Una maqueta con un par de canciones en un estudio de verdad se salía de su presupuesto, y sin maqueta no se podía ir a ninguna parte. Cualquier emisora de radio o las compañías discográficas de Londres querían oír una maqueta antes de hablar con los miembros del grupo. La alternativa de Paul tenía visos de interés.
—Hablar no cuesta nada —comentó John.
—Incluso puede que ese Phillips conozca gente y pueda facilitarnos algún contacto.
—Lo importante es grabar dos o tres temas.
—¿De los nuestros o…?
—De los nuestros, de los nuestros —reiteró John—. Tenemos canciones que son mucho mejores que algunas de las que están en el
ranking
.
—Tal vez convendría ir sobre seguro —dio con cautela Paul—. Cada vez que decimos que vamos a tocar temas propios, la gente se hace la remolona. Acuérdate de lo que pasó la semana pasada.
—Si quieren oír lo de siempre, que se pongan los discos, ¿vale? Está bien que cuando actuemos hagamos mitad y mitad, pero si hemos de darnos a conocer… Mira Frankie Lymon: con catorce años y ha vendido dos millones de discos de su canción
Why do fools fall in love?
Oye, ¿dónde vive ese Percy Phillips?
—Aquí cerca.
John respiró hondamente.
—Vamos a decirle que somos profesionales, ¿eh? Que no crea que habla con unos del montón —pensó de pronto el riesgo que corrían—. Aunque habrá que llorarle un poco y asegurarle que no tenemos ni un penique, no sea que le dé por cobrarnos una tarifa especial.
—Si le gustamos, tal vez nos fíe hasta que grabemos de verdad —sonrió Paul.
John le dio unas palmadas en la espalda.
—Eso no estaría nada mal —dijo completamente en serio.
JULIA Stanley hizo además de levantarse. Tía Mimi la detuvo con un gesto persuasivo entre enérgico y cariñoso. En el comedor flotaba un ambiente de ternura que cobijaba a todos.
—¡Deja, deja, ya lo haré yo! Acabas de llegar y estarás cansada, no me hagas enfadar.
Tía Mimi recogió los platos y se marchó dejando tras de sí un halo de suavidades. Su hermana se relajó, apoyando la espalda en el respaldo de la silla. Extendió una mano para sacar un cigarrillo.
—¿Todavía fumas tanto? —le preguntó John.
Ella hizo un gesto vago, que podía significar cualquier cosa, aunque su intención era quitarle importancia al tema, mostrarse indiferente.
—Es encantadora —dijo refiriéndose a Mimi.
John se acodó en la mesa.
—¿Te quedarás mucho tiempo esta vez?
Julia Stanley no contestó inmediatamente. Parecía cansada, víctima de un agotamiento interior que nacía en su espíritu y se prolongaba más allá de sí misma, hasta esa zona donde sentía que ya no era ella, sino la imagen de sus propias emociones. Sus ojos estaban sumidos en un mar de inquietudes, a punto de tormenta, una tormenta que el cansancio ahogaba y dominaba. Se sentía atenazada por la nada de la espera. Los ojos de su hijo, fijos en ella, acabaron por desarmarla.
—Unos días —contestó.
—¿Cuántos?
—Unos días.
De nuevo el gesto impreciso.
—Pareces cansada —dijo John.
—Es por el trabajo, el viaje hasta aquí… Llevaba ya demasiado sin verte y… —había comenzado a hablar con cierto nerviosismo. Se detuvo y apoyó una mano en un hombro de John—. ¡Se está bien aquí!
—Podrías quedarte de una vez.
No quería ser acusador ni terminante, pero carecía de la paciencia y la calma de un adulto o de otro cualquiera en las mismas circunstancias.
Tía Mimi volvió a entrar en el comedor.
—¿No le encuentras cambiado? —preguntó señalando a John.
—Ha dado el estirón definitivo —suspiró Julia Stanley—. Ahora sí que ya es un hombre.
La peligrosa espiral emotiva desatada con la última observación de John se detuvo en su ascensión por la pregunta de tía Mimi, que miró a su sobrino con orgullo.
—Parece que fue ayer —comenzó a decir.
—¿Cómo va tu grupo? —preguntó Julia Stanley.
—Bien, muy bien. Esta semana grabamos una maqueta; ya sabes, una cinta de prueba en un estudio.
Su madre le miró sorprendida.
—Eso suena a profesional, ¿no?
—Sólo es una maqueta —aclaró él tratando de quitar importancia a sus anteriores palabras—. Un paso necesario para que tú mismo veas qué tal lo haces.
—Deberías oír las canciones que está haciendo —intervino la tía Mimi, un poco fuera de contexto de la conversación—. Él y ese amigo suyo, Paul, trabajan mucho.
—Pase lo que pase, me gustaría que no dejases los estudios, hijo.
Hijo era una palabra llena de contenidos y exigencias. John y su madre se miraron. La palabra flotaba entre los dos.
—En junio acabo la escuela. ¿Cómo quieres que los deje? Por lo que me queda…
—¿Y después?
Tía Mimi se sentó de nuevo.
—Quiero cantar y actuar con Los Quarrymen. Mientras tanto, creo que ingresaré en la Academia de Arte.
Julia Stanley apagó el cigarrillo a medio consumir. Ninguno de los dos supo si su seriedad era una muestra de disgusto por la primera noticia o una señal de alivio por la segunda. Su hermana lanzó un inesperado ataque.
—Yo creo que si te quedas hasta comienzos de verano podréis discutir esto y estudiarlo sobre la marcha, ¿no?
Julia le dirigió una mirada cargada de acritud.
—Estamos en febrero, Mimi. Sabes que no puedo.
John se puso en pie.
—¿Por qué no nos cantas algo, querido? —dijo tía Mimi para salvar la situación.
El muchacho bajó la cabeza. Aún tenia el pelo revuelto por el abrazo y la efusividad con que media hora antes había recibido la llegada de su madre. Había tanto amor como frustración en sus ojos cuando dijo:
—Me espera Paul, lo siento.
—¿No puedes llamarle y…? —preguntó con delicadeza tía Mimi.
—Ahora ya no —la interrumpió él—. Si hubiera sabido antes que ibas a venir, mamá…
—Claro, John; no importa —le dijo Julia Stanley en tono apagado.
John Lennon se inclinó sobre ella, le dio un beso en la frente y después se marchó.
Ninguna de las dos mujeres habló hasta que sus pasos dejaron de oírse, perdidos en el breve camino del jardín.
EL estudio de grabación de Percy Phillips era diminuto, apenas un espacio para un equipo de dos pistas y un receptáculo en el que no cabían más allá de cuatro músicos con sus instrumentos. Una mampara de cristal y un relleno de fibra de vidrio cubriendo las paredes, sin una sola concesión a lo decorativo, formaban el resto. La mampara separaba el equipo de la salita de grabación propiamente dicha. Realmente era muy poca cosa, pero mucho más de lo que ellos, y otros muchos, podían soñar.
Ahora, mientras oían las dos canciones por los altavoces, serenamente, finalizada la grabación en tan sólo media docena de tomas, Los Quarrymen no se atrevían a mirarse entre sí, salvo John y Paul, en cuyos ojos se leía un creciente abatimiento. Percy Phillips era un puro nervio, una inquietud contagiosa; tenía unos pocos años más que ellos. Al terminar de oír la cinta, fue el primero en hablar.
—La grabación es buena —afirmó.
—Pero nosotros no —dijo John.
—Yo creo que eres demasiado severo —objetó Paul.
—Vaya —el rostro de John mostró la intensidad de su amargura—. ¿Y eres tú quien dice eso? Creía que te interesaba tanto como a mí llegar a la perfección. Acuérdate que dijimos que con la competencia que hay, los que no suenen bien se irán al diablo.
—Quería decir que es la primera vez que nos oímos a nosotros mismos y podemos juzgarnos. Hasta ahora creíamos sonar de una forma, o nos decía que estábamos en tono algo, agudo, grave. Pero esta vez nos hemos oído. Yo mismo sé ahora cómo corregir un par de cosas, y tú seguro que sabes cómo arreglar algunas más. Tal vez no podamos ir a ninguna compañía discográfica con esta cinta, peor nos será muy útil, mucho, Y no deja de ser una tarjeta de presentación para que nos contraten. Con ella podemos ir a ver a algunos gerentes.
Los otros tres miembros del grupo no hablaban. Sabían que John y Paul eran los jefes, y que no admitían interferencias en este sentido. Percy Phillips se levantó y paró la bobina con la cinta original.
—¿Puedo deciros algo?
—Sí, claro —le invitó John.
—Por aquí han pasado bastantes grupos desde que tengo montado esto, grupos de todo tipo, desde los que hacen
skiffle
, como vosotros, hasta los que hacen
rock and roll
, y hasta algún loco que iba de
bluesman
y cosas por el estilo. ¿Y sabéis qué os digo? Pues que la mayoría, por no decir casi todos, copiaban descaradamente el estilo de Lonni Donegan o el tono de voz de Presley. Sois los primero que han querido grabar canciones propias, y esto para mí es importante.
—Sí, quiere decir que estamos más locos que los demás —se burló John agriamente.
—No digo que no estéis verdes —siguió Percy Phillips—, pero las canciones, al menos estas dos, tienen algo. Y lo de estar verdes se soluciona dándole más fuerte y con más energía al asunto, ¿entendéis? Habéis de ensayar más y, sobre todo, tocar en directo cuando podáis. El mejor ensayo es la actuación en vivo, porque te obliga a corregir defectos sobre la marcha, a improvisar viendo la cara de la gente, y a salir de apuros con ingenio. Sólo os falta conjuntaros.
—¿Y dónde conseguimos actuaciones? —preguntó Paul.
—Están saliendo conjuntos por todas partes, y los que no saben tocar se están haciendo representantes. Ya hay dos o tres agencias buscando gente nueva con
skiffle
o
rock and roll
. Grabar un disco es otra cosa, pero esta cinta seguro que os va a servir para firmar un contrato para que un agente os represente.
—¿Un contrato siendo menores de edad?
—Bueno, ellos arreglan esas cosas. Por cierto, hablando de arreglar, ¿podéis venir Paul y tú a mi despacho para firmarme el comprobante de la grabación?
—¿Qué?
—Es sólo un requisito: venid.
Percy Phillips estaba ya en la puerta. Los otros tres Quarrymen no se movieron. John y Paul siguieron al propietario del estudio por un estrecho pasillo. El despacho no era más que la habitación del propio Percy Phillips. Entraron en ella.
—En realidad sólo quería hablar con vosotros dos a solas —les confió a ambos mientras cerraba la puerta—. No quería que me oyeran los demás, aunque tampoco sé qué clase de lazo os une con ellos, ni si me meto en camisa de once varas.
—Paul y yo somos los que decidimos las cosas del grupo; puedes hablar.
Percy Phillips se tranquilizó.
—Puedo estar equivocado, peor si os sirve de algo mi experiencia, os diré que lo que he notado. En primer lugar, creo que os falta un buen guitarra solista, y no te ofendas, John. Tú llevas bien el ritmo, lo mismo que Paul, pero un solista es importante, ya sabes, alguien que puntee bien.
—¿Te crees que no lo buscamos? —dijo John—. Hace tiempo que pensábamos en ello. Paul podría ocuparse del bajo y yo del acompañamiento.
—Perfecto. En segundo lugar, opino que para vuestro estilo es indispensable un batería mejor.
—También lo sabemos —convino John.
Percy Phillips les dio la mano.
—Si lo sabéis, quiere decir que estáis en el buen camino. La mayoría de los grupos están formados por una partida de amigos y, para no herirse unos a otros, aguantan con lo que tiene y acaban hundiéndose. Formar un conjunto requiere tiempo, hacer muchas pruebas hasta dar con la gente adecuada y, desde luego, actuar y actuar mientras tanto.
—¿Algo más? —le invitó a seguir John, viendo la buena voluntad de Phillips.
Percy Phillips hizo un gesto ambiguo.
—Hay algo… —dijo—, pero no es tan importante: no me gusta el nombre que habéis puesto al grupo.
PAUL marcó el acorde dos veces. Dejó una pausa y lo repitió pasando a continuación a una escala inferior.
—¿Lo ves? —le dijo John.
—¿Por qué no pruebas cambiando a re y luego subiendo el tono hasta empalmar con lo que ya tenemos hecho? El estribillo podría ir aquí.
—¿Y hacemos un puente con la parte del solista?
—Sí —indicó John—. Luego, volvemos a meter el estribillo y cerramos.
Paul lo memorizó todo. Cuando estuvo dispuesto, sonrió nervioso.
—Vamos a probarlo.
Tocó toda la canción, con dos leves errores que corrigió sobre la marcha. Por encima de la música, que surgía del rasgueo de su guitarra, tarareó una inexistente letra. El resultado entusiasmó a los dos.
—¡Es muy buena! —dijo el mismo Paul al terminar—. Si encontramos un buen texto.
John se dejó caer hacia atrás, agotado, como si acabase de realizar una tarea titánica y pagase el duro esfuerzo. Permaneció silencioso.
Paul creyó que estaba pensando en la canción, en el título y la letra.
—¿No te parece que tiene un aire de viaje? —propuso—. Yo me inclino por hacerle una letra que hable de trenes. ¿Qué tal «El tren de mi amor se aleja lentamente»?
John no contestó.
—No —rectificó Paul—. Debería ser algo más fuerte, menos romántico.
—¿Cuántas canciones llevamos compuestas? —preguntó John.
Paul meditó.
—He perdido la cuenta, pero creo que serán ya como cincuenta y sesenta.
—¡Jesús! —suspiró John.
Se incorporó de golpe y miró a su amigo con desesperación. Iba a agregar algo más cuando la puerta del cobertizo se abrió sin previo aviso y, a contraluz, apareció un hombre joven al que no conocían.
—Hola —se presentó el recién llegado—. ¿Sois Los Quarrymen?
John se puso en pie y Paul le secundó dejando la guitarra.
—Me llamo John Lennon y él es Paul McCartney. Somos los Quarrymen.
El visitante les tendió la mano. Sonreía con calor.
—Me llamo Nigel Whalley. ¿Tenéis un minuto? Soy representante de conjuntos.
JOHN cerró el informe, bastante abultado, pero no se lo devolvió a Whalley. Lo mantuvo en sus manos, como si esperase recibir algo más de él que la información recién asimilada.
—Como veis, mis grupos actúan bastante, cobrando lo que se merecen. Formamos un equipo, y eso es lo más esencial.
—Pero son actuaciones menores —se lamentó John—, en colegios o fiestas. No hay nada que sea verdaderamente importante.
Nigel Whalley se envaró. Era un hombre agradable, y se adivinaba por su forma de ser que cumplía con las características del buen vendedor.