En los últimos tiempos, el influjo de su personalidad —primeramente el ejercicio hacia abajo y luego, paulatinamente, el logrado hacia arriba— llegó a ser conciencia en el joven, y cuando desde este punto de vista del «desierto» miraba hacia atrás, veía ambas líneas recorrer y dar forma a su vida hasta en la infancia: la acariciadora amistad que le habían ofrecido camaradas y menores de edad, y la bondadosa atención con que lo trataron muchos superiores. Hubo excepciones, como el rector Zbinden, pero en compensación también distinciones como el favor del
Magister Musicae
y, recientemente, el del señor Dubois y el del
Magister Ludi
. Todos lo notaban, pero Knecht nunca quiso verlo y admitirlo del todo. Era evidentemente la vía predestinada para él acabar siempre por sí mismo y sin esfuerzo en todas partes entre los selectos y hallar amigos que lo admiraban y protectores muy altos; era su destino no poder dejarse caer en la sombra a la base de la jerarquía, sino acercarse constantemente a su cumbre y a la luz clarísima en la que ésta se hallaba. No sería ni un subalterno ni un sabio privado, sino un señor, un amo. El hecho de que lo notara más tarde que otros de su misma posición le confería aquel indescriptible «más» de fascinación, aquel matiz y aquel renombre de inocencia. ¿Y por qué lo advirtió tan tarde, tan a regañadientes? Porque no había aspirado a todo eso en absoluto, ni lo quería; porque dominar no era para él una necesidad, mandar no era un placer; porque ansiaba más la vida contemplativa que la activa y hubiera quedado satisfecho si hubiese podido ser muchos años más, cuando no toda su vida, un estudioso al que nadie observa, un peregrino curioso y respetuoso a través de los santuarios del pasado, de las catedrales, de la música, de los parques y los bosques de la mitología, las lenguas, las ideas. Ahora, como se veía inexorablemente empujado a la
vida activa
, sintió mucho más fuertemente que antes las tensiones de la aspiración, los certámenes, el orgullo en su torno; sintió amenazada su inocencia, la sintió ya falta de consistencia o de resistencia. Comprendió que debería querer y afirmar lo que contra su voluntad le habían designado y encargado, para poder vencer la sensación de estar preso y la nostalgia por la libertad perdida en los últimos diez años, y como para ello no estaba aún enteramente preparado en su fuero íntimo, aceptó como liberación la momentánea despedida de Waldzell y de la «provincia» y el viaje hacia el mondo foráneo.
El monasterio y la fundación de Mariafels, en los muchos siglos de su existencia, había contribuido a determinar la historia de Occidente y a sufrirla también; tuvo períodos de florecimiento, decadencia, renacimiento y nueva depresión y en muchas épocas y en distintos terrenos había sido famoso y esplendoroso. Asiento supremo un día de la sabiduría escolástica y del arte de la disputa y hoy todavía poseedor de una enorme biblioteca de teología medieval, después de períodos de ocaso e inercia, alcanzó nuevo esplendor, esta vez por su estudio de la música, su muy alabado coro, y por sus Misas y Oratorios compuestos y ejecutados por sus
Patres
; desde entonces poseía una hermosa tradición musical, media docena de armarios de madera de nogal llenos de manuscritos musicales y el más hermoso órgano del país. Luego llegó la época política del monasterio, que dejó también cierta tradición y cierta experiencia. En días del peor salvajismo bélico, Mariafels se convirtió muchas veces en islita de la razón y del sentido común, donde las mejores inteligencias de los bandos enemigos se habían buscado mutuamente, con suma prudencia, en procura de un entendimiento, y una vez —éste fue el apogeo de su historia— Mariafels fue el lugar de origen de un tratado de paz que calmó por algún tiempo la ansiedad de pueblos extenuados. Cuando más tarde comenzó una nueva era y se fundó Castalia, el monasterio se mantuvo apartado y aun adverso, probablemente por haber recibido al respecto indicaciones de Roma. Un pedido de la autoridad educativa de hospitalidad para un sabio que quería trabajar una temporada en la biblioteca escolástica del claustro, fue declinado cortésmente, como también la invitación para que enviase un representante a un congreso de historia de la música. Apenas desde los días del abad Pío, quien en edad avanzada comenzó a interesarse mucho por el juego de abalorios, hubo relaciones e intercambios y desde entonces había conexiones amistosas, aunque no precisamente entusiastas. Se intercambiaban libros, se concedía mutua hospitalidad; también el protector de Knecht, el
Magister Musicae
, había estado en su juventud algunas semanas en Mariafels, copiando manuscritos musicales y tocando el famoso órgano. Knecht lo sabía y se felicitaba de residir en un lugar del cual podría alguna vez narrar algo a su venerable protector, con verdadero placer.
Contra sus esperanzas, lo recibieron con Unta distinción y gentileza que se sintió desconcertado. Era la primera vez, por cierto, que Castalia ponía a disposición del monasterio por tiempo indeterminado a un maestro del juego de abalorios de su propia selección. Con el director Dubois había aprendido a considerarse, sobre todo durante los comienzos de su papel de huésped, no como persona, sino como representante de Castalia y a aceptar y retribuir gentilezas y eventuales distanciamientos sólo como embajador; esto lo ayudó a superar los primeros inconvenientes. Llegó también a dominar la inicial sensación de extrañamiento y de temor y la ligera excitación de las primeras noches, en las que apenas pudo dormir; como el abad Gervasio mostraba hacia él una bondadosa y afable simpatía, se encontró bien muy pronto en su nuevo ambiente. Le hacían feliz la frescura y la reciedumbre de la región, una ruda zona montañosa con paredes de roca perpendiculares, y fértiles praderas salpicadas de hermoso ganado; le hacia feliz lo imponente y espacioso de las viejas construcciones, en las que podía leerse la historia de muchos siglos; le cautivó luego la belleza y la sencilla comodidad de su habitación, compuesta de dos ambientes, en el piso superior de la larga ala destinada a los huéspedes. Mucho le agradaron sus paseos de investigación a través de la magnífica pequeña ciudad, con dos iglesias, claustros, archivo, biblioteca, residencia del abad, muchas fincas con vastos establos de ganado muy cuidado, fuentes cantarínas, sótanos abovedados gigantescos para vino y fruta, dos refectorios, la famosa sala del Capítulo, el parque bien conservado y los talleres de los Hermanos legos, del tonelero, el zapatero, el sastre, el herrero, etcétera, que formaban un pueblecillo alrededor de la plaza Mayor. Ya tenía acceso a la biblioteca; el organista le había mostrado el espléndido órgano en el cual pudo tocar, y no lo atraían menos los armarios donde sabía que se conservaba una considerable cantidad de manuscritos musicales inéditos, muchos de ellos desconocidos totalmente y pertenecientes a épocas muy remotas.
En el monasterio no demostraban mayor impaciencia por el comienzo de su función oficial. Más que días pasaron semanas sin que se abocara seriamente al verdadero propósito de su presencia allí. Si bien desde el primer día algunos
Patres
y especialmente el Abad se entretuvieron agradablemente con Josef hablando del juego de abalorios, aún no se había dicho una sola palabra acerca de la enseñanza o de cualquier otra actividad sistemática. También en otros aspectos Knecht observó en la conducta, en el estilo de vida y en el trato de los jefes eclesiásticos un tono para él desconocido hasta entonces y cierta dignísima lentitud, al par que una bondadosa tolerancia, de la que parecían participar todos estos Padres, aun los que aparentemente no carecían de temperamento. Era el espíritu de su Orden, era el aliento milenario, la organización de una comunidad antiquísima, privilegiada, probada cien veces en las horas felices y en las malas, y a la que ellos se adaptaban, del mismo modo que cada abeja se identifica con el destino y las desdichas de su colmena, duerme su mismo sueño, sufre sus mismos padecimientos y experimenta su mismo temblor. Comparado con el estilo existencial de Castalia, este estilo benedictino parecía a primera vista menos espiritual, menos ágil y afinado, menos activo, pero en cambio aparentaba ser más sosegado, menos sujeto a influjos, más antiguo, más seguro; parecía que reinaba allí un espíritu, un sentimiento convertido hacía mucho en segunda naturaleza. Con curiosidad y noble interés, con gran admiración también, Knecht dejó que esta vida claustral influyera en él, esta vida que existía ya en una época en que no había siquiera la idea de Castalia, y casi igual a la de hoy, a pesar de tener ya más de mil quinientos años; esta vida que tanto concordaba con el lado contemplativo de su carácter. Era un huésped, le honraban, le honraban mucho más de lo que esperara y le correspondiera, pero lo sentía claramente; eso era formulismo y costumbre (
usus
, realmente) y no se dirigía ni a su persona ni al espíritu de Castalia o del juego de abalorios: era la majestuosa cortesanía de una gran potencia antigua para con una más joven. Sólo parcialmente estaba preparado para ello, y muy pronto, a pesar de toda la comodidad de su vida en Mariafels, se sintió tan inseguro, que pidió a sus superiores normas más exactas de conducta. El
Magister Ludi
le escribió personalmente Unas líneas:
«No te preocupes —decía el
Magister
, entre otras cosas—, si sacrificas a tu estudio de la vida de allí el tiempo que quieras. Emplea tus días fructuosamente, aprende, trata de hacerte agradable y útil, hasta donde allí se considere o te alcance, pero no te apresures, no aparezcas nunca impaciente, no des la impresión de tener nunca menos holganza que tus huéspedes. Aunque te traten todo el año como si siempre fuera el primer día de su estada en su Casa, acéptalo tranquilamente y procede como si a ti tampoco te importaran ya dos años o diez. Tómalo como una competición en el ejercicio de la paciencia. ¡Medita cuidadosamente! Si tus ocios fueran demasiado largos, toma para ti algunas horas todos los días, no más de cuatro, para un trabajo regular, para el estudio o la copia de manuscritos, por ejemplo. Mas no des la impresión de que trabajas, debes tener tiempo para atender a quien tenga deseos de charlar contigo».
Knecht siguió estas indicaciones y muy pronto se sintió de nuevo liberado. Hasta ese momento había pensado demasiado en su misión docente para aficionados del juego de abalorios, que realizaba en nombre de su Orden en Mariafels, mientras que los Padres del monasterio lo trataban más bien como a un embajador de una potencia amiga, que debe ser distinguido para que se encuentre a sus anchas. Y cuando finalmente el abad Gervasio se acordó de aquel encargo y primeramente le llevó algunos
Patres
que ya habían tenido una primera iniciación en el juego de abalorios, y a quienes debía impartir un curso más adelantado, comprobó para su sorpresa y, al comienzo, para su grave desilusión, que el cultivo del noble juego en este hospitalario lugar era muy superficial y para aficionados, y que por lo que se veía, se satisfacían con una modesta medida del conocimiento del juego. Y como consecuencia de esta comprobación, llegó lentamente también la otra; no era el arte del juego de abalorios ni su cultivo en el monasterio la razón de que lo hubiesen enviado allí. La tarea de adelantar un poco en lo elemental a los pocos
Patres
ligeramente inclinados al estudio del juego y procurarles la satisfacción de una modesta actividad deportiva, era fácil, demasiado fácil; la hubiera podido desempeñar cualquier otro candidato del juego, aunque no perteneciera al pequeño círculo selecto. Esta enseñanza no podía ser, pues, el verdadero fin de su misión allí. Comenzó a comprender que se le había enviado más para aprender que para enseñar.
Justamente cuando creyó comprender, su autoridad en el monasterio cobró un repentino robustecimiento y con ello también su conciencia de sí mismo, porque, a pesar de todos los atractivos y las cosas gratas inherentes a su papel de huésped, había sentido que su estada en ese lugar era para él por momentos casi un castigo. Pero ocurrió un día que durante una conversación con el Abad, sin intención alguna, dejó escapar una alusión al
I
Ging chino; el clérigo escuchó, hizo algunas preguntas, y cuando advirtió en su huésped el dominio del chino y su conocimiento del libro de los oráculos, no pudo ocultar su alegría. Tenía preferencia por el
I Ching
, y aunque no conocía el chino y su conocimiento del libro de los oráculos y otros misterios chinos adolecía de la misma ingenua superficialidad con que parecían conformarse los habitantes del monasterio en esa época en casi todos sus intereses científicos, podía notarse sin embargo, que el anciano inteligente y, en comparación con su huésped, tan experto y conocedor del mundo, tenía realmente relación con el espíritu de la sabiduría política y existencial de los antiguos chinos. Nació una conversación de insólita vivacidad, que quebró por primera vez la línea de conducta cortesana existente hasta ese momento entre el dueño de casa y el huésped, y llevó a que el dignísimo señor solicitara a Knecht le diese dos lecciones semanales del
I Ching
.
Mientras su relación con el Abad y anfitrión se convertía así en algo más vivo y eficaz, mientras crecía su amistad de cantarada con el organista, y el pequeño Estado eclesiástico en que vivía llegaba paulatinamente a serié más familiar, comenzó también a hacerse efectiva la promesa del oráculo, interrogado por él poco antes de partir de Castalia. Peregrino que llevaba consigo todos sus bienes, le había sido prometida no sólo la entrada en un hostal grato, sino también la «perseverancia de un joven siervo». Y que la promesa se hallaba en vías de cumplirse, puedo considerarlo el peregrino como signo favorable, como signo de que él realmente «llevaba consigo todos sus bienes», y de que también lejos de las escuelas, los maestros, los camaradas, los protectores y los ayudantes, lejos de la atmósfera tutelar y generosa de Castalia «llevaba consigo» el espíritu y las energías con cuyo auxilio marchaba al encuentro de una existencia activa y meritoria. El vaticinado «joven siervo» se le acercó en la persona de un seminarista de nombre Antonio, y aunque este jovencito no desempeñó papel alguno en la vida de Josef Knecht, fue en esa primera época claustral de sensaciones extrañamente discordantes un signo vivo, un mensajero de algo nuevo y grande, un heraldo de futuros acontecimientos. Antonio, de carácter silencioso pero de mirada franca e inteligente, casi maduro como para ser aceptado en la categoría de los monjes, veía bastante a menudo al jugador de abalorios, cuyo origen y cuyo arte eran para él cosas tan misteriosas; en cuanto al pequeño grupo de alumnos, en su ala separada e inaccesible a los huéspedes, siguió siendo para Josef casi desconocido y deliberadamente mantenido a distancia. A estos estudiantes les estaba vedada la participación en el curso del juego, pero Antonio prestaba servicio como ayudante del bibliotecario, varias veces por semana, y allí en la biblioteca lo encontraba Knecht, conversando con él en algunas ocasiones. Knecht observó que este jovencito de ojos muy negros y de espesas cejas, también negras, le era afecto en la forma conquistadora y servicial del amor respetuoso de los jóvenes y los discípulos, que muchas veces había conocido y que hacía mucho tiempo —aunque sintiera siempre el deseo de sustraérsele— tuvo que considerar como factor vivo e importante en la existencia de la Orden. Aquí en el monasterio, resolvió ser doblemente precavido y reservado; hubiera sido faltar a la hospitalidad, si hubiese tratado de influir en este joven sometido aún a la educación eclesiástica; también estaba muy enterado del severo voto de castidad que allí regía, y le pareció que un amorío infantil hubiese sido todavía mis peligroso. De todas maneras, debía evitar toda posibilidad de escándalo y se cuidó en consecuencia.