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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

El ladrón de meriendas (17 page)

BOOK: El ladrón de meriendas
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—Ha sido impresionante con qué rapidez lo ha compuesto. Tú o yo hubiéramos tardado más.

—O nos hubiéramos aburrido antes.

—Pues mira, François también dice que los rompecabezas son aburridos porque todo es obligatorio. Dice que cada pieza está cortada de tal manera que encaje con otra. ¡Y sería más bonito un rompecabezas en el que fueran posibles varias soluciones!

—¿Eso ha dicho?

—Sí. Y se ha explicado mejor porque yo se lo he pedido.

—¿Y cuál ha sido la explicación?

—Creo haber comprendido lo que quería decir. Él ya conocía la Estatua de la Libertad y, cuando ha compuesto la cabeza de la estatua, sabía cómo tenía que seguir y estaba obligado a hacerlo porque el creador del rompecabezas había cortado las piezas de una determinada manera y quería que el jugador siguiera su dibujo. ¿Lo he expresado con suficiente claridad hasta este momento?

—Sí.

—Sería bonito, dijo, que el jugador estuviera en condiciones de crear otro rompecabezas alternativo con las mismas piezas. ¿No te parece un razonamiento extraordinario en un niño tan pequeño?

—Hoy son muy precoces —contestó Montalbano, soltando simultáneamente una maldición ante la trivialidad de su comentario. Como jamás había hablado de niños, tenía necesariamente que recurrir a los tópicos.

Nicolò Zito resumió el comunicado del gobierno tunecino a propósito del incidente con el buque pesquero. Una vez llevadas a cabo las debidas investigaciones, el gobierno tunecino no tenía más remedio que rechazar la protesta del gobierno italiano, que no impedía que sus embarcaciones de pesca invadieran las aguas jurisdiccionales tunecinas. Aquella noche, una patrullera militar tunecina había avistado una embarcación pesquera a pocas millas de Sfax. Le había dado el alto y el pesquero se había dado a la fuga. Con la ametralladora de a bordo se había disparado una ráfaga de advertencia que, lamentablemente, había alcanzado y matado a un tripulante tunecino, Ben Dhahab, a cuya familia el gobierno tunecino ya había entregado una cuantiosa indemnización. Que aquel desgraciado incidente sirviera de advertencia.

—¿Has conseguido averiguar algo sobre la madre de François?

—Sí. Tengo una pista. Pero no esperes nada bueno —contestó el comisario.

—Si... si Karima no apareciera... ¿qué destino... qué será de François?

—La verdad es que no lo sé.

—Me voy a la cama —dijo Livia, levantándose de golpe. Montalbano le cogió una mano y se la acercó a los labios.

—No te encariñes demasiado con él.

Soltó cuidadosamente a François del abrazo de Livia y lo acostó en el sofá ya preparado. Cuando se metió en la cama, Livia se pegó a su cuerpo, de espaldas, y no se sustrajo de sus caricias, al contrario.

—¿Y si el niño se despierta? —preguntó Montalbano, que era un cabronazo, cuando estaban en el mejor momento.

—Si se despierta, lo consolaré —contestó Livia entre jadeos.

* * *

Eran las siete de la mañana. Se levantó muy despacio de la cama y se encerró en el cuarto de baño. Lo primero que hizo, como siempre, fue mirarse al espejo. Hizo una mueca. Si no le gustaba la cara que tenía, ¿por qué se la miraba?

Oyó un grito desgarrador de Livia, abrió la puerta y salió corriendo. Livia se encontraba en el comedor y el sofá estaba vacío.

—¡Se ha escapado! —dijo con trémula voz.

El comisario corrió a la galería. Y lo vio, un minúsculo punto en la orilla del mar, dirigiéndose hacia Vigàta. Salió en su persecución en calzoncillos, tal como estaba. François no corría, pero caminaba con paso decidido. Cuando oyó a su espalda los pasos de alguien, se detuvo sin volverse tan siquiera. Respirando afanosamente, Montalbano se le plantó delante, pero no le hizo ninguna pregunta. El niño no lloraba, mantenía los ojos fijos, más allá de Montalbano.


Je veux maman
—dijo.

El comisario vio acercarse a Livia corriendo, se había puesto una de sus camisas. La indujo a detenerse con un gesto y le hizo comprender que regresara a casa. Livia obedeció. El comisario cogió al niño de la mano y ambos echaron a andar muy despacio. Durante un cuarto de hora no se dijeron ni una sola palabra. Al llegar a la altura de una barca varada, Montalbano se sentó en la arena, François se sentó a su lado y él le rodeó los hombros con el brazo.


Iu persi a me matri ch'era macari cchiu nicu di tia
, yo perdí a mi madre cuando era más pequeño que tú —le dijo.

Y se pusieron a hablar, el comisario en siciliano y François en árabe, entendiéndose a la perfección.

Le confesó cosas que jamás le había dicho a nadie, ni siquiera a Livia.

El llanto desconsolado de algunas noches, con la cabeza bajo la almohada para que su padre no lo oyera; la desesperación de las mañanas, cuando sabía que su madre no estaba en la cocina preparándole el desayuno o, unos años después, el bocadillo para la escuela. Es una ausencia que jamás se llena, la llevas contigo hasta la muerte. El niño le preguntó si él tenía poder para hacer regresar a su madre. No, contestó Montalbano, aquel poder no lo tenía nadie. Tenía que resignarse. Pero tú tenías a tu padre, observó François, que era auténticamente inteligente y no porque lo dijera Livia. Es cierto, tenía a mi padre. Entonces, preguntó el niño, ¿estaría destinado a terminar en uno de aquellos sitios donde ponen a los niños que no tienen ni padre ni madre?

—Eso no. Te lo prometo —contestó el comisario.

Y le tendió la mano. François se la estrechó, mirándolo a los ojos.

Cuando salió del cuarto de baño, ya listo para irse al despacho, vio que François había desmontado el rompecabezas y, con unas tijeras, recortaba las piezas de otra manera: estaba tratando ingenuamente de no seguir el dibujo obligatorio. De repente, Montalbano pegó un brinco, como si hubiera sufrido una descarga eléctrica.

—¡Jesús! —exclamó muy despacio.

Livia lo miró, lo vio temblar con los ojos enormemente abiertos y se asustó.

—Salvo, por Dios, ¿qué ocurre?

Por toda respuesta, el comisario cogió al niño, lo levantó en alto, lo miró de abajo arriba, lo volvió a dejar en el suelo y le dio un beso.

—¡François, eres un genio! —le dijo.

Al entrar en el despacho, estuvo a punto de chocar con Mimì Augello, que estaba saliendo.

—Ah, Mimì, gracias por el rompecabezas.

Augello se lo quedó mirando con la boca abierta.

—¡Rápido, Fazio!

—Diga, comisario.

Le explicó detalladamente lo que tenía que hacer.

—Galluzzo, aquí.

—A sus órdenes.

Le explicó también con todo detalle lo que tenía que hacer.

—¿Da usted su permiso?

Era Tortorella, que entró empujando la puerta con el pie, pues tenía las manos ocupadas, sosteniendo aproximadamente ochenta centímetros de papeles.

—¿
Qué
es eso?

—El
dottore
Didio se queja.

Didio, responsable de la oficina administrativa de la Jefatura Superior de Policía de Montelusa, era conocido con el apodo del «Azote de Dios» o la «Cólera de Dios» por su carácter puntilloso.

—¿De qué se queja?

—Del retraso que usted lleva, comisario. De las cosas que tiene que firmar. —El agente depositó los ochenta centímetros de papeles sobre el escritorio—. Ármese de santa paciencia.

Cuando ya llevaba en ello una hora y le dolía la mano de tanto firmar, entró Fazio.


Dottore
, tiene usted razón. Nada más salir del pueblo, en el lugar llamado Cannatello, el autocar Vigàta-Fiacca tiene una parada. Cinco minutos después pasa el autocar que circula en sentido contrario, Fiacca-Vigàta, y para también en Cannatello.

—O sea, que, teóricamente, una persona puede tomar en Vigàta el autocar que se dirige a Fiacca, bajar en Cannatello y, cinco minutos después, tomar el autocar Fiacca-Vigàta y regresar al pueblo.

—Exacto, comisario.

—Gracias, Fazio. Lo has hecho muy bien.

—Espere,
dottore
. He hecho venir aquí al cobrador del trayecto de esta mañana de Fiacca-Vigàta. Se llama Lopipàro. ¿Lo hago pasar?

—¿Cómo no?

Lopipàro, un cuarentón enjuto y huraño, tuvo inmediatamente especial empeño en señalar que no era cobrador sino conductor con funciones de cobrador, puesto que los billetes se vendían en los estancos y él se limitaba a recogerlos a bordo del autocar.

—Señor Lopipàro, lo que se dirá en este despacho tiene que quedar entre nosotros tres.

El conductor-cobrador se colocó una mano a la altura del corazón en señal de solemne juramento.

—Soy una tumba —dijo.

—Señor Lopìparo...

—Lopipàro.

—Señor Lopipàro, ¿usted conoce a la viuda Lapecora, la señora cuyo marido ha sido asesinado?

—¿Cómo no? Está abonada al trayecto. Por lo menos tres veces a la semana va y viene de Fiacca para ver a su hermana que está enferma, y durante el viaje habla constantemente de ello.

—Le voy a rogar que haga un esfuerzo de memoria.

—Si usted me lo manda, yo haré el esfuerzo.

—El jueves de la semana pasada, ¿vio usted a la señora Lapecora?

—¡Sí, señor! La señora Lapecora, lo sabe todo el mundo, es un poco tacaña. Pues bien, el jueves por la mañana tomó el autocar de Fiacca de las seis y media. Pero, al llegar a Cannatello, bajó y le dijo a mi compañero Cannizzaro, el conductor, que debía volver atrás porque había olvidado una cosa que tenía que llevarle a su hermana. Cannizzaro, me lo contó aquella misma noche, se detuvo y ella bajó. Al cabo de cinco minutos pasé yo en dirección a Vigàta, paré en Cannatello y la señora subió a mi autocar.

—¿Y por qué discutieron ustedes?

—Porque no me quería dar el billete del trayecto Cannatello-Vigàta. Decía que ella no podía perder dos billetes por una equivocación. Pero yo tengo que tener tantos billetes como personas viajan en el autocar. No podía hacer la vista gorda, tal como quería la señora Lapecora.

—Eso está claro —dijo Montalbano—. Pero dígame usted una cosa. Supongamos que la señora recoge media hora después lo que había olvidado en casa. ¿Cómo se las arregla para llegar a Fiacca durante la mañana?

—Toma el autocar que cubre el trayecto Montelusa-Trapani y que pasa por Vigàta a las siete y media en punto. Y la señora llega a su destino con sólo una hora de retraso.

—Genial —comentó Fazio cuando salió Lopipàro—. Pero ¿cómo lo ha deducido?

—Me lo ha hecho comprender el pequeño François, que jugaba con un rompecabezas.

—Pero ¿por qué lo hizo? ¿Estaba celosa de la asistenta tunecina?

—No. La señora Lapecora es una tacaña, tal como ha dicho el conductor. Estaba furiosa porque, por aquella mujer, su marido se gastaba todo lo que tenía. Y, además, hubo un elemento desencadenante.

—¿Cuál?

—Después te lo digo. ¿Sabes lo que dice Catarella? La avaricia es un mal vicio. Imagínate, por avaricia hizo que Lopipàro se fijara en ella, cuando hubiera tenido que esforzarse al máximo en pasar inadvertida.

—He tardado media hora en averiguar dónde vivía y he perdido otra media para convencer a la vieja, que no se fiaba y tenía miedo. Se ha tranquilizado cuando la he hecho salir de casa y ha visto el automóvil con el distintivo de la policía. Ha hecho un pequeño fardo y ha subido al vehículo. ¡No se imagina lo que ha llorado el niño cuando la ha visto aparecer inesperadamente! Se han abrazado muy fuerte. Hasta su señora se ha emocionado.

—Gracias, Gallù.

—¿Cuándo tengo que pasar por la casa para acompañarla de nuevo a Montelusa?

—No te preocupes, yo me encargaré de eso.

La pequeña familia se estaba ampliando inexorablemente. Ahora en Marinella estaba también la abuela, Aisha.

Dejó que sonara un buen rato el teléfono, pero no contestó nadie: la viuda Lapecora no estaba en casa. Seguramente habría salido a hacer la compra. Pero podía haber otra explicación. Marcó el número de la familia Cosentino. Se puso al aparato la simpática y bigotuda esposa del guardia jurado. Hablaba en voz baja.

—¿Su marido está durmiendo?

—Sí, señor comisario. ¿Quiere que lo llame?

—No hace falta. Salúdelo de mi parte. Oiga, señora, he llamado a la señora Lapecora, pero no contesta. ¿Usted sabe si, por casualidad...?

—Esta mañana no la va a encontrar, comisario. Ha ido a ver a su hermana a Fiacca. Ha ido hoy porque mañana a las diez se celebra el funeral del pobre...

—Gracias, señora.

Colgó, puede que lo que se tenía que hacer no fuera tan complicado...

—¡Fazio!

—A sus órdenes, comisario.

—Aquí tienes las llaves del despacho de Lapecora, Salita Granet veintiocho. Entra y coge un llavero que hay en el cajón central del escritorio. Lleva prendida una etiqueta que dice «casa». Debe de ser un manojo de duplicados que guardaba en el despacho. Ve a casa de la señora Lapecora y abre con esas llaves.

—Un momento. ¿Y si regresa la viuda?

—No está en el pueblo.

—¿Qué tengo que hacer?

—En el comedor, hay una vitrina con platos, tacitas, bandejas y cosas de ese tipo. Coge lo que quieras, pero que sea algo que ella no pueda negar que le pertenece (lo ideal sería una tacita de un servicio completo), y tráelo aquí. Sobre todo, vuelve a dejar las llaves en el cajón del despacho.

—¿Y si, a la vuelta, la viuda se da cuenta de que le falta una tacita?

—Nos importa una mierda. Después haz otra cosa: llama a Jacomuzzi y dile que hoy mismo quiero el cuchillo con el que mataron a Lapecora. Si no tiene ningún hombre que me lo pueda traer, vas tú a recogerlo.

—¿Montalbano? Soy Valente. ¿Podrías estar en Mazàra sobre las cuatro de esta tarde?

—Si salgo ahora mismo, sí. ¿Por qué?

—Vendrá el patrón de la embarcación. Me gustaría que estuvieras presente.

—Te lo agradezco. ¿Tu hombre ha conseguido averiguar algo?

—Sí, me ha dicho que no ha sido muy difícil. Los tripulantes hablan del asunto sin ningún reparo.

—¿Qué dicen?

—Te lo diré cuando vengas.

—No, dímelo ahora, así lo pensaré durante el viaje.

—Pues mira, estamos convencidos de que la tripulación no sabía nada o sabía muy poco acerca del asunto. Todos dicen que la embarcación estaba justo fuera del límite de nuestras aguas jurisdiccionales. Que la noche era muy oscura y que en el radar vieron con toda claridad una embarcación en la derrota.

—¿Y por qué siguieron adelante?

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