Authors: Frances Hodgson Burnett
—¿De verdad crees que lo haré? —preguntó Colin, todavía incrédulo.
Se quedaron inmóviles mientras el sol caía. Era la hora en que todo se aquieta y ellos estaban cansados luego de la excitación del día. Incluso los animalitos habían cesado sus actividades y rodeaban a los niños. Repentinamente se sobrecogieron al escuchar a Colin que murmuraba alarmado:
—¿Quién es ese hombre?
Mary y Dickon se levantaron al unísono y vieron la indignada cara de Ben Weatherstaff que, parado sobre una escalera, los observaba desde lo alto del muro. Apuntando a Mary le dijo:
—Si yo no fuera soltero y usted fuera mi hija, le daría una paliza.
Mary se le acercó.
—Ben, fue el petirrojo que sin darse cuenta me mostró el camino —le dijo.
Aún furioso y no creyendo una palabra de cuanto ella decía sintió que se le caía la mandíbula al observar quien se acercaba.
Dickon empujaba la silla de un niño que, sentado entre lujosos cojines, parecía un joven raja.
—¿Sabes quién soy yo? —le preguntaba Colin, con voz imperiosa.
Los ojos de Ben lo miraban como si vieran un fantasma. Se pasó la mano por los ojos y contestó con voz extraña:
—¡Los que me miran son los ojos de su madre! Tiene que ser el inválido.
Olvidándose de que había tenido la espalda enferma, Colin, con la cara roja de furia, se enderezó muy tieso y gritó:
—¡Yo no soy un inválido!
Ben nuevamente se pasó la mano por la cara, temblando. El era un viejo ignorante y sin tino, que sólo recordaba lo que le habían contado.
—¿Es que acaso no tiene la espalda y las piernas torcidas? —le dijo con voz ronca.
—¡No! —gritó Colin.
Era demasiado para Colin. El no sabía que se comentaba que tenía las piernas torcidas. El escuchar a Ben era más de lo que podía soportar. La furia y el orgullo dolido le hicieron olvidar su pasado y le dieron una fuerza casi sobrenatural.
—¡Ven aquí! —le gritó a Dickon—. ¡Ven aquí, al momento!
Dickon corrió a su lado, mientras Mary, muy pálida, repetía:
—¡El puede hacerlo! ¡El puede hacerlo!
El niño hizo a un lado las mantas que lo cubrían y, ante la vista de todos, aparecieron sus delgadas piernas. Colin se tomó del brazo de Dickon y apoyó sus pies en el pasto. Por fin estaba de pie, tan derecho como una flecha y lanzando chispas por sus ojos. Se veía muy alto con su cabeza echada hacia atrás.
—¡Mírame! —le disparó a Ben—. ¡Mírame ahora!
—¡Es tan derecho como yo! —gritó Dickon—. ¡Tan derecho como cualquier muchacho de Yorkshire!
A continuación Ben hizo algo extraño. Atragantado, tosió mientras las lágrimas corrían por sus arrugadas mejillas. Juntando las manos, dijo:
—¡Por favor! Las mentiras que cuenta la gente. ¡Que Dios lo bendiga!
Dickon lo sujetaba firmemente, pero Colin no desmayaba. Muy tieso miró cara a cara a Ben y le dijo:
—Cuando mi padre no está, yo soy el amo y me tiene que obedecer. Este es mi jardín y no quiero que diga ni una palabra sobre él. Baje de la escalera y Mary le mostrará la entrada. ¡Quiero hablarle!
Ben, con su cara todavía húmeda por las lágrimas, parecía no poder apartar los ojos de la juvenil figura de Colin.
—¡Muchacho! —murmuró—. ¡Mi muchacho!
En esto, como recordando quién era, se tocó la gorra y desapareció tras el muro.
XXII
Entretanto Mary corría a encontrar a Ben, Dickon, que continuaba sosteniendo a Colin, lo observaba con mirada aguda. Mas el niño no demostraba huellas de flaqueza.
—¡Puedo pararme! —dijo orgulloso, con la cabeza en alto.
De repente, Colin recordó algo que Mary había dicho sobre la magia de Dickon.
—¿Estás haciendo magia? —preguntó bruscamente.
Dickon hizo una mueca divertida.
—Tú mismo produces la magia —contestó.
Colin le propuso caminar unos pasos y esperar a Ben de pie apoyado contra un árbol. Aunque el tronco lo sostenía, a primera vista esto no se advertía y así en esa posición lo vio Ben al entrar. Mary murmuró una y otra vez:
—Puedes hacerlo. Te dije que podías hacerlo.
Ella quería a toda costa que Colin se mantuviera de pie. No soportaba la idea de que fuera a caer frente a Ben. Pero el niño no se dio por vencido y Mary quedó impresionada de lo atractivo que se veía a pesar de su flacura.
Fijando los ojos en Ben, el niño le ordenó con voz imperiosa:
—¡Mírame bien! ¿Acaso soy un jorobado o tengo las piernas torcidas?
Ben, que todavía, no se reponía de la impresión, contestó con su acostumbrada franqueza:
—¡Claro que no! Pero, ¿cómo ha permitido que la gente piense que está inválido o medio tonto?
—¿Medio tonto? —dijo Colin enojado—. ¿Quién dice eso?
—Muchos. El mundo está repleto de burros que no hacen más que mentir. Pero no entiendo por qué se encerró.
—Porque todos creían que iba a morir —dijo el niño secamente—. ¡Pero no moriré!
—¡Morir! Claro que no —dijo Ben, jubiloso—. Cuando vi lo rápido que se levantaba de la silla, supe que estaba bien. Y ahora, señor, siéntese en esa manta, que estoy a sus órdenes.
El joven raja condescendió a sentarse bajo el árbol preguntando a Ben cuál era su trabajo.
—Cualquiera —contestó el jardinero—. Me aceptan porque saben que ella me quería.
—¿Ella? —preguntó Colin.
—Su mamá —contestó Ben Weatherstaff.
—¿Mi mamá? —dijo Colin mirando a su alrededor—. ¿Entonces éste era su jardín?
—Claro que lo era y a ella le gustaba mucho —contestó Ben, abarcándolo con la mirada.
—Ahora es mi jardín y, como me gusta mucho, vendré cada día —dijo Colin—. Pero tiene que ser un secreto. Mi prima y Dickon han trabajado para hacerlo revivir. De vez en cuando lo haré llamar para que nos ayude, pero tendrá que hacerlo a escondidas.
—He venido en varias ocasiones y nadie lo ha advertido. La última vez hace dos años.
—¡Pero si por diez años nadie ha entrado! —gritó Colin—. No había puerta.
—Subí por el muro. El reumatismo me impidió volver a intentarlo.
—¡Ahora entiendo quién podó! —exclamó Dickon.
—Ella era una joven tan hermosa y quería tanto el jardín —dijo Ben—, que en una ocasión me pidió que si se enfermaba o tenía que partir, yo me hiciera cargo de sus rosas. Cuando ella partió, cumplí la orden y por eso venía de vez en cuando a trabajar aquí.
—Me alegro de que lo hayas hecho —dijo Colin—. Sin duda sabes mantener un secreto.
Mary había dejado su herramienta cerca del árbol, y al verla Colin la alcanzó y empezó a excavar la tierra. Su delgada mano estaba débil, pero con perseverancia logró remover la tierra.
—Dijeron que no podría caminar y lo he hecho. Ahora estoy cavando. En un comienzo pensé que me incitaban a hacerlo para contentarme, pero hoy es sólo mi primer día.
—¿Le gustaría plantar algo? —le preguntó Ben—. Le puedo traer una rosa.
—¡Tráigamela rápido! —dijo Colin entusiasmado—. ¡Rápido!
Ben corrió olvidándose de su reuma. Dickon ayudó a cavar un hoyo profundo, mientras Mary se apresuró a buscar un tarro con agua.
—Quiero plantarla antes de que el sol desaparezca por completo —dijo Colin.
Ben volvió muy entusiasmado con una rosa del invernadero. Colin esparció la tierra como hacen los reyes al inaugurar un lugar. Entretanto Mary lo observaba inclinada y Soot se adelantaba a ver qué sucedía. Nut y Shell parloteaban desde un cerezo.
—Terminamos, y el sol aún se desliza por el horizonte —dijo Colin riendo—. Ayúdame, Dickon, a tenerme en pie. Quiero estar frente a él cuando desaparezca.
XXIII
Cuando por fin regresó Colin a la casa, el doctor Craven lo esperaba impaciente. El pobre hombre lo miró muy serio.
—No debieras quedarte tanto tiempo fuera. Recuerda que no debes agotarte.
—No estoy cansado —dijo Colin—. Al contrario, me siento tan bien que mañana saldré todo el día al jardín.
—No creo que deba permitirlo —contestó el doctor—. No me parece prudente.
—Le aconsejo que no me lo impida —dijo Colin muy serio—. Iré de todas maneras.
Incluso Mary se había dado cuenta de cuan rudo era Colin al dar órdenes a los que lo rodeaban. Como había vivido como un rey en una isla desierta, educándose a sí mismo, no tenía con quién compararse. Mary había sido como él y gradualmente descubrió que sus modales no la hacían simpática. Por esta razón quería conversar con Colin sobre ese tema.
—Siento pena por el doctor Craven —le dijo ella.
—Yo también —contestó calmadamente Colin en tono satisfecho—. Ahora no moriré y no obtendrá la casa.
—Más bien pensaba en lo desagradable que debe de haber sido para él tener que soportar por diez años a un niño grosero —dijo Mary—. Yo jamás lo habría consentido.
—¿Es que soy grosero? —inquirió serenamente Colin.
—Si el doctor fuera de aquellos que dan de bofetadas, ya lo habría hecho —respondió Mary.
—Pero no se ha atrevido —dijo Colin.
—No lo ha hecho —contestó cuidadosamente Mary—, porque eras un pobre niño que iba a morir.
—Pero ya no seré nunca más un pobre niño —contestó porfiadamente Colin.
—Sí, pero el hacer siempre sólo lo que quieres te hace muy especial.
Colin la miró amenazadoramente.
—¿Es que soy raro? —le preguntó.
—Sí —contestó Mary—, pero no debes enojarte por lo que digo, porque tanto Ben como yo también lo somos. Sólo que ya no lo soy tanto. Desde que encontré el jardín y me gustan las personas, he cambiado.
—No quiero ser raro. Dejaré de serlo —dijo Colin, resueltamente, frunciendo el ceño.
Colin era un niño muy orgulloso y por un momento quedó pensativo. Luego una sonrisa iluminó su rostro.
—Si voy cada día al jardín, estoy seguro de que dejaré de ser un niño extraño. Ahí existe buena magia.
—Yo también lo creo así —contestó Mary.
—Y aunque no la haya, imaginaremos que la hay. Sólo sé que "algo existe" en el jardín.
Continuaron llamando magia a "eso" que existía en el jardín durante los maravillosos y extraordinarios meses que siguieron. Sucedieron cosas asombrosas. En un comienzo parecía que jamás terminarían de asomar brotes verdes en la tierra, en el pasto e incluso entre las grietas de las murallas. Los brotes se desarrollaban y se llenaban de colores diferentes. Las semillas plantadas por Dickon y Mary crecían como si las hadas las hubieran cuidado.
Los días que no llovía, Colin se tendía en el pasto y observaba con atención los cambios que se producían. Veía crecer todo a su alrededor. Vigilaba a los activos insectos mientras trasladaban su comida, o incluso cuando trepaban por el pasto como si quisieran explorar el país. Otra mañana estuvo absorto contemplando cómo un topo, con sus largas pezuñas que parecían manos de duende, fabricaba un montículo en su madriguera.
Pero ésta era sólo parte de la magia. El hecho de haberse mantenido de pie lo hacía reflexionar continuamente. El pensaba que la magia consistía en creer en algo con tanta fuerza, que al fin se conseguía. Por esta razón decidió hacer un experimento. Mandó llamar a Ben, quien lo encontró de pie bajo un árbol. Se veía grandioso y una sonrisa embellecía su rostro.
—Buenos días, Ben. Quiero que, junto con Dickon y Mary, escuche lo que tengo que decir sobre un experimento científico que voy a hacer. Cuando sea mayor deseo dedicarme a la investigación.
—Muy bien, señor —contestó Ben, a pesar de que no sabía lo que significaba un experimento científico...
Era la primera vez que Mary oía algo así, pero no le llamó la atención. A medida que pasaban los días se daba cuenta de que Colin, aunque era algo extraño, había leído mucho, lo que lo hacía muy convincente en sus argumentos.
—Trataré de descubrir qué significa para mí la magia, pues creo que hay magia en todo lo que nos rodea. Cuando Mary encontró este jardín, parecía muerto —continuó el orador—. Luego ella lo revivió y las cosas que un día no existían, aparecieron al día siguiente. Yo jamás he sido observador, pero ahora tengo curiosidad de saber cada vez más. Continuamente me pregunto: "¿Qué es esto?", y si es algo que no sé por qué sucede, lo llamo magia. Por ejemplo, a veces al mirar a través de los árboles siento una extraña felicidad, como si ésta me obligara a respirar más rápido. Esta misma magia me ha permitido mantenerme de pie y ahora sé que viviré hasta llegar a ser un hombre. Desde hoy en adelante, cada mañana me diré: "Puedes hacerlo. Puedes hacerlo". A la vez trataré de llegar a ser tan fuerte como Dickon. Este es mi experimento. ¿Me ayudarán a realizarlo? ¿Creen que resultará?
—¡Claro que resultará! —le contestó Dickon sonriendo más que nunca—. Será igual que cuando las semillas crecen porque el sol brilla sobre ellas.
Como Colin se sentía cansado, sugirió que se sentaran bajo el árbol con las piernas cruzadas.
—¡Eh! —dijo Dickon—, no digas que estás cansado, estropearás la magia.
Una vez sentados en círculo, Colin empezó a cantar alabanzas a la magia que permitía que el sol brillara y florecieran las flores. También alabó la magia personal de cada uno de ellos y, al fin, pidió una y otra vez que esta misma magia le ayudara a vivir y fortalecerse. Entretanto, los niños y Ben lo escuchaban extasiados.
—Ahora caminaré alrededor del jardín —anunció.
Formaron una especie de procesión, que caminó lenta pero dignamente, encabezada por Colin, con Dickon y Mary a ambos lados y seguidos de Ben. A continuación iban los animalitos. Colin se apoyaba en Dickon aunque, en un momento determinado, caminó unos pocos pasos sin la ayuda del muchacho.