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Authors: Octavio Paz

Tags: #Ensayo

El laberinto de la soledad (22 page)

BOOK: El laberinto de la soledad
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Sin duda la mejor —y quizá la única— solución consiste en la inversión de capitales públicos, ya sean préstamos gubernamentales o por medio de las organizaciones internacionales. Los primeros entrañan condiciones políticas o económicas y de ahí que se prefiera a los segundos. Como es sabido, las Naciones Unidas y sus organismos especializados fueron fundados, entre otros fines, con el de impulsar la evolución económica y social de los países "subdesarrollados". Principios análogos postula la Carta de la Organización de los Estados Americanos. Ante la inestable situación mundial —reflejo, fundamentalmente, del desequilibrio entre los "grandes" y los "subdesarrollados"— parecería natural que se hubiese hecho algo realmente apreciable en este campo. Lo cierto es que las sumas que se destinan a este objeto resultan irrisorias, sobre todo si se piensa en lo que gastan las grandes potencias en preparativos militares. Empeñadas en ganar la guerra de mañana por medio de pactos guerreros con gobiernos efímeros e impopulares, ocupadas en la conquista de la luna, olvidan lo que ocurre en el subsuelo del planeta. Es evidente que nos encontramos frente a un muro que, solos, no podemos ni saltar ni perforar. Nuestra política exterior ha sido justa pero sin duda podríamos hacer más si nos unimos a otros pueblos con problemas semejantes a los nuestros. La situación de México, en este aspecto, no es distinta a la de la mayoría de los países latinoamericanos, asiáticos y africanos.

La ausencia de capitales puede remediarse de otra manera. Existe, ya lo sabemos, un método de probada eficacia. Después de todo, el capital no es sino trabajo humano acumulado. El prodigioso desarrollo de la Unión Soviética —otro tanto podrá decirse, en breve, de China— no es más que la aplicación de esta fórmula. Gracias a la economía dirigida, que ahorra el despilfarro y la anarquía inherentes al sistema capitalista, y al empleo "racional" de una inmensa mano de obra, dirigida a la explotación de unos recursos también inmensos, en menos de medio siglo la Unión Soviética se ha convertido en el único rival de los Estados Unidos. Pero nosotros no tenemos ni la población ni los recursos, materiales y técnicos, que exige un experimento de tales proporciones (para no hablar de nuestra vecindad con los Estados Unidos y de otras circunstancias históricas). Y, sobre todo, el empleo "racional" de la mano de obra y la economía dirigida significan, entre otras cosas, el trabajo a destajo (estajanovismo), los campos de concentración, las labores forzadas, la deportación de razas y nacionalidades, la supresión de los derechos elementales de los trabajadores y el imperio de la burocracia. Los métodos de "acumulación socialista" —como los llamaba el difunto Stalin— se han revelado bastante más crueles que los sistemas de "acumulación primitiva" del capital, que con tanta justicia indignaban a Marx y Engels. Nadie duda que el "socialismo" totalitario puede transformar la economía de un país; es más dudoso que logre liberar al hombre. Y esto último es lo único que nos interesa y lo único que justifica una revolución.

Es verdad que algunos autores, como Isaac Deutscher, piensan que una vez creada la abundancia se iniciará, casi insensiblemente, el tránsito hacia el verdadero socialismo y la democracia. Olvidan que mientras tanto se han creado clases, o castas, dueñas absolutas del poder político y económico. La historia muestra que nunca una clase ha cedido voluntariamente sus privilegios y ganancias. La idea del "tránsito insensible" hacia el socialismo es tan fantástica como el mito de la "desaparición gradual del Estado" en labios de Stalin y sus sucesores. Por supuesto que no son imposibles los cambios en la sociedad soviética. Toda sociedad es histórica, quiero decir, condenada a la transformación. Pero lo mismo puede decirse de los países capitalistas. Ahora bien, lo característico de ambos sistemas, en este momento, es su resistencia al cambio, su voluntad de no ceder ni a la presión exterior ni a la interior. Y en esto reside el peligro de la situación: la guerra antes que la transformación.

A LA LUZ del pensamiento revolucionario tradicional aun desde la perspectiva del liberalismo del siglo pasado— resulta escandalosa la existencia, en pleno siglo XX, de anomalías históricas como los países "subdesarrolla-dos" o la de un imperio "socialista" totalitario. Muchas de las previsiones y hasta de los sueños del siglo XIX se han realizado (las grandes revoluciones, los progresos de la ciencia y la técnica, la transformación de la naturaleza, etc.) pero de una manera paradójica o inesperada, que desafía la famosa lógica de la historia. Desde los socialistas utópicos se había afirmado que la clase obrera sería el agente principal de la historia mundial. Su función consistiría en realizar una revolución en los países más adelantados y crear así las bases de la liberación del hombre. Cierto, Lenin pensó que era posible dar un salto histórico y confiar a la dictadura del proletariado la tarea histórica de la burguesía: el desarrollo industrial. Creía, probablemente, que las revoluciones en los países atrasados precipitarían y aun desencadenarían el cambio revolucionario en los países capitalistas. Se trataba de romper la cadena imperialista por el eslabón más débil...

Como es sabido, el esfuerzo que realizan los países "subdesarrollados" por industrializarse es, en cierto sentido, antieconómico e impone grandes sacrificios a la población. En realidad, se trata de un recurso heroico, en vista de la imposibilidad de elevar el nivel de vida de los pueblos por otros medios. Ahora bien, como solución mundial la autarquía es, a la postre, suicida; como remedio nacional, es un costoso experimento que pagan los obreros, los consumidores y los campesinos. Pero el nacionalismo de los países "subdesarrollados" no es una respuesta lógica sino la explosión fatal de una situación que las naciones "adelantadas" han hecho desesperada y sin salida. En cambio, la dirección racional de la economía mundial —es decir, el socialismo— habría creado economías complementarias y no sistemas rivales. Desaparecido el imperialismo y el mercado mundial de precios regulado, es decir, suprimido el lucro, los pueblos "subdesarrollados" hubieran contado con los recursos necesarios para llevar a cabo su transformación económica. La revolución socialista en Europa y los Estados Unidos habría facilitado el tránsito —ahora sí de una manera racional y casi insensible— de todos los pueblos "atrasados" hacia el mundo moderno.

La historia del siglo XX hace dudar, por lo menos, del valor de estas hipótesis revolucionarias y, en primer término, de la función universal de la clase obrera como encarnación del destino del mundo. Ni con la mejor buena voluntad se puede afirmar que el proletariado ha sido el agente decisivo en los cambios históricos de este siglo.

Las grandes revoluciones de nuestra época —sin excluir a la soviética— se han realizado en países atrasados y los obreros han representado un segmento, casi nunca determinante, de grandes masas populares compuestas por campesinos, soldados, pequeña burguesía y miles de seres desarraigados por las guerras y las crisis. Esas masas informes han sido organizadas por pequeños grupos de profesionales de la revolución o del "golpe de Estado". Hasta las contrarrevoluciones, como el fascismo y el nazismo, se ajustan a este esquema. Lo más desconcertante, sin duda, es la ausencia de revolución socialista en Europa, es decir, en el centro mismo de la crisis contemporánea. Parece inútil subrayar las circunstancias agravantes: Europa cuenta con el proletariado más culto, mejor organizado y con más antiguas tradiciones revolucionarias; asimismo, allá se han producido, una y otra vez, las "condiciones objetivas" propicias al asalto del poder. Al mismo tiempo, varias revoluciones aisladas —por ejemplo: en España y, hace poco, en Hungría —han sido reprimidas sin piedad y sin que se manifestase efectivamente la solidaridad obrera internacional. En cambio, hemos asistido a una regresión bárbara, la de Hitler, y a un renacimiento general del nacionalismo en todo el viejo continente. Finalmente, en lugar de la rebelión del proletariado organizado democráticamente, el siglo XX ha visto el nacimiento del "partido", esto es, de una agrupación nacional o internacional que combina el espíritu y la organización de dos cuerpos en los que la disciplina y la jerarquía son los valores decisivos: la Iglesia y el Ejército. Estos "partidos", que en nada se parecen a los viejos partidos políticos, han sido los agentes efectivos de casi todos los cambios operados después de la primera Guerra Mundial.

El contraste con la periferia es revelador. En las colonias y en los países "atrasados" no han cesado de producirse, desde antes de la primera Guerra Mundial, una serie de trastornos y cambios revolucionarios. Y la marea, lejos de ceder, crece de año en año. En Asia y África el imperialismo se retira; su lugar lo ocupan nuevos Estados con ideologías confusas pero que tienen en común dos ideas, ayer apenas irreconciliables: el nacionalismo y las aspiraciones revolucionarias de las masas.

En América Latina, hasta hace poco tranquila, asistimos al ocaso de los dictadores y a una nueva oleada revolucionaria. En casi todas partes —trátese de Indonesia, Venezuela, Egipto, Cuba o Ghana— los ingredientes son los mismos: nacionalismo, reforma agraria, conquistas obreras y, en la cúspide, un Estado decidido a llevar a cabo la industrialización y saltar de la época feudal a la moderna. Poco importa, para la definición general del fenómeno, que en ese empeño el Estado se alíe a grupos más o menos poderosos de la burguesía nativa o que, como en Rusia y China, suprima a las viejas clases y sea la burocracia la encargada de imponer la transformación económica. El rasgo distintivo —y decisivo— es que no estamos ante la revolución proletaria de los países "avanzados" sino ante la insurrección de las masas y pueblos que viven en la periferia del mundo occidental. Anexados al destino de Occidente por el imperialismo, ahora se vuelven sobre sí mismos, descubren su identidad y se deciden a participar en la historia mundial.

Los hombres y las formas políticas en que ha encarnado la insurrección de las naciones "atrasadas" es muy variada. En un extremo Ghandi; en el otro, Stalin; más allá, Mao Tse Tung. Hay mártires como Madero y Zapata, bufones como Perón, intelectuales como Nehru. La galería es muy variada: nada más distinto que Cárdenas, Tito o Nasser. Muchos de estos hombres hubieran sido inconcebibles, como dirigentes políticos, en el siglo pasado y aun en el primer tercio del que corre. Otro tanto ocurre con su lenguaje, en el que las fórmulas mesiánicas se alían a la ideología democrática y a la revolucionaria. Son los hombres fuertes, los políticos realistas; pero también son los inspirados, los soñadores y, a veces, los demagogos. Las masas los siguen y se reconocen en ellos... La filosofía política de estos movimientos posee el mismo carácter abigarrado. La democracia entendida a la occidental se mezcla a formas inéditas o bárbaras, que van desde la "democracia dirigida" de los indonesios hasta el idolátrico "culto a la personalidad" soviético, sin olvidar la respetuosa veneración de los mexicanos a la figura del Presidente.

Al lado del culto al líder, el partido oficial, presente en todas partes. A veces, como en México, se trata de una agrupación abierta, a la que pueden pertenecer prácticamente todos los que desean intervenir en la cosa pública y que abarca vastos sectores de la izquierda y de la derecha. Lo mismo sucede en la India con el Partido del Congreso. Y aquí conviene decir que uno de los rasgos más saludables de la Revolución mexicana —debido, sin duda, tanto a la ausencia de una ortodoxia política como al carácter abierto del partido— es la ausencia de terror organizado. Nuestra falta de "ideología" nos ha preservado de caer en esa tortuosa cacería humana en que se ha convertido el ejercicio de la "virtud" política en otras partes. Hemos tenido, sí, violencias populares, cierta ex-travagancia en la represión, capricho, arbitrariedad, brutalidad, "mano dura" de algunos generales, "humor negro", pero aun en sus peores momentos todo fue humano, es decir, sujeto a la pasión, a las circunstancias y aun al azar y a la fantasía. Nada más lejano de la aridez del espíritu de sistema y su moral silogística y policíaca. En los países comunistas el partido es una minoría, una secta cerrada y omnipotente, a un tiempo ejército, administración e inquisición: el poder espiritual y el brazo seglar al fin reunidos. Así ha surgido un tipo de Estado absolutamente nuevo en la historia, en el que los rasgos revolucionarios, como la desaparición de la propiedad privada y la economía dirigida, son indistinguibles de otros arcaicos: el carácter sagrado del Estado y la divinización de los jefes. Pasado, presente y futuro: progreso técnico y formas inferiores de la magia política, desarrollo económico y esclavismo sindicalista, ciencia y teología estatal: tal es el rostro prodigioso y aterrador de la Unión Soviética. Nuestro siglo es una gran vasija en donde todos los tiempos históricos hierven, se confunden y mezclan.

¿Cómo es posible que la "inteligencia" contemporánea —pienso sobre todo en la heredera de la tradición revolucionaria europea— no haya hecho un análisis de la situación de nuestro tiempo, no ya desde la vieja perspectiva del siglo pasado sino ante la novedad de esta realidad que nos salta a los ojos? Por ejemplo: la polémica entre Rosa Luxemburgo y Lenin acerca de la "espontaneidad revolucionaria de las masas" y la función del Partido Comunista como "vanguardia del proletariado", quizá cobraría otra significación a la luz de las respectivas condiciones de Alemania y Rusia. Y del mismo modo: no hay duda de que la Unión Soviética se parece muy poco a lo que pensaban Marx y Engels sobre lo que podría ser un Estado obrero. Sin embargo, ese Estado existe; no es una aberración ni una "equivocación de la historia". Es una realidad enorme, evidente por sí misma y que se justifica de la única manera con que se justifican los seres vivos: por el peso y plenitud de su existencia. Un filósofo eminente como Lukacs, que ha dedicado tanto de su esfuerzo a denunciar la "irracionalidad" progresiva de la filosofía burguesa, no ha intentado nunca, en serio, el análisis de la sociedad soviética desde el punto de vista de la razón. ¿Puede alguien afirmar que era racional el estalinismo? ¿es racional el empleo de la "dialéctica" por los comunistas y no se trata, simplemente, de una racionalización de ciertas obsesiones, como sucede con otra clase de neurosis? Y la "teoría de la dirección colectiva", la de los "caminos diversos hacia el socialismo", el escándalo de Pasternak y... ¿todo esto es racional? Por su parte, ningún intelectual europeo de izquierda, ningún "marxólogo", se ha inclinado sobre el rostro borroso e informe de las revoluciones agrarias y nacionalistas de América Latina y Oriente para tratar de entenderlas como lo que son: un fenómeno universal que requiere una nueva interpretación. Por supuesto que es aún más desolador el silencio de la "inteligencia" latinoamericana y asiática, que vive en el centro del torbellino. Claro está que no sugiero abandonar los antiguos métodos o negar al marxismo, al menos como instrumento de análisis histórico. Pero nuevos hechos —y que contradicen tan radicalmente las previsiones de la teoría— exigen nuevos instrumentos. O, por lo menos, afilar y aguzar los que poseemos. Con mayor humildad y mejor sentido Trotski escribía, un poco antes de morir, que si después de la segunda Guerra Mundial no surgía una revolución en los países desarrollados quizá habría que revisar toda la perspectiva histórica mundial.

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