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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

El ladrón de meriendas (19 page)

BOOK: El ladrón de meriendas
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—Ahmed, que tiene que celebrar una importante reunión (armas o apoyo político para su movimiento), se traslada a Italia bajo la protección de alguien de nuestros Servicios Secretos. La reunión tiene lugar en alta mar, pero probablemente es una trampa. Ahmed no sospechaba ni de lejos que nuestros Servicios Secretos estuvieran practicando un doble juego y estuvieran de acuerdo con los que en Túnez lo querían liquidar. Entre otras cosas, yo estoy convencido de que Fahrid también estaba de acuerdo en eliminar a Ahmed. La hermana, no creo.

—¿Por qué tienes tanto miedo por el niño?

—Porque es un testigo. Tal como reconoció a su tío en la televisión, podría reconocer a Fahrid. Estoy seguro de que éste ya ha matado a Karima. Y la ha matado, llevándosela en un vehículo que pertenece nada menos que a nuestros Servicios Secretos.

—¿Qué hacemos?

—Tú, de momento, te quedas quieto, Vale. Yo me encargaré de inmediato de organizar una maniobra de distracción.

—Buena suerte.

—A ti también, amigo mío.

* * *

Estaba anocheciendo cuando llegó a la comisaría. Fazio lo esperaba.

—¿Habéis encontrado a François?

—¿Ha pasado usted por su casa antes de venir aquí? —preguntó Fazio en lugar de contestar.

—No. Vengo directamente de Mazàra.

—Comisario, ¿le importa que pasemos a su despacho? Una vez dentro, Fazio cerró la puerta.


Dottore
, yo soy policía. Puede que no tan hábil como usted, pero soy policía. ¿Cómo se ha enterado de que el niño se ha escapado?

—Pero, Fazio, ¿qué te ocurre? Me llamó Livia a Mazàra y yo le dije que se pusiera en contacto contigo.

—Es que, verá, comisario, el caso es que la señorita me explicó que me pedía ayuda porque no sabía dónde estaba usted.

—Me has pillado —dijo Montalbano.

—Y, además, la señorita lloraba en serio, eso sí. Pero no porque el niño se hubiera escapado, sino por otro motivo que yo ignoro. Entonces he comprendido lo que usted quería de a mí,
dottore
, y lo he hecho.

—¿Y qué quería yo?

—Que armara jaleo, el mayor follón posible. He recorrido todas las casas de las inmediaciones, he preguntado a todas las personas con quienes me he cruzado. ¿Han visto, por casualidad, a un niño así y así? Nadie lo había visto, pero, entre tanto, todo el mundo se ha enterado de que se había escapado. ¿No era eso lo que usted quería?

Montalbano se emocionó. Era la amistad siciliana, la auténtica, la que se basa en lo tácito, en lo que se intuye: a un amigo no hace falta pedirle nada, es el otro el que automáticamente comprende y actúa en consecuencia.

—Y ahora, ¿qué tengo que hacer?

—Seguir armando follón. Telefonea al Cuerpo de Carabineros, a todos los mandos de la provincia, a las comisarías, a los hospitales, a quien te dé la gana. Hazlo con carácter semioficial, sólo llamadas telefónicas, nada por escrito. Facilita la descripción del niño y aparenta estar preocupado.

—Comisario, ¿estamos seguros de que no lo encontrarán?

—Tranquilo, Fazio. Está en buenas manos.

Cogió una hoja con membrete y escribió a máquina:

MINISTERIO DE TRANSPORTE Y COMUNICACIONES.

PARA DELICADA INVESTIGACIÓN RELATIVA SECUESTRO Y PROBABLE HOMICIDIO MUJER LLAMADA KARIMA MOUSSA PRECISO CONOCER NOMBRE PROPIETARIO VEHÍCULO CUYA MATRÍCULA ES AM 237 GW. SE RUEGA RESPONDER A PETICIÓN. EL COMISARIO: SALVO MONTALBANO.

No sabía por qué razón, siempre que redactaba un fax, lo hacía como si fuera un telegrama. Lo volvió a leer. Había escrito incluso el nombre de la mujer, para que el cebo resultara más apetecible. Seguramente se verían obligados a salir de su escondrijo.

—¡Gallo!

—A sus órdenes, comisario.

—Busca el número de fax del Registro de Vehículos de Motor de Roma y envíalo inmediatamente.

»¡Galluzzo!

—A sus órdenes.

—¿Qué hay?

—He acompañado a la vieja a Montelusa. Todo bien.

—Oye, Gallù. Avisa a tu cuñado para que mañana por la mañana, después del funeral de Lapecora, se acerque por esta Zona. Que venga con un cámara.

—Gracias de todo corazón,
dottore
.

—¡Fazio!

—Dígame.

—Me había olvidado. ¿Estuviste en casa de la señora Lapecora?

—Claro. Tomé una tacita de un servicio de doce. La tengo aquí. ¿La quiere ver?

—Me importa un bledo. Mañana te diré lo que tienes que hacer con ella. Colócala en un sobre de celofán. Ah, por cierto, ¿Jacomuzzi ha enviado el cuchillo?

—Sí, señor.

No tenía valor para dejar la comisaría, en casa lo esperaba la parte más difícil, el dolor de Livia. Por cierto, si Livia se fuera... Marcó el número de Adelina.

—¿Adeli? Soy Montalbano. Oye, mañana por la mañana se va la señorita. Tengo que recuperarme un poco. ¿Sabes una cosa? Hoy no he comido nada.

Uno tenía que vivir, ¿no?

Quince

Livia estaba sentada en el banco de la galería absolutamente inmóvil, contemplando aparentemente el mar. No lloraba, pero los ojos hinchados y enrojecidos decían que había gastado todas las lágrimas disponibles. El comisario se sentó a su lado, le cogió una mano y se la apretó. Le pareció que sostenía un objeto muerto y experimentó casi una sensación de repugnancia. La volvió a soltar y encendió un cigarrillo. Quería que Livia supiera lo menos posible de todo aquel asunto, pero fue ella quien le hizo una pregunta muy concreta, lo cual significaba que lo había estado pensando.

—¿Le quieren hacer daño?

—Daño, precisamente, no creo. Pero es mejor que desaparezca durante algún tiempo, eso sí.

—Pero ¿cómo?

—Pues no sé, quizá metiéndolo en un orfanato bajo un nombre falso.

—¿Por qué?

—Porque ha conocido a unas personas que no habría tenido que conocer.

Sin apartar los ojos del mar, Livia reflexionó acerca de las últimas palabras que acababa de pronunciar Montalbano.

—No lo entiendo —dijo.

—¿Qué?

—Si estas personas que François ha visto son unos tunecinos, quizá sin papeles, vosotros que sois la policía, ¿no podríais...?

—No son sólo tunecinos.

Livia se volvió muy despacio a mirarlo, como si le costara un esfuerzo.

—¿No?

—No. Y ya no te puedo decir nada más.

—Lo quiero.

—¿A quién?

—A François. Lo quiero.

—Pero, Livia...

—A callar. Lo quiero. Nadie me lo podrá quitar de esta manera, y tú menos que nadie. Durante estas horas lo he estado pensando mucho, ¿sabes? ¿Cuántos años tienes, Salvo?

Pillado por sorpresa, el comisario dudó un momento.

—Creo que cuarenta y cuatro.

—Cuarenta y cuatro y diez meses. Dentro de dos meses cumplirás cuarenta y cinco. Yo tengo treinta y tres cumplidos. ¿Te das cuenta?

—No. ¿De qué?

—Hace seis años que estamos juntos. De vez en cuando hablamos de casarnos y después dejamos el tema. Ambos, de común pero tácito acuerdo, no queremos tomar una decisión. Estamos bien así y nuestra pereza, nuestro egoísmo, siempre gana la partida.

—¿Pereza? ¿Egoísmo? Pero ¿qué palabras son ésas? Hay dificultades objetivas que...

—... que te puedes meter en el culo —terminó brutalmente Livia.

Montalbano enmudeció, desconcertado. Sólo una o dos veces en seis años había oído a Livia utilizar expresiones vulgares y siempre había sido en situaciones preocupantes, de máxima tensión.

—Perdóname —dijo Livia muy despacio—. Pero a veces no soporto tu hipocresía tan bien camuflada. Tu cinismo es más auténtico.

Montalbano siguió encajando los golpes en silencio.

—No me distraigas de lo que te quiero decir. Eres hábil, es tu oficio. Pero yo te hago una pregunta: ¿cuándo crees que podremos casarnos? Contéstame con claridad.

—Si dependiera sólo de mí...

Livia se levantó de un salto.

—¡Basta! Me voy a la cama, me he tomado dos Dormidinas; mi avión sale de Palermo a las doce del mediodía. Pero primero termino lo que estaba diciendo. Si algún día nos casamos, será cuando tú tengas cincuenta años y yo treinta y ocho. Demasiado mayores para tener hijos, diremos. Y nos habremos dado cuenta de que alguien, Dios o quien sea, ya nos había enviado el hijo en el momento oportuno.

Dio media vuelta y se retiró. Montalbano permaneció en la galería contemplando el mar, pero no conseguía enfocarlo.

A las once de la noche se cercioró de que Livia estuviera profundamente dormida, desenchufó el teléfono, reunió todo el dinero suelto que encontró, apagó las luces y salió. Se dirigió en su coche a la cabina telefónica del parking del bar de Marinella.

—¿Nicolò? Soy Montalbano. Sólo un par de cosas. Mañana por la mañana hacia el mediodía envía a alguien con un cámara a las inmediaciones de la comisaría. Hay novedades.

—Gracias. ¿Qué más?

—Bueno, ¿tenéis una cámara pequeña que no haga ruido? Cuanto más pequeña, mejor.

—¿Quieres dejar a la posteridad un documento de tus proezas de cama?

—¿Tú sabes manejar la cámara?

—Claro.

—Pues me la traes.

—¿Cuándo?

—En cuanto termines el telediario de las doce de la noche. No toques el timbre cuando llegues, Livia está durmiendo.

* * *

—¿Hablo con el señor prefecto de Trapani? Perdone que lo llame tan tarde. Soy Corrado Menichelli del «Corriere della Sera». Lo llamo desde Milán. Nos han llegado rumores de un hecho de la máxima gravedad, pero, antes de publicarlo y puesto que le concierne directamente, queríamos que usted nos lo confirmara personalmente.

—¿De la máxima gravedad? Dígame.

—¿Es cierto o no que usted recibió presiones para que un periodista tunecino fuera liquidado durante su estancia en Mazàra? Antes de contestar y por su propio interés, reflexione un momento.

—¡Yo no tengo que reflexionar nada! —estalló el prefecto—. ¿De qué me está usted hablando?

—¿No lo recuerda? Mire que es muy extraño, pues los hechos ocurrieron hace unos veinte días.

—¡Lo que usted dice jamás ocurrió! ¡Yo no he recibido ninguna presión! ¡No sé nada de periodistas tunecinos!

—Señor prefecto, nosotros, en cambio, tenemos pruebas de que...

—¡Usted no puede tener pruebas de un hecho que jamás ocurrió! ¡Páseme inmediatamente a su director!

Montalbano colgó. El prefecto de Trapani era sincero; pero su jefe de Gabinete, no.

—¿Valente? Soy Montalbano. Haciéndome pasar por periodista del «Corriere della Sera», he hablado con el prefecto de Trapani. No sabe nada. El juego lo ha montado nuestro enemigo, el
commendatore
Spadaccia.

—¿Desde dónde me llamas?

—Tranquilo. Te llamo desde una cabina. Ahora te digo lo que vamos a hacer, siempre y cuando tú estés de acuerdo.

Para decírselo, se gastó todas las moneditas menos una.

—¿Mimì? Soy Montalbano. ¿Estabas durmiendo?

—No. Estaba bailando. ¡Menuda pregunta!

—¿Estás enfadado conmigo?

—¡Pues, sí, señor! ¡Después del papel que me has hecho hacer!

—¿Yo? ¿Qué papel?

—Enviarme a buscar al niño. Livia me miraba con odio y casi no conseguía arrancárselo de los brazos. Me he notado una cosa muy rara en la boca del estómago.

—¿Adónde has llevado a François?

—A casa de mi hermana, en Calapiano.

—¿Es un lugar seguro?

—Segurísimo. Ella y su marido tienen una casa enorme a cinco kilómetros del pueblo, una finca agrícola aislada. Mi hermana tiene dos hijos, uno de la misma edad que François, y se encontrará muy a gusto. He tardado dos horas y media a la ida y dos horas y media a la vuelta.

—¿Estás cansado?

—Supercansado. Mañana no iré al despacho.

—De acuerdo, no vayas al despacho, pero a las nueve como máximo tendrás que estar en mi casa de Marinella.

—¿Para hacer qué?

—Coges a Livia y la acompañas al aeropuerto de Palermo.

—Faltaría más.

—¿Cómo es posible que se te haya pasado el cansancio de golpe, Mimì?

Ahora Livia estaba durmiendo con un sueño muy agitado y de vez en cuando gemía. Montalbano cerró la puerta del dormitorio, se acomodó en el sillón y encendió el televisor con el volumen muy bajo. En Televigata, el cuñado de Galluzzo estaba comentando el comunicado del Ministerio de Asuntos Exteriores de Túnez acerca de algunas informaciones erróneas sobre el desgraciado incidente del marinero tunecino muerto a bordo de una embarcación pesquera italiana que había rebasado los límites de sus aguas jurisdiccionales. El comunicado desmentía los descabellados rumores, según los cuales, en realidad, el marinero no era tal, sino un periodista de cierto renombre, Ben Dhahab. Se trataba evidentemente de un caso de homonimia, pues el periodista Ben Dhahab estaba vivo y seguía desarrollando sus actividades con toda normalidad. Sólo en la ciudad de Túnez, añadía el comunicado, se contaban por lo menos veinte Ben Dhahabs. Montalbano apagó el televisor. O sea, que las aguas se habían revuelto y alguien ya estaba empezando a extender las manos hacia delante, a levantar vallas y lanzar al aire «fumatas» negras.

Oyó el rumor de un automóvil que se detenía en la explanada delante de la puerta de su casa. El comisario corrió a abrir. Era Nicolò.

—He venido todo lo rápido que he podido —dijo éste, entrando.

—Te lo agradezco.

—¿Livia está durmiendo? —preguntó el periodista, mirando a su alrededor.

—Sí. Mañana regresa a Génova.

—Siento mucho no poder saludarla.

—Nicolò, ¿traes la cámara?

El periodista se sacó del bolsillo un artilugio del tamaño de cuatro cajetillas de cigarrillos colocadas de dos en dos.

—Toma, aquí la tienes. Yo me voy a dormir.

—No, hombre. Me la tienes que colocar en un sitio donde no se vea.

—¿Cómo puedo hacerlo estando Livia allí?

—Nicolò, te has metido en la cabeza que quiero grabarme mientras follo. La cámara la tienes que instalar en esta estancia donde ahora estamos.

—Dime qué quieres que grabe.

—Una conversación entre un hombre sentado exactamente en el lugar donde ahora estás tú, y yo.

Nicolò Zito miró al frente y sonrió.

—Aquella estantería llena de libros parece colocada a propósito.

Cogió una silla y la acercó a la estantería y se subió a ella. Movió algunos libros, instaló la cámara, bajó, se sentó en el mismo lugar de antes y miró hacia arriba.

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