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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

El ladrón de meriendas (15 page)

BOOK: El ladrón de meriendas
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A través de las atemorizadas palabras del destrozado Rahman averiguaron que Ahmed Moussa, cuyo verdadero nombre se pronunciaba en susurros y cuyo rostro era prácticamente desconocido, había creado hacía algún tiempo un grupúsculo paramilitar de desesperados. Había aparecido en escena tres años atrás con una inconfundible tarjeta de visita: haciendo saltar por los aires una pequeña sala cinematográfica en la que se estaban pasando dibujos animados infantiles en francés. Los espectadores más afortunados fueron los muertos: varias decenas habían quedado ciegos, mutilados o destrozados para toda la vida. El nacionalismo del grupúsculo, por lo menos en sus intenciones, era de un absolutismo casi demencial. Moussa y los suyos eran mirados con recelo incluso por los integristas más intransigentes. Estaban en posesión de una cantidad de dinero prácticamente ilimitada, que no se sabía de dónde salía. El gobierno había puesto un elevado precio a la cabeza de Ahmed Moussa. Eso era todo lo que sabía el profesor Rahman, y la sola idea de haber ayudado de alguna manera al terrorista le había causado una angustia tan grande que temblaba y gemía cual si estuviera sufriendo un grave ataque de malaria.

—Pero a usted lo engañaron —dijo Montalbano, tratando de consolarlo.

—Si teme las consecuencias —añadió Valente—, nosotros podremos dar testimonio de su buena fe.

Rahman sacudió la cabeza. Explicó que no se trataba de miedo sino de terror. De horror por el hecho de que su vida se hubiera cruzado, aunque sólo fuera por muy breve tiempo, con un frío asesino de niños, de criaturas inocentes.

Lo tranquilizaron de la mejor manera que pudieron y lo despidieron, rogándole que no comentara con nadie aquella conversación, ni siquiera con su compañero y amigo El Madani. En caso de que lo volvieran a necesitar, lo llamarían.

—También de noche, no cumplidos —dijo el maestro, que ahora incluso tenía dificultades para expresarse correctamente en italiano.

Antes de ponerse a reflexionar acerca de todo lo que habían averiguado, se hicieron servir un café y se lo bebieron despacio y en silencio.

—Está claro que ése no se hizo marinero para conocer la experiencia —empezó diciendo Valente.

—Y tampoco para que lo mataran.

—Tendremos que ver qué historia nos cuenta el patrón del barco.

—¿Quieres convocarlo aquí?

—¿Por qué no?

—Acabaría repitiéndote lo mismo que ya le dijo a Augello. Quizá sería mejor tratar de averiguar primero qué piensan en el sector. Puede que, con una palabra de aquí y otra de allá, nos enteremos de algo más.


Le encargaré la tarea a Tomasino.

Montalbano hizo una mueca. El segundo de a bordo de Valente no le caía bien, pero no era un buen motivo y, por encima de todo, no era un motivo que se pudiera decir.

—¿No te parece bien?

—¿A mí? Es a ti a quien te tiene que parecer bien. Los hombres son tuyos y tú los conoces mejor que yo.

—Vamos, Montalbano, no seas gilipollas.

—De acuerdo. Lo considero poco apropiado. Cuando alguien lo ve con esa cara de recaudador de impuestos que tiene, no le entran ganas de hacerle confidencias.

—Tienes razón. Se lo encargaré a Tripodi, es un muchacho muy listo y valiente, y es hijo de pescador.

—Se trata de averiguar exactamente qué ocurrió la noche en que la embarcación pesquera se tropezó con la patrullera. Lo mires como lo mires, hay algo que no encaja.

—Explícate.

—De momento, dejemos la cuestión de la forma en que se enroló en la tripulación del barco, ¿de acuerdo? Ahmed se propone de entrada un objetivo concreto que nosotros ignoramos. Y yo me pregunto si se lo reveló al patrón y a la tripulación. Y, en caso afirmativo, ¿lo hizo antes de zarpar o durante la travesía? En mi opinión, a pesar de no saber exactamente cuándo, el objetivo se dio a conocer y todo el mundo estuvo de acuerdo. En caso contrario, habrían invertido el rumbo y lo habrían obligado a desembarcar.

—Pudo haberlos obligado a punta de pistola.

—En este caso, una vez en Vigàta o Mazàra, el patrón y los tripulantes habrían explicado lo ocurrido, pues no tenían nada que perder.

—Muy cierto.

—Sigamos adelante. Excluyendo que el objetivo de Ahmed fuera el de dejarse ametrallar frente a las costas de su país natal, no se me ocurren más que dos hipótesis. La primera es la de que quería que lo desembarcaran de noche en algún desierto paraje de la costa para entrar clandestinamente en su país. La segunda es la de una reunión en alta mar a la que tenía que asistir personalmente.

—Me convence más esta última.

—A mí también. Y, además, ocurrió algo que no estaba previsto.

—La interceptación de la patrullera.

—Exactamente. Y aquí se pueden plantear toda una serie de hipótesis. Supongamos que la patrullera tunecina no sabía que a bordo del buque pesquero viajaba Ahmed. Se cruza con una embarcación que está faenando en sus aguas jurisdiccionales, le da el alto, la embarcación se da a la fuga y desde la patrullera se dispara una ráfaga de ametralladora que mata accidentalmente nada menos que a Ahmed Moussa. Eso, por lo menos, es lo que nos han dicho.

Esta vez fue Valente quien hizo una mueca.

—¿Te convence?

—Es como la reconstrucción que hizo el senador Warren del asesinato del presidente Kennedy.

—Te expongo otra hipótesis. Supongamos que Ahmed, en lugar de reunirse con el hombre con quien había quedado, lo hace con otro que le dispara una ráfaga de ametralladora.

—O que era efectivamente el hombre con quien tenía que reunirse, pero discutieron, el otro le disparó y todo acabó de mala manera.

—¿Con la ametralladora de a bordo? —preguntó Montalbano en tono dubitativo.

Inmediatamente comprendió lo que había dicho. Sin pedirle siquiera permiso a Valente, empezó a soltar maldiciones, cogió el teléfono y pidió que llamaran a Jacomuzzi en Montelusa.

—En los informes que te enviaron, ¿especificaban el calibre de las balas? —le preguntó a Valente mientras esperaba.

—Se referían genéricamente a disparos de arma de fuego.

—¿Diga? ¿Con quién hablo? —preguntó Jacomuzzi.

—Oye, Baudo...

—¿Qué Baudo? Soy Jacomuzzi.

—Pero estarías encantado de ser el presentador de televisión Pippo Baudo. ¿Me quieres decir con qué coño mataron al tunecino del buque pesquero?

—Con un arma de fuego.

—¡Qué extraño! Creía que lo habían asfixiado con una almohada.

—Tus bromitas me dan ganas de vomitar.

—Dime exactamente qué tipo de arma era.

—Una metralleta, probablemente una Skorpion. ¿No lo he escrito en el informe?

—No. ¿Estás seguro de que no fue la ametralladora de a bordo?

—Claro que estoy seguro. ¿No sabes que el arma reglamentaria que lleva la patrullera puede derribar un avión?

—¿De veras? Me dejas de piedra con tu precisión científica, Jacomù.

—¿Y cómo quieres que hable con un ignorante como tú?

Tras referir Montalbano a Valente el contenido de su conversación telefónica, ambos permanecieron un ratito en silencio. Cuando habló, Valente expresó el pensamiento que en aquellos momentos también estaba cruzando por la cabeza del comisario.

—¿Estamos seguros de que fue una patrullera militar tunecina?

Como ya era muy tarde, Valente invitó a su compañero a comer a su casa, pero Montalbano, que ya conocía por experiencia las habilidades culinarias de la mujer del subjefe de policía, declinó la invitación, explicando que tenía que regresar inmediatamente a Vigàta.

Subió al coche, pero, tras recorrer unos cuantos kilómetros, vio una
trattoria
justo a la orilla del mar. Pasó, bajó y se sentó a una mesa. No se arrepintió.

Doce

Hacía horas que no se ponía en contacto con Livia y le remordía la conciencia; a lo mejor, estaba preocupada por él. Mientras esperaba a que le sirvieran un anisado estomacal (la doble ración de lubina le estaba empezando a pesar), decidió llamarla.

—¿Todo bien por ahí?

—Nos has despertado.

Pues sí que estaban preocupados.

—¿Estabais durmiendo?

—Sí, nos hemos dado un buen baño; el agua estaba caliente.

Se lo pasaban divinamente sin él.

—¿Has comido? —preguntó Livia por simple educación.

—Un bocadillo. Estoy a mitad de camino, dentro de una hora como máximo estaré en Vigàta.

—¿Vendrás a casa?

—No, iré al despacho; nos veremos esta noche.

Debieron de ser figuraciones suyas, pero le pareció oír un suspiro de alivio desde el otro extremo de la línea.

Pero tardó más de una hora en regresar a Vigàta. Justo a la entrada del pueblo, a cinco minutos del despacho, el coche decidió declararse repentinamente en huelga. No hubo manera de volver a ponerlo en marcha. Montalbano bajó, abrió el capó y echó un vistazo al motor. Era un gesto puramente simbólico, una especie de rito exorcista, pues no entendía ni torta. Si le hubieran dicho que el motor funcionaba con cuerda o que era de cinta elástica enrollada, como en ciertos juguetes, quizá se lo habría creído. Se acercó un vehículo de los carabineros con dos hombres a bordo, pasó de largo, paró e hizo marcha atrás por si acaso. Eran un cabo y un carabinero que iba al volante. El comisario jamás los había visto y ellos tampoco lo conocían.

—¿Podemos hacer algo? —preguntó amablemente el cabo.

—Gracias. No comprendo por qué se me ha parado el coche de repente.

Arrimaron su automóvil al borde de la carretera y bajaron. El autocar vespertino de la línea Vigàta-Fiacca se detuvo en su parada, muy cerca de allí, y subió una pareja de ancianos.

—El motor parece que está bien —diagnosticó el carabinero, añadiendo con una sonrisa—: ¿Vamos a echar un vistazo a la gasolina?

No quedaba ni una gota, ni pagándola a precio de oro.

—Vamos a hacer una cosa, señor...

—Martinez. Contable Martinez —dijo Montalbano. Nadie debería saber jamás que el comisario Montalbano había sido auxiliado por el Cuerpo de Carabineros.

—Vamos a hacer una cosa, contable: usted espera aquí, y nosotros nos acercamos a la gasolinera más próxima y le traemos la cantidad que necesite para llegar a Vigàta.

—Son ustedes muy amables.

Se fueron. Montalbano volvió a subir al coche, encendió un cigarrillo y enseguida oyó a su espalda el clamor de un claxon. Era el autocar Fiacca-Vigàta que necesitaba espacio. Montalbano bajó y explicó gesticulando que había sufrido una avería. El conductor se tomó la molestia de efectuar un viraje y, una vez adelantado el vehículo del comisario, se detuvo en el mismo lugar que el autocar que acababa de pasar en dirección contraria. Bajaron cuatro personas.

Montalbano se lo quedó mirando mientras se ponía nuevamente en marcha en dirección a Vigàta. Poco después regresaron los carabineros.

Llegó al despacho hacia las cuatro de la tarde. Augello no estaba, Fazio le explicó que había perdido su rastro por la mañana: se había asomado por allí sobre las nueve y ya no le habían vuelto a ver el pelo. Montalbano se enfureció.

—¡Aquí cada cual hace lo que le da la gana! ¡Todo el mundo se aprovecha! A ver si, al final, tendrá razón Ragonese.

Novedades, ninguna. Ah, sí, había llamado la viuda Lapecora para avisar a la comisaría de que el entierro de su marido tendría lugar el miércoles por la mañana. Después estaba el aparejador Finocchiaro, que llevaba esperando allí desde las dos para hablar con él.

—¿Lo conoces?

—De vista. Es un jubilado, un hombre mayor.

—¿Qué quiere?

—No me lo ha querido decir. Pero me ha parecido que estaba un poco alterado.

—Hazlo pasar.

Tenía razón Fazio, el aparejador parecía muy trastornado. El comisario lo invitó a sentarse.

—¿Podría beber un poco de agua? —dijo el aparejador; se notaba que tenía la garganta seca.

Tras haberse bebido el agua, dijo llamarse Giuseppe Finocchiaro, de sesenta y cinco años, soltero, aparejador jubilado, domiciliado en el treinta y ocho de Via Marconi. Sin antecedentes penales, ni siquiera una multa de tráfico.

Se detuvo y se bebió el dedo de agua que quedaba en el vaso.

—Hoy a la una han mostrado una fotografía en la televisión. Una mujer y un niño. ¿Sabe que decían que, si alguien los reconocía, se dirigiera a usted?

—Sí.

Sí y basta. Puede que una sílaba de más en aquel momento provocara una duda o lo indujera a pensarlo mejor.

—Yo a esa mujer la conozco, se llama Karima. Al pequeño jamás lo vi, es más, ignoraba que tuviera un hijo.

—¿De qué la conoce?

—Una vez a la semana me viene a hacer la limpieza a casa.

—¿Qué día?

—El martes por la mañana. Permanece cuatro horas.

—Perdone la pregunta. ¿Cuánto le pagaba?

—Cincuenta mil liras. Pero...

—Pero ¿qué?

—Llegaba hasta las doscientas mil cuando hacía un trabajo extra.

—¿Una mamada?

La calculada brutalidad de la pregunta hizo que el aparejador primero palideciera y después se ruborizara.

—Sí.

—Vamos a ver si lo entiendo. La mujer acudía a su casa cuatro veces al mes. ¿Cuántas veces hacía trabajos extra?

—Una. Dos como máximo.

—¿Cómo la conoció?

—Me lo dijo un amigo mío, jubilado como yo. El profesor Mandrino, que vive con su hija.

—O sea, que, con el profesor Mandrino, nada de extras, ¿verdad?

—También los hacía. La hija se dedica a la enseñanza y está fuera de casa todas las mañanas.

—¿Qué día iba a casa del profesor?

—El sábado.

—Si no tiene nada más que decirme, aparejador, ya puede retirarse.

—Gracias por su comprensión. —El hombre se levantó, avergonzado, y miró al comisario—. Mañana es martes.

—¿Y qué?

—¿Cree usted que irá a mi casa?

Montalbano no tuvo valor para desilusionarlo.

—Es posible. Si fuera, hágamelo saber.

A partir de aquel momento, la procesión siguió adelante. Precedido por su madre, que no paraba de gritar, apareció Ntonio, el niño que Montalbano había visto en Villaseta, el que había sido agredido por haberse negado a soltar la merienda. En la fotografía que se había mostrado en la pantalla, Ntonio había reconocido al ladrón sin ningún género de duda: era él. La madre de Ntonio, dando unas voces ensordecedoras y lanzando imprecaciones y maldiciones, presentó sus peticiones al aterrorizado comisario: treinta años de presidio para el ladrón y cadena perpetua para la madre; en caso de que la justicia terrenal no estuviera de acuerdo, su petición a la justicia divina era de tuberculosis galopante para ella y enfermedad larga y extenuante para él.

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