BBB (Crick): Sí la tiene, por supuesto. Si Lorbeer es médico, como por lo visto pensáis, probablemente no trabaja para nosotros sino para el fabricante. TresAbejas no contrata médicos, ¿comprendes? Somos legos en el mercado. Vendedores. Así que, una vez más, Les, habría que dirigirse a KVH, me temo.
Agente: Oiga, ¿conoce a Lorbeer o no? No estamos en Vancouver ni en Basilea ni en Seattle. Estamos en África. Hablamos de su fármaco, su territorio. Ustedes lo importan, lo anuncian, lo distribuyen y lo venden. Estamos diciéndole que un tal Lorbeer ha tenido algo que ver con su fármaco aquí en África. ¿Ha oído hablar de Lorbeer o no?
P. R. Oakey: Creo que ya tienes la respuesta, ¿no, Rob? Pregunta al fabricante.
Agente: ¿Y qué saben de una mujer llamada Kovacs, húngara posiblemente?
BBB (Eber): ¿Médica, también?
Agente: ¿Conoce el nombre de pila? Dejemos de lado la profesión. ¿Alguno de ustedes ha oído antes ese apellido, Kovacs? ¿Mujer? ¿En el contexto de la comercialización de este fármaco?
BBB (Crick): Yo que tú, Rob, consultaría la guía telefónica.
Agente: También querríamos hablar con una tal doctora Emrich…
P. R. Oakey: Da la impresión de que vuestras investigaciones no han dado mucho fruto. Lamento que no podamos seros de más utilidad. Hemos hecho todo lo que estaba en nuestras manos por vosotros pero, según parece, no es nuestro día.
Nota añadida una semana después de esta reunión:
Pese a asegurarnos los representantes de TresAbejas que estaban realizándose las indagaciones oportunas, se nos ha informado de que de momento no han salido a la luz papeles, cartas, mensajes de correo electrónico ni faxes de Tessa Abbott o Quayle ni de Arnold Bluhm. KVH niega conocerlos, al igual que el departamento jurídico de TresAbejas en Nairobi. Todos nuestros intentos para ponernos de nuevo en contacto con Eber y Crick han sido en vano. Crick asiste «a un curso de reciclaje en Sudáfrica»; Eber ha sido «trasladada a otro departamento». Sus sustitutos aún no han sido nombrados. La señora Rampuri no está aún disponible, por hallarse «en espera de una reestructuración de la compañía».
RECOMENDACIÓN
: Que Scotland Yard eleve una protesta formal a sir Kenneth K. Curtiss, exigiéndole una declaración completa respecto a las relaciones de su compañía con la fallecida y el doctor Bluhm, e instrucciones a su personal para que lleve a cabo una búsqueda exhaustiva de la agenda de la señora Rampuri y los documentos desaparecidos, y la comparecencia inmediata de la señora Rampuri para ser interrogada.
[Marcada con las iniciales del comisario Gridley, pero sin observaciones sobre las medidas tomadas ni órdenes expresas.]
APÉNDICE
Crick, Douglas (Doug) James, n. Gibraltar, 10 oct. 1970
(ex funcionario de la Oficina de Antecedentes Penales, Ministerio de Defensa y Departamento del Fiscal General del Ejército).
El sujeto es hijo ilegítimo de Crick, David Angus, Armada Real (baja deshonrosa). Crick padre cumplió once años de condena en prisión por diversos delitos, incluidos dos de homicidio. En la actualidad vive rodeado de lujos en Marbella, España.
Crick, Douglas James (el sujeto) llegó al Reino Unido procedente de Gibraltar a la edad de nueve años bajo la tutela de su padre (véase arriba), que fue detenido al bajar del avión. El sujeto pasó a la custodia del Estado. En esa época, el sujeto tuvo que comparecer en varias ocasiones ante el Tribunal Tutelar de Menores por diversos delitos, incluidos la venta de drogas, agresión con lesiones corporales graves, proxenetismo y alteración del orden público. También incurrió bajo sospecha de complicidad por la participación en el asesinato de dos jóvenes negros a manos de una banda en Nottingham (1984) pero quedó libre de cargos.
En 1989 el sujeto declaró haberse reformado y solicitó plaza en la policía. Fue rechazado, pero aparentemente se contrataron sus servicios como informante a tiempo parcial.
En 1990 el sujeto fue admitido a filas por el Ejército Británico, adiestrado para las fuerzas especiales, e incorporado al Servicio de Inteligencia Militar con destino en Irlanda del Norte, en misión secreta bajo el rango y autoridad de sargento. El sujeto sirvió tres años en Irlanda antes de ser degradado y dado de baja deshonrosamente. No se conocen más datos sobre su servicio.
Aunque D. J. Crick (el sujeto) se presentó a nosotros como ejecutivo de relaciones públicas de la firma TresAbejas, hasta fecha reciente era más conocido como alto responsable del departamento de seguridad y protección de la empresa. Por lo que hemos podido saber, goza de la confianza de sir Kenneth K. Curtiss, para quien ha actuado en numerosas ocasiones como guardaespaldas personal, p. ej. en las visitas de Curtiss al Golfo, Latinoamérica, Nigeria y Angola, eso sólo en los últimos doce meses.
«Acosándolo en su finca, al pobre hombre», dice Tim Donohue sobre el tablero del Monopoly en el jardín de Gloria. «Llamándolo por teléfono a horas intempestivas. Dejándole cartas descorteses en su club. Corre un tupido velo, ése es nuestro consejo».
«Matan», dice Lesley en la oscuridad del microbús en Chelsea. «Pero eso ya lo has notado».
Con el eco de estos recuerdos aún en su mente, Justin debía de haberse dormido sobre la mesa de contaduría, porque al amanecer lo despertó el ruido de un combate aéreo entre aves de tierra adentro y gaviotas, que, como advirtió tras una observación más atenta, no se produjo al amanecer sino al anochecer. Y en algún momento no mucho después de eso, lo asaltó el desánimo. Había leído todo lo que había por leer y sabía ya, si alguna vez lo había dudado, que sin el ordenador portátil veía sólo una esquina del lienzo.
Guido esperaba ya en el umbral de su casa, equipado con un abrigo negro demasiado largo para él y una cartera de colegial que no encontraba en sus hombros sitio de donde colgarse. En una de sus manos largas y descarnadas sostenía una fiambrera de hojalata con sus medicamentos y sándwiches. Eran las seis de la mañana. Los primeros rayos de sol primaveral doraban las telarañas de la herbosa pendiente. Justin acercó el todoterreno a la casa tanto como le fue posible, y la madre de Guido observó desde la ventana mientras Guido, rehusando la mano de Justin, se agarraba al techo del vehículo y, con un balanceo, se dejaba caer todo él, brazos, rodillas, cartera, fiambrera y faldones del abrigo, en el asiento contiguo, yendo a aterrizar bruscamente junto a Justin como un ave joven al final de su primer vuelo.
—¿Cuánto tiempo llevabas esperando? —preguntó Justin, pero Guido frunció el entrecejo como única respuesta.
«Guido es un maestro del autodiagnóstico», le recuerda Tessa, muy impresionada tras su visita al hospital pediátrico de Milán. «Si Guido se encuentra mal, llama a la enfermera. Si se encuentra muy mal llama a la enfermera jefa. Y si cree que va a morirse, llama al médico. Y no hay nadie que no acuda a toda prisa».
—He de estar en la puerta del colegio a las nueve menos cinco —anunció Guido, circunspecto.
—No hay problema.
Hablaban en inglés para orgullo de Guido.
—Demasiado tarde, y llego a clase sin aliento. Demasiado pronto, y todo el mundo me mira.
—Entendido —dijo Justin y echando un vistazo al espejo advirtió que la tez de Guido presentaba un color blanco amarillento, como cuando requería una transfusión de sangre—. Y por si te interesa saberlo, trabajaremos en el lagar, no en la villa —añadió para tranquilizarlo.
Guido guardó silencio, pero cuando llegaban a la carretera de la costa, su rostro había recuperado el color. A veces tampoco yo resisto la proximidad de Tessa, pensó Justin.
La silla era demasiado baja para Guido y el taburete demasiado alto, así que Justin, solo, fue a buscar un par de cojines a la villa. Pero cuando regresó, Guido estaba ya ante el escritorio de pino, toqueteando con toda naturalidad los componentes del ordenador portátil de Tessa: las conexiones telefónicas para el módem, los transformadores para el ordenador y la impresora, los cables del adaptador y la impresora y por último el propio ordenador, que manipuló con temeraria irreverencia, primero levantando la tapa y luego conectando el cable de alimentación al ordenador pero, gracias a Dios, no a la red. Con el mismo displicente aplomo, Guido apartó el módem, la impresora y el resto de cosas que no necesitaba y se acomodó en la silla, sobre los cojines.
—Adelante —dijo.
—Adelante ¿qué?
—Enciéndalo —ordenó Guido en inglés, señalando con la cabeza hacia la toma de corriente que había a sus pies—. Empecemos. —Y entregó a Justin el cable para que lo enchufara. Su pronunciación, para el hipersensible oído de Justin, había adquirido un desagradable dejo en que se fundían el acento inglés y el norteamericano.
—¿Puede pasar algo? —preguntó Justin con evidente nerviosismo.
—¿Cómo qué, por ejemplo?
—¿Podemos, por error, borrarlo todo o algo así?
—¿Sólo por encenderlo? No.
—¿Por qué no?
Guido circunnavegó la pantalla con su mano de espantapájaros en un ademán grandilocuente.
—Todo lo que ella guardó ahí dentro, guardado está. Si no lo guardó, no lo quería, o sea que no está ahí dentro. ¿Tiene sentido o no tiene sentido?
Justin notó que se formaba una barrera de hostilidad en la parte anterior de su cabeza, que era lo que siempre le ocurría cuando alguien usaba ante él la jerga informática.
—Muy bien, pues. Si tú lo dices… Lo encenderé. —Y agachándose, insertó el enchufe en la toma con sumo cuidado—. ¿Sí?
—Venga, hombre.
De mala gana, Justin accionó el interruptor y se irguió justo a tiempo de no ver absolutamente nada en la pantalla. Se le secó la boca y sintió náuseas. Estoy cometiendo una grave equivocación. Soy una calamidad. Debería haber buscado a un experto, y no a un crío. Más aún, debería haber aprendido a manejar yo mismo el condenado aparato. De pronto la pantalla se iluminó y mostró a una fila de niños africanos, saludando con la mano y sonriendo frente a un dispensario con el techo de hojalata, seguida de una vista aérea de un campo gris azulado con rectángulos y óvalos de colores.
—¿Qué es eso?
—El escritorio.
Justin miró por encima del hombro de Guido y leyó: «
MI MALETÍN… ENTORNO DE RED… ACCESO DIRECTO A CONEXIONES
».
—Y ahora ¿qué?
—¿Quiere ver archivos? Le enseñaré archivos. Vamos a los archivos y los lee.
—Quiero ver lo que Tessa veía. Todo aquello en lo que estaba trabajando. Quiero seguir sus pasos y leer lo que haya ahí dentro. Pensaba que lo había dejado claro.
En su estado de ansiedad, empezaba a molestarle la presencia de Guido. Quería a Tessa para él solo otra vez en la mesa de contaduría. Habría preferido que su ordenador no existiera. Guido dirigió una flecha hacia un panel situado en la parte inferior izquierda de la pantalla de Tessa.
—¿Qué es eso que trasteas con los dedos?
—El pad. Éstos son los nueve últimos archivos con los que trabajó. ¿Quiere que le enseñe los otros? Le enseño los otros, no hay problema.
Apareció una ventana con el encabezamiento: «abrir archivo, documentos de tessa».
Guido dio otro ligero golpe con un dedo.
—En esta carpeta tenía unos veinticinco archivos —dijo.
—¿Llevan nombre?
Guido se inclinó a un lado, invitando a Justin a mirarlo él mismo.
FARMA | PESTE | ENSAYOS |
farma-general | peste-historia | Rusia |
farma-contaminación | peste-Kenia | Polonia |
farma-en-tercer mundo | peste-tratamientos | Kenia |
farma-control | peste-nuevo | México |
farma-sobornos | peste-viejo | Alemania |
farma-litigios | peste-charlatanes | Mortalidad |
farma-dinero | Wanza | |
farma-protesta | ||
farma-hipocresía | ||
farma-ensayos | ||
farma-impostores | ||
farma-tapaderas |
Guido desplazaba la flecha y golpeteaba con el dedo.
—Arnold. ¿Quién es este Arnold que sale aquí ahora de pronto? —preguntó.
—Un amigo de Tessa.
—También tiene documentos. ¡Caray, si tiene!
—¿Cuántos?
—Veinte. Más. —Otro golpe de dedo—. «
CAJÓN DE SASTRE.
» ¿Qué es eso? ¿Una frase hecha?
—Sí. Cosas sueltas, quiere decir —explicó Justin, un tanto crispado—. ¿Qué haces ahora? Vas muy deprisa.
—No, al contrario. Voy despacio por usted. Miro en su maletín, para ver cuántas carpetas tenía. ¡Vaya! Tenía un montón de carpetas. —Guido pulsó otra vez. Su postizo acento y sus giros norteamericanos sacaban de quicio a Justin. ¿De dónde salían? Está viendo demasiadas películas americanas, pensó. Hablaré con el director del colegio—. ¿Ve esto? Es la papelera de reciclaje. Aquí es donde dejaba todo lo que se proponía borrar.
—Pero no llegó a hacerlo, es de suponer. No llegó a borrarlo.
—Lo que está ahí, no lo borró. Lo que no está, lo borró. —Otro golpe de dedo.
—¿Qué es AOL? —preguntó Justin.
—América Online. Un servidor de Internet. Todo lo que recibía a través de AOL y conservaba, lo almacenaba en este programa, lo mismo que los mensajes antiguos. Los mensajes nuevos, hay que conectarse para recibirlos. Si quiere enviar mensajes, ha de conectarse para enviarlos. Sin conexión, no entran ni salen mensajes.
—Ya lo sé. Es evidente.
—¿Quiere que me conecte?
—Todavía no. Quiero ver lo que ya hay.
—¿Todo?
—Sí.
—Entonces tiene días de lectura por delante. Semanas, puede. Sólo ha de marcar con el cursor y hacer clic. ¿Quiere sentarse aquí?
—¿Estás totalmente seguro de que no puede pasar nada raro? —insistió Justin, ocupando la silla mientras Guido se quedaba de pie detrás de él.
—Lo que ella guardó, está guardado, como ya he dicho. ¿Por qué iba a guardarlo, si no?
—¿Y no puedo perderlo?
—¡Hombre, por Dios! No, a no ser que haga clic en eliminar. Incluso si hace clic en eliminar, el programa le preguntará: ¿Está seguro de que desea eliminar este documento? Si no está seguro, diga que no. Pulse el no. Pulsar el no significa: no, no estoy seguro. Clic. No hay más misterio. Venga, anímese.