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Authors: Octavio Paz

Tags: #Ensayo

El laberinto de la soledad (18 page)

BOOK: El laberinto de la soledad
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La Revolución es una súbita inmersión de México en su propio ser. De su fondo y entraña extrae, casi a ciegas, los fundamentos del nuevo Estado. Vuelta a la tradición, reanudación de los lazos con el pasado, rotos por la Reforma y la Dictadura, la Revolución es una búsqueda de nosotros mismos y un regreso a la madre. Y, por eso, también es una fiesta: la fiesta de las balas, para emplear la expresión de Martín Luis Guzmán. Como las fiestas populares, la Revolución es un exceso y un gasto, un llegar a los extremos, un estallido de alegría y desamparo, un grito de orfandad y de júbilo, de suicidio y de vida, todo mezclado. Nuestra Revolución es la otra cara de México, ignorada por la Reforma y humillada por la Dictadura. No la cara de la cortesía, el disimulo, la forma lograda a fuerza de mutilaciones y mentiras, sino el rostro brutal y resplandeciente de la fiesta y la muerte, del mitote y el balazo, de la feria y el amor, que es rapto y tiroteo. La Revolución apenas si tiene ideas. Es un estallido de la realidad: una revuelta y una comunión, un trasegar viejas sustancias dormidas, un salir al aire muchas ferocidades, muchas ternuras y muchas finuras ocultas por el miedo a ser. ¿Y con quién comulga México en esta sangrienta fiesta? Consigo mismo, con su propio ser. México se atreve a ser. La explosión revolucionaria es una portentosa fiesta en la que el mexicano, borracho de sí mismo, conoce al fin, en abrazo mortal, al otro mexicano.

VII

LA "INTELIGENCIA" MEXICANA

INCURRIRÍA en una grosera simplificación quien afirmase que la cultura mexicana es un reflejo de los cambios históricos operados por el movimiento revolucionario. Más exacto será decir que esos cambios, tanto como la cultura mexicana, expresan de alguna manera las tentativas y tendencias, a veces contradictorias, de la nación —esto es, de esa parte de México que ha asumido la responsabilidad y el goce de la mexicanidad—. En ese sentido sí se puede decir que la historia de nuestra cultura no es muy diversa a la de nuestro pueblo, aunque esta relación no sea siempre estricta. Y no es estricta ni fatal porque muchas veces la cultura se adelanta a la historia y la profetiza. O deja de expresarla y la traiciona, según se observa en ciertos momentos de la dictadura de Díaz. Por otra parte, la poesía, en virtud de su misma naturaleza y de la naturaleza de su instrumento, las palabras, tiende siempre a la abolición de la historia, no porque la desdeñe sino porque la trasciende. Reducir la poesía a sus significados históricos sería tanto como reducir las palabras del poeta a sus connotaciones lógicas o gramaticales. La poesía se escapa de historia y lenguaje aunque ambos sean su necesario alimento. Lo mismo puede decirse, con las naturales salvedades, de la pintura, la música, la novela, el teatro y el resto de las artes. Pero las páginas que siguen no tienen por tema las obras de creación sino que se limitan a describir ciertas actitudes de la "inteligencia" mexicana, es decir, de ese sector que ha hecho del pensamiento crítico su actividad vital. Su obra, por lo demás, no está tanto en libros y escritos como en su influencia pública y en su acción política.

Si la Revolución fue una brusca y mortal inmersión en nosotros mismos, en nuestra raíz y origen, nada ni nadie encarna mejor este fértil y desesperado afán quejóse Vasconcelos, el fundador de la educación moderna en México. Su obra, breve pero fecunda, aún está viva en lo esencial. Su empresa, al mismo tiempo que prolonga la tarea iniciada por Justo Sierra —extender la educación elemental y perfeccionar la enseñanza superior y universitaria— pretende fundar la educación sobre ciertos principios implícitos en nuestra tradición y que el positivismo había olvidado o ignorado. Vasconcelos pensaba que la Revolución iba a redescubrir el sentido de nuestra historia, buscado vanamente por Sierra. La nueva educación se fundaría en "la sangre, la lengua y el pueblo".

El movimiento educativo poseía un carácter orgánico. No es la obra aislada de un hombre extraordinario —aunque Vasconcelos lo sea, y en varias medidas—. Fruto de la Revolución, se nutre de ella; y al realizarse, realiza lo mejor y más secreto del movimiento revolucionario. En la tarea colaboraron poetas, pintores, prosistas, maestros, arquitectos, músicos. Toda, o casi toda, la "inteligencia" mexicana. Fue una obra social, pero que exigía la presencia de un espíritu capaz de encenderse y de encender a los demás. Filósofo y hombre de acción, Vasconcelos poseía esa unidad de visión que imprime coherencia a los proyectos dispersos, y que si a veces olvida los detalles también impide perderse en ellos. Su obra —sujeta a numerosas, necesarias y no siempre felices correcciones— no fue la del técnico, sino la del fundador. Vasconcelos concibe la enseñanza como viva participación. Por una parte se fundan escuelas, se editan silabarios y clásicos, se crean institutos y se envían misiones culturales a los rincones más apartados; por la otra, la "inteligencia" se inclina hacia el pueblo, lo descubre y lo convierte en su elemento superior. Emergen las artes populares, olvidadas durante siglos; en las escuelas y en los salones vuelven a cantarse las viejas canciones; se bailan las danzas regionales, con sus movimientos puros y tímidos, hechos de vuelo y estatismo, de reserva y fuego. Nace la pintura mexicana contemporánea. Una parte de nuestra literatura vuelve los ojos hacia el pasado colonial; otra hacia el indígena. Los más valientes se encaran al presente: surge la novela de la Revolución. México, perdido en la simulación de la dictadura, de pronto es descubierto por ojos atónitos y enamorados: "Hijos pródigos de una patria que ni siquiera sabemos definir, empezamos a observarla. Castellana y morisca, rayado de azteca."

Miembro de la generación del Ateneo, partícipe de la batalla contra el positivismo, Vasconcelos sabía que toda educación entraña una imagen del mundo y reclama un programa de vida. De ahí sus esfuerzos para fundar la escuela mexicana en algo más concreto que el texto del artículo tercero constitucional, que preveía la enseñanza laica. El laicismo nunca había sido neutral. Su pretendida indiferencia ante las cuestiones últimas era un artificio que a nadie engañaba. Y Vasconcelos, que no era católico ni jacobino, tampoco era neutral. Así, quiso fundar nuestra enseñanza sobre la tradición, del mismo modo que la Revolución se empeñaba en crear una nueva economía en torno al ejido. Fundar la escuela sobre la tradición significaba formular explícitamente los impulsos revolucionarios que hasta ese momento se expresaban como instinto y balbuceo. Nuestra tradición, si de verdad estaba viva y no era una forma yerta, iba a redescubrirnos una tradición universal, en la que la nuestra se insertaba, prolongaba y justificaba.

Toda vuelta a la tradición lleva a reconocer que somos parte de la tradición universal de España, la única que podemos aceptar y continuar los hispanoamericanos. Hay dos Españas: la cerrada al mundo, y la España abierta, la heterodoxa, que rompe su cárcel por respirar el aire libre del espíritu. Esta última es la nuestra. La otra, la castiza y medieval, ni nos dio el ser ni nos descubrió, y toda nuestra historia, como parte de la de los españoles, ha sido lucha contra ella. Ahora bien, la tradición universal de España en América consiste, sobre todo, en concebir el continente como una unidad superior, según se ha visto. Por lo tanto, volver a la tradición española no tiene otro sentido que volver a la unidad de Hispanoamérica. La filosofía de la raza cósmica (esto es, del nuevo hombre americano que disolverá todas las oposiciones raciales y el gran conflicto entre Oriente y Occidente) no era sino la natural consecuencia y el fruto extremo del universalismo español, hijo del Renacimiento. Las ideas de Vasconcelos no tenían parentesco con el casticismo y tradicionalismo de los conservadores mexicanos, pues para él, como para los fundadores de Améri-ca, el continente se presentaba como futuro y novedad: "la América española es lo nuevo por excelencia, novedad no sólo de territorio, también de alma". El tradicionalismo de Vasconcelos no se apoyaba en el pasado: se justificaba en el futuro.

La filosofía iberoamericana de Vasconcelos constituía la primer tentativa para resolver un conflicto latente desde que se inició la Revolución. Estallido del instinto, ansia de comunión, revelación de nuestro ser, el movimiento revolucionario fue búsqueda y hallazgo de nuestra filiación, rota por el liberalismo. Mas esa tradición redescubierta no bastaba para alimentar nuestra voracidad de país vuelto a nacer, porque no contenía elementos universales que nos sirviesen para construir una nueva sociedad, ya que era imposible volver al catolicismo o al liberalismo, las dos grandes corrientes universales que habían modelado nuestra cultura. Al mismo tiempo, la Revolución no podía justificarse a sí misma porque apenas si tenía ideas. No quedaban, pues, sino la autofagia o la invención de un nuevo sistema. Vasconcelos resuelve la cuestión al ofrecer su filosofía de la raza iberoamericana. El lema del positivismo, "Amor, Orden y Progreso", fue sustituido por el orgulloso "Por mi Raza Hablará el Espíritu".

Por desgracia, la filosofía de Vasconcelos es ante todo una obra personal, al contrario de lo que acontecía con liberales y positivistas, que continuaban vastas corrientes ideológicas. La obra de Vasconcelos posee la coherencia poética de los grandes sistemas filosóficos, pero no su rigor; es un monumento aislado, que no ha originado una escuela ni un movimiento. Y como ha dicho Malraux, "los mitos no acuden a la complicidad de nuestra razón, sino a la de nuestros instintos". No es difícil encontrar en el sistema vasconceliano fragmentos todavía vivos, porciones fecundas, iluminaciones, anticipos, pero no el fundamento de nuestro ser, ni el de nuestra cultura.

Durante la época en que dirige al país Lázaro Cárdenas, la Revolución tiende a realizarse con mayor amplitud y profundidad. Las reformas planeadas por los regímenes anteriores al fin se llevan a cabo. La obra de Cárdenas consuma la de Zapata y Carranza. La necesidad de dar al pueblo algo más que el laicismo liberal, produce la reforma del artículo tercero de la Constitución: "La educación que imparta el Estado será socialista... combatirá el fanatismo y los prejuicios, creando en la juventud un concepto racional y exacto del Universo y de la vida social." Para los mismos marxistas el texto del nuevo artículo tercero era defectuoso: ¿cómo implantar una educación socialista en un país cuya Constitución consagraba la propiedad privada y en donde la clase obrera no poseía la dirección de los negocios públicos? Arma de lucha, la educación socialista creó muchas enemistades inútiles al régimen y suscitó las fáciles críticas de los conservadores. Asimismo, se mostró impotente para superar las carencias de la Revolución mexicana. Si las revoluciones no se hacen con palabras, las ideas no se implantan con decretos. La filosofía implícita en el texto del ar-tículo tercero no invitaba a la participación creadora, ni fundaba las bases de la nación, como lo había hecho en su momento el catolicismo colonial. La educación socialista era una trampa en la que sólo cayeron sus inventores, con regocijo de todos los reaccionarios. El conflicto entre la universalidad de nuestra tradición y la imposibilidad de volver a las formas en que se había expresado ese universalismo no podía ser resuelta con la adopción de una filosofía que no era, ni podía ser, la del Estado mexicano.

El mismo conflicto desgarra las formas políticas y económicas creadas por la Revolución. En todos los aspectos de la vida mexicana se encuentra, al mismo tiempo que una conciencia muy viva de la autenticidad y originalidad de nuestra Revolución, un afán de totalidad y coherencia que ésta no nos ofrece. El calpulli era una institución económica, social, política y religiosa que floreció naturalmente en el centro de la vida precortesiana. Durante el período colonial logra convivir con otras formas de propiedad gracias a la naturaleza del mundo fundado por los españoles, orden universal que admitía diversas concepciones de la propiedad, tanto como cobijaba una pluralidad de razas, castas y clases. Pero ¿cómo integrar la propiedad comunal de la tierra en el seno de una sociedad que inicia su etapa capitalista y que de pronto se ve lanzada al mundo de las contiendas imperialistas? El problema era el mismo que se planteaba a escritores y artistas: encontrar una solución orgánica, total, que no sacrificara las particularidades de nuestro ser a la universalidad del sistema, como había ocurrido con el liberalismo, y que tampoco redujera nuestra participación a la actitud pasiva, estática del creyente o del imitador. Por primera vez al mexicano se le plantean vida e historia como algo que hay que inventar de pies a cabeza. En la imposibilidad de hacerlo, nuestra cultura y nuestra política social han vacilado entre diversos extremos. Incapaces de realizar una síntesis, hemos terminado por aceptar una serie de compromisos, tanto en la esfera de la educación como en la de los problemas sociales. Estos compromisos nos han permitido defender lo ya conquistado, pero sería peligroso considerarlos definitivos. El texto actual del artículo tercero refleja esta situación. La enmienda constitucional ha sido benéfica pero, por encima de cualquier consideración técnica, siguen sin contestar ciertas preguntas: ¿cuál es el sentido de la tradición mexicana y cuál es su valor actual? ¿cuál es el programa de vida que ofrecen nuestras escuelas a los jóvenes? Las respuestas a estas preguntas no pueden ser la obra de un hombre. Si no las hemos contestado es porque la historia misma no ha resuelto ese conflicto.

UNA VEZ cerrado el período militar de la Revolución, muchos jóvenes intelectuales —que no habían tenido la edad o la posibilidad de participar en la lucha armada— empezaron a colaborar con los gobiernos revolucionarios. El intelectual se convirtió en el consejero, secreto o público, del general analfabeto, del líder campesino o sindical, del caudillo en el poder. La tarea era inmensa y había que improvisarlo todo. Los poetas estudiaron economía, los juristas sociología, los novelistas derecho internacional, pedagogía o agronomía. Con la excepción de los pintores —a los que se protegió de la mejor manera posible: entregándoles los muros públicos— el resto de la

"inteligencia" fue utilizada para fines concretos e inmediatos; proyectos de leyes, planes de gobierno, misiones confidenciales, tareas educativas, fundación de escuelas y bancos de refacción agraria, etc. La diplomacia, el comercio exterior, la administración pública abrieron sus puertas a una "inteligencia" que venía de la clase media. Pronto surgió un grupo numeroso de técnicos y expertos, gracias a las nuevas escuelas profesionales y a los viajes de estudio al extranjero. Su participación en la gestión gubernamental ha hecho posible la continuidad de la obra iniciada por los primeros revolucionarios. Ellos han defendido, en multitud de ocasiones, la herencia revolucionaria. Pero nada más difícil que su situación. Preocupados por no ceder sus posiciones — desde las materiales hasta las ideológicas— han hecho del compromiso un arte y una forma de vida. Su obra ha sido, en muchos aspectos, admirable; al mismo tiempo, han perdido independencia y su crítica resulta diluida, a fuerza de prudencia o de maquiavelismo. La "inteligencia" mexicana, en su conjunto, no ha podido o no ha sabido utilizar las armas propias del intelectual: la crítica, el examen, el juicio. El resultado ha sido que el espíritu cortesano —producto natural, por lo visto, de toda revolución que se transforma en gobierno— ha invadido casi toda la esfera de la actividad pública. Además, como ocurre siempre con toda burocracia, se ha extendido la moral cerrada de secta y el culto mágico al "secreto de Estado". No se discuten los asuntos públicos: se cuchichean. No debe olvidarse, sin embargo, que en muchos casos la colaboración se ha pagado con verdaderos sacrificios. El demonio de la eficacia —y no el de la ambición—, el deseo de servir y de cumplir con una tarea colectiva, y hasta cierto sentido ascético de la moral ciudadana, entendida como negación del yo, muy propio del intelectual, ha llevado a algunos a la pérdida más dolorosa: la de la obra personal. Este drama no se plantea siquiera para el intelectual europeo. Ahora bien, en Europa y los Estados Unidos el intelectual ha sido desplazado del poder, vive en exilio y su influencia se ejerce fuera del ámbito del Estado. Su misión principal es la crítica; en México, la acción política. El mundo de la política es, por naturaleza, el de los valores relativos: el único valor absoluto es la eficacia. La "inteligencia" mexicana no sólo ha servido al país: lo ha defendido. Ha sido honrada y eficaz, pero ¿no ha dejado de ser "inteligencia", es decir, no ha renunciado a ser la conciencia crítica de su pueblo?

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