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Authors: George Pelecanos

Tags: #Policíaco

El jardinero nocturno (13 page)

BOOK: El jardinero nocturno
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Brock marcó un número en su móvil.

13

Ramone, Rhonda Willis, Garloo Wilkins y George Loomis recorrieron metódicamente todas las casas de la corta manzana de McDonald Place, interrogando a los que encontraban en casa siendo un día laborable, y dejando tarjetas para los ausentes. Ramone anotaba los detalles pertinentes de sus conversaciones en un pequeño cuaderno de espiral del mismo tipo que llevaba usando muchos años.

De las entrevistas no surgió nada significativo. Una anciana dijo que por la noche la había despertado un ruido, creía que era una rama rompiéndose, pero no sabía a qué hora, puesto que se volvió a dormir sin molestarse en mirar el reloj. Nadie había visto nada sospechoso. Con excepción de la anciana, al parecer todo el mundo había dormido de un tirón.

La iglesia baptista en la esquina de la manzana, donde cruzaba South Dakota, estaba vacía por la noche.

Wilkins y Loomis habían hablado por teléfono con el turno nocturno del refugio de animales. Más tarde hablarían con los trabajadores cara a cara, pero las conversaciones preliminares indicaban que nadie había visto ni oído nada relacionado con la muerte de Asa Johnson.

—No me extraña —comentó Wilkins—. Con los putos perros que tienen ahí ladrando como posesos.

—Ahí dentro no se oye una puta mierda —convino George Loomis.

—Todavía hay gente de McDonald Place con quien no hemos hablado —terció Rhonda—. Llegarán más tarde del trabajo.

—Supongo que el ayuntamiento o la comunidad o quien quiera que controle el jardín tendrá una lista de la gente que trabaja en cada huerto —dijo Ramone.

—No creo que vengan a plantar nabos en plena noche, Gus —dijo Wilkins.

—Nunca se sabe —repuso Rhonda, repitiendo una de sus muletillas más utilizadas.

—No hay que dejar piedra sin remover ——contribuyó Ramone con otra de las suyas.

—Conseguiré la lista —se ofreció Wilkins.

Rhonda se miró el reloj.

—Vas al centro para la comparecencia, ¿no?

—Sí —contestó Ramone—. Y tengo que llamar a mi hijo.

Gus Ramone echó a andar por un sendero que cruzaba el jardín. Atravesó huertos decorados con adornos y señales hechas a mano con títulos como
I Heard It Through the Grapevine, Let It Grow y The Secret Life of Plants
. Había móviles que giraban en la brisa y banderines. Por fin salió del jardín cerca de su coche.

Se metió en el Impala y se quedó mirando por el parabrisas. El tipo que estaba junto a su Town Car vestido con corbata era Dan Holiday. De eso no había duda. Ramone había oído que Holiday había montado una especie de servicio de limusinas después de dejar la policía. Su aspecto había cambiado muy poco desde que los dos llevaban el uniforme. Había echado una barriguita algo cómica, pero aparte de eso estaba igual. La cuestión era: ¿qué estaba haciendo allí? A Holiday le encantaba ser policía. Seguramente era uno de esos patéticos ex agentes que escuchaban por radio la frecuencia de la policía mucho después de haber entregado la pistola y la placa. Tal vez a Holiday le estaba costando olvidar su antigua vida. Bueno, lo tenía que haber pensado antes de cagarla.

La imagen de Holiday se desvaneció. Ramone pensó en Asa Johnson y en el terror que habría sentido en sus últimos momentos. Pensó en sus padres, Terrance y Helena. Visualizó el nombre de Asa y se dio cuenta de que se leía igual del derecho y del revés. Se quedó allí un rato dándole vueltas al tema. Y por fin se acordó de su hijo.

Puso el motor en marcha y se dirigió hacia el centro.

Holiday miraba fijamente su copa. Bebió un sorbo y luego otro antes de dejarla sobre la barra. No debería haber ido al escenario del crimen. Había sido curiosidad, nada más.

—Cuéntanos algo, Doc —pidió Jerry Fink.

—Nada que contar —replicó Holiday. Ni siquiera recordaba cómo se llamaba la mujer que se había tirado la noche anterior.

Bob Bonano volvió de la jukebox. Acababa de echar unas monedas y ahora se bamboleaba al ritmo de la lastimera armónica y los primeros compases solemnes de
In the Ghetto
.

—Elvis —dijo Jerry Fink—. Intentando hacer crítica social. Alguien le engañó y le hizo creer que era Dylan.

—Sí, pero ¿de quién es esta versión? —preguntó Bonano.

Una mujer empezó a cantar el primer verso. Fink y Bradley West, sentados junto a Holiday, cerraron los ojos.

—Es la titi esa que cantaba
Band of Gold
—dijo Jerry Fink.

—No —dijo Bonano.

Holiday no atendía a la canción. Estaba pensando en Gus Ramone, junto al cuerpo del chico. Tenía una guasa del carajo que le hubieran encargado el caso a Ramone.

—Hizo también esa canción de Vietnam —declaró West—.
Bring the Boys Home
, ¿no?

—Ésa era Freda Payne, y me da igual lo que hiciera —replicó Bonano. Sacudió un paquete de Marlboro Light hasta que sobresalió un cigarrillo—. No es ésta.

Holiday se preguntó si Ramone se habría dado cuenta de que el nombre del chico, Asa, se escribía igual al derecho y al revés. El nombre era un palíndromo de ésos.

—Entonces, ¿quién es, so listo? —preguntó Fink.

—Candi Stanton. —Bonano encendió el cigarrillo.

—Lo sabes porque lo has leído en la juke.

—A ver, por un dólar —dijo Bonano, ignorando a Fink—, ¿cuál fue el mayor éxito de Candi Stanton?

Holiday se preguntó si Ramone habría relacionado al chico con las otras víctimas con nombres palíndromos. Todos eran adolescentes, a todos los mataron de un tiro en la cabeza y los encontraron en jardines comunitarios en torno a la ciudad.

Ramone era bastante buen policía, aunque su empeño en seguir siempre las normas constituía un obstáculo. No tenía ni comparación con el policía que él mismo había sido. Le faltaba el don de comunicación de Holiday, para empezar. Y todos los años que Ramone pasó en Asuntos Internos, trabajando casi siempre detrás de una mesa, no le habían hecho ningún bien.

—Ni idea —dijo Fink.


Young Hearts Run Free
—contestó Bonano con una sonrisa de satisfacción.

—Querrás decir
Young Dicks Swing Free
—dijo Fink.

—¿Cómo?

—Es un tema disco de ésos. Te tenía que gustar —repuso Fink.

—Yo no he dicho que me gustara. Y me debes un dólar, judío de mierda.

—No tengo un dólar.

Bonano le dio una colleja.

—Pues, entonces, toma.

Holiday apuró la bebida y dejó el dinero en la barra.

—¿A qué viene tanta prisa, Doc?—preguntó West.

—Tengo trabajo —contestó Holiday.

Ramone asistió a la comparecencia del caso Tyree, volvió a la escena del crimen, realizó más interrogatorios a posibles testigos, llevó a Rhonda Willis de vuelta a la VCB, llamó a Diego y luego cogió su propio coche, un Chevy Tahoe gris. Llegó a su barrio, pero no a su casa. Su turno había terminado, pero la jornada todavía no.

Los Johnson vivían en una modesta casa colonial de ladrillo, bien mantenida, en Somerset, al oeste del instituto Coolidge. Había coches aparcados a ambos lados de la calle: gente que habría acudido a dar el pésame, aportando algo de comida, para marcharse luego tan deprisa como había llegado. Más tarde se celebrarían un velatorio formal y el funeral, pero los parientes y amigos cercanos habían querido ofrecer una respuesta más inmediata. Nadie sabía realmente qué era lo apropiado en estas situaciones. Un guiso de pescado o una lasaña en la mano era una opción impotente pero segura.

A Ramone le abrió la puerta una mujer a la que no reconoció. Se identificó primero como amigo de la familia y en segundo lugar como oficial de policía. Había gente en el salón, unos con las manos en el regazo, otros charlando en voz queda, y otros en completo silencio. Deanna, la hermana pequeña de Asa, estaba sentada en la escalera con un par de niñas. Primas, imaginó Ramone. Deanna no estaba llorando, pero parecía confusa.

—Ginny —se presentó la mujer, estrechándole la mano—. Virginia. Soy la hermana de Helena, la tía de Asa.

—Lo siento muchísimo. —En efecto, Ginny se parecía mucho a Helena, la misma complexión fuerte y masculina y la perpetua expresión preocupada, como si llevara sobre sus hombros el peso de saber que algo horrible estaba a punto de suceder, que disfrutar del momento sería una pérdida de tiempo—. ¿Ha vuelto Helena del hospital?

—Está arriba en la cama, sedada. Helena quería estar con su hija.

—¿Y Terrance?

—En la cocina, con mi marido. —Ginny le puso la mano en el brazo—. ¿Han encontrado ya algo?

Ramone movió ligeramente la cabeza.

—Perdone.

Atravesó un corto pasillo hasta la pequeña cocina al fondo de la casa. Terrance Johnson estaba sentado con alguien ante una mesa redonda, bebiendo cerveza de lata. Johnson se levantó para saludar a Ramone. Chocaron las manos y unieron los hombros, mientras Ramone le daba unas palmadas en la espalda.

—Te acompaño en el sentimiento. Asa era un chico estupendo.

—Sí. Mira, te presento a Clement Harris, mi cuñado. Clement, éste es Gus Ramone.

Clement le estrechó la mano sin levantarse.

—Asa era amigo del hijo de Gus. Gus es policía, trabaja en Homicidios.

Clement Harris masculló algo.

—¿Una cerveza? —preguntó Johnson, con la mirada algo desenfocada.

—Sí, gracias.

—Yo me voy a tomar otra. —Johnson echó atrás la cabeza y apuró su lata—. No es que me quiera emborrachar ni nada.

—Lo entiendo. Venga, vamos a tomarnos una cerveza, Terrance.

Johnson tiró la lata vacía a la basura y sacó de la nevera dos cervezas de una marca que Ramone no habría comprado ni bebido. En la nevera había imanes con fotos de los niños: Deanna jugando en la nieve, Deanna vestida de gimnasia, Asa muy serio después de un partido, con el uniforme y los protectores de fútbol, y con un balón en la mano.

—Vamos fuera-sugirió Johnson. Dejaron a Clement en la mesa de la cocina sin más conversación.

La cocina daba a un estrecho patio trasero que lindaba con un callejón. Johnson no tenía ningún interés en la jardinería, por lo visto, y su mujer tampoco. El patio estaba lleno de malas hierbas, basura y cajas de cartón, y rodeado por una verja metálica oxidada.

Ramone dio un trago a la cerveza. Apenas tenía gusto, y seguramente tampoco graduación. Se detuvieron en la mitad de un resquebrajado camino de piedra que llevaba al callejón.

Johnson era un poco más bajo que Ramone, de cuerpo fornido y una cabeza cuadrada acentuada por un peinado pasado de moda, corto por detrás y por los lados y gomina arriba. Tenía los dientes pequeños y puntiagudos, como colmillos en miniatura. Los brazos le colgaban del tronco como los lados de un triángulo.

—Dime lo que habéis averiguado —pidió, con la cara muy cerca de Ramone. Le olía el aliento a alcohol y Ramone supo que había estado bebiendo algo más que el aguachirle aquel.

—Todavía nada.

—¿Se ha encontrado el arma?

—No.

—¿Cuándo empezaréis a saber algo?

—Lleva su tiempo. Es un proceso metódico, Terrance.

Ramone esperaba poder aplacar con sus palabras a Johnson, que trabajaba de analista o algo así para la oficina del censo. Ramone casi nunca sabía qué hacía exactamente la gente que trabajaba para el estado, pero estaba al corriente de que la labor de Johnson tenía que ver con números y estadísticas.

—¿Y ahora qué hacéis, estáis buscando testigos?

—Estamos interrogando a posibles testigos. Llevamos en ello todo el día, y seguiremos. Hablaremos con los amigos y conocidos de Asa, con sus profesores, con cualquiera que le conociera. Mientras tanto esperamos los resultados de la autopsia.

Johnson se enjugó la boca con la mano.

—¿Van a rajar a mi chico? —preguntó con voz ronca—. ¿Por qué tienen que hacer eso, Gus?

—Es difícil hablar de esto, Terrance. Ya sé que te resulta muy duro. Pero la autopsia nos dará muchas pistas. Además, lo requiere la ley.

—No puedo…

Ramone le puso la mano en el hombro.

—Entre los interrogatorios a los testigos, el trabajo de laboratorio, los informantes, todo, empezaremos a estructurar el caso. Vamos a atacar desde todos los frentes, Terrance, te lo prometo.

—¿Y yo qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer ahora mismo?

—Lo que tendrás que hacer ahora es venir a la morgue del D.C. General, mañana entre las ocho y las cuatro. Necesitamos que hagas una identificación oficial.

Johnson asintió distraído. Ramone dejó la lata en el suelo y sacó de la cartera dos tarjetas.

—Ofrecemos también ayuda psicológica, si la necesitáis —comentó—. Tu mujer tiene derecho a ella, y tu hija también. La Unidad de Atención a la Familia está a vuestra disposición. Ahí en la tarjeta está el número. Trabajan con nosotros en las oficinas de la VCB. A veces es difícil que los detectives puedan estar en contacto con vosotros, así que los de la Unidad de Ayuda os pueden ir informando de los progresos en la investigación y daros algunas respuestas, si las tienen. La otra tarjeta es la mía. Ahí tienes el número del trabajo y mi móvil.

—¿Qué puedo hacer hoy?

—Todas las visitas que tenéis vienen con buena intención, ya lo sé. Pero no dejes que invadan toda la casa. Si tienen que usar el baño, que vayan al de invitados, no al de arriba. Y que nadie entre en la habitación de Asa, excepto tú o tu mujer. Vendremos a hacer una inspección a fondo.

—¿Qué buscáis?

Ramone se encogió de hombros. No había razón para mencionar posibles pruebas de actividad delictiva.

—No lo sabremos hasta que vengamos. Además tendremos que hablar con vosotros. Con Helena y Deanna también, en cuanto estén preparadas.

—El detective Wilkins ya ha hablado conmigo.

—Pues tendrá que hablar contigo otra vez.

—¿Por qué él y no tú?

—Bill Wilkis es el encargado del caso.

—¿Estará a la altura?

—Es un buen policía. Uno de los mejores que tenemos.

Terrance vio la mentira en sus ojos, y Ramone apartó la vista y dio un trago a la cerveza.

—Gus.

—Lo siento, Terrance. No me puedo ni imaginar lo que estás pasando.

—Mírame, Gus.

Ramone le miró a los ojos.

—Averigua quién ha hecho esto.

—Vamos a hacer todo lo posible.

—No me refiero a eso. Te estoy pidiendo un favor personal. Quiero que encuentres al animal que ha matado a mi hijo.

Ramone le dio su palabra.

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