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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Relato, #Biografía

El joven Lennon (15 page)

BOOK: El joven Lennon
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Había dicho llamarse Pete Best.

—Pero ¿sabes tocar la batería? —preguntó John interrumpiendo su oratoria.

—Estoy en ello, de verdad —asintió su visitante—. Necesito algunas lecciones, un par de consejos, y sobre todo meterme en un grupo. Por esa razón he venido a veros.

—Ya —dijo resignadamente John—. Quieres una oportunidad.

Pete Best se sintió ofendido.

—No se trata de eso, ¿sabes? Yo también tengo algo que ofreceros a vosotros.

John y Paul se inclinaron hacia adelante.

—Algo ¿cómo qué? —preguntó John.

—Un club donde poder actuar todos los días, y cobrando bastante bien —respondió un poco poseído de sí mismo.

—¿Tú tienes un club? —se notaba la incredulidad en la voz de Paul.

—Yo no, pero mi madre está decorando el suyo.

A menudo solían recibir algunos entusiastas locos o enterados pasados de onda. Eran chicos o chicas que se metían en sus vidas, hablando, dando consejos, diciendo lo bien que lo hacía o lo que necesitaban para ser mejores. Algunos querían tocar sin saber siquiera poner las manos en una guitarra. Otros buscaban la oportunidad de ganar dinero, creyendo que la música era el medio fácil. Los más deseaban meterse en un grupo simplemente por el placer de rondar la fama y la admiración que eso despertaba entre las chicas. Ellos los escuchaban o no, pero terminaban desapareciendo. No había nada detrás de la primera pantalla. Aquel tal Pete Best era distinto.

Al menos parecía saber lo que quería, y el precio que estaba dispuesto a pagar por ello.

—¿Por qué no nos aclaras un poco ese lío? —le invitó John.

—Ya te he dicho que os vi actuar el verano pasado, un par de veces, y hace unos días también.

—¿Y qué?

—¡Pues que conozco vuestro problema! —saltó Best, muy seguro de sí mismo—. El año pasado llevabais un batería mediocre, y luego lo cambiasteis. Este año habéis pasado de batería y vais como dúo, pero sé que vuestra música no es de esa clase: lo necesitáis, y también un guitarra de bajos. Pues bien, yo soy el batería. Desde el primer momento me dije que tocaría con vosotros, y comencé a practicar. Sabía que podría lograrlo.

—¿Y lo del club?

—Mi madre ha comprado un local, nada del otro mundo, pero será bueno cuando acaben de adecentarlo y arreglarlo, como La Caverna. Vamos a ponerle de nombre La Casbah. Está dispuesta a ofrecer actuaciones, y si yo soy el batería de un conjunto, ¿no creéis que una madre hará lo que sea por el éxito de su hijo?

Sonreía abiertamente, con la seguridad de quien sabe que dos y dos suman cuatro. John y Paul comenzaron a darse cuenta de la realidad, y de que aquel novato hablaba en serio.

—¿Cuándo tiene pensado tu madre inaugurar el club?

—A finales de agosto.

—Sólo nos quedan dos meses —comentó Paul—. No es mucho tiempo para conjuntarnos.

—Especialmente si aún nos falta otro miembro por lo menos —señaló Pete Best.

John dirigió a Paul una mirada de desconcierto, preñada de dudas.

—Espera un momento —empezó a decir.

Paul arqueó las cejas. No hizo falta que hablase. John comprendió que tenían una oportunidad importante, la última si querían hacer algo durante el verano y ganar algún dinero. De hecho, Pete Best era lo menos importante. Podía apostar que habían tocado con baterías peores.

Se trataba de resistir.

—Dos meses —repitió Best.

Acorralados y desesperados. Nada que perder y mucho que ganar. John se dio por vencido, impulsado por su instinto. Ahora la realidad pasaba por la rápida y nueva reestructuración del grupo.

—¿Qué hay de aquel guitarra, Paul? —preguntó.

—¿Harrison?

—Sí.

Paul le guiñó un ojo.

—Localizable y libre —aseguró.

—Entonces, llámale. A ver si mañana podemos tener una primera toma de contacto.

Pete Best se movió nerviosamente. Se centraron en él las miradas de John y Paul. Renacía la voluntad de seguir adelante. Tartamudeó al decir:

—¿Esto… esto quiere decir que ya soy un Quarrymen?

54

GEORGE Harrison era tan alto como ellos a pesar de su edad, y vestía de forma adecuada. Tenía cierta clase, y una mirada inteligente, despierta, abierta y espontánea. Era nervioso, pero en cuanto sus manos tocaban la madera de su guitarra, se tranquilizaba. Dejaba vagar su mirada por el local mientras John se empeñaba en aclararle unas cuantas cosas.

—Paul ya me ha hablado de todo eso —dijo por segunda vez—, y estoy de acuerdo. ¿Cuándo empezamos?

John buscó con la mirada a Paul, pero éste se limitó a encogerse de hombros, en un claro gesto que quería decir: «Tú eres el jefe».

—Comprenderás que hemos de estar seguros —insistió John.

Las manos de George recorrieron una escala de notas de forma rápida y precisa. John parpadeó ante esa improvisada demostración. El recién llegado parecía vivir ajeno a la trascendencia del momento.

—¿Puedes tocar algo para convencerle?

—Claro que sí. ¿Qué quieres que toque?

—Da lo mismo, cualquier cosa. Es sólo para tener una idea —dijo John.

George Harrison aseguró la guitarra entre sus manos. Miró al techo y luego cerró los ojos. John, Paul y Pete Best, se aproximaron curiosos, sentándose a su alrededor.

El guitarrista empezó a tocar
Rebel rouser
, el éxito de Duane Eddy, considerado como el primer y mejor guitarra solista del
rock and roll
. Fraseó sobre la entrada, iniciando el tema, interpretando perfectamente el original, y luego entró la melodía hasta alcanzar el núcleo central, el estribillo o
tempo
más conocido de la canción. Superado éste, no se contentó con copiar la forma y el estilo de Eddy, sino que improvisó unas notas adicionales de su propia cosecha y arropó la salida con un enfático trémolo que cortó en seco.

Concluida su demostración, abrió los ojos y con toda tranquilidad se enfrentó al veredicto de los otros tres, especialmente de John.

Ninguno podía disimular su impresión.

—Eso ha estado muy bien —ponderó John.

—Ya lo sabía —contestó George—. ¿Hacemos algo todos a ver qué tal suena?

Pete se sentó a la batería y Paul tomó su guitarra. John fue el último en reaccionar, todavía tratando de catalogar al nuevo elemento, sin saber si tenía nervios de acero o se trataba de una pose muy bien estudiada. De lo que no cabía la menor duda era de que Paul tenía razón: era el mejor guitarra que había conocido.

—¿Qué le pasó a tu grupo? Se llamaba The Rebels, ¿no?

—Éramos unos niñatos —aclaró George chasqueando la lengua —. Y eso que sonábamos bastante bien. ¿Qué tocamos?

Daba la impresión de vivir por y para la música. John se sintió más relajado y tranquilo.

—¿Conoces
Sittin' in the balcony
, de Eddy Cochran? —le sugirió—. Tiene un buen solo central.

—Sí; es muy buena.

—Entonces, de acuerdo; yo marco el ritmo y Paul hace el contrapunto con Pete. Tú te manejas solo, a tu aire. En cuando a la voz, yo hago la primera y Paul la segunda.

—Puedo acompañar a Paul en su parte vocal —apuntó George—. Se me da bien cantar.

—De momento vamos a ver qué sale, ¿eh? —dijo Paul, deseando comenzar cuanto antes.

John paseó una preocupada mirada por su nuevo grupo. En vez de estar actuando en un club, ensayaban por primera vez con un batería que no lo hacía del todo mal, para su sorpresa, y un guitarra de quince años y medio. La Casbah de la madre de Best esperaba para finales de verano. Nunca pensó que las cosas se iban a desarrollar así.

Un largo y espinoso camino, pero con futuro.

—De acuerdo, vamos allá —propuso.

Y entró el ritmo inconfundible de
Sittin' in the balcony
.

Durante dos minutos y medio, a pesar de que Pete Best se equivocó tres veces, y él estuvo más pendiente de la nueva incorporación que de otra cosa, se dio cuenta de algo. Y fue como siempre su instinto, tanto o más que la realidad de lo que veía y oía, el que le dio la clave.

George Harrison tocaba bien, firme y seguro, y su voz se compenetraba perfectamente con la de Paul, y hasta con la suya si era necesario. Era lo mismo el que tuviera quince años y medio o treinta.

Era un Quarrymen.

Cuando acabaron de tocar, mientras Paul decía que sí con la cabeza y Pete sonreía entusiasmado, John se limitó a decir con premeditada indiferencia:

—Vale, te quedas.

No hizo falta más para desatar el entusiasmo de todos.

55

¿CÓMO podían cambiar tanto las cosas?

¿Y en tan poco tiempo?

Un mes antes Los Quarrymen apenas si existían: eran Paul y él. Un mes antes no sabía nada de su madre, como tantas otras veces. Un mes antes veía extenderse ante él el erial de un maldito y absurdo verano. Un mes antes todo estaba bloqueado a su alrededor, y la vida que seguía adelante se le escapaba como el agua vanamente aprisionada entre sus manos, alejándose más allá de un horizonte que nunca conseguía alcanzar.

Ahora su madre estaba en casa, George era el mejor guitarra que Los Quarrymen habían tenido y Pete Best se adaptaba igualmente bien a su puesto de batería; un trabajo les estaba esperando en cuanto se inaugurase La Casbah, y el verano, en suma, volvía a recobrar su color de fiesta.

¿Se convertiría todo en un camino de rosas, algún día, si conseguían grabar un disco o un cazatalentos los descubría y les ofrecía una oportunidad en televisión? ¿Consistía en eso el misterio de la vida? La frustración de hoy era la energía de mañana; el golpe de ayer, la experiencia del presente. ¿Lo veía todo de otro color por la racha de buena suerte, o era simplemente eso: una cima para bajar luego a un valle profundo en ese juego de exaltaciones y depresiones?

Era un momento decisivo, ¿o era simplemente una ilusión que él quería forjarse. Había hablado con Paul tantas veces de su destino, de la música. Londres, el éxito…

Y ahora era como si todo estuviese cerca, muy cerca.

Podía casi verlo, tocarlo, sentirlo.

Julio descargaba una incipiente oleada de calor, un tiempo seco y maravilloso en el que apetecía bañarse. Lamentablemente para ellos, los ensayos eran lo primero. Conjuntar el repertorio, ensayar, perfilar las versiones de los éxitos del momento, tanto como los temas propios. El local de ensayo se había convertido en su casa.

Y a ninguno le importaba.

-¡Jesús! -se repitió en voz alta-. Pero ¿cómo pueden cambiar tanto las cosas?

56

ESPERÓ a que su madre abonase la cuenta y atenazó el paquete con un solo brazo.

—Ten cuidado, no se te vaya a caer —le dijo ella.

—Tranquila.

Julia Stanley recogió la vuelta. Iba a reunirse con su hijo, que esperaba casi en la puerta, cuando vio que éste agitaba su brazo libre saludando a alguien. Siguió la dirección de su mirada y se encontró con un hombre bastante joven avanzando hacia él.

—John, ¿cómo va todo? —saludó el recién llegado—. Iba a llamarte hoy para un par de cosas, suponiendo que tengas conjuntados ya a los nuevos. ¿Qué tal?

—Son los mejores que he tenido —aseguró él—. ¿Tienes algún contrato? Falta todavía un mes y medio para lo de La Casbah y no nos vendría mal actuar en directo.

—De eso quería hablarte precisamente.

Julia Stanley se detuvo ante ellos. John volvió la cabeza al verla y los presentó.

—Mamá, éste es Nigel Whalley, nuestro agente. Nigel, ésta es mi madre.

El hombre estrechó su mano haciendo una ligera reverencia. Los tres se quedaron luego momentáneamente desconcertado, en mitad del paso. Julia Stanley rompió la tensión forzando una sonrisa cortés. Se hacía tarde.

—Voy ahí enfrente, no te preocupes —le indicó a su hijo—. Habla lo que tengas que hablar con tu amigo y nos reuniremos fuera cuando termines, ¿de acuerdo?

—Está bien, mamá.

Julia Stanley volvió a estrechar la mano del agente de Los Quarrymen.

—Procure que los contratos sean de un millón de libras —bromeó.

Después salió a la calle.

Los dos la vieron cruzar la calzada, sorteando el tráfico de mediodía, hasta llegar a la otra acera. Nigel Whalley miró a John.

—Creía que tu madre estaba en Londres —dijo.

—Ha venido para pasar el verano, y seguramente para quedarse.

—¿Y eso es bueno o es malo?

John no entendió la alternativa.

—Bueno, por supuesto. ¿Por qué?

—Ya hace tiempo que nos conocemos, y eres una persona bastante independiente. Pensaba que podía haberte estropeado los planes.

—Te aseguro que nada va a estropeármelos ahora, Nigel.

—Me alegro, porque hay perspectivas —dijo Whalley volviendo al tema inicial de la conversación.

—¿Vamos a tocar en La Caverna?

—Apostaría algo a que lo haréis muy pronto.

Al otro lado de la calle, Julia Stanley salió de la tienda en la que acaba de entrar, sin haber comprado nada. Iba ensimismada en sus pensamientos, con la mirada vagamente perdida en el suelo.

—Venga, ¿de qué se trata? —preguntó John.

Su madre abandonó la acera y pisó la calzada.

—¿Has oído hablar de un tal Nathan McDaniels? —preguntó Nigel Whalley.

Julia Stanley llegó casi a mitad de camino. Un autobús se detuvo en la parada. Por detrás apareció el coche.

—No, ¿quién es? —se interesó John.

El coche hizo la maniobra, y acudiendo a una cita maldita con el destino, Julia Stanley se cruzó en su camino.

Indefensa.

Primero fue un grito de algún testigo, luego un golpe seco, duro, sordo como el estallido de una vida rota en su mismo silencio; finalmente, el chirrido de unos frenos.

Y el alboroto de la calle.

Pasos, agitación, la respuesta ante lo inevitable.

—¡Eh!, ¿qué pasa ahí? —dijo John mirando en dirección a la calle.

Nigel Whalley estaba pálido.

—¡Dios mío, John! ¡Es tu madre!

57

SE abrió paso entre la gente, arremolinada frente al espectáculo, dando codazos y gritando. En la ruleta de la vida, un jugador había perdido una vez más.

—¡Mamá!

Julia Stanley yacía bajo las ruedas de un coche negro, tan fúnebre como su quietud. Sangraba abundantemente por las heridas de su cabeza; se estaba formando un charco rojizo sobre el sucio pavimento. John se arrodilló a su lado.

—Mamá… —balbuceó.

—No la toques, chico —le dijo alguien—. Podría ser fatal.

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