El laberinto de la soledad (21 page)

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Authors: Octavio Paz

Tags: #Ensayo

BOOK: El laberinto de la soledad
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Los países "adelantados", con la excepción de Alemania, pasaron del antiguo régimen al de las modernas democracias burguesas de una manera que podríamos llamar natural. Las transformaciones políticas, económicas y técnicas se sucedieron y entrelazaron como inspiradas por una coherencia superior. La historia, poseía una lógica; descubrir el secreto de su funcionamiento equivalía a apoderarse del futuro. Esta creencia, bastante vana, aún nos hace ver la historia de las grandes naciones como el desarrollo de una inmensa y majestuosa proposición lógica. En efecto, el capitalismo pasó gradualmente de las formas primitivas de acumulación a otras cada vez más complejas, hasta desembocar en la época del capital financiero y el imperialismo mundial. El tránsito del capitalismo primitivo al internacional produjo cambios radicales, tanto en la situación interior de cada país como en la esfera mundial. Por una parte, al cabo de siglo y medio de explotación de los pueblos coloniales y semicoloniales, las diferencias entre un obrero y su patrón fueron menos grandes que las existentes entre ese mismo obrero y un paria hindú o un peón boliviano. Por la otra, la expansión imperialista unificó al planeta: captó todas las riquezas, aun las más escondidas, y las arrojó al torrente de la circulación mundial, convertidas en mercancías; universalizó el trabajo humano (la tarea de un pizcador de algodón la continúa, a miles de kilómetros, un obrero textil) realizando por primera vez, efectivamente y no como postulado moral, la unidad de la condición humana; destruyó las culturas y civilizaciones extrañas e hizo girar a todos los pueblos alrededor de dos o tres astros, fuentes del poder político, económico y espiritual. Al mismo tiempo, los pueblos así anexados participaron sólo de una manera pasiva en el proceso: en lo económico eran meros productores de materias primas y de mano de obra barata; en lo político, eran colonias y semicolonias; en lo espiritual, sociedades bárbaras o pintorescas. Para los pueblos de la periferia, el "progreso" significaba, y significa, no sólo gozar de ciertos bienes materiales sino, sobre todo, acceder a la "normalidad" histórica: ser, al fin, "entes de razón". Tal es el transfondo de la Revolución mexicana y, en general, de las revoluciones del siglo XX.

Puede verse ahora con mayor claridad en qué consistió la empresa revolucionaria: consumar, a corto plazo y con un mínimo de sacrificios humanos, una obra que la burguesía europea había llevado a cabo en más de ciento cincuenta años. Para lograrlo, deberíamos previamente asegurar nuestra independencia política y recuperar nuestros recursos naturales. Además, todo esto debería realizarse sin menoscabo de los derechos sociales, en particular los obreros, consagrados por la Constitución de 1917. En Europa y en los Estados Unidos estas conquistas fueron el resultado de más de un siglo de luchas proletarias y, en buena parte, representaban (y representan) una participación en las ganancias obtenidas por las metrópolis en el exterior. Entre nosotros no sólo no había ganancias coloniales que repartir: ni siquiera eran nuestros el petróleo, los minerales, la energía eléctrica y las otras fuerzas con que deberíamos transformar al país. Así pues, no se trataba de empezar desde el principio sino desde antes del principio.

La Revolución hizo del nuevo estado el principal agente de la transformación social. En primer lugar: la devolución y el reparto de tierras, la apertura al cultivo de otras, las obras de irrigación, las escuelas rurales, los bancos de refacción para los campesinos. Los expertos se extienden en los errores técnicos cometidos; los moralistas, en la intervención maléfica del cacique tradicional y del político rapaz. Es verdad. También lo es que, bajo formas nuevas, subsiste el peligro de un retorno al monopolio de las tierras. Lo conquistado hay que defenderlo todavía. Pero el régimen feudal ha desaparecido. Olvidar esto es olvidar demasiado. Y hay más: la reforma agraria no sólo benefició a los campesinos sino que, al romper la antigua estructura social, hizo posible el nacimiento de nuevas fuerzas productivas. Ahora bien, a pesar de todo lo logrado —y ha sido mucho— miles de campesinos viven en condiciones de gran miseria y otros miles no tienen más remedio que emigrar a los Estados Unidos, cada año, como trabajadores temporales. El crecimiento demográfico, circunstancia que no fue tomada en cuenta por los primeros gobiernos revolucionarios, explica parcialmente el actual desequilibrio. Aunque parezca increíble, la mayor parte del país padece de sobrepoblación campesina. O más exactamente: carecemos de tierras cultivables. Hay, además, otros dos factores decisivos: ni la apertura de nuevas tierras al cultivo ha sido suficiente, ni las nuevas industrias y centros de producción han crecido con la rapidez necesaria para absorber a toda esa masa de población sobrante, condenada así al subempleo. /En suma, con nuestros recursos actuales no podemos crear, en la proporción indispensable, las industrias y las empresas agrícolas que podrían dar ocupación al excedente de brazos y bocas. Es claro que no sólo se trata de un crecimiento demográfico excesivo sino de un progreso económico insuficiente. Pero también es claro que nos enfrentamos a una situación que rebasa las posibilidades reales del Estado y, aun, las de la nación en su conjunto. ¿Cómo y dónde obtener esos recursos económicos y técnicos? Esta pregunta, a la que se intentará contestar más adelante, no debe hacerse aisladamente sino considerando el problema del desarrollo económico en su totalidad. La industria no crece con la velocidad que requiere el aumento de población y produce así el subempleo; por su parte, el subempleo campesino retarda el desarrollo de la industria, ya que no aumenta el número de consumidores.

La Revolución también se propuso, según se dijo, la recuperación de las riquezas nacionales. Los gobiernos revolucionarios, en particular el de Cárdenas, decretaron la nacionalización del petróleo, los ferrocarriles y otras industrias. Esta política nos enfrentó al imperialismo. El Estado, sin renunciar a lo reconquistado, tuvo que ceder y suspender las expropiaciones. (Debe agregarse, de paso, que sin la nacionalización del petróleo hubiera sido imposible el desarrollo industrial.) La Revolución no se limitó a expropiar: por medio de una red de bancos e instituciones de crédito creó nuevas industrias estatales, subvencionó otras (privadas o semiprivadas) y, en general, intentó orientar en forma racional y de provecho público el desarrollo económico. Todo esto —y muchas otras cosas más— fue realizado lentamente y no sin tropiezos, errores e inmoralidades. Pero, así sea con dificultad y desgarrado por terribles contradicciones, el rostro de México empezó a cambiar. Poco a poco surgió una nueva clase obrera y una burguesía. Ambas vivieron a la sombra del Estado y sólo hasta ahora comienzan a cobrar vida autónoma.

La tutela gubernamental de la clase obrera se inició como una alianza popular: los obreros apoyaron a Carranza a cambio de una política social más avanzada. Por la misma razón sostuvieron a Obregón y Calles. Por su parte, el Estado protegió a las organizaciones sindicales. Pero la alianza se convirtió en sumisión y los gobiernos premiaron a los dirigentes con altos puestos públicos. El proceso se acentuó y consumó, aunque parezca extraño, en la época de Cárdenas, el período más extremista de la Revolución. Y fueron precisamente los dirigentes que habían luchado contra la corrupción sindical los que entregaron las organizaciones obreras. Se dirá que la política de Cárdenas era revolucionaria: nada más natural que los sindicatos la apoyasen. Pero, empujados por sus líderes, los sindicatos formaron parte, como un sector más, del Partido de la Revolución, esto es, del partido gubernamental. Se frustró así la posibilidad de un partido obrero o, al menos, de un movimiento sindical a la norteamericana, apolítico, sí, pero autónomo y libre de toda ingerencia oficial. Los únicos que ganaron fueron los líderes, que se convirtieron en profesionales de la política: diputados, senadores, gobernadores. En los últimos años asistimos, sin embargo, a un cambio: con creciente energía las agrupaciones obreras recobran su autonomía, desplazan a los dirigentes corrompidos y luchan por instaurar una democracia sindical. Este movimiento puede ser una de las fuerzas decisivas en el renacimiento de la vida democrática. Al mismo tiempo, dadas las características sociales de nuestro país, la acción obrera, si se quiere eficaz, debe evitar el sectarismo de algunos de los nuevos dirigentes y buscar la alianza con los campesinos y con un nuevo sector, hijo también de la Revolución: la clase media. Hasta hace poco la clase media era un grupo pequeño, constituido por pequeños comerciantes y las tradicionales "profesiones liberales" (abogados, médicos, profesores, etc.). El desarrollo industrial y comercial y el crecimiento de la Administración Pública han creado una numerosa clase media, cruda e ignorante desde el punto de vista cultural y político pero llena de vitalidad.

Más dueña de sí, más poderosa también, la burguesía no sólo ha logrado su independencia sino que trata de incrustarse en el Estado, no ya como protegida sino como directora única. El banquero sucede al general revolucionario; el industrial aspira a desplazar al técnico y al político. Estos grupos tienden a convertir al Gobierno, cada vez con mayor exclusividad, en la expresión política de sus intereses. Pero la.burguesía no forma un todo homogéneo: unos, herederos de la Revolución mexicana (aunque a veces lo ignoren), están empeñados en crear un capitalismo nacional;'otros, son simples intermediarios y agentes del capital financiero internacional. Finalmente, según se ha dicho, dentro del Estado hay muchos técnicos que a través de avances y retrocesos, audacias y concesiones, continúan una política de interés nacional, congruente con el pasado revolucionario. Todo esto explica la marcha sinuosa del Estado y su deseo de "no romper el equilibrio". Desde la época de Carranza, la Revolución mexicana ha sido un compromiso entre fuerzas opuestas: nacionalismo e imperialismo, obrerismo y desarrollo industrial, economía dirigida y régimen de "libre empresa", democracia y paternalismo estatal.

Nada de lo logrado hubiese sido posible dentro del marco del capitalismo clásico. Y aún más: sin la Revolución y sus gobiernos ni siquiera tendríamos capitalistas mexicanos. En realidad, el capitalismo nacional no sólo es consecuencia natural de la Revolución sino que, en buena parte, es hijo, criatura del Estado revolucionario. Sin el reparto de tierras, las grandes obras materiales, las empresas estatales y las de "participación estatal", la política de inversiones públicas, los subsidios directos o indirectos a la industria y, en general, sin la intervención del Estado en la vida económica, nuestros banqueros y "hombres de negocios" no habrían tenido ocasión de ejercer su actividad o formarían parte del "personal nativo" de alguna compañía extranjera. En un país que inicia su desarrollo económico con más de dos siglos de retraso era indispensable acelerar el crecimiento "natural" de las fuerzas productivas. Esta "aceleración" se llama: intervención del Estado, dirección —así sea parcial— de la economía. Gracias a esta política nuestra evolución es una de las más rápidas y constantes en América. No se trata de bonanzas momentáneas o de progresos en un sector aislado —como el petróleo en Venezuela o el azúcar en Cuba— sino de un desarrollo más amplio y general. Quizá el síntoma más significativo sea la tendencia a crear una "economía diversificada" y una industria "integrada", es decir, especializada en nuestros recursos. Dicho lo anterior, debe agregarse que aún no hemos logrado, ni con mucho, todo lo que era necesario e indispensable. No tenemos una industria básica, aunque contamos con una naciente siderurgia; no fabricamos máquinas que fabriquen máquinas y ni siquiera hacemos tractores; nos faltan todavía caminos, puentes, ferrocarriles; le hemos dado la espalda al mar: no tenemos puertos, marina e industria pesquera; nuestro comercio exterior se equilibra gracias al turismo y a los dólares que ganan en los Estados Unidos nuestros "braceros"... Y algo más decisivo: a pesar de la legislación nacionalista, el capital norteamericano es cada día más poderoso y determinante en los centros vitales de nuestra economía. En suma, aunque empezamos a contar con una industria, todavía somos, esencialmente, un país productor de materias primas. Y esto significa: dependencia de las oscilaciones del mercado mundial, en lo exterior; y en lo interior: pobreza, diferencias atroces entre la vida de los ricos y los desposeídos, desequilibrio.

CON CIERTA regularidad se discute si la política social y económica ha sido o no acertada. Sin duda se trata de algo más complejo que la técnica y que está más allá de los errores, imprevisiones o inmoralidades de ciertos grupos. La verdad es que los recursos de que dispone la nación, en su totalidad, son insuficientes para "financiar" el desarrollo integral de México y aun para crear lo que los técnicos llaman la "infraestructura económica", única base sólida de un progreso efectivo. Nos faltan capitales y el ritmo interno de capitalización y reinversión es todavía demasiado lento. Así, nuestro problema esencial consiste, según el decir de los expertos, en obtener los recursos indispensables para nuestro desarrollo. ¿Dónde y cómo?

Uno de los hechos que caracterizan la economía mundial es el desequilibrio que existe entre los bajos precios de las materias primas y los altos precios de los productos manufacturados. Países como México —es decir: la mayoría del planeta— están sujetos a los cambios continuos e imprevistos del mercado mundial. Como lo han sostenido nuestros delegados en multitud de conferencias interamericanas e internacionales, ni siquiera es posible esbozar programas económicos a largo plazo si no se suprime esta inestabilidad. Por otra parte, no se llegará a reducir el desnivel, cada vez más profundo entre los países "subdesarrollados" y los "avanzados" si estos últimos no pagan precios justos por los productos primarios. Estos productos son nuestra fuente principal de ingresos y, por tanto, constituyen la mejor posibilidad de "financiamiento" de nuestro desarrollo económico. Por razones de sobra conocidas, nada o muy poco se ha conseguido en este campo. Los países "avanzados" sostienen imperturbables —como si viviésemos a principios del siglo pasado— que se trata de "leyes naturales del mercado", sobre las cuales el hombre tiene escasa influencia. La verdad es que se trata de la ley del león.

Uno de los remedios que más frecuentemente nos ofrecen los países "avanzados" — señaladamente los Estados Unidos— es el de las inversiones privadas extranjeras. En primer lugar, todo el mundo sabe que las ganancias de esas inversiones salen del país, en forma de dividendos y otros beneficios. Además, implican dependencia económica y, a la larga, ingerencia política del exterior. Por otra parte, el capital privado no se interesa en inversiones a largo plazo y de escaso rendimiento, que son las que nosotros necesitamos; por el contrario, busca los campos más lucrativos y que ofrezcan posibilidades de mejores y más rápidas ganancias. En fin, el capitalista no puede ni desea someterse a un plan general de desarrollo económico.

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