cara penosamente pálida y obscuros círculos rodeaban sus ojos.

—¡Cuánto me alegro de que vinieras! —le dijo—. Me duele la cabeza y todo el cuerpo. ¡Estoy tan cansado! ¿A dónde vas?

Mary se inclinó sobre la cama y le dijo:

—No tardaré. Iré a ver a Dickon pero volveré. Se trata de algo relacionado con el jardín.

La cara de Colin se iluminó y sus mejillas se colorearon.

—¿De verdad? —dijo—. ¡Soñé toda la noche con él! Entre sueños te oí decir algo sobre el cambio del gris al verde y que estaba en un lugar cubierto de pequeñas hojas con pájaros y nidos. Todo se veía tan suave y quieto que me tenderé y pensaré en ello hasta que tú vuelvas.

Cinco minutos más tarde Mary se encontró en el jardín con Dickon, el zorrito y el cuervo que habían venido con él. También traía consigo dos ardillas mansas.

—Esta mañana vine en el mampato —dijo él—. Estas dos ardillas viajaron en mi bolsillo. Una se llama Nut y la otra Shell. Al nombrarlas saltaron sobre sus hombros.

Se sentaron sobre el pasto, con Captain acurrucado a los pies y Soot desde un árbol escuchaba solemnemente. Nut y Shell husmeaban cerca. El ambiente era tan perfecto, que a Mary le parecía casi imposible poder abandonar el lugar, pero al contar a Dickon los sucesos de la noche, la cara del niño se transformó, ante lo cual ella poco a poco cambió de parecer.

Se daba cuenta de que él sentía mayor compasión por Colin.

Mirando el cielo y lo que lo rodeaba, Dickon le hizo ver lo que era la vida del pobre niño encerrado; jamás dejaría de pensar en sus males si nunca podía salir para ver cómo la naturaleza se desarrollaba en primavera.

—¡No perdamos más tiempo! ¡Traigámoslo aquí para que se empape de sol!

Cuando Dickon hablaba sobre algo que le interesaba, usaba el acento cerrado de Yorkshire. En otras ocasiones lo modificaba para que Mary entendiera mejor. Pero a ella le encantaba ese modo de hablar y trataba de aprenderlo. En esa ocasión, ella habló algunas palabras, ante las muecas de Dickon al ver los esfuerzos de la niña que torcía la lengua para imitar el acento del muchacho.

—Así debes hablarle a Colin —rió entre dientes Dickon—. Lo divertirá mucho, y no hay nada mejor que una buena carcajada.

—Desde hoy le hablaré con el acento de Yorkshire —rió a su vez Mary.

El jardín presentaba un aspecto tan maravilloso que parecía como si unos magos lo hubieran atravesado dibujándolo. Era difícil abandonarlo, particularmente ahora que Nut había saltado a su falda y Shell la observaba. Pero Mary volvió a la casa, se sentó junto a la cama de Colin y le habló con el abrupto acento de la región.

—¿Qué te sucede? —le preguntó el niño—. Nunca te había oído hablar así. Es muy divertido.

—Te estoy dando una muestra de Yorkshire, a pesar de que no lo hablo tan bien como Dickon o Martha. Tú, que naciste aquí, ¿lo entiendes? No me extrañaría de que te avergüences de no hacerlo.

Ambos rieron a carcajadas y cuando llegó la señora Medlock a ver qué pasaba, se quedó sorprendida al verlos tan contentos.

Tenían tanto de que hablar. Parecía que Colin jamás se cansaría de escuchar detalles sobre los animalitos de Dickon, especialmente sobre el mampato llamado Jump, el que Mary había ido a conocer al bosque. Era pequeño y desgreñado, con una hermosa cara y nariz aterciopelada. Delgado y de piernas musculosas, Dickon lo había hecho que le pasara su pezuña y la besara en la mejilla con su hocico.

—¿De verdad que él entiende todo lo que dice Dickon?

—Parece que sí —contestó Mary—. Dickon dice que los animales son verdaderamente sus amigos y se entienden.

Colin se quedó quieto mirando hacia la pared.

—¡Cómo me gustaría ser amigo de las cosas! Pero no lo soy. Nunca he tenido amigos y no soporto a la gente.

—¿Me soportas a mí? —le preguntó Mary.

—Claro que sí y, aunque sea divertido, me gustas.

—Ben dice que soy como él —dijo Mary—. Ambos tenemos mal genio y creo que tú también eres así. Los tres nos parecemos. Claro que yo me siento ahora menos triste que antes de conocer al petirrojo y a Dickon.

—¿Sentías como si odiaras a las personas?

—Sí —contestó Mary sin afectación—. Te habría detestado si te hubiera conocido antes de cambiar.

—Mary —dijo Colin estirando su delgada mano y tocando la de ella—. ¡Cómo quisiera no haberte dicho que echaría a Dickon de aquí! Además me reí porque dijiste que parecía un ángel, pero quizás lo es.

—Suena divertido —admitió Mary con franqueza—, pero si un ángel llegara a Yorkshire y viviera en el páramo, estoy segura de que, tal como lo hace Dickon, entendería a las criaturas salvajes y se convertiría en su amigo.

—No me importa que Dickon me vea. ¡Quiero conocerlo! —dijo Colin.

—Me alegro —contestó Mary—, porque...

Súbitamente se dio cuenta de que había llegado el momento de contarle su secreto. Colin comprendió que algo pasaba y ansiosamente preguntó:

—¿Por qué, qué?

Mary estaba tan excitada que se levantó y tomó a Colin de ambas manos.

—¿Puedo confiar en ti? Confié en Dickon, porque los pájaros se fían de él. Pero, de verdad, ¿puedo confiar en ti? —imploró.

Su cara tenía una expresión tan solemne que él contestó en un murmullo:

—¡Oh, sí! ¡Sí!

—Dickon vendrá a verte mañana y traerá a sus animalitos con él.

—¡Oh, qué estupendo! —gritó encantado Colin.

—Pero eso no es todo —dijo Mary pálida y con gran seriedad—. El resto es aun mejor. Encontré la puerta que da al jardín.

Si Colin hubiera sido un niño sano, posiblemente habría gritado: ¡Hurra, hurra!, pero como era débil y algo histérico, sólo abrió mucho los ojos y respiró para tomar aire.

—¡Oh Mary! —casi sollozó—. ¿Podré entrar en él? ¿Crees que viviré y podré verlo? —le dijo mientras agarraba sus manos atrayéndola hacia él.

—¡Por supuesto que lo verás! —replicó Mary indignada—. No seas tonto.

La naturalidad de ella lo hizo volver a la realidad y rió de sí mismo. Poco después ella le contó cómo era el jardín en la realidad. Al escucharla, Colin sintió que los dolores y el cansancio desaparecían.

—Parece como si ya lo hubieras visto —dijo al fin.

—Lo he visto y he estado en él. Encontré la llave y entré hace varias semanas. No me atreví a contarte porque tenía miedo de no poder confiar por completo en ti —contestó Mary, francamente.

XIX

¡Ha llegado!

Naturalmente que se llamó al doctor Craven luego de la rabieta de Colin. Siempre se hacía y cada vez se encontraba con el niño acostado, temblando, malhumorado y con rastros de histeria. Al doctor no le agradaban estas visitas. En esta ocasión, al llegar preguntó a la señora Medlock cómo seguía su paciente.

—Bueno, señor —contestó el ama de llaves—, usted casi no lo va a creer, pero esa niña poco agraciada lo ha embrujado. Anoche como una fiera le ordenó que se callara, y lo consiguió.

La escena que vio el doctor lo dejó abismado. Los niños conversaban y reían mirando uno de los libros sobre jardinería. Al ver al doctor, Mary se quedó quieta y Colin lo miró preocupado.

—Siento saber que estuviste enfermo anoche —dijo el doctor nerviosamente.

—Estoy mejor, gracias —contestó Colin hablando como un raja—. En uno o dos días saldré en mi silla al jardín. Quiero tomar aire fresco.

El doctor lo observó y le tomó el pulso mirándolo con curiosidad.

—Si sales, tiene que haber sol; además, hay que tomar precauciones para que no te canses.

—El aire fresco no me cansará —contestó el niño, con sus ademanes de joven raja—. Ahora me gustará porque saldré con mi prima y no llevaré a la enfermera —agregó en tono de magnificencia—, y un niño que tiene fuerza y empujará mi silla.

El doctor se sintió alarmado. Si este niño histérico se mejoraba, él perdería todas las posibilidades de heredar Misselthwaite Manor. Pero aun cuando era un hombre débil, tenía escrúpulos y no permitiría que su paciente corriera ningún peligro.

—Necesito saber quién te acompañará —dijo.

—Dickon —contestó Mary. Ella pensaba que todos lo conocían y, en efecto, así era porque al oír su nombre el doctor sonrió aliviado.

—Con Dickon estará a salvo, tiene más fuerza que los mampatos del páramo.

Ese día era la primera vez que, luego de una rabieta, la visita del doctor fue corta. No dio medicinas ni órdenes. Cuando bajó para encontrarse con la señora Medlock iba verdaderamente perplejo.

—Es inaudito, pero no se puede negar que se ve mejor que antes —dijo el doctor.

—Creo que la madre de Martha tiene razón. Ella dice que los niños necesitan de los niños —dijo el ama de llaves.

Esa noche Colin durmió sin despertar ninguna vez y, a la mañana siguiente, al abrir los ojos sonrió sin saber por qué. Era maravilloso estar despierto. Su mente estaba llena de planes y se sentía feliz de tener algo en qué pensar.

Al poco rato, oyó correr a Mary por el pasillo; la niña traía consigo una ráfaga de aire fresco, unido a la fragancia mañanera. Había estado corriendo afuera; su pelo estaba suelto y el aire había enrojecido sus mejillas.

—¡Está precioso! —dijo casi sin aliento—. Jamás lo he visto así. ¡Ha llegado la primavera! Creí que había venido días atrás, pero era sólo un anuncio. ¡Hoy está aquí!

—¡De veras llegó! —gritó Colin aunque sin saber realmente en qué consistía—. Abre la ventana —añadió, sentándose en la cama y riendo de felicidad. Luego, lleno de imaginación, exclamó—: ¡Quizás escuchemos trompetas doradas!

Mary abrió la ventana de par en par y, junto con entrar la fresca fragancia del aire, se oyó el múltiple canto de los pájaros.

—Ahora respira a grandes bocanadas: eso es lo que hace Dickon en el páramo. El llena de aire sus venas y por eso se siente fuerte y cree que vivirá para siempre.

—¡Para siempre! ¿De veras que él siente eso? —dijo Colin, mientras respiraba profundamente una y otra vez hasta sentir que algo nuevo y maravilloso le estaba sucediendo.

Mary le explicó que las plantas apiñadas trataban de brotar a la superficie y las flores empezaban a abrir. Había brotes por todas partes y un velo verde cubría casi por completo la pared gris. Los pájaros apresurados terminaban de fabricar sus nidos, mientras otros peleaban por encontrar un lugar en el jardín secreto. Dickon llevaba a diario a sus pequeños animales y ahora había agregado un corderito recién nacido que había encontrado al lado de su mamá muerta. Lo llevó a su casa envuelto en su chaqueta y, junto al fuego, lo alimentó con leche tibia. Esa mañana, en el jardín, lo había depositado en la falda de Mary. ¡Un corderito que parecía un bebé!

A medida que ella describía todo esto, Colin la escuchaba respirando profundamente el aire puro que entraba por la ventana abierta. Así los encontró la enfermera. Muy sorprendida, preguntó:

—¿Está seguro de que no tiene frío, señorito Colin? —dijo.

—No —contestó—, estoy tomando aire para robustecerme. Hoy desayunaré en el sofá con mi prima. Además quiero decirle que un niño vendrá a verme con sus animalitos. Los quiero aquí, dígale a Martha que los acompañe. El es su hermano y es un encantador de animales.

Comieron con gran apetito y no esperaron mucho hasta escuchar un graznido dentro de la casa.

—Ese es Soot —dijo Mary—. ¿Escuchas un balido?

—Sí —dijo Colin enrojeciendo de excitación.

—Es el corderito recién nacido. ¡Ya vienen!

Las botas de Dickon eran gruesas y pesadas y, a pesar de que trató de caminar sin hacer mucho ruido, sus fuertes pisadas retumbaron en el corredor.

—Si lo permite el señor —anunció Martha abriendo la puerta—, aquí está mi hermano con sus animalitos.

Dickon entró con su mejor sonrisa. Llevaba al corderito entre sus brazos mientras el pequeño zorro trotaba a su lado. Nut se había sentado en su hombro izquierdo y Soot en el derecho. La cabeza de Shell se asomaba por el bolsillo de su abrigo.

Colin los miró fijamente con admiración y encanto. La verdad era que aun cuando le habían descrito a Dickon, no se lo había podido imaginar. Colin jamás había hablado a otro niño y en este momento, abrumado de felicidad y curiosidad, se quedó mudo.

Dickon, en cambio, no se sentía avergonzado ni incómodo. Caminó hasta el sofá y despacio colocó al corderito en la falda de Colin. Inmediatamente la criaturita empezó a acurrucarse entre los pliegues de la bata del niño y a golpear con su cabeza. Colin no pudo dejar de preguntar qué era lo que quería.

—Quiere a su mamá —dijo Dickon sonriendo—. Le traje la botella de leche porque sabía que tendría hambre. Le gustará ver cómo se alimenta.

Other books

World's End in Winter by Monica Dickens
The 5th Horseman by James Patterson
Fight or Flight by Vanessa North
Monday Girl by Doris Davidson
The Fixer by Bernard Malamud
Thanks for the Memories by Cecelia Ahern
The Last Disciple by Sigmund Brouwer