Authors: Frances Hodgson Burnett
—¡Es mamá! —gritó Dickon, corriendo a recibirla. Colin y Mary caminaron hacia ella sintiendo que el pulso les latía fuertemente. Colin le extendió la mano con timidez, mas sus ojos la devoraban con la mirada.
—Incluso estando enfermo deseaba conocerla —le dijo.
La emocionada cara del niño la hizo enrojecer y sus ojos se nublaron.
—¡Querido muchacho! —dijo temblorosa como si le hablara a su propio hijo.
—¿Le sorprende verme tan bien? —le preguntó Colin.
Puso las manos sobre los hombros del niño y le dijo:
—¡Claro que lo estoy! Eres tan parecido a tu mamá que me emocionas.
—¿Cree usted que mi papá me querrá? —le preguntó algo incómodo.
—¡Por supuesto que sí! —le contestó dándole una suave palmada en el hombro—. El debe volver cuanto antes a casa.
En ese momento el viejo jardinero se acercó a la señora Sowerby y le dijo:
—¿Qué le parecen las piernas del muchacho? Hace dos meses eran como dos palillos e incluso se decía que las tenía torcidas.
—En poco tiempo más será tan fuerte como cualquier muchacho de Yorkshire —dijo Susan, riendo—. Debemos dar gracias al Señor.
A su vez puso las manos en los hombros de Mary y, mirándola como una madre, le dijo:
—Y tú también, querida niña. Estoy segura de que te pareces a tu mamá que, según me han dicho, era muy hermosa. Cuando seas mayor serás como una bella rosa encarnada. ¡Dios te bendiga!
Mary no había tenido tiempo de pensar en el cambio de su cara, sólo sabía que se veía diferente. Ahora feliz escuchaba decir que se parecería a su madre, a quien siempre admiró.
La señora Sowerby había enviado un canasto de provisiones que Dickon sacó de su escondrijo. Se sentaron a comer, mientras la madre observaba encantada cómo devoraban su comida. Los hizo reír con sus historias e, inclusive, les enseñó nuevas palabras del dialecto de Yorkshire.
—Hay algo que me preocupa —dijo Mary—. Si Colín sigue comiendo como hasta ahora y su cara se redondea como la luna, ¿qué haremos?, ¿cómo podremos seguir ocultando la verdad?
—No tendrán que seguir actuando por mucho tiempo —dijo la señora Sowerby—. El señor Craven tendrá que volver pronto a casa. De lo contrario se le romperá el corazón al saber por otra persona de tu recuperación. Supongo que sería terrible para ti, ¿no es verdad?
—No podría soportarlo —dijo Colin—. Cada día imagino nuevas formas de decírselo, pero hasta ahora creo que lo más apropiado será correr a su habitación y comunicárselo.
—Será estupendo para él. Por eso debe volver.
Ese día también planearon una visita a la casa de Dickon. Viajarían en coche a través del páramo cubierto de brezo, conocerían a los doce niños, almorzarían al aire libre y sólo volverían cuando se cansaran.
Susan Sowerby se levantó para volver a su casa. Además era tiempo de que Colin fuera trasladado en su silla de ruedas. Antes de partir, él fijó sus ojos llenos de adoración en ella y tomando su mano le dijo:
—Usted es exactamente como la imaginaba. ¡Cómo me gustaría que fuera mi mamá así como lo es de Dickon!
Al oír esto Susan se inclinó y, atrayéndolo hacia su pecho, lo arrebujó bajo su capa como si fuera hermano de Dickon. Con los ojos húmedos le dijo:
—¡Querido muchacho! Estoy segura de que tu mamá está en este jardín, ella jamás podría abandonarlo. Tu papá volverá pronto, ya lo verás.
XXVII
Uno de los descubrimientos más extraordinarios de este siglo ha sido el que los pensamientos son tan poderosos como las pilas eléctricas, tan buenos como la luz y tan peligrosos como el veneno. Si permitimos que un pensamiento triste o malo se introduzca en nuestra mente es tan arriesgado como dejar que un virus se apodere de nuestro cuerpo. Si se le permite quedarse, es posible que no podamos desprendernos nunca más de él.
Mientras en la mente de Mary no hubo más que pensamientos desagradables sobre las personas que no le agradaban, nada la contentaba y tampoco se interesaba por las cosas. Era una niña de cara amarillenta, enfermiza, aburrida y desdichada. Sin embargo, sin que ella se diera cuenta las circunstancias la ayudaron. Cuando en su mente sólo hubo pensamientos para petirrojos, pequeñas casas en el páramo y extraños jardineros, todo cambió. La primavera y el jardín la hicieron renacer, y en su mente ya no hubo espacio para pensamientos desagradables.
Igualmente, mientras Colin se encerró en su dormitorio a pensar sólo en su miedo y en su debilidad, detestando a las personas que lo rodeaban y obsesionado por descubrir protuberancias o pensar en la muerte, fue un niño medio histérico e hipocondríaco. No conocía el sol ni la primavera. Tampoco suponía que podría levantarse y sanar. Cuando los nuevos pensamientos echaron fuera todos esos horribles temores, la vida renació en él. La sangre corrió por sus venas y le inundó una enorme fuerza. Su pensamiento científico no tenía nada de extraño. Era una fórmula simple y práctica de desechar a tiempo los pensamientos sin esperanzas, para dar cabida a una enorme determinación y valentía.
Al mismo tiempo que el jardín secreto renacía, y dos niños volvían a la vida junto a él, un hombre se paseaba solo por hermosos fiordos noruegos y los valles y montañas suizas. Durante diez años saturó su mente de negros y descorazonadores pensamientos, sin tener la valentía de rechazarlos. Había sido feliz, pero cuando repentinamente una enorme pena lo inundó, rehusó con obstinación toda clase de esperanza. Olvidó su hogar y desertó de él, abandonando sus deberes. Su aspecto desgraciado hacía que los extraños lo consideraran como un loco o, quizás, como alguien que tenía un secreto culpable. El era un hombre alto, de cara cansada y hombros torcidos. Su nombre era Archibald Craven.
Desde que recibiera a Mary en su escritorio, había recorrido muchos países sin detenerse en ninguno. Trepó montañas para observar cómo se iluminaban los cerros vecinos con el sol naciente; mas, a pesar de que tenía la sensación de que el mundo nacía en ese instante, esa luz jamás lo iluminó. Un día, caminando por un valle del Tirol austríaco, por primera vez en diez años se dio cuenta de que algo extraño le sucedía. Había caminado un largo trecho. Cansado, se recostó sobre el tapiz de musgo que cubría las orillas de un alegre riachuelo. En cierto momento creyó sentir una leve risa producida por el ruido del agua, en la que los pájaros acudían a enterrar sus cabecitas para beber. Todo parecía tan vivo y, al mismo tiempo, la quietud era tan profunda... El valle estaba inmóvil.
Sentado, observando el agua, Archibald Craven sintió que su mente y su cuerpo gradualmente se calmaban. Pensó que se dormiría, pero no fue así. En cambio, atisbo los cientos de pequeños brotes azules que crecían al borde del agua, semejantes a los que viera muchos años atrás. Como entonces, le parecieron preciosos. Sin darse cuenta, este pensamiento lentamente empezó a calmar su corazón junto con el valle que se aquietaba cada vez más. El no sabía qué era lo que le sucedía, sólo que al levantarse sintió como un despertar. Dio un profundo y largo suspiro, maravillado al darse cuenta de que algo ocurría dentro de él, como dejándolo libre.
—¿Qué es? —dijo calladamente, pasándose la mano por la frente—. Siento como si estuviera vivo.
No le era posible comprender por qué le había sucedido algo tan maravilloso. No tenía explicación. Sólo varios meses más tarde, estando de vuelta en Misselthwaite, recordaría ese momento al descubrir por casualidad que ese mismo día Colin, al entrar en el jardín secreto, había gritado: "Viviré por siempre jamás".
Archibald Craven conservó esta calma singular durante toda la jornada; pero, desgraciadamente, al día siguiente de nuevo lo sobrecogieron sus obscuros pensamientos. Sin embargo, por extraño que parezca, hubo minutos y hasta medias horas en que, sin que se diera cuenta, lo abandonaba su pesimismo y volvía a "vivir".
Cuando el dorado verano se transformó en otoño, se dirigió al lago Como, en donde, por fin, pudo soñar. Pasaba los días frente al azul cristalino del lago o caminaba hasta que el cansancio lo rendía, por entre el verde follaje de los cerros para así tratar de dormir mejor.
A medida que la paz del lugar cambiaba sus pensamientos, su cuerpo también se fortaleció. Recordó su casa y se preguntó si no era tiempo de volver. Pero desistió al recordar la cara marfileña de su hijo tendido en una cama.
Fue un día maravilloso; caminó hasta tan lejos que al volver a la villa la luna muy alta iluminaba el lago con sombras púrpuras y plateadas. Como el espectáculo era grandioso no entró a la villa, sino que atrajo una silla hasta el borde del agua para respirar el perfume de la noche. Se quedó dormido.
No supo en qué momento empezó a soñar, pero su sueño fue tan real que, al mismo tiempo que escuchaba el chapoteo del agua, oyó con claridad una voz que lo llamaba dulcemente:
—"¡Archie! ¡Archie!".
Tan real fue la voz que creyó que se había levantado bruscamente.
—"¡Lillias! ¡Lillias! —contestó—. ¿Dónde estás?".
—"En el jardín" —resonó la voz como si fuera una flauta dorada—. "En el jardín".
Ahí terminó el sueño, pero él no despertó.
A la mañana siguiente un sirviente le llevó una bandeja con varias cartas. Nuevamente a solas, Archibald volvió a quedarse inmóvil reflexionando sobre el sueño. "En el jardín —se dijo pensativo—. Pero la puerta está cerrada y la llave enterrada". Miró las cartas y vio que una de ellas, escrita con una letra de mujer que él no conocía, provenía de Yorkshire. La abrió.
"Estimado señor:
Soy Susan Sowerby, la que un día en el páramo se atrevió a interceder por la señorita Mary. Como en aquella ocasión, nuevamente le hablaré con franqueza. ¡Por favor, señor, vuelva cuanto antes a la casa! Creo que se alegrará de hacerlo, y excúseme, señor, pero creo que si su esposa estuviera aquí, le pediría que lo hiciera.
Su servidora.
Susan Sowerby"
El señor Craven leyó dos veces la carta recordando el sueño.
"Volveré a Misselthwaite —se dijo—. Me iré de inmediato".
Pocos días más tarde se encontraba nuevamente en Yorkshire. Durante el largo trayecto en tren pensó en su hijo como no lo había hecho hasta entonces. Todos estos años deseó olvidar que él existía. Volvieron a su memoria los días de delirio porque el niño estaba vivo y, en cambio, la madre había muerto. En ese entonces rehusó verlo, y al fin, cuando se decidió, se encontró ante un ser tan débil que todos pensaron que moriría. Pero para sorpresa de aquellos que lo cuidaban vivió, a pesar de que se suponía que sería deforme e inválido.
El no había querido ser un mal padre. Buscó para el niño doctores, enfermeras y todo el lujo que le podía dar, pero sólo pensar en el niño, que se hundía cada vez más en su miseria, lo abrumaba. La primera vez que, luego de un año de ausencia, volvió a la casa, no pudo soportar la mirada triste de esos pálidos ojos grises de negras pestañas, tan parecidos y a la vez tan diferentes a los ojos felices que él había adorado. En esa ocasión se alejó pálido como la muerte y desde ese día apenas lo visitó. Solía ir a verlo mientras dormía y lo único que sabía de él era que, además de ser inválido, tenía un temperamento histérico y que, para calmar sus furias, tan peligrosas para el propio niño, había que darle gusto en todo.
Aunque estos pensamientos no eran optimistas, este hombre, que se sentía "renacer", consideró nuevas alternativas.
"Quizás he estado equivocado todos estos años —se dijo—. Posiblemente ha pasado mucho tiempo y ahora es muy tarde."
A la vez se preguntaba por qué Susan Sowerby se había molestado en escribirle. Quizás el niño estaba peor o mortalmente enfermo, y él podría ayudarlo.
El camino a través del páramo fue muy tranquilizador; su belleza le hizo sentir como si le dieran la bienvenida. Su corazón se ensanchó de alegría, en un sentimiento muy diferente al experimentado en otras ocasiones. ¿Sería posible que el niño estuviera mejor?
Tan clara había resonado la voz durante el sueño que se prometió tratar de encontrar la llave o intentar abrir la puerta del jardín. Sentía, sin saber por qué, la imperiosa necesidad de hacerlo.
Al llegar a su casa, los empleados lo recibieron con la ceremonia acostumbrada y comentaron entre ellos que tenía mejor aspecto. Contra su costumbre, no subió directamente a sus aposentos, sino que envió por la señora Medlock. Ella entró en la biblioteca excitada y nerviosa.
—¿Cómo está Colin? —le preguntó.
—Muy bien, señor —contestó el ama—, pero no es el mismo.
—¿Se encuentra peor?
—Verá, señor —trató de explicarle—, ni el doctor ni la enfermera saben qué pensar de él. Ha cambiado mucho. El, que no comía nada, repentinamente comenzó a hacerlo en grandes cantidades y ahora nuevamente devuelve las comidas sin tocar. Por otra parte, no sé si recuerda, señor, que jamás permitía que lo sacaran al parque. Sin embargo, luego de una de las peores rabietas que le he escuchado, insistió en salir con la señorita Mary y el hijo de Susan, quien le empuja la silla. Se ha encariñado mucho con ambos y pasan todo el día fuera de casa.
—¿Qué aspecto tiene? —fue la próxima pregunta.
—Si comiera como debe, diría que ha engordado, pero me temo que es sólo hinchazón. Además, cuando está a solas con la señorita Mary se ríe en forma extraña y antes jamás lo hacía.
—¿En dónde se encuentra ahora? —preguntó el señor Craven.
—En el jardín, señor. Pasa los días allí y no permite que nadie se acerque; tiene miedo de que lo miren.
Hizo un esfuerzo para pensar en dónde se encontraba y, sin más, el señor Craven salió rumbo al murallón cubierto de hiedra. Iba caminando lentamente y con la vista fija en el suelo, como si lo empujaran hacia el lugar prohibido por él. Al llegar junto a la puerta, sus pasos se acortaron. A pesar de estar cubierta por la enredadera, la recordaba con nitidez. Se detuvo y miró a su alrededor. En ese preciso momento pensó si no estaría soñando nuevamente. Tras el muro se escuchaba ruido de pisadas que se perseguían entre los árboles y el sonido de voces y exclamaciones apagadas. Parecía la risa incontrolable de gente joven tratando de no ser oída. ¿Qué significaba todo esto? ¿Estaría perdiendo la razón?
Llegó un momento en que las voces olvidaron callarse y los pies corrieron aun más rápido cerca de la puerta del jardín. Se escuchaba la rápida respiración de gente joven, unida a fuertes risas no contenidas. En ese momento la puerta se abrió, se balanceó la cortina de hiedra y un niño salió corriendo a todo escape. Sin ver al intruso, se precipitó entre sus brazos. El señor Craven al verlo extendió sus brazos para no caer ante esta tromba, Luego, al sujetarlo, lo miró tan sorprendido que se le cortó la respiración. Era un niño alto y buen mozo. Con el pelo echado hacia atrás lo miraba con sus sonrientes ojos sombreados de largas pestañas.