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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Relato, #Biografía

El joven Lennon (16 page)

BOOK: El joven Lennon
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Pero él no le oyó.

Ya no podía oír nada, salvo el canto de cisne de sus sueños.

Una burla lejana repiqueteando en el interior de su cabeza.

—Mamá…, por Dios…, no…

Llegó más gente, y desde alguna parte se oyó un silbato policial. Las sombras danzaban alrededor del escenario, en cuyo centro, inmóviles, los protagonistas de la tragedia hacían el mutis final.

—Ha salido de ahí… No la he visto… —se lamentó una voz de hombre—. ¡No he podido frenar a tiempo, Jesús bendito!

—Eso se lo dirá a la policía —gritó alguien furioso.

—¡Soy policía! —gritó el hombre—. Ha sido un desgraciado accidente.

Julia Stanley movió los ojos.

—Mamá… —repitió una vez más John.

Ella intentó hablar, o por lo menos sus labios se movieron. En sus ojos apareció un destello, y tras él una sombra. Quiso centrarlos en su hijo. No la obedecieron. Se sumieron enseguida en una oscuridad total.

John la abrazó.

—No la toques, chico —dijo de nuevo la voz de antes—. Podría ser fatal.

El tiempo se detuvo. La gente se movió, pero nadie se arrancaba del sitio. Eran testigos impotentes del desastre. Iban y venían a impulsos de la corriente: pensamientos, horror, frases hechas, piedad, lástima. La policía acabó empujándolos, disolviéndolos, pero ¿cómo hacer desaparecer las olas de un mar? Se oyeron sirenas. ¿Un médico? No, ninguno de los presentes era médico. Alguien trató de levantar a John.

Pero él hundió sus ojos llenos de lágrimas en el intruso, un agente obeso de cabello blanco. El hombre retiró sus manos, como fulminado por aquellos ojos.

Detrás de John, Nigel Whalley dijo:

—Déjele, es su madre.

De pronto el tiempo echó a andar de nuevo. Apareció un ambulancia, y con ella otros hombres, que levantaron a Julia Stanley del suelo y la pusieron en una camilla. John sujetó una de las manos de su madre. Hacía mucho calor, como correspondía a mediados de julio, y, sin embargo, la notó muy fría.

—Aún vive —afirmó uno de los hombres de blanco.

—Rápido, rápido —dijo otro.

John no dejo aquella mano.

Metieron a su madre en la ambulancia. John la acompañó. Los hombres no pudieron evitarlos, ni lo intentaron. John ocupó un asiento junto a su madre mientras ellos le prestaban los primeros auxilios, una peregrinación desesperada por aquel cuerpo desfallecido. El color rojo comenzó a manchar la blancura inmaculada de la sábana de la camilla.

—Vámonos cuanto antes.

El tiempo corría con la rapidez de la ambulancia, surcando las calles de Liverpool bajo el aullido de la sirena que se abría paso igual que una voz en el silencio, hecho de espacio, tiempo, ambulancia, sangre, Julia, John y la impotencia de unos hombres.

—Mamá… —pronunció por última vez.

El enfermero le miró. Todo el repentino y súbito cansancio que sentía se concentró en un punto. Un peso inmenso le atenazó, aturdiéndole bajo el efecto de una presión insostenible.

—Lo siento, muchacho.

John acarició la frente de su madre. Sus ojos estaban entrecerrados.

—Ha muerto —dijo el hombre.

La ambulancia se detuvo.

Y ya no importó.

Le cerró los ojos y se inclinó para besarla. La abrazó y sus lágrimas se mezclaron con el silencio que la envolvía. La apretó contra sí con todas sus fuerzas y recibió como respuesta el vacío.

Alguien puso una mano sobre su cabeza. Ya nada tenía valor ni sentido.

Era el fin.

58

PAUL paseó su mirada por el negro reclamo de la guitarra, desde el mástil a la caja, sin atreverse a tocarla. Era como si en aquel momento tuviese miedo de hacerlo, como si un simple gesto pudiese liberar el caudal de armonías contenidas en sus cuerdas, retenido en cada traste u oculto en su profundidad. Un deseo cercenado.

Imposible.

—John, ¿qué vamos a hacer?

—No lo sé. Ya no lo sé.

—No puedes dejarlo ahora.

—No puedo dejarlo, y tampoco sé cómo seguir.

—Sabes que esto pasará.

—¿Cuándo?

Paul sostuvo su mirada, su expresión desconcertada.

—Cuando tú lo decidas.

—No sé si estoy preparado para ello ahora mismo, o si lo estaré mañana, la semana próxima, el mes que viene. No lo sé. Sigo preguntándome por qué tenía que suceder, precisamente cuando todo iba tan bien —sus ojos se empequeñecieron detrás de las gafas y su voz se llenó de inquietudes al preguntar—: ¿Crees que ése fue el precio?

—¿Qué quieres decir?

—El precio de que todo funcionase, la seguridad de que estábamos en el buen camino, con George y Pete en el grupo. ¿No dijo alguien que hay que pagar por todo en esta vida?

—¡No seas ridículo! —protestó Paul.

—¿Y tu madre? Tuvo que morir para que te integraras de verdad en el conjunto. Tú mismo lo dijiste. Murió ella, te desfondaste y un día apareciste con una guitarra nueva, gritando que por fin lo veías todo claro.

Paul vio un resquicio.

—Suponiendo que sea así, yo al menos superé la catarsis. Tú, en cambio, llevas dos semanas sin saber qué hacer, rompiéndote la cabeza contra un muro de incertidumbres. ¡Los dos hemos perdido a nuestra madre, maldita sea, y ahora nos toca vivir a nosotros! ¡La vida sigue!

—Tú la tuviste contigo siempre. Yo ni siquiera la conocía bien. Era ahora cuando al fin podía…

—¿Y cómo ibas a luchar contra el tiempo? Estábamos hablando de ir a Londres, de dejar Liverpool, de comenzar de verdad. Precisamente ahora es cuando ya no tenemos más remedio que hacerlo. ¡Es nuestro turno!

—Siempre tuve la esperanza…

Paul se sentó a su lado y pasó un brazo por sus hombros. Sus palabras fueron como descargas eléctricas.

—¿De que tu padre volviera? ¿De que tu madre se quedase? Nunca te dejaron escoger, nunca. Y no me preguntes si eran buenos o malos, porque no lo sé, ni lo sabes tú tampoco. Lo único cierto es que ahora, por fin, puedes hacerlo y no porque él siga lejos y ella esté muerta. Puedes escoger, simplemente, porque ha llegado tu momento, ¡nuestro momento! Ya no tenemos once o doce años. Tú cumples los dieciocho en octubre, dentro de dos meses, y eso no lo hubiera cambiado ni tu madre siguiendo viva, aunque se quedase aquí en Liverpool. Tenemos una oportunidad el día veintinueve, en la inauguración de La Casbah, y ya no dejaremos que se nos pase ninguna otra, ¿de acuerdo, John?

Le obligó a mirarle. Vio el mismo rostro, la misma nariz aguileña, los mismos ojos diminutos detrás de sus gafas, los mismos labios afilados. Pero vio también una nueva luz, una desconocida expresión de madurez.

El cambio final.

—¿De acuerdo, John? —repitió.

—Estoy solo, ¿verdad?

—Sí —reconoció Paul aceptando aquel enfoque—: Estás solo.

John tomó la guitarra.

Se hizo uno con ella.

Toda la música que llevaba dentro se agitó, y se rebeló en su angosto encierro. Cada canción no escrita y cada actuación no ejecutada, cada sueño y cada esperanza, nuevamente impulsados.

El niño, el joven Lennon del pasado, quedaba atrás.

En su lugar nacía el John Lennon del presente y el futuro.

—De acuerdo, Paul.

59

LAS luces desparramaban su propio bullicio, silencioso y cambiante. Entre bastidores, a un lado del diminuto escenario abierto a la gente que bebía y charlaba, los ojos atisbaban al frente, escudriñaban reconociendo caras y adivinando otras. Apenas si se cabía.

El acontecimiento giraba en torno a sí mismo, proyectándose con las bambalinas de la expectación hacia la cumbre de su magia. Público, bebida, ambiente, voces, luces, todo formaba parte del mismo halo. Había algo, un flujo y un reflujo, y el escenario vacío seguía siendo el destino de lo desconocido.

El grupo de ojos palpitó.

—Ha venido Groovey, y Shelly, y Mayer…

—Y Gladys y Debbie.

—Hay ambiente, será una noche grande.

La señor Best salió de alguna parte, como una criatura de las sombras.

—Os toca, chicos —anunció—. Espero que me hagáis quedar bien.

John dibujó una de sus irónicas sonrisas en sus labios.

—Si salimos a hombros, mañana valdremos el doble, se lo advierto —dijo.

—Me conformo con que no haya destrozos —dijo ella en tono desenfadado—. Confío sólo en dos cosas: que no os metáis con la gente y no escupáis.

—Somos unos chicos finos —insistió John, acentuando su sonrisa.

—¿Vamos ya?

John, Paul y George miraron a Pete Best. Era el más nervioso. No era un mal batería, pero le faltaba algo, algo que ellos tres sí tenían y eran conscientes de poseer, aunque ignorasen todavía su nombre.

—Tranquilo, Pete —dijo John—. Aunque hay muchos conocidos nuestros, la mayoría ni nos conoce. No somos la atracción principal: la atracción es el club y su inauguración.

—Querrás decir que todavía no somos la atracción principal, ¿no? —dijo muy serio Paul.

—Por supuesto —rectificó John—. Me refería a este momento. Dentro de un rato seremos las estrellas, y toda esa pandilla de ignorantes estarán agradeciendo su suerte.

George, que trataba de aparentar la edad que no tenía, acompañó a Pete.

—Entonces será mejor que salgamos, antes de que estén demasiado borrachos para vislumbrar siquiera su suerte.

Recogieron sus guitarras y se agruparon. Los últimos nervios reales aparecieron en la piel, como molestos forúnculos, hasta reventar y desaparecer. Olvidaron las últimas bromas y callaron. No era un debut, una primera vez, pero sí era la presentación del nuevo grupo, con George y Pete. Vestían de negro los cuatro, pantalón y cazadora de cuero. Y era posiblemente su primera actuación importante. La Casbah, en Heyman's Green, estaba llena a rebosar.

Para ellos, la historia comenzaba a tomar forma.

La madre de Pete Best salió al escenario, donde esperaban la batería y los altavoces dispuestos para que cada guitarra conectase con ellos. La gente no dejó de hablar, reír y beber.

—¡Y ahora… —gritó la mujer por encima del bullicio—, El Casbah Club tiene el placer de presentaros…!

Algunas voces decrecieron. Los amigos y amigas del conjunto corearon su nombre antes de hora. Otras voces se unieron al entusiasmo de las primeras.

La señora Best esperó.

Y cuando los últimos murmullos se desvanecieron, su grito fue el aldabonazo a la puerta del primer cielo:

—¡Los Quarrymen!

60

TÍA Mimi ya no lloraba, al menos intentaba no hacerlo, pero los restos de las lágrimas todavía se notaban en sus ojos, en el brillo de los mismos después de cada parpadeo. Se movía y, sin embargo, su espíritu permanecía quieto, como anclado al suelo que pisaba, a modo de latente protesta o decepción final. Sus manos eran el reflejo de lo que sentía, unidas, atrapando la inquietud, enraizando la protesta, la queja que moría en la dolorosa impotencia de los ojos.

—¿Estás seguro de lo que haces, Johnny?

Era la enésima vez que sus labios formulaban la misma pregunta. A pesar de ello, John no se enfadó. Dejó la última caja de discos en la entrada y, antes de volver a subir la escalera, le dijo con cariño:

—Claro que sí, tía. Todo irá bien.

Desapareció escaleras arriba, volviendo a su habitación. Durante los escasos momentos de su ausencia, ella paseó su mirada por las cajas, que casi llenaban el vestíbulo de la casa: discos, libros, ropa, recuerdos, las dos guitarras, el equipo de música. Cada pedazo de la vida de su sobrino, empaquetado debidamente para abandonar la casa.

El adiós.

John bajó de nuevo la escalera, con otras dos cajas de libros y unas carpetas de dibujos bajo el sobaco.

La carpeta resbaló al bajar John los últimos peldaños y cayó al suelo, esparciendo viejos y nuevos dibujos, imágenes trazadas por una mano infantil siete u ocho años antes, y cuadros bellamente diseñados en el primer curso de la escuela de arte.

Tía Mimi se agachó para ayudarle a recogerlos.

—Sabes que podrías quedarte aquí igualmente —susurró—. Nunca me he metido en tu vida y no lo haría ahora que vas a cumplir los dieciocho. No sé por qué tienes que irte.

Se pusieron de pie y él la abrazó. Ella se refugió en su calor humano y en aquella fuerte protección, juvenil y llena de energía.

—Ya te lo he contado varias veces, tía —insistió John con cierto pesar—. Simplemente debo irme, y vivir mi vida. He de estar solo, ¿comprendes?

—No, no lo comprendo. Ésta es tu casa.

—Y no habrá otra, te lo juro.

—Además, no me gusta Gambia Terrace.

—No es tan mal lugar. A mí me parece que es justo lo que necesito, y puedo pagarlo. Está cerca de la escuela de arte.

Tía Mimi pasó una mano por sus cabellos, excesivamente largos. Tuvo el presentimiento de que, al hacerlo, un sinfín de notas musicales caía de ellos, tintineando a su alrededor, hasta desaparecer en el aire, no sin antes haber forjado una tenue melodía. En parte odiaba la música que, creía, se llevaba a John. En parte odiaba la fatalidad, que, después de todo, le arrancaba de su lado.

El compromiso, adquirido muchos años antes, tocaba a su fin.

Primero Alfred, luego Julia, finalmente…

—Sólo espero que sepas lo que haces —insistió.

—Todo irá bien ahora —afirmó John—. El grupo parece que funciona, y tenemos planes, salir de Liverpool…, cuando acabemos la escuela, claro —se apresuró a decir—. Es el momento justo, ¿sabes?

La puerta de la calle se abrió y apareció Paul.

—Ya está ahí fuera la furgoneta. ¿Voy cargando?

—Sí, yo voy enseguida —le dijo John sin moverse.

Paul agarró las dos cajas que tenía cercanas y desapareció. John abrazo a su tía y le dio un beso en la frente. La mujer hizo esfuerzos para no llorar. Intuía que lo peor llegaría después, al cerrarse la puerta, y por la noche, al no preparar la cena para él, o por la mañana, al entrar en su habitación vacía y no poder despertarle.

—¿Vendrás a verme, Johnny?

—Claro que sí, ¿cómo puedes dudarlo? Somos de la familia, ¿no?

—Te quiero, hijo.

Le costaba exteriorizar un sentimiento, salvo cuando lo hacía mediante la música. Ahora sabía que necesitaba hacerlo, como un regalo, un tributo a la mujer que había sido su madre durante más tiempo que la suya propia. La pobre, buena, solícita y encantadora tía Mimi.

—Yo también te quiero, por ello no quiero hacer de esto una despedida —dijo con un nudo en la garganta.

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