Se trataba del siguiente encargo: el monasterio benedictino de Mariafels, uno de los centros de cultura más antiguos del país, que mantenía buenas relaciones con Castalia y se dedicaba justamente al juego de abalorios desde muchas décadas, solicitaba que por un determinado período se le cediera un joven maestro para la iniciación en el juego y también para estimular a los pocos jugadores adelantados del monasterio, y la elección del
Magister
había recaído en Josef Knecht Por eso lo estuvo examinando tan cuidadosamente, por eso apresuró su aceptación en la Orden.
EN muchos aspectos, Josef volvió a encontrarse ahora como un día, en la época de sus estudios de latín, después de la visita del
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. Apenas se le hubiera podido ocurrir pensar que su misión en Mariafels representaba una distinción especial y un buen primer paso en la escala de la jerarquía; pero teniendo, por cierto, ojos más despiertos que entonces, pudo deducirlo claramente de la conducta y el proceder de sus camaradas. Si desde un tiempo pertenecía al círculo privilegiado de la selección de jugadores de abalorios, ahora, por el extraordinario encargo, resultaba señalado como alguien que los superiores vigilan y del cual piensan servirse. Los camaradas y compañeros de ayer no le retiraron su confianza ni le negaron su amistad; en este ámbito de la más alta aristocracia espiritual se procedía con demasiado cortesía, pero surgió cierto alejamiento; el cantarada de ayer podía ser el superior de pasado mañana y el círculo señalaba estas gradaciones y diferencias en la relación mutua con la más delicada sensibilidad y sabía expresarlas.
Una excepción fue Fritz Tegularius al que, junto con Ferromonte, podemos calificar muy bien como el más fiel amigo en la vida de Josef Knecht. Tegularius, predestinado por sus dotes a las más altas posiciones, pero impedido gravemente por su poca salud, su escaso equilibrio y su falta de confianza en sí mismo, era coetáneo de Knecht (en la época de la admisión de éste en la Orden: unos treinta y cuatro años); lo había encontrado por primera vez unos diez años antes en un curso del juego de abalorios; Josef había notado ya entonces la atracción que sentía por él este joven tranquilo y un poco melancólico. Con su perspicacia para conocer a los hombres, que poseía ya por entonces sin saberlo, valoró también la naturaleza esencial de ese afecto; eran amistad y veneración dispuestas a la entrega y subordinación incondicionales, encendidas por un entusiasmo casi religioso, pero también ensombrecidas y contenidas en sus límites por la distinción íntima y por un sentimiento intuitivo de tragedia interior. Sacudido entonces, desconfiado e hipersensible en la época de Designori, Knecht mantuvo a Tegularius a la distancia con una consecuente severidad, aunque él también se sentía atraído por el cantarada interesante y nada vulgar. Para caracterizarlo, nos servirá una página de las anotaciones oficiales de Knecht, llevadas por éste algunos años más tarde, para ponerlas a disposición exclusiva de las Autoridades superiores. Allí dice:
«TEGULARIUS: Amigo personal del relator. Alumno muchas veces distinguido en Keuperheim, buen filólogo de la antigüedad, muy interesado en filosofía; hizo trabajos sobre Leibniz, Bolzano y, más tarde, sobre Platón. El jugador de abalorios más completo y brillante que conozco. Sería predestinado a ser
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si, juntamente con su delicada salud, su carácter no fuese totalmente inadecuado para ello. T. no puede llegar nunca a una posición directiva, representativa o de organización; sería una desgracia para él y para el cargo. Su insuficiencia se manifiesta físicamente con estados de depresión, períodos de insomnio y desarreglos nerviosos; espiritualmente, por temporadas, con melancolía, violenta necesidad de aislamiento, ansiedad por los deberes y las responsabilidades y, probablemente, también con ideas de suicidio. Este ser Un amenazado resiste con el auxilio de la meditación y el gran dominio de sí mismo, con tanto valor que la mayoría de los que lo rodean no tienen siquiera una sospecha de la gravedad de su sufrimiento y sólo notan su gran sobriedad y su reserva. Por desgracia, pues, no es apto para ocupar cargos elevados, aun siendo para el
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una joya, un tesoro insustituible. Domina la técnica de nuestro juego como un gran músico su instrumento; halla a ciegas el matiz más delicado y es un estimable maestro. En los cursos secundarios y superiores de repetición —para los inferiores sería una lástima grande emplearlo—, no sabría cómo desenvolverme sin él; es algo extraordinario y único ver cómo analiza los ensayos de los jovencitos, sin nunca desanimarlos, cómo sorprende sus tretas, conoce y revela infaliblemente toda imitación o simple decoración, cómo encuentra las fuentes de los errores en un juego bien refundido pero aún inseguro y mal compuesto, y las presenta como impecables preparados anatómicos. Esta visión aguda e insobornable para analizar y corregir es la que ante todo le asegura el respeto de alumnos y colegas, respeto que resultaría muy problemático por su porte incierto y desigual, ligeramente tímido. Deseo ilustrar con un ejemplo lo expresado acerca de la genialidad de T. como jugador de abalorios que no tiene competidor. En el primer tiempo de mi amistad con él, cuando ambos ya no encontrábamos mucho que aprender técnicamente en los cursos, me permitió una vez, en una hora de confidencias privadas, una ojeada sobre algunos juegos compuestos por él. A primera vista los hallé brillantemente inventados y, por alguna ratón, nuevos y originales en su estilo; le pedí los esquemas apuntados para estudiarlos y encontré en esas composiciones verdaderos poemas, algo tan asombroso y unívoco, que creo no debo callarme al respecto. Esos juegos eran pequeños dramas de estructura casi meramente monologada y reflejaban la vida anímica e individual del autor, tan antepasada como genial, hasta resultar un perfecto autorretrato. No había solamente concentración y discusión dialéctica de los varios temas y grupos de temas en que descansaba el conjunto y cuya sucesión y oposición resultaban muy chispeantes, sino que también la síntesis y la armonización de las voces contrastantes no concluía en la forma usual, clásica; esta armonización pasaba más bien por toda una serie de quebrantos y permanecía cada vez detenida —como por cansancio o desesperación— antes de la solución; su tonalidad se perdía en interrogaciones y dudas. Esos juegos se enriquecían así no sólo con una excitante cromática, por lo que yo sé nunca intentada hasta hoy, sino que todos los juegos se convertían en la expresión trágica de una duda, de una renuncia, figurada comprobación de lo problemático de todo esfuerzo espiritual. Además, tanto en su espiritualismo como en su caligrafía y en la perfección técnica, eran tan excepcionalmente hermosos, que se hubiera sentido el deseo de llorar sobre ellos. Cada uno aspiraba tan intima y seriamente a la solución y renunciaba al final a ella con tan noble abandono, que aquello resultaba una perfecta elegía de lo transitorio ínsito en todo lo bello, y de lo dudoso connatural en el fondo para todas las elevadas metas espirituales.OTROSÍ: Tegularius, en el caso de que me sobreviva a mí o a mi permanencia en el cargo, debe ser recomendado como un bien sumamente delicado, preciso, pero siempre en peligro. Debe gozar de mucha libertad; su consejo ha de escucharse en todos los problemas del juego que sean de importancia, pero no hay que confiarle discípulos, ni una dirección demasiado librada a su solo criterio».
Con el correr de los años, este ser tan importante llegó a convertirse realmente en amigo de Knecht. Para con éste, en quien admiraba además del alma también lo que era naturaleza de ano, de jefe, alimentaba una emotiva devoción, y mucho de lo que sabemos de Knecht nos ha sido trasmitido por él. En el círculo más estrecho de los jugadores de abalorios más jóvenes fue tal vez el único que no envidió al amigo por la misión recibida y el único para quien su alejamiento en misión por tiempo indeterminado representó profundo dolor y casi irreparable pérdida.
El mismo Josef sintió la nueva situación anímicamente; apenas pudo vencer aquel conocido miedo por la improvisa pérdida de su amada libertad; la sintió como algo alegre, tuvo deseo de emprender viaje, experimentó placer por la actividad y curiosidad por el mundo nuevo hacia el cual se le enviaba. Por lo demás, no se dejó partir al joven Hermano de la Orden sin más ni más; ante todo se le detuvo durante tres semanas a la «policía». Entre los estudiantes, así se llamaba la pequeña sección del atuendo de la autoridad educativa, que quizá podía denominarse su departamento político o también su Ministerio de Relaciones Exteriores, si éste no fuera un nombre demasiado grande para cosa tan reducida. Allí le enseñaron las normas de conducta de los Hermanos de la Orden durante su residencia en el mundo exterior, y casi todos los días el señor Dubois, prefecto de esa sección, le dedicó una hora. En realidad, este hombre de gran conciencia creía lamentable enviar a semejante lugar exterior a un joven no experimentado aún y todavía completamente ignoro del mundo; no ocultaba siquiera el hecho de que condenaba la resolución del
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y se esforzó doblemente en enseñar con el mayor esmero al joven Hermano los peligros del mundo y los medios para enfrentarlos eficazmente. Y la honesta y paternalmente preocupada intención del prefecto coincidió tan felizmente con la disposición del joven para dejarse instruir, que en esas horas de iniciación en las reglas de su trato con el mundo, Josef Knecht conquistó por entero el afecto de su maestro y éste pudo al final licenciarlo tranquilizado y con plena confianza en su misión. Más por benevolencia que por política, intentó aún confiarle una especie de encargo por su cuenta. El señor Dubois pertenecía, como uno de los pocos «políticos» de Castalia por cierto al muy reducido grupo de funcionarios cuyos pensamientos y estudios estaban dedicados en gran parte al problema de la continuidad estatal y económica de Castalia, a sus relaciones con el mundo foráneo y a su independencia de éste. La enorme mayoría de los castalios —sabios, estudiosos o simplemente funcionarios— vivían en la «provincia pedagógica» y en su Orden como en un mundo estable, eterno y autónomo, del cual sabían por cierto que no siempre había existido, que surgió un día determinado y, precisamente, en una época de suprema necesidad, poco a poco y entre amargas luchas, hacia el final de la era bélica, tanto por una autodeterminación y un esfuerzo ascéticamente heroico de los espiritualistas, como una honda necesidad de los pueblos agotados, desangrados y desamparados, que ansiaban orden, normas, razón, ley y medida. Sabían todo esto y conocían la función de todas las Órdenes y «Provincias» del mundo: mantenerse alejados del gobierno y de las competiciones y gozar en cambio de la firmeza y estabilidad duraderas de las bases espirituales de toda medida, de toda ley. Mas no sabían que esta organización de cosas no puede existir sólo por sí misma, que presupone cierta armonía entre mundo y espíritu, cuyo trastorno es siempre posible; que la historia universal, en conjunto, no aspira en absoluto a lo deseable, a lo razonable y a lo bello ni lo favorece sino que a lo sumo lo tolera de tiempo en tiempo como excepción; y la problemática secreta de su existencia castalia no fue advertida fundamentalmente casi por ninguno de ellos, sino dejada al cuidado de las mentes políticas, una de las cuales era el prefecto Dubois. Knecht, apenas ganó su confianza, recibió de este último una sumaria iniciación en las bases políticas de Castalia, que al principio le parecieron casi repulsivas y carentes de interés, como a la mayoría de los Hermanos de la Orden, pero que después le hicieron recordar aquella observación de Designori acerca de una amenaza para Castalia y con ella todo el amargo regusto, aparentemente superado y olvidado hacía mucho tiempo, de sus disputas juveniles con Plinio; de repente esas bases revistieron para él suma importancia y representaron un nuevo peldaño de su ascensión por el camino de su «despertar».
Al final de su última reunión, Dubois le dijo:
—Creo que puedo dejarte partir. Observarás estrictamente el encargo que te dio el venerable
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y, en idéntica forma, las normas de conducta que aquí te hemos dado. Me agradó poder ayudarte; verás que las tres semanas que te retuvimos aquí no han sido perdidas. Y si alguna vez sintieras el deseo de demostrarme tu satisfacción por mis informaciones y por habernos conocido, te enseñaré el modo de hacerlo. Estás destinado a una fundación benedictina y si quedas allí por algún tiempo y conquistas la confianza de los
Patres
, en el círculo de esos dignos señores y de sus huéspedes escucharás probablemente conversaciones políticas y conocerás estados de ánimo de la misma naturaleza. Si de ello quisieras informarme ocasionalmente, te quedaré muy reconocido. Compréndeme correctamente: de ningún modo debes considerarte como una suerte de espía o abusar de la confianza que te otorguen los
Patres
. No debes hacerme comunicación alguna que tu conciencia no te permita. Te aseguro que aceptamos y utilizamos eventuales observaciones solamente en interés de nuestra Orden y de Castalia. No somos realmente políticos y carecemos de poder, pero también nosotros dependemos del mundo que nos necesita o tolera. En determinadas circunstancias puede ser útil para nosotros saber si un estadista entra en un monasterio, o si el papa está enfermo, o si en la lista de los futuros cardenales aparecen nuevos candidatos. No estamos limitados a tus informes, tenemos muchas otras fuentes, pero una pequeña fuente más no puede perjudicar. Ve, pues; hoy no necesitas decir ni sí ni no a mi sugestión. No te propongas otra cosa más que cumplir ante todo perfectamente tu misión oficial y demostrarte digno ante los Padres eclesiásticos. ¡Buen viaje!
En el libro de los oráculos que Knecht interrogó antes de iniciar su viaje, después de realizar la ceremonia de las varitas de milenrama, dio con el signo que significa «El peregrino», y con la sentencia: «Vencer por pequeñez. La perseverancia salva al peregrino». Encontró un seis en el segundo puesto y buscó en el libro la interpretación:
«El peregrino llega al hostal
Tiene todos sus bienes consigo.
Obtiene la perseverancia de un joven siervo».
La despedida fue alegre; únicamente la última entrevista con Tegularius resultó para ambos una prueba de valor. Fritz se dominó íntimamente y estuvo casi rígido en la frialdad a la que se obligara; con el amigo se marchaba para él lo mejor que poseía. El modo de ser de Knecht no concedía a un amigo una relación apasionada ni exclusiva; en caso de necesidad podía pasarse sin amigos también y dirigir el rayo de su simpatía sin inhibiciones hacia nuevos objetos y nuevos seres. Para él, la despedida no era una pérdida decisiva; pero conocía ya entonces al amigo lo suficiente como para saber qué trastorno, qué prueba era para él esta separación, y para preocuparse por él. Había pensado ya a menudo sobre esta amistad; una vez habló también con el
Magister Musicae
al respecto y supo así en cierto grado cómo objetivar su propia experiencia, sus propios sentimientos y considerarlos con espíritu crítico. Tuvo conciencia de que no era propiamente la gran capacidad del otro lo que le atraía y provocaba hacia aquél una suerte de apasionamiento, sino precisamente lo inseparable de esta capacidad con tan graves deficiencias, con tanta fragilidad, y que la unilateralidad y la exclusividad del afecto que Tegularius sentía por él no sólo tenían atracción y belleza sino también peligros, es decir, la tentación de hacer sentir eventualmente su poder al ser más débil en energías pero no en amor. En esta amistad, se impuso el deber de la máxima reserva, de la mayor atención, hasta el final En la vida de Knecht, el otro, aunque lo quisiera tanto, no hubiera logrado tener más profunda importancia, si la amistad con este ser delicado, hechizado por su amigo tanto más fuerte y seguro, no le hubiera revelado la fuerza de atracción y el poder de atraer que tenía sobre muchos hombres. Aprendió a sentir que algo de este poder de atraer a otros e influir sobre ellos pertenecía esencialmente a las facultades del maestro y del educador, y que tal poder oculta peligros e impone responsabilidades. Tegularius fue uno entre muchos; Knecht se vio expuesto a muchas miradas cortejantes. Al mismo tiempo, en los últimos años, había vivido cada vez más clara y conscientemente la atmósfera de alta tensión del
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. Allí pertenecía a un círculo o a una clase que no existía oficialmente, pero que estaba muy netamente separada, pertenecía a la más severa selección de candidatos y repetidores del juego de abalorios, centro desde el cual uno u otro salían para colaborar con el
Magister
, con el archivista o en los cursos de juego, pero nunca para servir entre funcionarios medios o inferiores o simples maestros; eran la reserva para ocupar las posiciones directivas. Aquí todos se conocían mutuamente, amargamente bien, casi no podía haber aquí equivocaciones sobre capacidades, caracteres y condiciones. Y justamente porque aquí, entre estos repetidores de los estudios del juego y aspirantes a las altas dignidades, cada uno era una fuerza superior al promedio y digna de ser tomada en consideración, y según los servicios, saber y testimonios, de primera calidad, por eso mismo los rasgos y matices de los caracteres, que predestinan a un pretendiente a ser jefe y triunfador, representan un papel especialmente importante y atentamente observado. Un más o un menos de ambición, de porte, de estatura o de grata estampa, un poco más o un poco menos de encanto personal, de influencia sobre los más jóvenes o sobre los superiores, tenía aquí gran peso y podía resultar factor decisivo en los certámenes o en las oposiciones. Como Fritz Tegularius, por ejemplo, pertenecía a este círculo solamente como foráneo, huésped y tolerado, y en cierto modo encuadrado en la zona periférica, porque carecía visiblemente de las dotes de jefe, Josef Knecht correspondía al sector central. Lo que lo imponía a los jóvenes y le conquistaba adeptos y adoradores, era su fresca vivacidad, su animación enteramente juvenil aún, inaccesible a la tendencia a las pasiones, incorruptible y también infantilmente irresponsable, una forma de inocencia, casi. Y lo que lo tornaba grato a los ojos de los superiores, era el reverso de esta inocencia: su casi completa ausencia de ambición y «arribismo».