Las oscilaciones de la Revolución, la presión internacional que no dejó de hacerse sentir apenas se iniciaron las reformas sociales, la demagogia que pronto se convirtió en una enfermedad permanente de nuestro sistema político, la corrupción de los dirigentes, que crecía a medida que era más notoria la imposibilidad de realizarnos en formas democráticas a la manera liberal, produjeron escepticismo en el pueblo y desconfianza entre los intelectuales. La "inteligencia" mexicana, unida en una empresa común, también tiene sus heterodoxos y solitarios, sus críticos y sus doctrinarios. Algunos han cesado de colaborar y han fundado grupos y partidos de oposición, como Manuel Gómez Morín, ayer autor de las leyes hacendarías revolucionarias y hoy jefe de Acción Nacional, el partido de la derecha. Otros, como Jesús Silva Herzog, han mostrado que la eficacia técnica no está reñida con la independencia espiritual; su revista
Cuadernos Americanos
ha agrupado a todos los escritores independientes de Hispanoamérica. Vicente Lombardo Toledano, Narciso Bassols y otros se convirtieron al marxismo, única filosofía que les parecía conciliar las particularidades de la historia de México con la universalidad de la Revolución. La obra de estos hombres debe juzgarse sobre todo en el campo de la política social. Por desgracia, desde hace muchos años su actividad se ha viciado por la docilidad con que han seguido, aun en sus peores momentos, la línea política estalinista.
Al mismo tiempo que una parte de la "inteligencia" se inclinaba hacia el marxismo —casi siempre en su forma oficial y burocrática—, buscando así romper su soledad al insertarse en el movimiento obrero mundial, otros hombres iniciaban una tarea de revisión y crítica. La Revolución mexicana había descubierto el rostro de México. Samuel Ramos interroga esos rasgos, arranca máscaras e inicia un examen de mexicano. Se dice que
El perfil del hombre y la cultura en México,
primera tentativa seria por conocernos, padece diversas limitaciones: el mexicano que describen sus páginas es un tipo aislado y los instrumentos de que el filósofo se vale para penetrar la realidad —la teoría del resentimiento, más como ha sido expuesta por Adler que por Scheler— reducen acaso la significación de sus conclusiones. Pero ese libro continúa siendo el único punto de partida que tenemos para conocernos. No sólo la mayor parte de sus observaciones son todavía válidas, sino que la idea central que lo inspira sigue siendo verdadera: el mexicano es un ser que cuando se expresa se oculta; sus palabras y gestos son casi siempre máscaras. Utilizando un método distinto al empleado en ese estudio, Ramos nos ha dado una descripción muy penetrante de ese conjunto de actitudes que hacen de cada uno de nosotros un ser cerrado e inaccesible.
Mientras Samuel Ramos descubre el sentido de algunos de nuestros gestos más característicos —exploración que habría que completar con un psicoanálisis de nuestros mitos y creencias y un examen de nuestra vida erótica— Jorge Cuesta se preocupa por indagar el sentido de nuestra tradición. Sus ideas, dispersas en artículos de crítica estética y política, poseen coherencia y unidad a pesar de que su autor jamás tuvo ocasión de reunirías en un libro. Lo mismo si trata del clasicismo de la poesía mexicana que de la influencia de Francia en nuestra cultura, de la pintura mural que de la poesía de López Velarde, Cuesta cuida de reiterar este pensamiento: México es un país que se ha hecho a sí mismo y que, por lo tanto, carece de pasado. Mejor dicho, México se ha hecho contra su pasado, contra dos localismos, dos inercias y dos casticismos: el indio y el español. La verdadera tradición de México no continúa sino niega la colonial pues es una libre elección de ciertos valores universales: los del racionalismo francés. Nuestro "francesismo" no es accidental, ni es fruto de una mera circunstancia histórica. En la cultura francesa, que también es libre elección, el mexicano se descubre como vocación universal. Los modelos de nuestra poesía, como los que inspiran nuestros sistemas políticos, son universales e indiferentes a tiempo, espacio y color local: implican una idea del hombre y tienden a realizarla sacrificando nuestras particularidades nacionales. Constituyen un Rigor y una Forma. Así, nuestra poesía no es romántica o nacional sino cuando desfallece o se traiciona. Otro tanto ocurre con el resto de nuestras formas artísticas y políticas.
Cuesta desdeña el examen histórico. Ve en la tradición española nada más inercia, conformismo y pasividad porque ignora la otra cara de esa tradición. Omite analizar la influencia de la tradición indígena, también. Y nuestra preferencia por la cultura francesa ¿no es más bien hija de diversas circunstancias, tanto de la Historia Universal como de la mexicana, que de una supuesta afinidad? Influido por Julián Benda, Cuesta olvida que la cultura francesa se alimenta de la historia de Francia y que es inseparable de la realidad que la sustenta.
A pesar de las limitaciones de su posición intelectual, más visibles ahora que cuando su autor las formuló a través de esporádicas publicaciones periodísticas, debemos a Cuesta varias observaciones valiosas. México, en efecto, se define a sí mismo como negación de su pasado. Su error, como el de liberales y positivistas, consistió en pensar que esa negación entrañaba forzosamente la adopción del radicalismo y del clasicismo franceses en política, arte y poesía. La historia misma refuta su hipótesis: el movimiento revolucionario, la poesía contemporánea, la pintura y, en fin, el crecimiento mismo del país, tienden a imponer nuestras particularidades y a romper la geometría intelectual que nos propone Francia. El radicalismo mexicano, como se ha procurado mostrar en este ensayo, tiene otro sentido.
Más allá de las diferencias que los separan, se advierte cierto parentesco entre Ramos y Cuesta. Ambos, en dirección contraria, reflejan nuestra voluntad de conocemos. El primero representa esa tendencia hacia nuestra propia intimidad que encarnó la Revolución mexicana; el segundo, la necesidad de insertar nuestras particularidades en una tradición universal.
Otro solitario es Daniel Cosío Villegas. Economista e historiador, fue el fundador del Fondo de Cultura Económica, empresa editorial no lucrativa que tuvo por primer objetivo —y de ahí su nombre— proporcionar a los hispanoamericanos los textos fundamentales de la ciencia económica, de Smith y los fisiócratas a Keynes, pasando por Marx. Gracias a Cosío y sus sucesores, el Fondo se transformó en una editorial de obras de filosofía, sociología e historia que han renovado la vida intelectual de los países de habla española. Debemos a Cosío Villegas el examen más serio y completo del régimen porfirista. Pero quizá lo mejor y más estimulante de su actividad intelectual es el espíritu que anima a su crítica, la desenvoltura de sus opiniones, la independencia de su juicio. Su mejor libro, para mí, es
Extremos de América,
examen nada piadoso de nuestra realidad, hecho con ironía, valor y una admirable impertinencia.
Cárdenas abrió las puertas a los vencidos de la guerra de España. Entre ellos venían escritores, poetas, profesores. A ellos se debe en parte el renacimiento de la cultura mexicana, sobre todo en el campo de la filosofía. Un español al que los mexicanos debemos gratitud es José Gaos, el maestro de la joven "inteligencia". La nueva generación está en aptitud de manejar los instrumentos que toda empresa intelectual requiere. Por primera vez desde la época de la Independencia la "inteligencia" mexicana no necesita formarse fuera de las aulas. Los nuevos maestros no ofrecen a los jóvenes una filosofía, sino los medios y las posibilidades para crearla. Tal es, precisamente, la misión del maestro.
Un nuevo elemento de estímulo es la presencia de Alfonso Reyes. Su obra, que ahora podemos empezar a contemplar en sus verdaderas dimensiones, es una invitación al rigor y a la coherencia. El clasicismo de Reyes, equidistante del academismo de Ramírez y del romanticismo de Sierra, no parte de las formas ya hechas. En lugar de ser mera imitación o adaptación de formas universales, es un clasicismo que se busca y se modela a sí mismo, espejo y fuente, simultáneamente, en los que el hombre se reconoce, sí, pero también se sobrepasa.
Reyes es un hombre para quien la literatura es algo más que una vocación o un destino: una religión. Escritor cabal para quien el lenguaje es todo lo que puede ser el lenguaje: sonido y signo, trazo inanimado y magia, organismo de relojería y ser vivo. Poeta, crítico y ensayista, es el Literato: el minero, el artífice, el peón, el jardinero, el amante y el sacerdote de las palabras. Su obra es historia y poesía, reflexión y creación. Si Reyes es un grupo de escritores, su obra es una Literatura. ¿Lección de forma? No, lección de expresión. En un mundo de retóricos elocuentes o de reconcentrados silenciosos, Reyes nos advierte de los peligros y de las responsabilidades del lenguaje. Se le acusa de no habernos dado una filosofía o una orientación. Aparte de que quienes lo acusan olvidan buena parte de sus escritos, destinados a esclarecer muchas situaciones que la historia de América nos plantea, me parece que la importancia de Reyes reside sobre todo en que leerlo es una lección de claridad y transparencia. Al enseñarnos a decir, nos enseña a pensar. De ahí la importancia de sus reflexiones sobre la inteligencia americana y sobre las responsabilidades del intelectual y del escritor de nuestro tiempo.
El primer deber del escritor, nos dice, estriba en su fidelidad al lenguaje. El escritor es un hombre que no tiene más instrumento que las palabras. A diferencia de los útiles del artesano, del pintor y del músico, las palabras están henchidas de significaciones ambiguas y hasta contrarias. Usarlas quiere decir esclarecerlas, purificarlas, hacerlas de verdad instrumentos de nuestro pensar y no máscaras o aproximaciones. Escribir implica una profesión de fe y una actitud que trasciende al retórico y al gramático; las raíces de las palabras se confunden con las de la moral: la crítica del lenguaje es una crítica histórica y moral. Todo estilo es algo más que una manera de hablar: es una manera de pensar y, por lo tanto, un juicio implícito o explícito sobre la realidad que nos circunda. Entre el lenguaje, ser por naturaleza social, y el escritor, que sólo engendra en la soledad, se establece así una relación muy extraña: gracias al escritor el lenguaje amorfo, horizontal, se yergue e individualiza; gracias al lenguaje, el escritor moderno, rotas las otras vías de comunicación con su pueblo y su tiempo, participa en la vida de la Ciudad.
De la obra de Alfonso Reyes se puede extraer no solamente una Crítica sino una Filosofía y una Ética del lenguaje. Por tal razón no es un azar que, al mismo tiempo que defiende la transparencia del vocablo y la universalidad de su significado, predique una misión. Pues aparte de esa radical fidelidad al lenguaje que define a todo escritor, el mexicano tiene algunos deberes específicos. El primero de todos consiste en expresar lo nuestro. O para emplear las palabras de Reyes "buscar el alma nacional". Tarea ardua y extrema, pues usamos un lenguaje hecho y que no hemos creado para revelar a una sociedad balbuciente y a un hombre enmarañado. No tenemos más remedio que usar de un idioma que ha sufrido ya las experiencias de Góngora y Quevedo, de Cervantes y San Juan, para expresar a un hombre que no acaba de ser y que no se conoce a sí mismo. Escribir, equivale a deshacer el español y a recrearlo para que se vuelva mexicano, sin dejar de ser español. Nuestra fidelidad al lenguaje, en suma, implica fidelidad a nuestro pueblo y fidelidad a una tradición que no es nuestra totalmente sino por un acto de violencia intelectual. En la escritura de Reyes viven los dos términos de este extremoso deber. Por eso, en sus mejores momentos, su obra consiste en la invención de un lenguaje y de una forma universales y capaces de contener, sin ahogarlos y sin desgarrarse, todos nuestros inexpresados conflictos.
Reyes se enfrenta al lenguaje como problema artístico y ético. Su obra no es un modelo o una lección, sino un estímulo. Por eso nuestra actitud ante el lenguaje no puede ser diversa a la de nuestros predecesores: también a nosotros, y más radicalmente que a ellos, puesto que tenemos menos ilusiones en unas ideas que la cultura occidental soñó eternas, la vida y la historia de nuestro pueblo se nos presentan como una voluntad que se empeña en crear la Forma que la exprese y que, sin traicionarla, la trascienda. Soledad y Comunión, Mexicanidad y Universalidad, siguen siendo los extremos que devoran al mexicano. Los términos de este conflicto habitan no sólo nuestra intimidad y coloran con un matiz especial, alternativamente sombrío y brillante, nuestra conducta privada y nuestras relaciones con los demás, sino que yacen en el fondo de todas nuestras tentativas políticas, artísticas y sociales. La vida del mexicano es un continuo desgarrarse entre ambos extremos, cuando no es un inestable y penoso equilibrio.
TODA LA HISTORIA de México, desde la Conquista hasta la Revolución, puede verse como una búsqueda de nosotros mismos, deformados o enmascarados por instituciones extrañas, y de una Forma que nos exprese. Las sociedades precortesianas lograron creaciones muy ricas y diversas, según se ve por lo poco que dejaron en pie los españoles, y por las revelaciones que cada día nos entregan los arqueólogos y antropólogos. La Conquista destruye esas formas y superpone la española. En la cultura española laten dos direcciones, conciliadas pero no fundidas enteramente por el Estado español: la tradición medieval, castiza, viva en España hasta nuestros días, y una tradición universal, que España se apropia y hace suya antes de la Contrarreforma. Por obra del catolicismo, España logra en la esfera del arte una síntesis afortunada de ambos elementos. Otro tanto puede decirse de algunas instituciones y nociones de Derecho político, que intervienen decisivamente en la constitución de la sociedad colonial y en el estatuto otorgado a los indios y a sus comunidades. Debido al carácter universal de la religión católica, que era, aunque lo olviden con frecuencia fieles y adversarios, una religión para todos y especialmente para los desheredados y los huérfanos, la sociedad colonial logra convertirse por un momento en un orden. Forma y sustancia pactan. Entre la realidad y las instituciones, el pueblo y el poder, el arte y la vida, el individuo y la sociedad, no hay un muro o una fosa sino que todo se corresponde y unos mismos conceptos y una misma voluntad rigen los ánimos. El hombre, por más humilde que sea su condición, no está solo. Ni tampoco lo está la sociedad. Mundo y trasmundo, vida y muerte, acción y contemplación, son experiencias totales y no actos o conceptos aislados. Cada fragmento participa de la totalidad y ésta vive en cada una de las partes. El orden precortesiano fue reemplazado por una Forma universal, abierta a la participación y a la comunión de todos los fieles.