El laberinto de la soledad (15 page)

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Authors: Octavio Paz

Tags: #Ensayo

BOOK: El laberinto de la soledad
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Durante más de un cuarto de siglo, en una lucha confusa que no excluye las alianzas transitorias, los cambios de bando y aun las traiciones, los liberales intentan consumar la ruptura con la tradición colonial. En cierto modo son los continuadores de los primeros caudillos, Hidalgo y Morelos. Sin embargo, su crítica al orden de cosas no se dirige tanto a cambiar la realidad como la legislación. Casi todos piensan, con una optimismo heredado de la Enciclopedia, que basta con decretar nuevas leyes para que la realidad se transforme. Ven en los Estados Unidos un modelo y creen que su prosperidad se debe a la excelencia de las instituciones republicanas. De ahí su federalismo, por oposición al centralismo de los conservadores. Todos esperan que una Constitución democrática, al limitar el poder temporal de la Iglesia y acabar con los privilegios de la aristocracia terrateniente, producirá casi automáticamente una nueva clase social: la burguesía. Los liberales no sólo tienen que luchar contra los conservadores, sino que deben contar con los militares, que cambian de bando según sus intereses. Mientras disputan las facciones, el país se desintegra. Los Estados Unidos aprovechan la ocasión y en una de las guerras más injustas en la historia, ya de por sí negra, de la expansión imperialista, nos arrebatan más de la mitad del territorio. Esta derrota produjo, a la larga, una reacción saludable, pues hirió de muerte al caudillismo militar, encarnado en el dictador Santa-Ana. (Alternativamente liberal y conservador, guardián de la libertad y vendedor del país, Santa-Ana es uno de los arquetipos del dictador latinoamericano: al final de su carrera política ordena honras fúnebres para la pierna que pierde en una batalla y se declara Alteza Serenísima.) La rebelión popular expulsa a Santa-Ana y da el poder a los liberales. Una nueva generación, heredera de José María Mora y Valentín Gómez Farias, maestro de la "inteligencia" liberal, se dispone a dar nuevos fundamentos a la nación. La primera piedra será una constitución. En efecto, en 1857, México adopta una carta constitucional liberal. Los conservadores apelan a las armas. Juárez responde con las Leyes de Reforma, que acaban con los "fueros" y destruyen el poder material de la Iglesia. Derrotado, el partido conservador acude al extranjero y, apoyado por las tropas de Napoleón III, instala en la capital a Maximiliano, segundo emperador de México. (Nueva ambigüedad histórica: Maximiliano era liberal y soñaba con crear un Imperio latino que se opusiese al poderío yanqui. Sus ideas no tenían relación alguna con las de los obstinados conservadores que lo sostenían.) Los reveses europeos del Imperio napoleónico, la presión norteamericana (cuyo sentido puede tergiversarse si se olvida que Lincoln estaba en el poder) y, en fin, la encarnizada resistencia popular, causa original y determinante de la victoria, consuman el triunfo republicano. Juárez fusila a Maximiliano, episodio no sin analogías con la ejecución de Luis XVI: la "razón geométrica" es acerada.

La Reforma consuma la Independencia y le otorga su verdadera significación, pues plantea el examen de las bases mismas de la sociedad mexicana y de los supuestos históricos y filosóficos en que se apoyaba. Ese examen concluye en una triple negación: la de la herencia española, la del pasado indígena y la del catolicismo —que conciliaba a las dos primeras en una afirmación superior—. La Constitución de 1857 y las Leyes de la Reforma son la expresión jurídica y política de ese examen y promueven la destrucción de dos instituciones que representaban la continuidad de nuestra triple herencia: las asociaciones religiosas y la propiedad comunal indígena. La separación de la Iglesia y del Estado, la desamortización de los bienes eclesiásticos y la libertad de enseñanza (completada con la disolución de las órdenes religiosas que la monopolizaban), no eran sino el aspecto negativo de la Reforma, Con la misma violencia con que negaba la tradición, la generación de 1857 afirmaba algunos principios. Su obra no consiste nada más en la ruptura con el mundo colonial; es un proyecto tendiente a fundar una nueva sociedad. Es decir, el proyecto histórico de los liberales aspiraba a sustituir la tradición colonial, basada en la doctrina del catolicismo, por una afirmación igualmente universal: la libertad de la persona humana. La nación mexicana se fundaría sobre un principio distinto al jerárquico que animaba a la Colonia: la igualdad ante la ley de todos los mexicanos en tanto que seres humanos, que seres de razón. La Reforma funda a México negando su pasado. Rechaza la tradición y busca justificarse en el futuro.

El sentido de este necesario matricidio no escapaba a la penetración de los mejores. Ignacio Ramírez, quizá la figura más saliente de ese grupo de hombres extraordinarios, termina así uno de sus poemas:

Madre naturaleza, ya no hay flores

por do mi paso vacilante avanza;

nací sin esperanzas ni temores;

vuelvo a ti sin temores ni esperanzas.

Muerto Dios, eje de la sociedad colonial, la naturaleza vuelve a ser una Madre. Como más tarde el marxismo de Diego Rivera, el ateísmo de Ramírez se resuelve en una afirmación materialista, no exenta de religiosidad. Una auténtica concepción científica o simplemente racional de la materia no puede ver en ésta, ni en la naturaleza, una Madre. Ni siquiera la madrastra del pesimista Leopardi, sino un proceso indiferente, que se hace y deshace, se inventa y se repite, sin descanso, sin memoria y sin reflexión.

Si, como quiere Ortega y Gasset, una nación se constituye no solamente por un pasado que pasivamente la determina, sino por la validez de un proyecto histórico capaz de mover las voluntades dispersas y dar unidad y trascendencia al esfuerzo solitario, México nace en la época de la Reforma. En ella y por ella se concibe, se inventa y se proyecta. Ahora bien, la Reforma es el proyecto de un grupo bastante reducido de mexicanos, que voluntariamente se desprende de la gran masa, pasivamente religiosa y tradicional. La nación mexicana es el proyecto de una minoría que impone su esquema al resto de la población, en contra de otra minoría activamente tradicional.

Como el catolicismo colonial, la Reforma es un movimiento inspirado en una filosofía universal. Las diferencias y semejanzas entre ambos son reveladoras. El catolicismo fue impuesto por una minoría de extranjeros, tras una conquista militar; el liberalismo por una minoría nativa, aunque de formación intelectual francesa, después de una guerra civil. El primero es la otra cara de la Conquista; destruida la teocracia indígena, muertos o exiliados los dioses, sin tierra en que apoyarse ni trasmundo al que emigrar, el indio ve en la religión cristiana una Madre. Como todas las madres, es entraña, reposo, regreso a los orígenes; y, asimismo, boca que devora, señora que mutila y castiga: madre terrible. El liberalismo es una crítica del orden antiguo y un proyecto de pacto social. No es una religión, sino una ideología utópica; no consuela, combate; sustituye la noción de más allá por la de un futuro terrestre. Afirma al hombre pero ignora una mitad del hombre: ésa que se expresa en los mitos, la comunión, el festín, el sueño, el erotismo. La Reforma es, ante todo, una negación y en ella reside su grandeza. Pero lo que afirmaba esa negación —los principios del liberalismo europeo— eran ideas de una hermosura precisa, estéril y, a la postre, vacía. La geometría no sustituye a los mitos. Para que el esquema liberal se convirtiese en verdad en un proyecto nacional, necesitaba lograr la adhesión de todo el país a las nuevas formas políticas. Pero la Reforma oponía a una afirmación muy concreta y particular: todos los hombres son hijos de Dios, afirmación que permitía una relación entrañable y verdaderamente filial entre el Cosmos y la criatura, un postulado abstracto: la igualdad de los hombres ante la Ley. La libertad y la igualdad eran, y son, conceptos vacíos, ideas sin más contenido histórico concreto que el que le prestan las relaciones sociales, como ha mostrado Marx. Y ya se sabe en qué se convirtió esa igualdad abstracta y cuál fue el significado real de esa libertad vacía. Por otra parte, al fundar a México sobre una noción general del Hombre y no sobre la situación real de los habitantes de nuestro territorio, se sacrificaba la realidad a las palabras y se entregaba a los hombres de carne a la voracidad de los más fuertes.

CONTRA las previsiones de los más lúcidos, la Revolución liberal no provoca el nacimiento de una burguesía fuerte, en cuya acción todos, hasta Justo Sierra, veían la única esperanza de México. Por el contrario, la venta de los bienes de la iglesia y la desaparición de la propiedad comunal indígena —que había resistido, precariamente, tres siglos y medio de abusos y acometidas de encomenderos y hacendados— acentúa el carácter feudal de nuestro país. Y esta vez en provecho de un grupo de especuladores, que constituiría la aristocracia del nuevo régimen. Surge así una nueva casta latifundista. La República, sin enemigo al frente, derrotados conservadores e imperialistas, se encuentra de pronto sin base social. Al romper lazos con el pasado, los rompe también con la realidad mexicana. El poder será de quien se atreva a alargar la mano. Y Porfirio Díaz se atreve. Era el más brillante de los generales que la derrota del Imperio había dejado ociosos, por primera vez después de tres cuartos de siglo de batalla y pronunciamientos.

El "soldado del 2 de abril" se convierte en "el héroe de la paz". Suprime la anarquía, pero sacrifica la libertad. Reconcilia a los mexicanos, pero restaura los privilegios. Organiza el país, pero prolonga un feudalismo anacrónico e impío, que nada suavizaba (las Leyes de Indias contenían preceptos que protegían a los indios). Estimula el comercio, construye ferrocarriles, limpia de deudas la Hacienda Pública y crea las primeras industrias modernas, pero abre las puertas al capitalismo angloamericano. En esos años México inicia su vida de país semicolonial.

A pesar de lo que comúnmente se piensa, la dictadura de Porfirio Díaz es el regreso del pasado. En apariencia, Díaz gobierna inspirado por las ideas en boga: cree en el progreso, en la ciencia, en los milagros de la industria y del libre comercio. Sus ideales son los de la burguesía europea. Es el más ilustrado de los dictadores hispanoamericanos y su régimen recuerda a veces los años de la "belle époque" en Francia. Los intelectuales descubren a Comte y Renan, Spencer y Darwin; los poetas imitan a los parnasianos y simbolistas franceses; la aristocracia mexicana es una clase urbana y civilizada. La otra cara de la medalla es muy distinta. Esos grandes señores amantes del progreso y la ciencia no son industriales ni hombres de empresa: son terratenientes enriquecidos por la compra de los bienes de la Iglesia o en los negocios públicos del régimen. En sus haciendas los campesinos viven una vida de siervos, no muy distinta a la del período colonial. Así, desde el punto de vista "ideológico", el porfirismo se ostenta como el sucesor legítimo del liberalismo. La Constitución de 1857 sigue vigente en teoría y nada ni nadie pretende oponer a las ideas de la Reforma principios distintos. Muchos, sin excluir a los antiguos liberales, piensan de buena fe que el régimen de Díaz prepara el tránsito entre el pasado feudal y la sociedad moderna. En realidad, el porfirismo es el heredero del feudalismo colonial: la propiedad de la tierra se concentra en unas cuantas manos y la clase terrateniente se fortalece. Enmascarado, ataviado con los ropajes del progreso, la ciencia y la legalidad republicana, el pasado vuelve, pero ya desprovisto de fecundidad. Nada puede producir, excepto la rebelión.

Debemos a Leopoldo Zea un análisis muy completo de las ideas de este período. Zea observa que la adopción del positivismo como filosofía oficiosa del Estado corresponde a ciertas necesidades intelectuales y morales de la dictadura de Díaz. El pensamiento liberal era un instrumento de crítica al mismo tiempo que una construcción utópica y contenía principios explosivos. Prolongar su vigencia hubiera sido prolongar la anarquía. La época de paz necesitaba una filosofía de orden. Los intelectuales de la época la encontraron en el positivismo de Comte, con su ley de los tres estados y, más tarde, en el de Spencer y en el evolucionismo de Darwin. El primitivo, abstracto y revolucionario principio de la igualdad de todos los hombres deja de regir las conciencias, sustituido por la teoría de la lucha por la vida y la supervivencia del más apto. El positivismo ofrece una nueva justificación de las jerarquías sociales. Pero ya no son la sangre, ni la herencia, ni Dios, quienes explican las desigualdades, sino la Ciencia.

El análisis de Zea es inmejorable, salvo en un punto. Es verdad que el positivismo expresa a la burguesía europea en un momento de su historia. Mas la expresa de una manera natural, orgánica.

En México se sirve de esta tendencia una clase relativamente nueva en el sentido de las familias que la componían —casi todos habían logrado la riqueza y el poder durante el período inmediatamente posterior a la guerra de Reforma— pero que históricamente no hace sino heredar y sustituir a la aristocracia feudal de la Colonia. Por lo tanto, si la función de la filosofía positivista es parecida aquí y allá, la relación histórica y humana que se establece entre esa doctrina y la burguesía europea es distinta a la que se constituye en México entre "neofeudales" y positivismo.

El porfirismo adopta la filosofía positivista, no la engendra. Así, se encuentra en una situación de dependencia más grave que la de los liberales y teólogos coloniales, pues ni asume ante ella una posición crítica ni la abraza con entera buena fe. En algunos casos se trata de uno de esos actos que Antonio Caso, siguiendo a Tarde, llamaba de "imitación extralógica": innecesario, superfluo y contrario a la condición del imitador. Entre el sistema y el que lo adopta se abre así un abismo, muy sutil si se quiere, pero que hace imposible toda relación auténtica con las ideas, que se convierten a veces en máscaras. El porfirismo. en efecto, es un período de inautenticidad histórica. Santa-Ana cambia alegremente de disfraces: es el actor que no cree en lo que dice. El porfirismo se esfuerza por creer, se esfuerza por hacer suyas las ideas adoptadas. Simula, en todos los sentidos de la palabra.

La simulación porfirística era particularmente grave, pues al abrazar el positivismo se apropiaba de un sistema que históricamente no le correspondía. La clase latifundista no constituía el equivalente mexicano de la burguesía europea, ni su tarea tenía relación alguna con la de su modelo. Las ideas de Spencer y Stuart Mili reclamaban como clima histórico el desarrollo de la gran industria, la democracia burguesa y el libre ejercicio de la actividad intelectual. Basada en la gran propiedad agrícola, el caciquismo y la ausencia de libertades democráticas, la dictadura de Díaz no podía hacer suyas esas ideas sin negarse a sí misma o sin desfigurarlas. El positivismo se convierte así en una superposición histórica bastante más peligrosa que todas las anteriores, porque estaba fundada en un equívoco. Entre los terratenientes y sus ideas políticas y filosóficas se levantaba un invisible muro de mala fe. El desarraigo del porfirismo procede de este equívoco.

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