—¡No me vengas con…!
Shotton se detuvo. Su calle comenzaba allí.
—Bueno, hasta mañana —se despidió—, si no me despellejan en casa por llegar tan tarde.
John le vio alejarse, cabizbajo. Hanson y Griffiths se apartaron de su lado unos metros más allá, en la siguiente esquina.
—¿No ha sido algo extraordinario? —les preguntó cuando la distancia que los separaba desdibujaba ya sus siluetas.
—¡Fantástico! —reconoció Colin Hanson.
—Un sueño inalcanzable —apostilló Eric Griffiths.
John se quedó solo, indeciso, en un cruce de calles solitario y barrido por el viento y las primeras gotas de lluvia de una noche que prometía ser heladora. Cuando reemprendió la marcha, iba tocando una hipotética guitarra, marcando perfectamente el juego de las manos.
—Ba…da… dur-dur-hu… ba-ba —cantó, al mismo tiempo que con la púa pulsaba las cuerdas de la guitarra.
La calle desapareció, el viento fue un murmullo de voces admiradas, y la llovizna, el sudor que le caía por la frente. El mundo entero se convirtió en un inmenso escenario, casi tan inmenso como su ilusión y su fantasía.
La noche se lo tragó sin que dejara de tocar y cantar en voz baja.
EL
Atlanta
vertía la carga de sus entrañas en el muelle de Coburg. Las altas grúas y los hombres diminutos extraían de su abierta panza el tesoro transportado a través de los mares. En algún lugar del puerto seguramente aguardaba otra mercancía, que sería cargada en las entrañas de acero del barco en las siguientes horas. El sabor marinero de Liverpool se manifestaba de forma extraordinaria en aquellos momentos, en el muelle de Coburg o en cualquiera de los otros: Brunswick, Queen's, Salthouse, Albert, Morphet, Wallasey. Un Liverpool abierto a su mar mucho más que a la tierra a la que pertenecía, cara al océano antes que a Inglaterra. El río Mersey y el puerto eran la clave de no pocas respuestas.
Ninguna ciudad era como Liverpool.
Aunque eso John todavía no lo supiese.
—Oiga, oiga, ¿es usted americano?
—Déjame en paz, chico.
—No, escuche, espere; quiero comprar discos. ¿Lleva usted discos para vender?
El marinero se detuvo y le miró de arriba abajo sin tomárselo muy en serio. Señaló hacia el barco.
—Pregúntale a Halloran, está a punto de bajar —le dijo como de pasada—. Es uno que va de azul y tiene una cicatriz en la mejilla derecha.
—Gracias.
El primero se alejó, con paso decidido, como si supiese perfectamente adónde ir en una ciudad extraña, aunque para un viejo lobo de mar podía no serlo. John miró interesadísimo hacia la pasarela del barco. Dos hombres descendían por ella en aquel momento, y uno iba de azul. No le vio la cicatriz hasta que lo tuvo a menos de cinco metros.
—¿Es usted Halloran? —preguntó.
Los dos hombres se detuvieron. Uno de ellos era negro, fornido.
—¿Te envía Maggie?
—No. Un compañero suyo que acaba de bajar me ha dicho que tal vez tuviese discos para vender.
—Traigo algunos discos, sí —afirmó el tal Halloran—, pero son encargos y compromisos, así que…
—¿Qué clase de música es la que quieres? —preguntó curioso el negro.
—
Rhythm & blues
, ya sabe, todo lo que está saliendo en América.
—
Rock and roll
, ¿no?
—¿Por qué?
—Por que el
rock and roll
es lo que está pegando fuerte ahora, y es más blanco que el
rhythm and blues
.
—He leído algo de eso, del
rock and roll
quiero decir, pero por lo visto no es más que
country & western
, ¿no?
El negro y Halloran intercambiaron una sonrisa.
—El chico sabe un poco de qué va todo eso —aseguró el primero.
—¿Cómo te llamas?
—John Lennon.
—Está bien, John —dijo Halloran—. No puedo darte lo que llevo por que, de verdad, lo tengo comprometido, pero si vienes mañana por aquí, supongamos a esta hora, puedo ver lo que tengo en el petate. Seguro que llegaremos a un acuerdo. ¿Te parece bien a esta hora?
—Mañana es lunes y a esta hora estaré en el colegio.
—¿Más tarde?
—Prefiero madrugar.
Halloran hizo un gesto de extrañeza.
—¡Vaya! Debe de gustarte mucho la música.
—¿Hay alguien más en su barco que tenga discos y quiera venderlos?
—He oído decir que Curtis negocia con eso —manifestó el negro dirigiéndose a su compañero.
Halloran asintió con la cabeza.
—Tú procura ser puntual, ¿de acuerdo, John?
El muchacho tenía el rostro iluminado.
—¡Por supuesto, vaya si lo seré, y gracias!
Los dos hombres se alejaron en dirección a la calle Sefton, pero él continuó escrutando el puerto, a la espera de otros marineros y de otras oportunidades. Tenía todo el domingo por delante.
ESTABAN en el otro extremo del patio de recreo, rodeándole, dándole palmadas en la espalda. Formaban un grupo curioso, distinto de los demás, igual que una mancha borrosa y desigual en mitad de un horizonte de indiferencia. Las cabezas bajas delataban un sentimiento de soledad y abatimiento. Una muda y amarga solidaridad, inútil pero cálida, los aislaba del resto. John se dijo que tenía que estar allí, pero no pudo moverse.
Había algunas cosas superiores a sus fuerzas.
Matthew Hellis fue hacia él. Los demás se apartaron. Discretamente los dejaron solos. Con sus palmadas cariñosas en la espalda habían agotado su capacidad de expresión de simpatía y consuelo. Por lo general los alumnos de distintos cursos no se relacionaban entre sí, aunque los de cursos inferiores buscasen siempre la amistad o la protección de alguno de un curso superior. Matthew Hellis iba dos cursos por detrás de John. Tenía trece años.
John le había salvado de una paliza, medio año antes, al salir en su defensa. Desde entonces Hellis mostró una adoración completa hacia él, y John, por encima del orgullo que buscaba un liderazgo entre sus compañeros, se encontró a sí mismo apreciando y respetando a su nuevo amigo, igual que al hermano que nunca tuvo y tal vez, sólo tal vez, desease a veces.
Matthew Hellis se apartó del grupo. John no supo qué actitud tomar.
La vulnerabilidad le asustaba.
Por esta razón disimulaba siempre sus sentimientos, sus emociones, todo lo que le hacía sentirse débil. Débil en un mundo que, le constaba, no admitía a los débiles.
Un mundo que glorificaba únicamente a los triunfadores.
Al menos, según lo en ten día él.
—Lennon.
—Hola, Hellis.
Los ojos del más pequeño tenían el brillo de unas lágrimas ocultas, aprisionadas por la voluntad, detenidas por un rescoldo de fortaleza que se debilitaba por momentos. John sintió una multitud de miradas fijas en él. No se movió.
—Me… me voy ya —dijo Hellis.
De alguna forma se vio a sí mismo, y también a su padre, Alfred Lennon, y a su abuelo Jack; tres generaciones unidas en él, en su tiempo y en su espacio. El padre de Matthew acababa de morir. Su madre falleció en la guerra, en uno de los primeros bombardeos.
Ahora no tenía a nadie.
Ni siquiera una tía Mimi a la que acudir.
—Dicen que es un buen lugar, un colegio bastante bueno. Te escribiré.
No pronunciaron la palabra «orfanato». Era un término prohibido.
—Dentro de un par de años podrás encontrar un trabajo y responsabilizarse de tu propia vida, ya lo verás —aseguró John.
—No sé qué tal lo pasaré —suspiró Matthew.
Su amigo advirtió su progresivo hundimiento. Era la soledad total. Perder a su padre y perder la libertad. Cualquiera podía enloquecer con menos motivos.
—No dejes que nadie te diga lo que debes hacer y conseguirás que te respeten.
Los ojos de Hellis buscaron un apoyo que John no podía darle.
—¿Cómo es un lugar así?
Lennon miró al suelo.
—No lo sé, de ver dad, aunque no será mejor ni peor que otros.
—Tú deberías saberlo, ¿no? Quiero decir que tu padre…
Unas gritos estentóreos que celebraban un gol nublaron su cielo, descargando una tormenta de sombras sobre sus pensamientos. La vida continuaba. Las manos que segundos antes habían palmeado la espalda del caído se afanaban ya en otras actividades, recuperando el pulso y la ilusión. La fatalidad había pasado cerca, pero se iba, se alejaba con Matthew Hellis. El destino ahogaba al perdedor. Un accidente. Una desgracia. Una fatalidad.
John Lennon le pasó un brazo por los hombros.
Matthew Hellis captó la intensidad y el hondo significado de aquel gesto.
—Tengo miedo, Lennon —reconoció.
¿Y quién no? Su padre, él, orfanato, soledad. ¿Y quién no?
—Supongo que hay momentos en la vida en los que no podemos hacer gran cosa. Anda, ven.
Se alejaron del juego, luchando sin saberlo contra lo que parecía ser peor: la ciega y fantasmal certeza de que jamás volverían a verse, y que aquél era su último instante de amistad.
Un hecho demasiado duro y negativo para ser asumido por cualquiera de los dos.
ERA verdad. Jack Lennon había cantado en los Kentucky Minstrels, pero su muerte, en 1917, quedaba tan lejos de aquel diciembre de 1955 como la Tierra de la Luna. Matthew Hellis le dijo que él tenía que saber lo que era un orfanato, y no era así. Lo ignoraba.
A pesar de que su padre pasó diez años en uno.
Una sorprendente cadena de casualidades, a modo de signos indelebles que los unían, generación tras generación.
—¿Estaremos sometidos al hado? —exclamó—. ¡La maldición de los Lennon!
Alfred Lennon fue a parar a un orfanato cuando tenía cinco años. Él, John Lennon, vio por última vez a su padre también a los cinco años. Alfred Lennon no tuvo elección. Él sí. Pudo acompañarle a Nueva Zelanda. La decisión de toda una vida, pasado, presente y futuro, en manos de una respuesta pronunciada a una edad absurda. Ningún Lennon parecía haber ejercido bien de padre. Ningún Lennon mostraba el suficiente sedentarismo como para arropar a una familia con amor. ¿Por qué? Su madre nunca le había explicado por qué se rompió su matrimonio. ¿Es que no lo sabía? Y si tanto ella como él desconocían el principio y final de su amor, ¿por qué se casaron y por qué se separaron?
Lo poco que conocía, como hijo único de una pareja rota, era lo que tía Mimi podía contarle, o quería contarle. Su padre ingresó a los cinco años en un orfanato y permaneció allí hasta los quince. ¿Y su abuela? Silencio. Alfred Lennon no tenía a nadie. En 1927 se enfrentó al mundo, y once años después entró en la vida de Julia Stanley, con la que se casó en 1938. Una breve felicidad que pasaba por el estallido de la guerra. Cuatro o cinco meses después de que Alemania invadiera Polonia y los gobiernos de Inglaterra y Francia declarasen abiertas las hostilidades, en una noche de invierno del nuevo y doloroso año de 1940, su padre y su madre le habían engendrado. Una curiosa forma de verlo e imaginarlo. John intuía en sueños algo parecido a una habitación pequeña, un frío glacial, y un amor incontenible. Pero esto podía ser más un deseo que una realidad. A los nueve meses su presencia marcaba lo esencial: que Alfred Lennon y Julia Stanley no pasarían de vacío por un mundo que se les manifestaba hostil.
Luego, en 1942, su padre abandonó a su madre. La dejó sola, sin dinero y sin recursos. Una mujer, en plena guerra, con un niño de año y medio de edad. El destino; una maldición que hace forjarse ilusiones para luego matarlas a la vuelta de la esquina. Julia Stanley tuvo que decidir: o su hijo John o ella misma. La decisión, terrible pero realista, fue impulsada por la necesidad. Con un hijo no lograría atravesar los desiertos del aislamiento. Sola aún tenía alguna oportunidad. John fue a parar a manos de tía Mimi, la hermana de su madre. Y con períodos de tiempo cada vez más largos y menos estables, ella regresaba a Liverpool para ver a un hijo que apenas la conocía y ejercer de algo que no sentía: de madre.
En 1945, la sorpresa.
El regreso de Alfred Lennon.
No hubo posibilidad de reconstruir un hogar, ni corazón para desearlo. La única alternativa seguía siendo John, y a él le quedó el peso de la decisión: quedarse con su madre en Inglaterra, o marcharse con su padre a Nueva Zelanda.
Cinco años a los que se exigía una respuesta de tal compromiso.
Y escogió Inglaterra, su madre desconocida, su tía Mimi. Alfred Lennon desapareció para siempre, o tal vez no. De la misma forma que aguardaba las irregulares visitas de su madre, seguía confiando que un día, en el puerto, un hombre le dijese: «Hola, John, soy tu padre». ¿Podía quererle a pesar de todo, o era una ilusión, una necesidad producida por la curiosidad? Bien, ¿acaso no quería con locura a su madre, y ella no era más que una imagen que aparecía y se desvanecía igual que una nube en el cielo? Si había amado a Julia sin sentirla parte de sí mismo, ¿por qué no amar a un padre que ni siquiera conocía?
¿Qué clase de sentimientos eran aquellos?
Bajo su ventana vio pasar a los Hopkins, con sus cuatro hijos debidamente amparados, protegidos y de la mano. Daban una cierta impresión de agobio, pero al mismo tiempo la dulce y paciente señora Hopkins ofrecía la pomposa seguridad materna, con su oronda silueta y su inmensa humanidad rebosando paciencia, ternura, amor.
John desconocía todo aquello.
Curiosamente defendía a su madre. No podía culparla. Se había visto empujada a hacer cuanto hizo. Quererla representaba una deuda, un pago, su propio compromiso. Y la posibilidad de facilitarle la paz interior.
¿Por qué no pensar que, en el fondo, todos eran fuertes, los tres?
Fuertes para vencer.
Los Hopkins se alejaron. John pensó en Matthew Hellis y tuvo que superar un asomo de debilidad. En su mente nació una promesa espontánea, imprevista, pero pura ciento por ciento:
—Si algún día tengo un hijo, nunca lo abandonaré. La maldición de los Lennon acabará conmigo.
Se sintió mejor después de habérselo prometido.
HARVEY Mosley estaba en el curso superior. No era un compañero de fiar, y se rumoreaba que al menos en dos ocasiones había tenido problemas con la policía. Ahora, con un brazo sujetaba a una muchacha, Charlotte, por la cintura, como demostrando su derecho a estar allí y a exhibir su propiedad. John le vio acercarse poniéndose en guardia. No existía el menor síntoma de animadversión entre ellos, pero un chico mayor acompañado de una novia a la que impresionar siempre era peligroso.