Si España se cierra al Occidente y renuncia al porvenir en el momento de la Contrarreforma, no lo hace sin antes adoptar y asimilar casi todas las formas artísticas del Renacimiento: poesía, pintura, novela, arquitectura. Esas formas —amén de otras filosóficas y políticas—, mezcladas a tradiciones e instituciones españolas de entraña medieval, son transplantadas a nuestro Continente. Y es significativo que la parte más viva de la herencia española en América esté constituida por esos elementos universales que España asimiló en un período también universal de su historia. La ausencia de casticismo, tradicionalismo y españolismo —en el sentido medieval que se ha querido dar a la palabra: costra y cáscara de la casta Castilla—es un rasgo permanente de la cultura hispanoamericana, abierta siempre al exterior y con voluntad de universalidad. Ni Juan Ruiz de Alarcón, ni Sor Juana, ni Darío, ni Bello, son espíritus tradicionales, castizos. La tradición española que heredamos los hispanoamericanos es la que en España misma ha sido vista con desconfianza o desdén: la de los heterodoxos, abiertos hacia Italia o hacia Francia. Nuestra cultura, como una parte de la española, es libre elección de unos cuantos espíritus. Y así, según apuntaba Jorge Cuesta, se define como una libertad frente al pasivo tradicionalismo de nuestros pueblos. Es una forma, a veces superpuesta o indiferente o la realidad que la sustenta. En ese carácter estriba su grandeza y también, en algunos casos, su vacuidad o su impotencia. El crecimiento de nuestra lírica —que es por naturaleza diálogo entre el poeta y el Mundo— y la relativa pobreza de nuestras formas épicas y dramáticas, reside acaso en este carácter ajeno, desprendido de la realidad, de nuestra tradición.
La disparidad de elementos y tendencias que se observan en la Conquista no enturbia su clara unidad histórica. Todos ellos reflejan la naturaleza del Estado español, cuyo rasgo más notable consistía en ser una creación artificial, una construcción política en el más estricto de los significados de la palabra. La monarquía española nace de una violencia: la que los Reyes Católicos y sus sucesores imponen a la diversidad de pueblos y naciones sometidos a su dominio. La unidad española fue, y sigue siendo, fruto de la voluntad política del Estado, ajena a la de los elementos que la componen (el catolicismo español siempre ha vivido en función de esa voluntad. De ahí, quizá, su tono beligerante, autoritario e inquisitorial.) La rapidez con que el Estado español asimila y organiza las conquistas que realizan los particulares muestra que una misma voluntad, perseguida con cierta coherente inflexibilidad, anima las empresas europeas y las de ultramar. Las colonias alcanzaron en poco tiempo una complejidad y perfección que contrasta con el lento desarrollo de las fundadas por otros países. La previa existencia de sociedades estables y maduras facilitó, sin duda, la tarea de los españoles, pero es evidente la voluntad hispana de crear un mundo a su imagen. En 1604, a menos de un siglo de la caída de Tenochtitlán, Balbuena da a conocer la Grandeza Mexicana.
En resumen, se contemple la Conquista desde la perspectiva indígena o desde la española, este acontecimiento es expresión de una voluntad unitaria. A pesar de las contradicciones que la constituyen, la Conquista es un hecho histórico destinado a crear una unidad de la pluralidad cultural y política precortesiana. Frente a la variedad de razas, lenguas, tendencias y Estados del mundo prehispánico, los españoles postulan un solo idioma, una sola fe, un solo Señor. Si México nace en el siglo XVI, hay que convenir que es hijo de una doble violencia imperial y unitaria: la de los aztecas y la de los españoles.
El Imperio que funda Cortés sobre los restos de las viejas culturas aborígenes era un organismo subsidiario, satélite del sol hispano. La suerte de los indios pudo ser así la de tantos pueblos que ven humillada su cultura nacional, sin que el nuevo orden —mera superposición tiránica— abra sus puertas a la participación de los dominados. Pero el Estado fundado por los españoles fue un orden abierto. Y esta circunstancia, así como las modalidades de la participación de los vencidos en la actividad central de la nueva sociedad: la religión, merecen un examen detenido. La historia de México, y aun la de cada mexicano, arranca precisamente de esa situación. Así pues, el estudio del orden colonial es imprescindible. La determinación de las notas más salientes de la religiosidad colonial —sea en sus manifestaciones populares o en las de sus espíritus más representativos—nos mostrará el sentido de nuestra cultura y el origen de muchos de nuestros conflictos posteriores.
LA PRESTEZA con que el Estado español —eliminando ambiciones de encomenderos, infidelidades de oidores y rivalidades de toda índole— recrea las nuevas posesiones a imagen y semejanza de la Metrópoli, es tan asombrosa como la solidez del edificio social que construye. La sociedad colonial es un orden hecho para durar. Quiero decir, una sociedad regida conforme a principios jurídicos, económicos y religiosos plenamente coherentes entre sí y que establecían una relación viva y armónica entre las partes y el todo. Un mundo suficiente, cerrado al exterior pero abierto a lo ultraterreno.
Es muy fácil reír de la pretensión ultraterrena de la sociedad colonial. Y más fácil aún denunciarla como una forma vacía, destinada a encubrir los abusos de los conquistadores o a justificarlos ante sí mismos y ante sus víctimas. Sin duda esto es verdad, pero no lo es menos que esa aspiración ultraterrena no era un simple añadido, sino una fe viva y que sustentaba, como la raíz al árbol, fatal y necesariamente, otras formas culturales y económicas. El catolicismo es el centro de la sociedad colonial porque de verdad es la fuente de vida que nutre las actividades, las pasiones, las virtudes y hasta los pecados de siervos y señores, de funcionarios y sacerdotes, de comerciantes y militares. Gracias a la religión el orden colonial no es una mera superposición de nuevas formas históricas, sino un organismo viviente. Con la llave del bautismo el catolicismo abre las puertas de la sociedad y la convierte en un orden universal, abierto a todos los pobladores. Y al hablar de la Iglesia Católica, no me refiero nada más a la obra apostólica de los misioneros, sino a su cuerpo entero, con sus santos, sus prelados rapaces, sus eclesiásticos pedantes, sus juristas apasionados, sus obras de caridad y su atesoramiento de riquezas.
Es cierto que los españoles no exterminaron a los indios porque necesitaban la mano de obra nativa para el cultivo de los enormes feudos y la explotación minera. Los indios eran bienes que no convenía malgastar. Es difícil que a esta consideración se hayan mezclado otras de carácter humanitario. Semejante hipótesis hará sonreír a cualquier que conozca la conducta de los encomenderos con los indígenas. Pero sin la Iglesia el destino de los indios habría sido muy diverso. Y no pienso solamente en la lucha emprendida para dulcificar sus condiciones de vida y organizarlos de manera más justa y cristiana, sino en la posibilidad que el bautismo les ofrecía de formar parte, por la virtud de la consagración, de un orden y de una Iglesia. Por la fe católica los indios, en situación de orfandad, rotos los lazos con sus antiguas culturas, muertos sus dioses tanto como sus ciudades, encuentran un lugar en el mundo. Esa posibilidad de pertenecer a un orden vivo, así fuese en la base de la pirámide social, les fue despiadadamente negada a los nativos por los protestantes de Nueva Inglaterra. Se olvida con frecuencia que pertenecer a la fe católica significaba encontrar un sitio en el Cosmos. La huida de los dioses y la muerte de los jefes habían dejado al indígena en una soledad tan completa como difícil de imaginar para un hombre moderno. El catolicismo le hace reanudar sus lazos con el mundo y el trasmundo. Devuelve sentido a su presencia en la tierra, alimenta sus esperanzas y justifica su vida y su muerte.
Resulta innecesario añadir que la religión de los indios, como la de casi todo el pueblo mexicano, era una mezcla de las nuevas y las antiguas creencias. No podía ser de otro modo, pues el catolicismo fue una religión impuesta. Esta circunstancia, de la más alta trascendencia desde otro punto de vista, carecía de interés inmediato para los nuevos creyentes. Lo esencial era que sus relaciones sociales, humanas y religiosas con el mundo circundante y con lo Sagrado se habían restablecido. Su existencia particular se insertaba en un orden más vasto.
No por simple devoción o servilismo los indios llamaban "tatas" a los misioneros y "madre" a la Virgen de Guadalupe.
La diferencia con las colonias sajonas es radical. Nueva España conoció muchos horrores, pero por lo menos ignoró el más grave de todos: negarle un sitio, así fuere el último en la escala social, a los hombres que la componían. Había clases, castas, esclavos, pero no había parias, gente sin condición social determinada o sin estado jurídico, moral o religioso. La diferencia con el mundo de las modernas sociedades totalitarias es también decisiva.
Es cierto que Nueva España, al fin y al cabo sociedad satélite, no creó un arte, un pensamiento, un mito o formas de vida originales. (Las únicas creaciones realmente originales de América —y no excluyo naturalmente a los Estados Unidos— son las precolombinas.) También es cierto que la superioridad técnica del mundo colonial y la introducción de formas culturales más ricas y complejas que las mesoamericanas, no bastan para justificar una época. Pero la creación de un orden universal, logro extraordinario de la Colonia, sí justifica a esa sociedad y la redime de sus limitaciones. La gran poesía colonial, el arte barroco, las Leyes de Indias, los cronistas, historiadores y sabios y, en fin, la arquitectura novohispana, en la que todo, aun los frutos fantásticos y los delirios profanos, se armoniza bajo un orden tan riguroso como amplio, no son sino reflejos del equilibrio de una sociedad en la que también todos los hombres y todas las razas encontraban sitio, justificación y sentido. La sociedad estaba regida por un orden cristiano que no es distinto al que se admira en templos y poemas.
No pretendo justificar a la sociedad colonial. En rigor, mientras subsista esta o aquella forma de opresión, ninguna sociedad se justifica. Aspiro a comprenderla como una totalidad viva y, por eso, contradictoria. Del mismo modo me niego a ver en los sacrificios humanos de los aztecas una expresión aislada de crueldad sin relación con el resto de esa civilización: la extracción de corazo-nes y las pirámides monumentales, la escultura y el canibalismo ritual, la poesía y la "guerra florida", la teocracia y los mitos grandiosos son un todo indisoluble. Negar esto es tan infantil como negar el arte gótico o a la poesía provenzal en nombre de la situación de los siervos medievales, negar a Esquilo porque había esclavos en Atenas. La historia tiene la realidad atroz de una pesadilla; la grandeza del hombre consiste en hacer obras hermosas y durables con la sustancia real de esa pesadilla. O dicho de otro modo: transfigurar la pesadilla en visión, liberamos, así sea por un instante, de la realidad disforme por medio de la creación.
DURANTE siglos España digiere y perfecciona las ideas que le habían dado el ser. La actividad intelectual no deja de ser creadora, pero solamente en la esfera del arte y dentro de los límites que se sabe. La crítica —que en esos siglos y en otras partes es la más alta forma de creación— existe apenas en ese mundo cerrado y satisfecho. Hay, sí, la sátira, la disputa teológica y una actividad constante por extender, perfeccionar y hacer más sólido el edificio que albergaba a tantos y tan diversos pueblos. Pero los principios que rigen a la sociedad son inmutables e intocables. España no inventa ya, ni descubre: se extiende, se defiende, se recrea. No quiere cambiar, sino durar. Y otro tanto ocurre con sus posesiones ultramarinas. Superada la primera época de borrascas y disturbios, la Colonia padece crisis periódicas —como la que atraviesan Sigüenza y Góngora y Sor Juana— pero ninguna de ellas toca las raíces del régimen o pone en tela de juicio los principios en que se funda.
El mundo colonial era proyección de una sociedad que había ya alcanzado su madurez y estabilidad en Europa. Su originalidad es escasa. Nueva España no busca, ni inventa: aplica y adapta. Todas sus creaciones, incluso la de su propio ser, son reflejos de las españolas. Y la per-meabilidad con que lentamente las formas hispánicas aceptan las modificaciones que les impone la realidad novohispana, no niega el carácter conservador de la Colonia. Las sociedades tradicionales, observa Ortega y Gasset, son realistas: desconfían de los saltos bruscos pero cambian despacio, aceptando las sugestiones de la realidad. La "Grandeza Mexicana" es la de un sol inmóvil, mediodía prematuro que ya nada tiene que conquistar sino su descomposición.
La especulación religiosa había cesado desde hacía siglos. La doctrina estaba hecha y se trataba sobre todo de vivirla. La Iglesia se inmoviliza en Europa, a la defensiva. La escolástica se defiende mal, como las pesadas naves españolas, presa de las más ligeras de holandeses e ingleses. La decadencia del catolicismo europeo coincide con su apogeo hispanoamericano: se extiende en tierras nuevas en el momento en que ha dejado de ser creador. Ofrece una filosofía hecha y una fe petrificada, de modo que la originalidad de los nuevos creyentes no encuentra ocasión de manifestarse. Su adhesión es pasiva. El fervor y la profundidad de la religiosidad mexicana contrasta con la relativa pobreza de sus creaciones. No poseemos una gran poesía religiosa, como no tenemos una filosofía original, ni un solo místico o reformador de importancia. Esta situación paradójica —y no por eso menos real— explica buena parte de nuestra historia y es el origen de muchos de nuestros conflictos psíquicos. El catolicismo ofrece un refugio a los descendientes de aquéllos que habían visto la exterminación de sus clases dirigentes, la destrucción de sus templos y manuscritos y la supresión de las formas superiores de su cultura pero, por razón misma de su decadencia europea, les niega toda posibilidad de expresar su singularidad. Así, redujo la participación de los fieles a la más elemental y pasiva de las actitudes religiosas. Pocos podían alcanzar una comprensión más entera de sus nuevas creencias. Y la inmovilidad de éstas, así como la del enmohecido aparato escolástico, hacía más difícil toda participación creadora. Agréguese que el conjunto de los creyentes descendía de las clases inferiores de la antigua sociedad. Por tal razón, eran gente con una tradición cultural pobre (los depositarios del saber mágico y religioso, guerreros y sacerdotes, habían sido exterminados o españolizados). En suma, la creación religiosa estaba vedada a los creyentes a consecuencia de las circunstancias que determinaban su participación. De ahí la relativa infecundidad del catolicismo colonial, sobre todo si se recuerda su fertilidad entre bárbaros y romanos, cristianizados en el momento en que la religión era la única fuerza viva del mundo antiguo. No es difícil, pues, que nuestra actitud antitradicional y la ambigüedad de nuestra posición frente al catolicismo se originen en este hecho. Religión y Tradición se nos han ofrecido siempre como formas muertas, inservibles, que mutilan o asfixian nuestra singularidad. No es sorprendente, en estas circunstancias, la persistencia del fondo precortesiano. El mexicano es un ser religioso y su experiencia de lo Sagrado es muy verdadera, mas ¿quién es su Dios: las antiguas divinidades de la tierra o Cristo? Una invocación chamula, verdadera plegaria a pesar de la presencia de ciertos elementos mágicos, responde con claridad a esta pregunta: