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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

El ladrón de meriendas (13 page)

BOOK: El ladrón de meriendas
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—Nada serio. Un parado ha entrado en el supermercado con un bastón y la ha emprendido a golpes con los mostradores.

—¿Un parado? Pero ¿qué dices? Pero ¿es que aquí aún tenemos parados?

Fazio lo miró, perplejo.

—Pues claro que los tenemos, comisario, ¿acaso no lo sabe?

—La verdad es que no. Creía que todos habían encontrado trabajo.

Ahora Fazio estaba totalmente desconcertado.

—¿Y dónde quiere usted que encuentren trabajo?

—En el arrepentimiento, Fazio. Este parado que rompe mostradores, antes que parado, es un cabrón. ¿Lo has detenido?

—Sí, señor.

—Ve a verlo y dile de mi parte que se arrepienta.

—¿De qué?

—Que se invente lo que le dé la gana. Pero que diga que se arrepiente. Cualquier tontería, tú mismo se la puedes apuntar. En cuanto se arrepienta, ya estará todo arreglado. Le darán dinero, le buscarán una casa gratis y le enviarán los hijos al colegio. Díselo.

Fazio lo miró un buen rato sin decir nada. Después habló.


Dottore
, hace buen día y, sin embargo, está usted muy alterado. ¿Qué ha ocurrido?

—Cosas mías.

El propietario de la tienda de garbanzos y frutos secos, donde Montalbano solía comprar, se había inventado un genial sistema para burlar el obligatorio cierre dominical: delante de la persiana metálica cerrada, colocaba un tenderete extremadamente bien surtido.

—Tengo nueces americanas recién tostadas, calentitas, calentitas —le dijo el tendero.

Y el comisario le hizo añadir unas veinte al cucurucho que ya contenía garbanzos y semillas de calabaza.

Esta vez, el paseo de meditación solitaria hasta el final del muelle lo prolongó más que de costumbre, hasta pasado el anochecer.

—¡Este niño es inteligentísimo! —exclamó emocionada Livia al ver entrar en la casa a Montalbano—. Hace apenas tres horas le expliqué cómo se juega a las damas y mira: ya me ha ganado una partida y con ésta va camino de hacer lo mismo.

El comisario se situó de pie a su lado para contemplar las últimas jugadas de la partida. Livia cometió un error garrafal y François le comió las dos damas que le quedaban. Consciente o inconscientemente, Livia había querido que el niño ganara: si, en lugar de François, hubiera sido él, ni muerta le habría dado la satisfacción de la victoria. En cierta ocasión, había llegado a la bajeza de simular un repentino desmayo para provocar la caída de las piezas al suelo.

—¿Tienes apetito?

—Puedo esperar, si quieres —contestó el comisario, aceptando la implícita petición de retrasar la cena.

—Nos gustaría dar un paseo.

Ella y François, naturalmente, la hipótesis de que él pudiera agregarse ni siquiera se le había pasado por la antesala del cerebro.

Montalbano puso la mesa con todo lo necesario y, al terminar, se dirigió a la cocina para ver qué había preparado Livia. Nada, desolación ártica, los cubiertos y los platos resplandecían totalmente intactos. Distraída con François, Livia ni siquiera había pensado en la cena. Hizo un rápido y triste inventario: de primero, podía hacer un poquito de pasta con ajo y aceite; de segundo, se podría arreglar con unas sardinas saladas, aceitunas, un poco de queso y una lata de atún. De todos modos, lo peor ocurriría al día siguiente, cuando llegara Adelina para hacer la limpieza y preparar la comida y se encontrara a Livia con un niño en la casa. Ambas mujeres no congeniaban. En cierta ocasión, Adelina lo había plantado todo y se había ido, y sólo había regresado tras cerciorarse de que su rival ya no estaba y se encontraba a centenares de kilómetros de distancia.

Era la hora del telediario: encendió el televisor y sintonizó con Televigata. En la pantalla apareció la cara de culo de gallina de Pippo Ragonese, el presentador. Estaba a punto de cambiar de canal cuando las primeras palabras de Ragonese lo dejaron petrificado.

—¿Qué ocurre en la comisaría de Vigàta? —preguntó el presentador a sí mismo y a todo el mundo conocido, utilizando un tono, en comparación con el cual el de Torquemada en sus mejores momentos hubiera parecido el de alguien que está contando un chiste.

Añadió que, en su opinión, Vigàta se podía comparar con el Chicago de la era de la Prohibición: tiroteos, robos, incendios intencionados; la vida y la libertad del ciudadano corriente puestas constantemente en peligro. ¿Y sabían los telespectadores a qué se dedicaba, en medio de toda aquella trágica situación, el sobrevalorado comisario Montalbano? El punto interrogativo se subrayó con tal fuerza que el comisario tuvo la sensación de verlo sobreimpreso sobre el culo de gallina. Ragonese, respirando hondo para poder expresar debidamente su asombro e indignación, dijo marcando las sílabas:

—¡A la ca-za de un la-drón de me-rien-das!

Y no lo había hecho él solo, el señor comisario se había llevado a todos sus hombres y había dejado de guardia en la comisaría a un solitario y desamparado agente encargado de la centralita. ¿Y cómo él, Ragonese, se había enterado de esta circunstancia tal vez cómica pero sin duda trágica? Puesto que necesitaba hablar con el subcomisario Augello para que le facilitara cierta información, había llamado a la comisaría y el telefonista le había dado aquella inaudita respuesta. Al principio, había creído que era una broma, de mal gusto por supuesto, pero después había insistido, y finalmente había comprendido que no se trataba de una broma, sino de una increíble verdad. ¿Se daban cuenta los telespectadores de Vigàta de en qué manos estaban?

«¿Pero ¿qué mal habré hecho yo para tener a Catarella entre los cojones?», se preguntó amargamente el comisario mientras cambiaba de canal.

En Retelibera estaban retransmitiendo desde Mazàra las imágenes del entierro del tripulante tunecino ametrallado a bordo del buque pesquero «Santopadre». Una vez finalizada la ceremonia, el presentador comentó la mala suerte del tunecino muerto trágicamente la primera vez que se embarcaba, pues acababa de llegar al pueblo y casi nadie lo conocía. No tenía familia o, por lo menos, no había tenido tiempo de mandarla llamar a Mazàra. Había nacido treinta y dos años antes en Sfax y se llamaba Ben Dhahab. Apareció en pantalla una fotografía del tunecino y, en aquel momento, entraron en la estancia Livia y el niño, de regreso de su paseo. Al ver el rostro de la pantalla, François sonrió y lo señaló con el dedito.


Mon oncle
—dijo.

Livia estaba a punto de decirle a Salvo que apagara el televisor porque le molestaba mientras comían; y, por su parte, Salvo estaba a punto de regañarla a ella por no haber preparado nada para la cena. Pero ambos se quedaron con la boca abierta señalándose el uno al otro con el índice mientras un tercer índice, el del niño, señalaba todavía la pantalla. Fue como si hubiera pasado un ángel que los hubiera dejado a todos paralizados. El comisario se recuperó y trató de confirmar lo que había oído, dudando de su escaso francés.

—¿Qué ha dicho?

—Ha dicho «mi tío» —contestó Livia, muy pálida.

Nada más desaparecer la imagen, François se había sentado en su lugar de la mesa, impaciente por empezar y en modo alguno extrañado de haber visto a su tío en la televisión.

—Pregúntale si el que ha visto es su tío de verdad.

—Pero qué pregunta tan tonta es ésa.

—No es tonta. A mí también me han llamado tío sin serlo.

François explicó que el que había visto era su tío de verdad, por ser el hermano de su madre.

—Me lo tengo que llevar ahora mismo —dijo Montalbano.

—¿Adónde?

—Al despacho, quiero enseñarle una fotografía.

—De eso ni hablar, las fotografías no te las roba nadie. Primero, François tiene que comer. Y después, yo también iré contigo a la comisaría: eres capaz de perder al niño por la calle.

La pasta salió demasiado cocida, prácticamente incomible.

Estaba de guardia Catarella que, al ver aparecer a aquella hora a la improvisada familia y observar la cara que ponía su jefe, se alarmó.


Dottori
, aquí todo está en calma y tranquilidad.

—Pues en Chechenia, no.

Sacó del cajón las fotografías de Karima que había seleccionado, cogió una y se la mostró al niño. Éste, sin decir nada, se la acercó a los labios y besó la imagen de su madre.

Livia a duras penas pudo reprimir las lágrimas. No era necesario formular la pregunta, el parecido entre el hombre visto en la pantalla y el que aparecía vestido de uniforme en la fotografía, al lado de Karima, era de todo punto evidente.

Pero, aun así, el comisario preguntó:

—¿Es éste
ton oncle
?


Oui
.


Comment s'appelle-t-il
?

Se felicitó por su francés de turista de la Torre Eiffel y del Moulin Rouge.


Ahmed
—contestó el niño.


Seulement Ahmed
?


Oh, non. Ahmed Moussa
.


Et ta mère? Comment s'appelle
?

—Karima Moussa —contestó François, encogiéndose de hombros con una sonrisa en los labios ante la obviedad de la pregunta.

Montalbano desahogó su furia contra Livia, que no se esperaba la violencia del ataque.

—¡Maldita sea! ¡Te pasas día y noche con el niño, juegas con él, le enseñas a jugar a las damas y no le preguntas cómo se llama! Bastaba con preguntárselo, ¿no? ¡Y el muy cabrón de Mimì! ¡El gran investigador! ¡Compra un cubo y una pala, moldes y dulces y, en lugar de hablar con el niño, habla sólo contigo!

Livia no contestó y Montalbano enseguida se avergonzó de su arrebato.

—Perdóname, Livia, pero es que estoy muy nervioso.

—Ya lo veo.

—Pregúntale si ha visto personalmente a su tío hace poco.

Livia habló con el niño y después explicó que éste no había visto recientemente a su tío, pero que, cuando tenía tres años, su madre lo había llevado a Túnez, y allí había conocido a su tío y a otros hombres. Pero conservaba un vago recuerdo y sólo hablaba de ello porque su madre se lo había comentado.

Lo cual significaba, dedujo Montalbano, que dos años atrás se había celebrado una especie de cumbre, en cuyo transcurso se había decidido, en cierto modo, el destino del pobre Lapecora.

—Oye, llévate a François al cine, aún llegaréis a la última sesión, y después regresad aquí. Yo tengo que trabajar.

—Hola, Buscaino. Soy Montalbano. Acabo de averiguar el nombre completo de la tunecina que vivía en Villaseta, ¿te acuerdas?

—Cómo no. Karima.

—Se llama Karima Moussa. ¿Podríais efectuar una comprobación en vuestra Brigada de Extranjeros?

—¿Bromea usted, comisario?

—No, no bromeo. ¿Por qué?

—Pero ¿cómo? Con toda su experiencia, ¿me viene a pedir una cosa semejante?

—Explícate mejor.

—Mire, comisario, ni siquiera si me dijera el nombre del padre y de la madre, los de los abuelos paternos y maternos y el lugar de nacimiento.

—¿Es como una niebla espesa?

—¿Y de qué otra manera podría ser? En Roma pueden aprobar todas las leyes que quieran, pero aquí los tunecinos, marroquíes, libios, caboverdianos, cingaleses, nigerianos, ruandeses, albaneses, serbios y croatas entran y salen como les da la gana. Esto no es como el Coliseo y no hay ninguna puerta que se pueda cerrar. El hecho de que el otro día consiguiéramos averiguar la dirección de esta tal Karima entra dentro del terreno de los milagros y no es cosa que ocurra todos los días.

—Pero tú inténtalo de todos modos.

—¿Montalbano? ¿Qué es esta historia de que organizó usted una operación de caza y captura de un ladrón de meriendas? ¿Acaso era un demente?

—No, por Dios, señor jefe superior, se trataba de un niño que, acuciado por el hambre, empezó a robarles la merienda a otros niños. Eso es todo.

—¿Cómo que eso es todo? Sé muy bien que, de vez en cuando, se sale usted de lo común, por decirlo de alguna manera, pero esta vez, francamente, me parece que...

—Le aseguro, señor jefe superior, que no se volverá a repetir. Era absolutamente necesario capturarlo.

—¿Y lo atrapó?

—Sí.

—¿Y qué hizo usted con él?

—Lo llevé a mi casa y Livia cuida de él.

—Montalbano, ¿se ha vuelto usted loco? ¡Devuélvalo de inmediato a sus padres!

—No los tiene, puede que sea huérfano.

—¿Qué significa este «puede»? ¡Haga averiguaciones, por Dios bendito!

—Las estoy haciendo, pero François...

—Pero bueno, ¿ése quién es?

—El niño, se llama así.

—¿No es italiano?

—No, tunecino.

—Mire, Montalbano, vamos a dejarlo correr de momento, estoy un poco alterado. Pero mañana por la mañana venga a Montelusa y explíquemelo todo.

—No puedo, tengo que salir de Vigàta. Puede creerme, es muy importante, no estoy buscando pretextos.

—Entonces, nos veremos por la tarde. No falte, se lo ruego. Presénteme una buena defensa; el diputado Pennacchio...

—¿El que está acusado de asociación delictiva de corte mafioso?

—Exactamente. Está preparando una interpelación al ministro. Quiere su cabeza.

No le extrañaba: había sido precisamente él, Montalbano, el encargado de llevar a cabo las investigaciones contra el honorable.

—¿Nicolò? Soy Montalbano. Tengo que pedirte un favor.

—Menuda novedad. Dime.

—¿Te vas a quedar todavía un rato en Retelibera?

—Presento el telediario de las doce de la noche y me voy a casa.

—Son las diez. Si voy dentro de media hora y te llevo una fotografía, ¿os dará tiempo a sacarla en el último telediario?

—Claro, te espero.

Había intuido de inmediato que en la historia del buque pesquero «Santopadre»
había gato encerrado y había tratado de mantenerse al margen. Pero ahora aquel caso lo había agarrado por el cogote y le había restregado la cara contra los hechos a la fuerza, tal como se hace cuando alguien quiere enseñar a un gato a no hacerse pipí en determinado lugar. Habría bastado con que Livia y el pequeño entraran en la casa un poco más tarde: el niño no hubiera visto la imagen de su tío, la cena se hubiera desarrollado en paz y todo habría seguido su curso normal. Maldijo una vez más su inequívoca naturaleza de policía. Otro, en su lugar, hubiera dicho: «Ah, ¿sí? ¿El niño ha reconocido a su tío? ¡Pues vaya, qué curioso!»

Y se habría llevado el primer bocado a la boca. Y él, en cambio, no podía, tenía que golpearse los cuernos a la fuerza contra aquel asunto. Instinto de caza, lo había llamado Dashiell Hammett, que de eso sabía un rato.

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