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Authors: Octavio Paz

Tags: #Ensayo

El laberinto de la soledad (13 page)

BOOK: El laberinto de la soledad
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Santa tierra, santo cielo; Dios Señor, Dios hijo, Santa Tierra, Santo cielo, santa gloria, hazte cargo de mí, represéntame; ve mi trabajo, ve mi labor, ve mi sufrir. Gran Hombre, gran Señor, gran padre, gran petome, gran espíritu de mujer, ayúdame. En tus manos pongo el tributo; aquí está la reposición de su chulel. Por mi incienso, por mis velas, espíritu de la luna, virgen madre del cielo, virgen madre de la tierra; Santa Rosa, por su primer hijo, por su primera gloria, ve a tu hijo estrujado en su espíritu, en su chulel.

En muchos casos el catolicismo sólo recubre las antiguas creencias cosmogónicas. He aquí cómo el mismo chamula, Juan Pérez Jolote, nuestro contemporáneo según el Registro Civil, nuestro antepasado si se atiende a sus creencias, describe la imagen de Cristo en una iglesia de su pueblo, explicando lo que significa para él y su raza:

Éste que está encajonado es el Señor San Manuel; se llama también señor San Salvador, o señor San Mateo; es el que cuida a la gente, a las criaturas. A él se le pide que cuide a uno en la casa, en los caminos, en la tierra. Este otro que está en la cruz es también el señor San Mateo; está enseñando, está mostrando cómo se muere en la cruz, para enseñarnos a respetar... antes de que naciera San Manuel, el sol estaba frío igual que la luna. En la tierra vivían los pukujes, que se comían a la gente. El sol empezó a calentar cuando nació el niño Dios, que es hijo de la Virgen, el señor San Salvador.

En el relato del chamula, caso extremo y por lo tanto ejemplar, es visible la superposición religiosa y la presencia imborrable de los mitos indígenas. Antes del nacimiento de Cristo, el sol —ojo de Dios— no calienta. El astro es un atributo de la divinidad. De ahí que el chamula repita que gracias a la presencia de Dios la naturaleza se pone en marcha. ¿No es ésta una versión, muy deformada, del hermoso mito de la creación del mundo? En Teotihuacán los dioses también se enfrentan al problema del astro-fuente-de-vida. Y sólo el sacrificio de Quetzalcóatl pone en movimiento al sol y salva al mundo del incendio sagrado. La persistencia del mito precortesiano subraya la diferencia entre la concepción cristiana y la indígena; Cristo salva al mundo porque nos redime y lava la mancha del pecado original. Quetzalcóatl no es tanto un dios redentor como re-creador. La noción del pecado para los indios está todavía ligada a la idea de salud y enfermedad, personal, social y cósmica. Para el cristiano se trata de salvar el alma individual, desprendida del grupo y del cuerpo. El cristianismo condena al mundo; el indio sólo concibe la salvación personal como parte de la del cosmos y de la sociedad.

Nada ha trastornado la relación filial del pueblo con lo Sagrado, fuerza constante que da permanencia a nuestra nación y hondura a la vida afectiva de los desposeídos. Pero nada tampoco ha logrado hacerla más despierta y fecunda, ni siquiera la mexicanización del catolicismo, ni siquiera la Virgen de Guadalupe. Por eso los mejores no han vacilado en desprenderse del cuerpo de la Iglesia y salir a la intemperie. Allí, en la soledad y desnudez del combate espiritual, han respirado un poco de ese «aire religioso fresco» que pedía Jorge Cuesta.

LA ÉPOCA de Carlos II es una de las más tristes y vacías de la Historia de España. Todas sus reservas espirituales habían sido devoradas por el fuego de una vida y un arte dinámicos, desgarrados por los extremos y las antítesis. La decadencia de la cultura española en la Península coincide con su mediodía en América. El arte barroco alcanza un momento de plenitud en este período. Los mejores no sólo escriben poesía. Se interesan por la astronomía, la física o la antigüedad americana. Espíritus despiertos en una sociedad inmovilizada por la letra, presagian otra época y otras preocupaciones, al mismo tiempo que llevan hasta sus últimas consecuencias las tendencias estéticas de su tiempo. Y en todos ellos se dibuja una cierta oposición entre sus concepciones religiosas y las exigencias de su curiosidad y rigor intelectuales. Algunos emprenden una imposible síntesis. Sor Juana, por ejemplo, emprende la composición del Primer Sueño, tentativa por conciliar ciencia y poesía, barroquismo e iluminismo.

Sería inexacto identificar el drama de esta generación con el que desgarra a sus contemporáneos europeos y que el siglo XVIII hará patente. El conflicto que los habita —y que acaba por reducirlos al silencio— no es tanto el de la fe y la razón como el de la petrificación de unas creencias que habían perdido toda su frescura y fertilidad y que, por lo tanto, eran incapaces de satisfacer lo que su apetito espiritual les pedía. Edmundo O'Gorman plantea así los términos del conflicto: "estado intermedio en que la razón hace estragos en la calma y en que ya no basta el consuelo de la religión". Pero no bastan los consuelos de la fe porque se trata de una fe inmóvil y seca. La crítica de la razón vendrá, en América, más tarde. O'Gorman precisa el carácter de la disyuntiva como sigue: "tener fe en Dios y en la razón a un mismo tiempo es vivir con el ser arraigado, desgarrado si se prefiere, en la posibilidad real, única, extremosa y contradictoria, constituida por dos posibles imposibles del existir humano". Esta penetrante descripción es válida si se atenúan los polos de esas imposibles posibilidades. Pues no se puede negar la autenticidad de los sentimientos religiosos de esa generación, pero tampoco su inmovilidad y cansancio. Y, por lo que toca al otro término de la disyuntiva, no se debe exagerar el racionalismo de Sigüenza o de Sor Juana, que nunca tuvieron plena conciencia del problema que empezaba a escindir los espíritus. La lucha me parece que se entabla entre su vitalidad intelectual, su ansia por saber y penetrar en mundos mal explorados, y la ineficacia de los instrumentos que les proporcionaban la teología y la cultura novohispana. Su conflicto transparenta el de la sociedad colonial, que no dudaba tampoco, pero que no acertaba a expresar su intimidad a través de formas petrificadas. El orden colonial fue un orden impuesto de arriba hacia abajo; sus formas sociales, económicas, jurídicas y religiosas eran inmutables. Sociedad regida por el derecho divino y el absolutismo monárquico, había sido creada en todas sus piezas como un inmenso, complicado artefacto destinado a durar pero no a transformarse. En la época de Sor Juana los mejores espíritus empiezan a mostrar —así sea en forma borrosa y tímida— una vitalidad y curiosidad intelectual en abierto contraste con la anemia de la España negra de Carlos II (significativamente apodado El Hechizado). Sigüenza y Góngora se interesa por las antiguas civilizaciones indias y, con Sor Juana y algunos otros, por la filosofía de Descartes, la física experimental, la astronomía. La Iglesia ve con recelo todas estas curiosidades; el poder temporal, por su parte, extrema el aislamiento político, económico y espiritual de sus colonias, hasta convertirlas en recintos cerrados. En los campos y en las ciudades hay disturbios, reprimidos implacablemente. En ese mundo cerrado la generación de Sor Juana se hace ciertas preguntas —más insinuadas que formuladas, más presentidas que pensadas— para las que su tradición espiritual no ofrecía respuesta. (Las respuestas ya habían sido dadas afuera, en el aire libre de la cultura europea.) Esto explica, acaso, que a pesar de su osadía, nadie entre ellos emprenda la crítica de los principios que fundaban la sociedad colonial, ni proponga otros. Cuando la crisis se declara, esa generación abdica. Ha cesado su ambigua lucha. Su renuncia —que no tiene nada que ver con una conversión religiosa— desemboca en el silencio. No se entregan a Dios, sino que se niegan a sí mismos. Esa negación es la del mundo colonial, que se cierra sobre sí mismo. No hay salida, excepto por la ruptura.

Nadie como Juana de Asbaje encarna la dualidad de ese mundo, aunque la superficie de su obra, como la de su vida, no delate fisura alguna. Todo en ella responde a lo que su tiempo podía pedir a una mujer. Al mismo tiempo y sin contradicción profunda, Sor Juana era poetisa y monja jerónima, amiga de la Condesa de Paredes y autora dramática. Sus devaneos amorosos, si los tuvo o si sólo son inflamadas invenciones retóricas, su amor por la conversación y la música, sus tentativas literarias y hasta las tendencias sexuales que algunos le atribuyen, no se oponen, sino exigen un fin ejemplar. Sor Juana afirma su tiempo tanto como su tiempo se afirma en ella. Pero dos de sus obras, la Respuesta a Sor Filotea y el Primer Sueño, arrojan una extraña luz sobre su figura y sobre su tiempo. Y la hacen ejemplar en sentido muy distinto al que piensan sus panegiristas católicos. Se ha comparado el Primer Sueño a las Soledades. En efecto, el poema de Sor Juana es una imitación del de don Luis de Góngora. No obstante, las diferencias profundas son mayores que las semejanzas externas. Menéndez y Pelayo reprochaba a Góngora su vaciedad. Si se sustituye este adjetivo por la palabra "superficial", se estará más cerca de la concepción poética de Góngora, que no pretende sino construir —o como decía Bernardo Balbuena: contrahacer— un mundo de apariencias. La trama de las Soledades cuenta poco; la sustancia filosófica —si existe alguna— importa menos. Todo es pretexto para descripciones y digresiones. Y cada una de ellas se disuelve, a su vez, en imágenes, antítesis y figuras retóricas. Si algo camina en el poema de Góngora, no es precisamente el náufrago, ni su pensamiento, sino la imaginación del poeta. Pues, como él mismo dice en el prólogo, sus versos "pasos de un peregrino son errante". Y este son peregrino, este peregrino que canta, se detiene en una palabra o en un color, lo acaricia y lo prolonga y hace de cada período una imagen y de cada imagen un mundo. El discurso poético fluye lento, se bifurca en "paréntesis frondosos", que son islas esbeltas, y continúa errante entre paisajes, sombras, luces, realidades que redime e inmoviliza. La poesía es goce puro, recreación artificial de una naturaleza ideal, según indica Dámaso Alonso. Así, no hay conflicto entre sustancia y forma, porque Góngora vuelve todo forma, todo superficie cristalina o trémula, tersa o undosa.

Sor Juana utiliza el procedimiento de Góngora, pero acomete un poema filosófico. Quiere penetrar en la realidad, no transmutarla en deliciosa superficie. Las oscuridades del poema son dobles: las sintácticas y mitológicas y las conceptuales. El poema, dice Alfonso Reyes, es una tentativa por llegar "a una poesía de pura emoción intelectual". La visión que nos entrega el Primer Sueño es la del sueño de la noche universal, en la que el mundo y el hombre sueñan y son soñados. Cosmos que se sueña hasta cuando sueña que despierta. Nada más alejado de la noche carnal y espiritual de los místicos que esta noche intelectual. El poema de Sor Juana no tiene antecedentes en la poesía de la lengua española y, como insinúa Vossler, prefigura el movimiento poético de la Ilustración alemana. Pero el Primer Sueño es un intento más que un logro, al contrario de lo que ocurre con las Soledades, aunque su autor no las haya terminado. Y no podía ser de otro modo, pues en el poema de Sor Juana, como en su vida misma, hay una zona neutra, de vacío: la que produce el choque de las tendencias opuestas que la devoraban y que no acertó a reconciliar.

Sor Juana nos ha dejado un texto revelador, al mismo tiempo declaración de fe en la inteligencia y renuncia a su ejercicio: la Respuesta a Sor Filotea. Defensa del intelectual y de la mujer, la Respuesta es también la historia de una vocación. Si se ha de hacer caso a sus confesiones, apenas hubo ciencia que no la tentara. Su curiosidad no es la del hombre de ciencias, sino la del hombre culto que aspira a integrar en una visión coherente todas las particularidades del conocimiento. Presentía un oculto engarce entre todas las verdades. Al referirse a la diversidad de sus estudios, advierte que sus contradicciones son más aparentes que reales, "al menos en lo formal y especulativo". Las ciencias y las artes, por más contrarias que sean, no sólo no estorban a la comprensión general de la naturaleza, "sino la ayudan, dando luz y abriendo camino las unas a las otras, por variaciones y ocultos enlaces... de manera que parece que se corresponden y están unidas en admirable trabazón y concierto"...

Si no era mujer de ciencia, tampoco era un espíritu filosófico, porque carecía del poder que abstrae. Su sed de conocimiento no está reñida con la ironía y la versatilidad y en otros tiempos hubiera escrito ensayos y crítica. Así, no vive para una idea, ni crea ideas nuevas: vive las ideas, que son su atmósfera y su alimento natural. Es un intelectual: una conciencia. No es posible dudar de la sinceridad de sus sentimientos religioso, pero allí donde un espíritu devoto encontraría pruebas de la presencia de Dios o de su poder, Sor Juana halla ocasión para formular hipótesis y preguntas. Aunque repita con frecuencia que todo viene de Dios, busca siempre una explicación racional: "Estaban en mi presencia dos niñas jugando con un trompo y apenas yo vi el movimiento y la figura cuando empecé, con esta mi locura, a considerar el fácil
motu
de la forma esférica...”

Contrastan estas declaraciones con las de los escritores españoles de la época —y aun con las de los escritores de las generaciones posteriores—. Para ninguno de ellos el mundo físico es un problema: aceptan la realidad tal cual es o la condenan. Fuera de la acción, no hay sino la contemplación, parece decirnos la literatura española de los Siglos de Oro. Entre aventura y renuncia se mueve la vida histórica española. Ni Gracián ni Quevedo, para no hablar de los escritores religiosos, muestran interés por el conocimiento en sí. Desdeñan la curiosidad intelectual y todo su saber lo refieren a la conducta, a la moral o a la salvación. Estoicos o cristianos, como se ha dicho, ignoran la actividad intelectual pura. Fausto es impensable en esa tradición. La inteligencia no les proporciona ningún placer; es un arma peligrosa: sirve para derrotar a los enemigos pero también puede hacernos perder el alma. La solitaria figura de Sor Juana se aísla más en ese mundo hecho de afirmaciones y negaciones, que ignora el valor de la duda y del examen.

La Respuesta no es sólo un autorretrato sino la defensa de un espíritu siempre adolescente, siempre ávido e irónico, apasionado y reticente. Su doble soledad, de mujer y de intelectual, condensa un conflicto también doble: el de su sociedad y el de su feminidad. La respuesta a Sor Filotea es una defensa de la mujer. Hacer esa defensa y atreverse a proclamar su afición por el pensamiento desinteresado, la hacen una figura moderna. Si en su afirmación del valor de la experiencia no es ilusorio ver una instintiva reacción contra el pensamiento tradicional de España, en su concepción del conocimiento —que no confunde con la erudición, ni identifica con la religión— hay una implícita defensa de la conciencia intelectual. Todo la lleva a concebir el mundo como un problema o como un enigma más que como un sitio de salvación o perdición. Y esto da a su pensamiento una originalidad que merecía algo más que los elogios de sus contemporáneos o que los reproches de su confesor y que aún en nuestros días solicita un juicio más hondo y un examen más arriesgado.

BOOK: El laberinto de la soledad
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