Authors: Frances Hodgson Burnett
Terminada la leche el animalito se durmió y Dickon le contó a Colin cómo lo había encontrado. Estaba escuchando una alondra que volaba cada vez más alto, cuando oyó un sonido diferente y supo que era un corderito hambriento. Lo buscó por largo rato hasta que por fin vio un bulto blanco cerca de una roca. Al trepar, lo encontró medio muerto de frío.
Mientras conversaban, Soot volaba solemnemente saliendo y entrando por la ventana, a la vez que graznaba observaciones sobre el paisaje. También Nut y Shell excursionaban entre los grandes árboles del exterior. Captain, en cambio, se había acurrucado cerca de Dickon, junto a la chimenea.
Miraron los dibujos de los libros de jardinería y Dickon, que conocía los nombres de las flores, les mostró las que en ese momento crecían en el jardín.
—¡Las tengo que ver! —gritó Colin—. ¡Las veré!
—Sí —dijo Mary muy seria—, y no debes tardar.
XX
Tuvieron que esperar más de una semana antes de que Colin pudiera salir al jardín. Se sucedieron días ventosos y el niño estuvo a punto de coger un resfrío. Con anterioridad, este inconveniente lo habría puesto furioso; en cambio, ahora, con la diaria visita de Dickon y su charla sobre los tejones que moraban a orillas de los riachuelos, o sobre las ratas de agua y de campo en sus madrigueras, se sentía encantado escuchando todos esos detalles que conocía el encantador de animales.
Sin embargo, el mayor interés de los niños se centraba en hacer planes para la futura salida de Colin y ver la forma en que lo transportarían al jardín secreto. Pensaban que, luego de atravesar los matorrales y de asegurarse de que nadie los viera, tomarían el largo camino que circundaba el muro de hiedra.
A medida que pasaban los días, Colin estaba cada vez más decidido a conservar el misterio que rodeaba el jardín, pues consideraba que ese secreto era su mayor encanto.
Una mañana, Roach, el jardinero jefe, se presentó muy inquieto ante Colin. El no conocía al niño y sólo había oído los rumores que corrían entre los empleados.
—No se extrañe si encuentra dentro del dormitorio una casa de animales —le había dicho Martha.
Y, a pesar de que se lo advirtieron, casi retrocedió asustado al oír el graznido de un cuervo que lo observaba desde el respaldo de una silla. Colin, sentado en un sillón, tenía a su lado un corderito que movía la cola, mientras Dickon le daba la mamadera y una ardilla lo miraba desde su hombro. La niña de la India observaba la escena sentada en un piso.
—¿Así que usted es Roach, el jardinero? —le dijo observándolo de arriba abajo—. Lo he mandado llamar para darle unas órdenes muy importantes.
—Muy bien, señor —contestó el jardinero, mientras pensaba que ojalá no lo hicieran cortar todos los robles de la avenida, o transformar el huerto en un jardín acuático.
—Esta tarde saldré al jardín —dijo Colin—, y es posible que lo haga a diario. A las dos de la tarde no quiero ver a ningún jardinero cerca del camino largo junto al muro. Después enviaré un recado para que vuelvan a sus trabajos.
—Muy bien, señor —contestó el jardinero aliviado de no tener que hacer cambios en el jardín.
Colin, actuando como si fuera un raja, le indicó que tenía permiso para retirarse, pero que recordara cuan importantes eran las órdenes recibidas.
Al salir, Roach comentó a la señora Medlock que el niño parecía un joven lord por la manera de dar órdenes a los empleados.
—Así ha sido desde que era pequeño —dijo el ama—. El piensa que tiene derecho a mandar a todas las personas. Pero estoy segura de que si la niña de la India se queda en la casa, se encargará de enseñarle a valorar a sus semejantes.
Sentada junto a Colin, Mary se preocupó al verlo pensativo.
—¿En qué estás pensando? Tus ojos se agrandan cuando piensas.
—No puedo dejar de reflexionar en cómo será la primavera. Si alguna vez la vi, no la recuerdo.
A pesar de que Colin había vivido enfermo y encerrado, tenía más imaginación que Mary. Además conocía innumerables libros con ilustraciones.
—El día que me dijiste: "¡Ha llegado!", me sentí extraño. Pensé que las cosas saldrían como en una gran procesión, rodeadas de música. Fue por eso que te pregunté si aparecerían trompetas doradas.
—¡Qué gracioso! —dijo Mary—. Eso es exactamente lo que uno siente. Porque si todas las plantas, flores, hojas y pájaros pasearan juntos, habría una multitud danzando al son de la música.
Ambos rieron encantados con la idea.
Mientras la enfermera lo arreglaba, Colin trató de ayudarla. Este hecho la hizo comentar al doctor Craven que el niño se sentía más fuerte.
—Veré qué tal resulta la experiencia de salir —dijo el médico—. Vendré más tarde a saber.
Un robusto lacayo trasladó al niño en brazos y lo sentó en su silla de ruedas entre chales y cojines. Colin, como un raja, levantó su mano y dijo a los empleados:
—Tienen permiso para retirarse.
Ellos entraron en la casa riendo.
Dickon empujó la silla lenta pero firmemente mientras Mary caminaba a su lado. Colin, tendido, observaba el cielo que se veía muy alto y las pequeñas nubes blancas que parecían pájaros con las alas extendidas. El viento soplaba suavemente desde el páramo con una dulce fragancia.
Aunque no se divisaba ningún jardinero, pasearon de un sendero a otro según lo planeado, sintiendo el placer del misterio. Cuando al fin tomaron el camino del muro se sentían más excitados que nunca y por alguna curiosa razón hablaban sólo en murmullos.
Mary le fue indicando a Colin las etapas seguidas por ella hasta encontrar la puerta escondida: el lugar en donde Ben trabajaba, donde vio por primera vez al petirrojo y el punto preciso en que removió la tierra y apareció la llave. Luego, el momento en que se movió la enredadera y ella descubrió la puerta.
Sin poder contener su entusiasmo, Colin gritó:
—¡Quiero verlo! ¿En dónde está?
Mary se adelantó, movió la enredadera y Dickon dio un fuerte empujón a la silla, la que atravesó rápidamente la puerta.
Tan excitado estaba Colin, que se dejó caer sobre los cojines cubriendo sus ojos con las manos. Sólo cuando estuvieron dentro de las cuatro paredes y la puerta se cerró tras ellos, abrió los ojos mirando lentamente cada rincón. Poco a poco descubrió el velo verde de pequeñas hojas que se balanceaban. El pasto bajo los árboles y el gris de los sitiales de piedra. Aquí y allá resplandecían pequeñas manchas de variados colores y sobre su cabeza se extendía el rosa y blanco de algunos árboles, unido al revoloteo de alas y al zumbido que los envolvía junto a las diversas fragancias.
El sol caía tibio sobre el rostro y las manos de Colin, en tanto que, encantados, Mary y Dickon observaban lo diferente que se veía el color de su cara.
—¡Mejoraré! —gritó el niño—. ¡Mary, Dickon, mejoraré y viviré por siempre jamás!
XXI
Una de las cosas más extrañas de la vida es que sólo muy de vez en cuando se siente la impresión de que se vivirá para siempre. Esta sensación se tiene en ocasiones como cuando se sale al amanecer y se mira el pálido cielo que empieza a cambiar de color. El sol se levanta con una majestad que no cambia, como lo ha hecho por miles de años, entonces sólo por un momento se experimenta esa sensación.
Eso fue lo que sintió Colin cuando por primera vez vio y sintió la primavera dentro de las cuatro paredes del jardín secreto. Esa tarde todos los elementos se combinaron para aparecer perfectos, radiantes y amables ante el niño. Posiblemente la bondad celestial envió a la primavera para que cubriera con sus brotes el lugar.
—¡Está maravilloso! —dijo Dickon—. En mis doce años he visto muchas tardes, pero jamás vi una como ésta.
—Creo —dijo Colin, soñadoramente— que llegó expresamente para mí.
Empujaron la silla bajo el ciruelo color blanco nieve del que emanaba la música que producían las abejas. Era como estar sentado bajo el dosel del trono del rey de las hadas. Colin, desde su silla, observaba cómo Dickon y Mary trabajaban. Ellos le traían brotes abiertos y cerrados, ramitas cuyas hojas recién empezaban a verdear, la pluma de un pájaro carpintero que encontraron sobre el pasto, o la pequeña cáscara vacía de un huevo.
Luego Dickon empujó la silla alrededor del jardín mostrándole las maravillas de la primavera. Era como si mostraran sus dominios al rey. A medida que avanzaba la tarde y el sol parecía cada vez más radiante, nuevamente colocaron la silla bajo el dosel del ciruelo para escuchar a Dickon tocar una melodía con su flauta. En esto Colin vio algo que hasta entonces no había notado.
—¿Es ése un árbol muy viejo? —preguntó.
Los niños se alarmaron. Prontamente Dickon, con voz suave, le explicó que si bien ahora se veía seco y viejo, una vez que las rosas trepadoras lo cubrieran sería el árbol más lindo del jardín.
—Parece como si una de sus gruesas ramas se hubiera roto —dijo Colin—. ¿Cómo sucedería?
—Sucedió muchos años atrás —comentó Dickon.
En ese momento pasó volando el petirrojo en busca de comida. Con gran alivio, Dickon se lo mostró al niño, distrayendo así su atención del árbol. Este al verlo con algo en el pico comentó riendo:
—Le lleva té a su pareja. Quizás son las cinco de la tarde. Creo que a mí también me gustaría comer algo.
Pasado el peligro de que Colin hiciera nuevas preguntas sobre el árbol, Dickon comentó en secreto a Mary que su mamá creía que la señora Craven vagaba por el jardín buscando a su hijo y que probablemente ella los había impulsado a trabajar ahí y los había hecho llevar a su hijo. A su vez, Mary pensó que la oportuna llegada del petirrojo había sido obra de magia, como lo era también la forma en que se comportaba Colin. Parecía imposible que fuera el mismo niño que gritaba y mordía almohadas.
Como tenían hambre pidieron que les llevaran una canasta con comida y, en cuanto estuvieron a solas, la acarrearon hasta el jardín secreto. Fue una merienda estupenda. Tomaron té caliente con tostadas y panecitos, mientras vanos pájaros acudieron a investigar y a picotear migajas. Nut y Shell se llevaron un trozo de pan dulce al árbol cercano; Soot partió a un rincón con media tostada y, luego de darle varias vueltas, decidió tragársela de una sentada.
La tarde había avanzado y el color del sol se hacía más profundo. Los niños estaban sentados con la canasta arreglada y preparados para partir. A su vez, las abejas volvían a su colmena y los pájaros pasaban cada vez con menos frecuencia.
—No quiero que la tarde termine —dijo Colin—. Pero volveré mañana y todos los días. Tomaré mucho aire y ahora que he visto la primavera, veré también el verano. Sabré cómo crecen las rosas y yo creceré con ellas.
—Y luego podrás caminar y cavar como cualquier otro niño —dijo Dickon.
—¡Caminar y cavar! ¿Crees que podré hacerlo? —exclamó Colin enrojeciendo.
Dickon y Mary lo miraron con cautela. Jamás habían preguntado qué era lo que sucedía con sus piernas.
—¡Claro que sí! —dijo Dickon firmemente—. Tienes piernas como cualquier niño.
Mary se sintió muy asustada, hasta que oyó que Colin decía:
—Mis piernas sólo están débiles y flacas; por eso tiemblan y no me atrevo a pararme.
Dickon y Mary dieron un suspiro de alivio.
—Cuando dejes de tener miedo, no te temblarán —dijo Dickon con renovada alegría—. Pronto lo harás.