—Lennon, ven aquí. No se movió.
No dio un solo paso hacia él. Harvey Mosley fue el que se aproximó, mascando chicle.
—¿Qué tal? —le preguntó amigable.
John se relajó. Charlotte hizo un globo con su chicle.
—Bien.
—Oye, he oído decir que buscas discos americanos, cosas raras de las que no se encuentran por las tiendas y todo eso. ¿Es cierto?
—Sí, ¿por qué?
Mosley se apoyó en la pared, arrastrando en su movimiento a la muchacha.
—Yo tengo discos de esos que buscas —manifestó—, y tendré más dentro de un par de días, cuando llegue Navidad.
—¿De dónde los sacas?
El muchacho fingió indiferencia al decir:
—Mi madre está liada con un americano, de cuando la guerra, y él siempre trae discos. Esperamos su barco para hoy o mañana.
—¿Son tuyos los discos?
Harvey Mosley perdió su complaciente sonrisa.
—¡Eh! ¿A ti qué más te da? Yo tengo algo que tú quieres y tú puede que tengas pasta, que es lo que yo necesito. Voy detrás de una motocicleta, ¿sabes? Tú dirás si estás interesado.
—¿Son buenos discos?
—¿No te fías de mí?
—De ti, sí, pero no de tus gustos —sonrió John.
—¿Tan loco estás por la música, Lennon?
—Tanto como tú por las motos.
Harvey Mosley soltó una carcajada e intentó besar a Charlotte. Un nuevo globo de chicle proyectado entre los dos por los labios de la muchacha se lo impidió.
—No me digas que también vas a formar un conjunto —le espetó.
—Tal vez. Tengo una guitarra.
—Estáis todos locos —rezongó Mosley—. Tengo dos primos metidos también en eso de la música, y mi hermano pequeño no habla de otra cosa. ¡Vais a ser un enjambre!
—Siempre quedan los buenos al final —dijo John—. ¿Cuándo nos vemos para ver lo que tienes?
—Yo tengo bastantes discos. ¿Tienes tú bastante dinero?
—¿Cuándo?
—Después de Navidad, el veintisiete o el veintiocho, ¿vale? Así ya tendré todo el lote y tú quizá hayas cobrado los aguinaldos.
Se dieron la mano y John pensó que tenía sólo cuatro o cinco días para conseguir un poco de dinero. De todas formas, no perdió la sonrisa hasta que le dio la espalda a Mosley y se alejó de la pareja.
NAVIDAD.
No le gustaba la Navidad.
Se despertaban en él demasiados recuerdos y demasiadas sensaciones que no podía controlar. Eran los peores días del año. La radio vertía cantidades ingentes de canciones hogareñas y no se hacía más que hablar de paz y amor en familia. Su única familia consistía en tía Mimi y sus primos y primas, Michael, David, Julia y Leila.
Su madre no daba señales de vida, y faltando dos días…
Dobló la esquina de su casa. Dos días para Navidad. El principal problema era de dónde sacar dinero para Mosley, un buen pico para comprarle los discos o el suficiente para darle un primer plazo y negociar el resto. La imagen de Matthew Hellis le vino a la memoria.
De hecho, no conseguía apartarlo de ella.
¿Cómo sería la Navidad en un orfanato? No bastaba con haber enterrado a su padre, sino que para su amigo ese recuerdo se iba a convertir en un doble dolor. Muerte, vacío, separación y un confinamiento que abocaba a la soledad. La vida tenía muchas facetas injustas. La suya era una. La de Matthew otra, probablemente peor.
A él ya no le quedaba ninguna esperanza.
Se sintió deprimido. Siendo realista, la vida no le ofrecía un perfil maravilloso para el futuro más inmediato. No tenía dinero para hacerse con los discos de Mosley, su padre era un recuerdo perdido diez años atrás, y su madre acabaría llamando por teléfono, excusándose, diciendo que no podía ir a Liverpool. Tal vez en primavera…
¿Por qué no?
Odiaba resignarse, pero no tenía otro camino. Golpear paredes tenía un mucho de furia y un tanto de rebeldía estúpida. No servía para nada. Al diablo con todo. Se metería en su habitación con la guitarra y tocaría tan fuerte como pudiese. Tan fuerte como las cuerdas resistiesen y su voz alcanzase. Tan…
La puerta de su casa estaba abierta. Las voces llegaban hasta él, pese a la distancia. Voces contagiosas, gritos de alegría, risas. No vio la maleta hasta que entró por la cancela del jardincito.
Entonces echó a correr, precipitándose hacia la entrada que, de pronto, se convertía en la antesala del paraíso.
A pesar de todo…
—¡Mamá! ¡Mamá!
Julia Stanley se tambaleó cuando John se arrojó en sus brazos.
En alguna parte de la casa la radio emitía un alegre villancico.
1956
NO podía dominarse. Su cuerpo vibraba, preso de una energía incontenible, que cosquilleaba sus nervios y llegaba a cada partícula de su ser. Shotton, Hanson y Griffiths no recordaban haberle visto jamás así.
—Pero es que es ¡absolutamente fantástico! ¿No lo habéis oído? Se llamaba Bill Haley, y su grupo Los Cometas. ¡Están en el número uno con esa canción! —y comenzó a cantar
Rock alrededor del reloj
.
—A mí la que me gusta es
Rock island line
, de Lonnie Donegan. Eso es puro
skiffle
—dijo Griffiths.
—Y también está en el número uno —agregó Hanson.
—¡Es una buena canción! —saltó John—. Pero ¡no tiene nada que ver! Es como si se hablasen dos lenguas distintas. Haley hace
rock and roll
, y el
rock and roll
es el futuro. ¿No decíais que los blancos no podíamos hacer
rhythm & blues
, y menos aquí, en Inglaterra? ¡Pues ya tenéis la respuesta: el
rock
!
—Eso no será más que una moda pasajera, ya sabes, como el
swing
y todo lo demás —auguró Shotton.
—¡Te equivocas! —intentaba hacerse entender por los tres, gesticulando vivamente con sus manos. Lo he estado leyendo en estas vacaciones de Navidad, porque el amigo de la madre de Mosley le trajo algunas publicaciones americanas y me las prestó cuando le compré los discos. Han unido el
rhythm & blues
negro y el
country & western
blanco y de ahí ha nacido el
rock and roll
. ¿Habéis oído hablar de Chuck Berry? Tengo un disco que se llama
Maybellene
que es sensacional. ¿Y de Little Richard? Cuando os ponga
Tutti frutti
vais a dar saltos. ¡No tiene nada que ver con lo que se ha hecho hasta ahora, y lo graban tres o cuatro músicos, con guitarras y batería! No sé qué casa discográfica acaba de lanzar a un tal Presley ahora mismo diciendo que es el nuevo Sinatra. De verdad, creed me, ¡está pasando!
Shotton, Griffiths y Hanson retrocedieron, aturdidos por aquel alud. En tres semanas Lennon había cambiado. No era el mismo. Tratándose del primer día de clase del trimestre, aquel derroche de energía no era natural.
—¿Vino tu madre? —le preguntó Griffiths.
—Claro que vino. ¿Por qué? Era Navidad, ¿no?
—Sólo era una pregunta.
—Pensáis que estoy loco, ¿verdad? —suspiró sin ocultar su amargura—. Creéis que me ha dado una de mis neuras.
—Reconoce que te dan fuerte cuando te vienen —advirtió Hanson.
—Hace un año recuerda que… —comenzó a decir Shotton.
John los interrumpió, sin hacer caso de sus palabras.
—Estoy hablando en serio. Hace un año éramos unos críos, y creo que hemos madurado bastante desde entonces. Veamos, ¿no nos gusta a los cuatro la música?
—Sí —respondieron al unísono los otros tres.
—Entonces, ¿de qué diablos discutimos? Debemos de parecer bobos. Esta tarde os pondré
Tutti frutti
,
Maybellene
,
Shake rattle and roll
y todas las demás. Hay que estar muerto para no dar saltos.
—Está bien, está bien; suponemos que tienes razón, como siempre, pero ¿qué tiene que ver todo esto, tu excitación, con nosotros?
John miró a Eric Griffiths. Su pasmo era total.
El pasillo central de la Quarry Bank High School iba vaciándose a medida que los alumnos entraban en las respectivas aulas. El timbre iba a sonar de un momento a otro.
—¿Me preguntas en serio qué estoy intentando deciros? —gritó.
Shotton, Griffiths y Hanson se pusieron súbitamente firmes. Sus ojos se quedaron clavados en una figura que estaba detrás de su compañero. Lennon apenas si tuvo tiempo de advertir el peligro, víctima de su loco entusiasmo. Unos dedos de hierro aprisionaron su oreja.
—Tal vez Shakespeare descansara un poco mejor en su tumba sin sus gritos, Lennon —dijo la voz de Elías Pinkerton—. Y por supuesto se sentiría mucho mejor su memoria si algunos le hicieran un poco más de justicia.
John se dobló, vencido por el dolor. El garfio que atenazaba su oreja aumentó la presión. Shotton, Griffiths y Hanson entraron en el aula.
—Los dos sabemos que la indudable pérdida de tiempo que sufrimos va a continuar, ¿no es cierto, Lennon? —siguió el profesor—. ¿O dejará de ser el bufón de la clase, privándonos a todos de su primitiva ignorancia?
Hizo un movimiento, aun a riesgo de perder la oreja, y consiguió zafarse. El dolor llegó a todas sus terminaciones nerviosas. Elías Pinkerton no dejó de avanzar, y cuando John retrocedió, viéndose obligado a entrar en el aula de espaldas, el murmullo de sonrisas que cubrió la escena le dolió todavía más que su lastimada oreja.
—Buenos días, pequeños genios —saludó falsamente jovial el profesor—, y bienvenidos de nuevo a vuestra única esperanza de futuro.
—VUESTRA única esperanza de futuro —dijo John, imitando la voz de Elías Pinkerton—. Lo habéis oído, ¿no?
Los otros tres miraron alrededor, buscando a alguien entre las sombras.
—¡No grites tanto! ¿Quieres que te oiga él o alguno de los que siempre le bailan el agua y le vaya con el cuento?
John no les hizo caso.
—¿Veis ahora lo que —intentaba deciros antes?
—No —reconoció Griffiths.
—¿Qué esperas hacer tú cuando te gradúes aquí?
A Eric Griffiths le sorprendió la pregunta.
—Y yo qué sé.
—¿Nunca has pensado en ello? —le insistió John.
—Supongo que trabajar.
—¿Y vosotros? —se dirigió a los otros dos.
—Mi padre quiere que siga estudiando, pero a mí no me convence mucho la idea —convino Shotton.
—Yo me meteré en el negocio de la familia, no tengo otra opción —dijo Hanson.
—Y luego, ¿qué?
No le entendieron. John estaba serio. La exultante vitalidad de primera hora había quedado enterrada por la amargura de la primera clase con Pinkerton. Ahora sus ojos, ocultos detrás de los cristales de las gafas, ofrecían una reflexiva serenidad. No recordaban haberle visto de aquella forma.
—¿Qué quieres decir?
—La pregunta es muy clara —dijo John—: Luego, ¿qué? Mirad bien lo que nos rodea. Esto es Liverpool. No es Londres, ni mucho menos Nueva York. Es Liverpool. ¿Os dice algo esta palabra? Nosotros mismos, ¿qué somos? Vivimos bien, con cierta decencia, pero ¿qué? Os voy a decir algo: lo que me parece que me ofrece el destino no me gusta. Y sé que puedo cambiarlo.
—¿Tiene algo que ver con tu entusiasmo de esta mañana? —preguntó Hanson.
—Vamos a formar un conjunto musical.
Ser músico o artista de cine formaba parte de sus sueños. La rotundidad de las palabras de John, sin embargo, los dejó como atontados.
—¿Qué vamos a ser?
—Nos llamaremos Los Quarrymen —aseguró su compañero, con la misma decisión.
—¿De qué estás hablando, Lennon? ¡Tú estás loco!
—¡No, no estoy loco! —respondió John, nuevamente inspirado—. Los cuatro sabemos tocar un poco la guitarra, nos gusta la música, y somos amigos. No digo que vaya a ser fácil, y será más duro al comienzo, pero cuanto antes empecemos, mejor, por que el momento es ahora, ¡ahora mismo! ¿No veis que el mundo está cambiando a nuestro alrededor? La música es el vehículo. ¡No podemos dejar pasar esta oportunidad!
—Los Quarrymen —silbó admirativamente Griffiths.
—Un momento —quiso razonar Hanson—. Tenemos cuatro guitarras viejas, y yo ni siquiera sé un par de acordes. ¿No te parece un poco ilusorio…?
—Tú tocarás la batería, los tambores.
—¿De dónde sacaremos los instrumentos?
—Los conseguiremos.
—¿Y el dinero?
—También lo conseguiremos. Hay tiendas de compraventa, con buen material de segunda o tercera mano. Sólo hemos de proponérnoslo. Nada nos detendrá.
—A mí, desde luego, mi padre —señaló Shotton—. Odia la música.
John los miró a todos con intensidad. Los conocía bien. No había hecho más que regar una semilla muy oculta. Cuantas mayores fuesen las dificultades, mayor sería el empeño para vencerlas.
—La mitad de los chicos de Liverpool están enloqueciendo con la música, y lo sabéis. Los muy buenos, o los primeros, o ambos a la vez, serán los que consigan algo. Sólo puedo deciros que voy a hacerlo, con o sin vosotros.
—¿Y quién nos hará caso?
—Toquemos bien, Shotton, y hagamos buenas canciones. El resto vendrá por sí solo.
Eric Griffiths era el que siempre secundaba en primer lugar a su amigo.
—Los Quarrymen —repitió por segunda vez.
—Y haremos
rock and roll
, antes que nadie —insistió John—.
Rock
con gotas de
rhythm & blues
,
skiffle
y lo que haga falta, hasta dar con el estilo que mejor nos vaya. ¿Qué decís a eso?
Hanson se unió a la sonrisa de Griffiths. Pete Shotton fue el último en darse cuenta de la verdad.
El mundo estaba cambiando.
O eran ellos, y ni siquiera tenían plena conciencia del fenómeno.
—Bienvenidos a Los Quarrymen —anunció solemnemente John Lennon.
—¿PREPARADOS? ¿Listos?… Un, dos, tres y… ¡ya!
La mano de John se abatió sobre las cuerdas, llenando el ámbito del cobertizo con los primeros acordes. El acople con la guitarra de Griffiths creó una falsa sensación de eco mientras Colin Hanson daba sus primeros golpes en el único tambor de su mal llamada batería, compuesta por ese tambor y un platillo. Pete Shotton no tuvo paciencia para terminar aquella babel de sonidos.
—Fantástico —dijo—. Si un día hemos de ser famosos, quizá debiéramos registrar estos primeros intentos.
—Sinatra, Crosby y los demás, ¿empezaron así? —se burló Griffiths.
—Ésos son cantantes —sentenció John sin secundar la resignada autocensura de sus compañeros—. Ellos no tenían más que abrir la boca. Esto, en cambio, es distinto: nosotros formamos un grupo. Vamos a tocar y a cantar. Si nos salía bien uno por uno, ha de salirnos bien ahora, tocando todos juntos. ¿Preparados?