LA primera estada de Knecht en el monasterio duró dos años; en la época de la que estamos hablando aquí, Josef Knecht tenía treinta y siete años. Al final de esta hospitalidad en la fundación de Mariafels, unos dos meses después de haber enviado su larga carta al prefecto Dubois, fue llamado una mañana al locutorio del Abad. Pensó que el locuaz señor desearía entretenerse un poco con el idioma chino y acudió presuroso. Gervasio fue a su encuentro con una carta en la mano.
—Me honran con un encargo para usted, mi muy estimado amigo —exclamó complacido en su manera bondadosamente protectora, y adoptó muy pronto el irónico tono hostigador que se había ido elaborando como expresión de las relaciones amistosas aun no declaradas entre la Orden cristiana y la castalia y que, en realidad, era una creación del
Pater
Jakobus—. Por otra parte, ¡todo mi respeto por su
Magister Ludi
! ¡Qué cartas sabe escribir! Me ha escrito en latín, el buen señor. Dios sabe por qué; con ustedes los castalios no se sabe nunca, cuando hacen algo, si con ello se proponen una gentileza o una burla, una loa o una lección. Pues este venerable
Dominas
me ha escrito en latín y, precisamente, en un latín que nadie podría escribir hoy en toda nuestra Orden, salvo a lo sumo el
Pater
Jakobus. Es un latín de la escuela inmediatamente posterior a Cicerón, pero perfumado con una pizca bien calculada de latín eclesiástico, del cual tampoco se sabe si tiene ingenuamente la intención de ser un cebo para nosotros los monjes o sólo ironía, o si pudo nacer simplemente de un irrefrenable impulso por jugar, estilizar y decorar. Bien, el Venerable me escribe: allá reputan deseable verlo a usted otra vez y abrazarlo, y establecer también hasta dónde la larga permanencia entre nosotros semibárbaros ha influido en usted, corrompiéndolo moral y estilísticamente. En pocas palabras, por lo que comprendí e interpreté correctamente de esta amplia obra de arte literario, se le conceden vacaciones y me piden que devuelva a mi huésped a Waldzell por un plazo no determinado, pero no para siempre; su pronto retorno, si nos parece agradable, parece contar absolutamente entre las intenciones de las Autoridades de allá. Pues bien, usted me perdonará si no pude interpretar como merecen todas las pulcritudes de la carta; por cierto el
Magister
Tomás no lo pretendió de mí. Debo entregarle a usted esta epístola; vaya usted y piense si quiere ponerse en viaje y cuándo. Lo echaremos de menos, mi querido, y en el caso de que usted permaneciera ausente demasiado tiempo, no dejaremos de reclamarlo a sus Autoridades.
En la carta que el Abad entregó a Knecht, se comunicaba a éste brevemente que le había sido concedido un permiso tanto para descansar como para comunicarse con sus superiores, y que se le esperaba pronto en Waldzell. Y que no se preocupara por la terminación del curso de juego iniciado para principiantes, siempre que el Abad no expresara otro deseo. El viejo
Magister Musicae
le enviaba saludos. Cuando leyó esta frase, Josef se sobresaltó y se quedó pensando: ¿cómo podía haber sido encargado el
Magister Ludi
de enviarlo este saludo, que por cierto no coincidía demasiado exactamente con el resto de la notificación oficial? Debió haberse realizado a buen seguro una conferencia de todas las Autoridades, con la inclusión también del anciano maestro; pero este saludo lo conmovía en forma asombrosa, le sorprendía curiosamente como un acto de colegas… Ciertamente, nada debían importarle las reuniones y las resoluciones de las autoridades educativas. Por una parte cualquier problema que tuviese que tratar la conferencia, el saludo indicaba que los supremos Directores habían hablado en esa ocasión también de Josef Knecht. ¿Le esperaba alguna novedad? ¿Sería llamado de regreso para su destitución? ¿O sería ésta la ocasión de un ascenso? Pero la carta hablaba solamente de vacaciones. Sí, él se alegraba sinceramente de ellas, hubiera partido ya a la mañana siguiente. Pero por lo menos, debía despedirse de sus alumnos y dejarles instrucciones. Antonio sentiría dolorosamente su partida. Además debía también una visita personal a algunos de los
Patres
. Pensó en Jakobus y, casi para su sorpresa, sintió en su interior un suave dolor, un movimiento del ánimo que le decía que su corazón estaba ligado a Mariafels más de lo que suponía. Aquí le faltaban muchas cosas a que estaba acostumbrado y que amaba, y en el curso de los dos años Castalia habíase tornado cada vez más hermosa en su imaginación, por el alejamiento y la ausencia; pero en este instante supo claramente esto: lo que él poseía en el
Pater
Jakobus, era irreemplazable y le faltaría en Castalia. Con eso tuvo ahora más clara conciencia que hasta entonces de lo que había experimentado y aprendido allí, y le invadió una alegría y una tranquilidad muy grandes al pensar en el viaje a Waldzell, en lo que volvería a ver, en el juego de abalorios, en las vacaciones: la alegría hubiera sido ciertamente menor sin la certidumbre del retorno.
Con repentina resolución visitó al
Pater
, le contó de su regreso para unas vacaciones, y cómo él mismo se había sorprendido en descubrir detrás de su alegría por volver a su casa y a sus amigos, también la alegría por un retorno, y como la misma ante todo se la debía a él, al
Pater
venerado, se había dado valor y se atrevía a dirigirle un gran pedido, es decir que, a su regreso, lo tomara un poco como discípulo, aunque se tratara sólo de una o dos horas en la semana. Jakobus se rió negándose y una vez más expresó los más bellos cumplidos irónicos acerca de la cultura castalia y de la insuperable multiplicidad, ante la cual un «simple» monje como él sólo debía permanecer en muda admiración y menear la cabeza asombrado; pero Josef había ya notado que la negación no había sido formulada en serio, y cuando le dio la mano para despedirse, el
Pater
le dijo amablemente que no debía preocuparse por lo que le había pedido, con placer haría todo lo posible y se separó de él muy cordialmente.
Partió alegremente para sus vacaciones, con la íntima convicción de que su estada en el monasterio no había sido inútil. En el momento de marcharse le pareció ser un niño, ciertamente, para advertir en seguida que ya no era ni niño ni joven; lo advirtió por una sensación de vergüenza y de resistencia interior, que surgía en él cuando con un ademán, una palabra, una puerilidad pretendía responder a su estado de ánimo de liberación, de dicha de escolar en plena holganza. No, lo que una vez hubiese sido lógico y reconfortante, un grito de júbilo a los pájaros en las ramas, una marcha cantada en voz alta, un bailotear rítmico y ligero, ya no condecía, ya no era natural, hubiera resultado duro y falso, tonto y pueril. Sintió que era un hombre, joven de sentimientos y energías, pero ya no diestro y libre en el abandono del momento y de las impresiones, sino alerta, cohibido, constreñido… ¿Por qué? ¿Por un cargo? ¿Por la misión de representar a su país y su Orden ante la gente del monasterio? No, era la Orden misma, era la jerarquía en la que sentía concrecido e incorporado inconcebiblemente al considerarse de pronto a sí mismo, era la responsabilidad, el estar envuelto por lo general y lo superior, que podía hacer aparecer viejos a muchos jóvenes y jóvenes a muchos viejos, que lo retenía, lo apoyaba y, al mismo tiempo, le quitaba su libertad, como el rodrigón al que se ata una planta joven, que le quitaba la inocencia, mientras justamente exigía una prueba cada vez mis clara.
En Monteport saludó al anciano
Magister Musicae
, que también una vez en su juventud fue huésped de Mariafels y estudió allá la música benedictina, y que ahora le estuvo preguntando acerca de muchas cosas. Encontró al anciano señor, por cierto, mis apagado y alejado, pero de aspecto más vigoroso y alegre que la última vez que lo vio; había desaparecido de su cara el cansancio, no parecía rejuvenecido, pero sí más hermoso y fino, desde que renunciara a su cargo. Le sorprendió a Knecht que le preguntara por el órgano, los armarios de música y el canto coral en Mariafels, también por un árbol en el parque del claustro y se interesara por saber si todavía existía, pero sin tener la menor curiosidad acerca de su actividad en el monasterio, del curso de juego de abalorios y de la finalidad de sus vacaciones. Eso sí, antes de que Josef siguiera viaje, el anciano le dijo palabras muy importantes para él:
—He oído —le dijo como bromeando— que te has convertido en una especie de diplomático. En realidad, una profesión nada hermosa, pero al parecer están contentos de ti. ¡Piensa como quieras al respecto! Pero si ésa no es tu ambición, si no quieres seguir esa profesión para siempre, ten cuidado, Josef; creo que te quieren envolver. Defiéndete, porque tienes derecho… No, no preguntes, no diré una sola palabra más. Tú mismo podrás verlo.
A pesar de esta advertencia que llevaba consigo como una espina, a su llegada a Waldzell sintió una alegría por el regreso a la patria y a las cosas conocidas, como nunca había experimentado antes; le parecía que esta Waldzell no era solamente su patria y el más bello lugar del mundo, sino que entre tanto se había vuelto más hermosa e interesante, o que él tenía ojos nuevos, distintos, y un acrecentado poder de visión. Y esto no sólo por los portales, las torres, los árboles y el río, los patios y las salas, las personas y los rostros tan conocidos: sintió también durante sus vacaciones por el espíritu de Waldzell, la Orden y el juego de abalorios, aquella mayor capacidad de percepción, aquella madura y grata comprensión que son propias, del que retorna, del que ha viajado y vuelto más en sazón, más lúcido.
—Siento —dijo a su amigo Tegularius al final de un vivo canto de alabanzas para Waldzell y Castalia—, siento como si hubiera pasado todos estos años en sueño, aquí mismo, ciertamente sin penas, pero sin conciencia, y que hubiera despertado ahora y todo lo viera claro y neto, confirmado como realidad. ¡Que dos años en el extranjero puedan aguzar los ojos de esta manera!
Gozó sus vacaciones como una fiesta, el juego y las discusiones con los camaradas en el círculo selecto del
Vicus Lusorum
, el reencuentro de los amigos, el
genius loci
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de Waldzell. Pero esta noble sensación de felicidad y gozo floreció realmente sólo después de su primera visita al
Ludi Magister
; hasta ese momento, su alegría estaba mezclada todavía con algún desasosiego.
El
Magister Ludi
formuló menos preguntas de lo que Knecht había esperado, apenas citó el curso de juego para principiantes y los estudios de Josef en el archivo musical, sólo acerca del
Pater
Jakobus no se sació de informarse, volvía a cada instante a hablar de él, nada era excesivo de lo que Knecht le contaba de este hombre. Que estaban satisfechos, pudo deducirlo no solamente de la gran amabilidad del maestro, sino más aún del proceder del señor Dubois, a quien el maestro lo había enviado en seguida.
—Tu tarea ha sido realizada en forma distinguida —le dijo éste, y agregó con ligera sonrisa—: mi instinto falló realmente, cuando aconsejé que no te enviaran al monasterio. Es mucho, mucho más de lo que nadie podía esperar, el que hayas conquistado y ganado para ti y para Castalia el favor no solamente del Abad, sino también del gran
Pater
Jakobus\1
Dos días después, el
Magister Ludi
lo invitó a comer juntamente con Dubois y el entonces director de la escuela de selección de Waldzell, el sucesor de Zbinden, y durante la sobremesa comparecieron inopinadamente también el nuevo
Magister Musicae
y el Archivista de la Orden, dos miembros más de la suprema Autoridad, y uno de ellos se lo llevó consigo todavía a la casa de huéspedes para una larga conversación. Esta invitación acercó a Knecht, por primera vez en forma visible para todos, al círculo más estrecho de los candidatos para cargos superiores y erigió entre él y el promedio de la selección del juego una valla muy pronto perceptible que el «despertado» sintió casi físicamente.
Además se le dio un permiso provisional de cuatro semanas y la cédula personal destinada a los empleados y funcionarios, para las casas de huéspedes de la «provincia». Aunque no se le impuso la menor obligación, ni siquiera la de presentarse a las autoridades locales, pudo notar muy bien que era vigilado desde arriba, porque cuando emprendió excursiones y visitas, a Keuperheim, Hirsland y a la casa de estudios del Oriente asiático, por ejemplo, recibió allí en seguida invitaciones de los superiores del lugar; en esas pocas semanas llegó a ser conocido, en efecto, por todas las autoridades de la Orden y por la mayoría de los maestros y directores de estudios. Si no hubiesen existido tales invitaciones y relaciones oficiales, estas excursiones de Knecht le hubieran parecido un retorno al ambiente y a la libertad de sus años de estudio. Las limitó, ante todo por consideración a Tegularius, que sentía dolorosamente cada interrupción de su reencuentro, pero también por el juego de abalorios, porque deseaba mucho volver a participar y perfeccionarse en los ejercicios y problemas más recientes, y en esto Tegularius le prestaba servicios insustituibles. El otro gran amigo suyo, Ferromonte, pertenecía al estado mayor de los nuevos maestros de música y en este período lo encontró sólo dos veces; lo halló muy dedicado al trabajo y feliz en la labor, había abordado un gran cometido de la historia musical, la música griega y su continuidad en la danza y la canción popular de los países balcánicos; deseoso de confiarse, habló al amigo de sus nuevos trabajos y hallazgos; correspondían a la época del paulatino ocaso de la música barroca alrededor de fines del siglo XVIII y a la penetración de una nueva sustancia musical de parte de la música popular eslava.
Pero Knecht pasó la mayor parte de estas festivas vacaciones allí en Waldzell y en el juego de abalorios; con Fritz Tegularius repasó las nociones de un curso muy reservado que el
Magister
había impartido en los dos últimos semestres a los más adelantados y volvió a insertarse existencialmente con todas sus energías, después de dos años de ausencia, en el noble mundo del juego, cuyo hechizo le parecía tan inseparable de su vida y tan indispensable como el de la música.
Sólo en los últimos días de las vacaciones, el
Magister Ludi
volvió a hablar de la misión de Josef en Mariafels y de su futuro inmediato y de la labor respectiva. Primero en tono de simple charla; luego cada vez más seria e insistentemente le habló de un proyecto de les Autoridades, en el cual tenían mucho interés la mayoría de los maestros supremos y el señor Dubois, es decir, del proyecto de establecer posteriormente ante la Santa Sede de Roma una representación permanente de Castalia. Había llegado o por lo menos estaba cerca —expuso el
Magister
Tomás con su manera conquistadora y de exacta expresión—, el momento histórico para tender un puente sobre el viejo abismo entre Roma y la Orden; en eventuales peligros futuros tendrían sin duda enemigos comunes, compartirían la misma suerte y serían aliados naturales; asimismo, a la larga, la situación disfrutada hasta ese momento no podía ser mantenida y además era realmente indigna: es decir, que las dos potencias del mundo cuya tarea histórica era la conservación y el cuidado del espíritu y de la paz, siguieran viviendo ajenas casi una a otra, a pesar de estar tan cerca. La Iglesia romana había superado los sacudimientos y las crisis de las últimas grandes épocas bélicas, a pesar de graves pérdidas y por eso se había renovado y purificado, mientras que los centros mundanos de la ciencia y la cultura de entonces habían decaído juntamente con el ocaso de la civilización; sólo sobre sus ruinas había surgido la Orden y IR idea castalia. Ya por eso y por su respetable edad, había que conceder a la Iglesia una categoría de preferencia; era la más antigua potencia, la más distinguida, la más puesta a prueba a través de muchas y grandes tempestades. Ante todo se trataba de despertar y cuidar también en la potencia romana la conciencia del parentesco entre ambas y su interdependencia en todas las crisis que tal vez podían sobrevenir.