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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Relato, #Biografía

El joven Lennon (7 page)

BOOK: El joven Lennon
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Elías Pinkerton contempló la mano, abierta.

—Los dedos hacia arriba.

Iba a negarse, a rebelarse, pero un nuevo viaje a la dirección bien podría ser el último. Pensó en su madre y en la promesa hecha unos días antes. Los dedos hacia arriba. El golpe de la regla en la palma de la mano dolía, y sin embargo era una caricia comparado con lo otro.

Unió los dedos, los índices en alto.

La regla salió de la espalda de Pinkerton, donde permanecía eternamente oculta. Pasó de la mano izquierda a la mano derecha y se elevó con marcada lentitud. John estuvo a punto de cerrar los ojos, pero los hundió aún más en el hombre que iba a castigarle por nada. Elías Pinkerton leyó el desafío, y una fracción de segundo antes de que su mano descendiese a toda velocidad, sus mandíbulas se apretaron convulsivamente.

Fue un golpe seco, un chasquido característico.

Y tras él… nada.

Silencio.

—¿No llora nunca, Lennon? —preguntó con suave acritud el verdugo.

John no respondió.

Hizo un gesto negativo con la cabeza, gesto que mantuvo hasta que Pinkerton giró sobre sus talones y regresó al estrado.

22

Se sentían desolados, aplastados. Su psicología de adolescentes había perdido totalmente el equilibrio, hundidos en un desaliento total. La mano izquierda de John centraba las miradas de todos, como si se tratase de un pájaro querido y muerto, incapaz para siempre de romper con su quilla el silencio del espacio.

—Se está hinchando —dijo Shotton.

—No digas bobadas —le recriminó Griffiths—. Está exactamente igual que hace diez minutos.

—¿Todavía te duele? —preguntó Hanson.

John movió los dedos torpemente.

—Cómo van a dolerme, si ni siquiera los siento.

—A lo mejor, si no dejas de mover los dedos consigues reactivar el flujo sanguíneo lo suficiente como para que podamos tocar.

Las esperanzas de Griffiths chocaron con la frialdad de Hanson y Shotton. John se puso en pie cubriéndolos a todos con una mirada mitad incrédula, mitad molesta.

—Tantos ensayos para nada —dijo Shotton.

—Pero ¿qué estáis diciendo? —gritó John—. Vamos a tocar igual, y lo habríamos hecho aunque Pinkerton me hubiera cortado la mano.

Los otros tres se dieron cuenta de que hablaba en serio. John Lennon siempre hablaba en serio, y lo sabían.

—Tú no puedes tocar con esos dedos.

—Es evidente —aceptó John—, pero por algo formamos un grupo, ¿no? Quiero decir que somos cuatro. Griffiths hará de solista y yo de guitarra rítmica.

—No hemos ensayado nada así —protestó Griffiths.

Algo más que la habitual elocuencia de John se disparó en su interior. Se diría que sus ojos querían salírsele de las órbitas; hinchó el pecho y gritó:

—¡Al diablo los ensayos! Lo importante es que podemos hacerlo, y que vamos a hacerlo. ¿No os dais cuenta? Ningún maldito Pinkerton me va a quitar la primera oportunidad de mi vida. Tal vez sonemos mal, peor que en los ensayos, pero vamos a darles música y a demostrarles que con nosotros no pueden —miró a Shotton, el más pesimista—. Tú mismo lo dijiste, ¿recuerdas? Actuar en esta fiesta nos dará a conocer, y si nos sale bien y nos llaman para otras ocasiones, incluso podemos cobrar un poco de dinero en bailes,
pic-nics
y fiestas. En verano seremos casi profesionales. ¡Y todo comienza hoy!

—Estúpido Lawson —murmuró Hanson.

—¡Al diablo Lawson y Pinkerton! —gritó John—. Tenemos dos horas y podemos conjuntarnos un poco. ¿Vamos a hacerlo o no?

Eric Griffiths fue el primero en contagiarse.

—El espíritu de Los Quarrymen.

—¡Lanzados a la fama! —apoyó John.

—El próximo día Pinkerton te dará en la cabeza —dijo Hanson poniéndose en pie.

—Hasta Pinkerton sabe que la tiene hueca, y más dura que el cemento —afirmó Shotton secundándole.

John disimuló un gesto de dolor al apoyar los dedos de su mano izquierda en los trastes de la guitarra. La derecha acarició las seis cuerdas. Comenzó a cantar
Heartbreak hotel
y, uno a uno, los otros tres se le unieron.

Ahora, cuando mi chica me ha dejado,

he hallado otro lugar donde vivir,

al fondo de la calle Soledad,

en el hotel del Corazón Roto.

Estoy tan solo que podría morirme,

y aunque está hasta los topes,

siempre hay alguna habitación

para que los amantes de corazón roto

lloren en la oscuridad…

23

LA lluvia golpeaba contra la cubierta y las paredes del cobertizo, produciendo en su interior un monótono y sordo ruido, como si un millón de pájaros estuviese picoteando por todas partes. La sensación de tristeza y soledad tenía su máxima expresión en John, que tocaba la guitarra apoyado contra una caja de madera, con los ojos cerrados, inmerso en una dulce postración. Al abrirse la puerta, esa magia desapareció. Colin Hanson entró maldiciendo de todo, y el agua que chorreaba de su chubasquero de plástico formó rápidamente un charco a sus pies.

—¿Cómo sigue Griffiths? —le preguntó John.

Hanson se quitó el chubasquero y lo plegó cuidadosamente, depositándolo junto a la puerta, encima de un mueble viejo, recogido en la calle.

—La fiebre comienza a bajarle —dijo.

—Menuda semana —se lamentó John—. ¿Y Shotton?

El batería de Los Quarrymen no respondió. Se acercó a su amigo y se sentó en el suelo, en una zona milagrosamente seca. El silencio y las sombras que dominaban el tono huidizo de sus ojos hizo que John sospechase algo. Dejó de tocar y esperó. Todo era posible en una semana tan mala como aquélla.

Hanson desvió la mirada al notar la intensidad de los ojos de su compañero. Su angustia individual se interpuso entre los dos como un muro impenetrable.

—¿Qué pasa? —insistió John.

—Shotton no vendrá —dijo apesadumbrado Colin Hanson.

—¿Por qué?

—¿Y lo preguntas? Sabes muy bien que su padre no le deja, y que le organizó un lío de mil demonios cuando se enteró de todo esto.

—¡Pero si nos salió bien, mejor de lo que esperábamos!

Hanson continuó con los ojos fijos en el suelo.

—Puede que demasiado bien.

—¿Qué quieres decir? —preguntó John.

—Pues que ahora va en serio: los Quarrymen, todo.

—¡Siempre fue en serio! ¿No pensarías que…? —John dejó de hablar durante unos instantes. Una idea se abrió paso hasta convertirse en el preámbulo de una certeza—. Oye —dijo—. ¿Qué quieres decir con eso de que Shotton no vendrá? Supongo que te refieres a hoy, o a esta semana, hasta que su padre…

Colin Hanson levantó por fin la cabeza.

—No vendrá más, Lennon: se acabó. Deja el grupo, y yo también.

—¿Qué?

—Oh, no me lo hagas más difícil, ¿quieres? Shotton se va y es el momento de ser realistas.

—¿De qué realidad me hablas? ¡Lo estamos consiguiendo! ¿Qué os pasa ahora? Los Quarrymen…

—¡Los Quarrymen eres tú, y tal vez Griffiths, no sé, pero Shotton no puede seguir, aunque lo desee, y yo no me veo con fuerzas!

—¡Tú eres un buen batería! —protestó John—. Lo estás demostrando en cada ensayo —se detuvo y se puso repentinamente serio—. ¡No te irás con Los Huracanes…!

—No seas estúpido —dijo Hanson—. Me gusta la música, y me entusiasmó tocar en público el otro día, y ver cómo nos aplaudían y cómo nos miraban las chicas. Sí, la música es un buen reclamo. Pero si dentro de unos meses seguimos así y me voy, entonces será peor.

—¡Dios mío! —suspiró John—. ¡Esto se pone cada vez peor! ¿Cómo… cómo os sustituyo?

—Hay gente en la escuela que está deseando tocar en el grupo, y lo sabes. Angleday es bastante bueno, y Hughes.

—¡Son pésimos! —gritó John—. No puede haber otros Quarrymen que nosotros cuatro.

—Por el barrio también hay gente, y fuera de él. Si algo sobra ahora mismo, es gente que quiera ser estrella del
rock
.

—Hanson…

Dejó de hablar, de buscar la vaguedad, de seguir eludiendo el punto crítico y decisivo de la verdad.

—Lo siento, John —dijo con aire de tristeza resignada.

Una gotera se abrió paso entre las tablas del techo, y las primeras gotas salpicaron a menos de un metro de ellos. John acarició su guitarra igual que si fuese de piel. Los dos formaban el núcleo de una curiosa y extraña relación sentimental, una relación viva y auténtica. Las emociones de uno vibraban en la otra, y las de ésta pasaban al espíritu de él. La música era la sangre, la energía, el vehículo.

—No lo entiendo —suspiró dolorido—. No puedo entenderlo, Hanson.

24

La voz de tía Mimi le hizo disminuir el volumen del tocadiscos.

—¡John, alguien quiere verte!

Se asomó a la puerta. Su tía estaba a mitad de la escalera, un poco sofocada por el trabajo doméstico.

John imaginó que andaría limpiando la plata, o el tapizado de las butacas de la salita.

—¿Quién es?

—¿Puede ser un tal Arnold no-sé-qué?

Conocía a un Arnold Carmichael de la parroquia, y a un Arnold Lester de la escuela. Se encogió de hombros y volvió a entrar en su habitación para apagar el tocadiscos y guardar en su funda el disco que estaba escuchando, para preservarlo del polvo. Salió de nuevo y bajó los escalones de tres en tres, según su costumbre. Su tía se apartó, temerosa hasta del torbellino de aire que levantaba a su paso.

—Está en el jardín —trató de decirle inútilmente, porque su sobrino ya estaba fuera.

Era Arnold Carmichael, el de la parroquia. Tenía un par de años más que él y era algo más alto. Pelirrojo, pecoso, su cara intentaba asomarse entre su pelo encrespado. Al verle, se alegró enormemente y dejó ver sus dos filas de dientes.

—Hola, Lennon —le saludó—. ¿Qué tal andas?

John contempló fascinado la inmensidad de aquella boca, y la irregular distribución de las dos filas de dientes. Estuvo tentado de hacer alguno de sus comentarios mordaces, pero algo le detuvo, un golpe de su instinto. Arnold Carmichael no era de los que iban de visita sin más.

—Andar, ando bien —dijo de todas formas, señalando sus dos piernas.

Carmichael le rió la gracia de una forma un poco forzada.

—He oído decir que tienes un conjunto —comentó en medio de su risa.

—Los Quarrymen.

El visitante se apoyó en la cancela, indolente.

—¿Te interesaría actuar en el
pic-nic
de Woolton? Estamos buscando una banda o algo así para animar la fiesta de la parroquia. Nadie mejor que tú, si quieres hacerlo.

—¿Cuánto?

—El día quince, de este mes de junio, claro

—No he dicho «cuándo» —recalcó John—, sino «cuánto».

Arnold Carmichael dejó de sonreír.

—Vamos, John —comentó—. Puede ser una oportunidad tan buena para ti como para la parroquia. Un favor mutuo. Además de oír hablar de tu grupo, también he oído decir que estás cambiando los componentes del mismo a cada momento. Eso indica falta de compenetración, y de todas formas tampoco eres un profesional.

—Sonamos bien. ¿No has oído también eso, de pasada?

El pelirrojo se movió inquieto. John intuyó algún apuro por su parte.

—Tendrás refrescos gratis y un buen escenario. El transporte de los instrumentos lo pongo yo. ¿Vale?

Un
pic-nic
en Woolton, uno de los suburbios de Liverpool, no era una actuación en el Empire Theatre, en el centro de la ciudad, pero no estaba mal para continuar el fogueo, actuar frente al público, saborear los primeros aplausos.

Intentó no parecer demasiado entusiasta cuando dijo:

—De acuerdo. Tampoco teníamos nada para ese día. Y se estrecharon la mano sellando el trato.

25

LA nota final de la última canción sobrevoló las cabezas de los asistentes al
pic-nic
, muriendo en un silencio entre el cual volvieron a surgir los gritos de los niños, el murmullo de los que dialogaban y las risas, siempre una luz en medio de las tinieblas, de las muchachas que coqueteaban con los pretendientes que las cercaban. John paseó la mirada por la concurrencia y esperó un asomo de entu­siasmo, una petición para que interpretaran otra canción más, un aplauso más fuerte que el del compromiso.

Nada.

Los niños y adolescentes que bailaban o se marcharon o se acercaron al es­cenario para echar una ojeada al instrumental. Las parejas buscaron la soledad en la primera hora del anochecer. Arnold Carmichael se alejó, hablando acalorada­mente al pastor. Las mujeres siguieron comiendo y los hombres bebiendo. El
pic-nic
continuaba y los alrededores de Woolton languidecían.

Comenzó a guardar la guitarra en su funda.

—Hoy ha estado bien —le dijo Eric Griffiths.

—Para el caso que nos han hecho…

—Pero ha estado bien —insistió su amigo.

—¿Vamos a tomar algo? —preguntó el batería.

—¿Vienes? —quiso saber Griffiths.

—Id vosotros.

No esperó a que le echaran en cara su actitud y saltó del entarimado. En realidad sí tenía sed, pero no quería hablar con nadie. Buscaba en la soledad un refugio para sus pensamientos, y nada más. Odiaba las lisonjas gratuitas, las palabras fáciles y las palmadas corteses. Odiaba el cinismo adulto y la hipocresía barata. Habían sonado mal, sin conjunción, pero mejor de lo que todos ellos mere­cían.

—¿Qué es lo que falla? —rezongó por lo bajo—. ¿Qué, maldita sea?

Las entradas y salidas de nuevos músicos, lo precario de sus instrumentos, la falta de ensayos, especialmente ahora que estaban de exámenes y una mala ­calificación podía echar al traste todo un buen verano, su edad… Sí, posiblemente esto último fuese lo peor. Nadie los tomaba en serio.

—Pues conmigo no podrán —se juró a sí mismo.

Pensó en recoger su guitarra y desaparecer, aunque eso no fuese justo para los demás. Se detuvo, y entonces vio a Iván Vaughan dirigiéndose hacia él. Iván sí que era un buen amigo, entusiasta y válido, aunque no tuviese el menor oído para la música y aún menos habilidad para tocar un instrumento. Le apreciaba ­especialmente por su optimismo, esa clase de ánimo que convierte lo difícil en fácil y lo imposible en viable. Seguía sin querer hablar con nadie, pero no podía herir a Vaughan.

—¡Eh! ¿Dónde te metes? ¿Qué haces aquí tan solo?

—Nada, intentaba…

Iván se lo llevó de un brazo.

—Ven, quiero presentarte a alguien.

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