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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

El ladrón de meriendas (12 page)

BOOK: El ladrón de meriendas
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—¿Ha encontrado algún sobre como éste, pero nuevo, con el membrete en inglés?

—Ni uno solo.

—Oiga, sargento, el mes pasado, desde una imprenta de aquí, enviaron a este despacho de Lapecora un paquete con papel de cartas. Si usted no ha encontrado ni rastro, ¿le parece posible que, en el transcurso de cuatro semanas, se hayan agotado todas las existencias?

—No creo. Ni siquiera cuando las cosas le iban bien hubiera podido escribir tanto.

—¿Ha encontrado cartas de una empresa extranjera, Aslanidis, que exporta dátiles?

—Nada.

—Y, sin embargo, las recibía, me lo ha dicho el cartero.

—Comisario, ¿buscó bien en casa de Lapecora?

—Sí. No hay nada que guarde relación con sus nuevos negocios. ¿Y quiere que le diga otra cosa? Aquí, según un testigo extremadamente fiable, algunas noches, en ausencia de Lapecora, se desarrollaba una frenética actividad.

Montalbano le habló de Karima, y del joven moreno que se hacía pasar por sobrino y que telefoneaba, recibía llamadas y escribía cartas, pero sólo con su máquina de escribir portátil.

—Ya entiendo —dijo Laganà—. ¿Usted no?

—Yo sí, pero me gustaría oírle a usted primero.

—La empresa era una tapadera, una fachada, el contacto de no sé qué negocios, pero está claro que no se dedicaba a importar dátiles.

—Estoy de acuerdo —dijo Montalbano—. Y, tras asesinar a Lapecora o, por lo menos, la víspera, vinieron aquí y lo hicieron desaparecer todo.

Pasó por la comisaría. Catarella estaba en la centralita, haciendo crucigramas.

—Siento curiosidad, Catarè. ¿Cuánto tardas en resolver un crucigrama?

—Son difíciles,
dottori
, muy difíciles. En éste llevo más de un mes trabajando, pero no me sale.

—¿Hay alguna novedad?

—Nada serio,
dottori
. Han incendiado el garaje de Sebastiano Lo Monaco, han ido los bomberos y lo han apagado. Cinco coches que había en el garaje se han achicharrado. Después le han pegado un tiro a uno que se llama Filippo Quarantino, pero han errado y han dado, en su lugar, en la ventana de la señora Saveria Pizzuto, que se ha pegado tal susto que la han tenido que llevar al hospital. Después ha habido otro incendio, seguramente provocado, un incendio con fuego. En resumen, comisario, tonterías, bromas, cosas sin importancia.

—¿Quién está en la comisaría?

—Nadie,
dottori
. Todos están ocupados en estas cosas.

Montalbano entró en su despacho. Sobre el escritorio vio un paquete envuelto con papel de la pastelería Pipitone. Lo abrió. Barquillos rellenos, lionesas, turroncitos.

—¡Catarè!

—A sus órdenes, comisario.

—¿Quién ha dejado aquí estos dulces?

—El
dottori
Augello. Dice que los ha comprado para el niño de anoche.

Qué atento y solícito se había vuelto hacia la infancia desvalida el señor Mimì Augello! ¿Esperaba acaso otra mirada de Livia?

Sonó el teléfono.


¿Dottori
? Es el juez Lo Bianco que dice que quiere hablar con usted.

—Pásamelo.

Quince días atrás el juez Lo Bianco había enviado al comisario como regalo el primer volumen de setecientas páginas de la obra, a la que llevaba varios años entregado,
Vida y obra de Rinaldo y Antonio Lo Bianco, maestros jurados de la Universidad de Girgenti en tiempos del rey Martín el Joven (1402

1409)
, que se le había metido en la cabeza que eran sus antepasados. Montalbano había hojeado el libro durante una noche de insomnio.

—Bueno, Catarè, ¿me pasas al juez, sí o no?

—El caso es que no se lo puedo pasar, comisario, porque está aquí personalmente en persona.

Soltando maldiciones, Montalbano salió precipitadamente, hizo pasar al juez a su despacho y le pidió disculpas. El comisario estaba avergonzado, porque sólo había llamado al juez una vez por el homicidio Lapecora y después se había, literalmente, olvidado de su existencia. Seguro que el juez estaba allí para echarle un rapapolvo.

—Sólo un pequeño saludo, querido comisario. Pasaba por aquí porque voy a ver a mi madre, que está en casa de unos amigos en Durrueli. He pensado: ¿lo probamos? Y he tenido suerte, lo he encontrado.

«¿Y qué coño quieres de mí?», se preguntó Montalbano. Por la mirada esperanzada del otro, no tardó mucho en comprenderlo.

—¿Sabe una cosa, señor juez? Llevo varias noches sin dormir.

—Ah, ¿sí? ¿Por qué?

—Porque estoy leyendo su libro. Es más fascinante que una novela de misterio, ¡y qué riqueza de detalles!

Un aburrimiento mortal: fechas y más fechas, nombres y más nombres. En comparación, el horario de trenes contenía más ocurrencias y golpes de efecto.

Recordó un episodio contado por el juez, el que se refería a la vez que Antonio Lo Bianco, mientras se dirigía a Castrogiovanni en misión diplomática, se había caído del caballo y se había roto una pierna. A aquel insignificante acontecimiento el juez había dedicado veintidós páginas de minuciosos detalles. Para demostrar que había leído el libro, Montalbano cometió la imprudencia de citarlo.

El juez Lo Bianco lo entretuvo dos horas, añadiendo otros detalles tan inútiles como pormenorizados. Al final, el juez se despidió cuando al comisario ya le estaba empezando a doler la cabeza.

—Ah, por cierto, amigo mío, no se olvide de facilitarme noticias sobre el delito Lapecora.

Cuando llegó a Marinella, no estaban ni Livia ni François. Se encontraban en la orilla del mar: Livia en traje de baño y el pequeño en calzoncillos. Habían construido un gigantesco castillo de arena. Reían y charlaban. Naturalmente, en francés, idioma que Livia hablaba tan bien como el italiano. Al igual que el inglés. Y también el alemán, todo había que decirlo. El ignorante de la casa era él, que apenas sabía cuatro palabras de francés aprendidas en la escuela. Puso la mesa, y encontró en el frigorífico la pasta gratinada y el rollo de ternera, relleno de tortilla, queso y perejil de la víspera. Los colocó en el horno a fuego lento. Se desnudó rápidamente, se puso el calzón de baño y se reunió con ellos en la playa. Lo primero que observó fue el cubo, la pala, el tamiz y los moldes de peces y estrellas. En casa él no los tenía, naturalmente, y Livia no los había ido a comprar, porque era domingo. En la playa, aparte ellos tres, no había ni un alma.

—¿Y eso?

—¿Qué?

—La pala, el cubo...

—Nos los ha traído esta mañana Augello. ¡Qué simpático! Son de un sobrinito suyo que el año pasado...

No quiso oír nada más. Se arrojó al agua, furioso. Al volver a casa, Livia vio la caja de cartón llena de dulces.

—¿Por qué los has comprado? ¿No sabes que los dulces les pueden hacer daño a los niños?

—Yo sí lo sé, el que no lo sabe es tu amigo Augello. Los ha comprado él. Y ahora os los vais a comer tú y François.

—Por cierto, ha llamado tu amiga Ingrid, la sueca.

Ataque, parada, contraataque. Y, además, ¿por qué el «por cierto»?

Estaba claro que aquellos dos se caían bien. Todo había empezado el año anterior, cuando Mimì se había pasado un día entero paseando a Livia en su automóvil. Y seguían. ¿Qué hacían cuando él no estaba? ¿Se intercambiaban miraditas, sonrisitas y cumpliditos?

Se sentaron a la mesa. De vez en cuando, Livia y François charlaban encerrados en el interior de una esfera invisible de complicidad, de la que él estaba totalmente excluido. Sin embargo, la exquisitez de la comida no le permitió enfadarse tal como hubiera deseado.

—Excelente este
brusciuluni
—dijo.

Livia se sobresaltó y se quedó con el tenedor en suspenso en el aire.

—¿Qué has dicho?


Brusciuluni
. El rollo de ternera.

—Casi me había asustado. Menudas palabrejas tenéis en Sicilia...

—Pues anda que vosotros en Liguria. Por cierto, ¿a qué hora sale tu avión? Creo que te podré acompañar en mi coche.

—Ah, lo había olvidado. He anulado la reserva y he llamado a mi compañera Adriana para que me sustituya. Me quedaré unos cuantos días aquí. He pensado que, si yo no estoy, ¿con quién ibas a dejar a François?

El oscuro presentimiento de la mañana, cuando los había visto abrazados, estaba empezando adquirir forma. ¿Quién podría separar a aquellos dos?

—Me parece que estás molesto, enfadado, no sé.

—¿Yo? ¡Por Dios, Livia, qué disparate!

Inmediatamente después de comer, al niño se le empezaron a cerrar los ojos; tenía sueño, aún debía de estar muy cansado. Livia lo llevó al dormitorio, lo desnudó y lo acostó.

—Me ha dicho algo —dijo, dejando la puerta entornada.

—Cuéntame.

—En determinado momento, mientras estábamos construyendo el castillo de arena, me ha preguntado si pensaba que su madre regresaría. Le he contestado que no sabía nada de toda esta historia, pero que estaba segura de que algún día su madre volvería para llevárselo consigo. Ha hecho un mohín y yo no he añadido nada más. Al cabo de un rato, ha vuelto a insistir en el tema y ha dicho que no esperaba el regreso de su madre. No ha dicho nada más. Este niño tiene una oscura conciencia de algo terrible. De golpe, se ha puesto a hablar otra vez. Me ha hablado de la mañana en que su madre regresó corriendo, muy asustada. Le dijo que se tenían que ir de allí. Se dirigieron al centro de Villaseta, su madre dijo que tenían que tomar un autocar de línea.

—¿Para dirigirse adónde?

—No lo sabe. Mientras esperaban, se acercó un automóvil que él conocía muy bien: era el del hombre malo que algunas veces pegaba a su mamá. Fahrid.

—¿Cómo has dicho?

—Fahrid.

—¿Estás segura?

—Segurísima. Hasta me ha dicho que, cuando se escribe, el nombre tiene una hache intercalada entre la a y la ere.

O sea, que el querido sobrinito del señor Lapecora, el propietario del BMW gris metalizado, tenía un nombre árabe.

—Sigue.

—El tal Fahrid bajó, sujetó a Karima por el brazo y quería obligarla a subir al coche. La mujer se resistió y le gritó a François que huyera. El pequeño escapó, Fahrid estaba demasiado ocupado con Karima y tenía que elegir. François se escondió, aterrorizado. No se atrevió a regresar a casa de la que él llama su abuela.

—Aisha.

—Para sobrevivir, y acuciado por el hambre, robaba las meriendas. Por la noche, se acercaba a la casa, pero la veía a oscuras y temía que Fahrid lo estuviera esperando al acecho. Dormía al aire libre porque se sentía perseguido. El otro día ya no podía más, quería regresar a casa. Por eso se acercó tanto.

Montalbano guardó silencio.

—Bueno, ¿qué crees?

—Que tenemos a un huérfano en casa.

Livia palideció.

—¿Por qué lo piensas? —preguntó con trémula voz.

—Te voy a explicar la idea que yo me he hecho acerca de todo este asunto, basándome también en lo que tú me acabas de decir ahora. Vamos allá. Hace cinco años aproximadamente, esa guapa y agradable tunecina llega a nuestra tierra con un hijo muy pequeño. Busca trabajo como asistenta y lo encuentra fácilmente, entre otras cosas porque, cuando se tercia, concede sus favores a hombres maduros. Así conoce a Lapecora. Pero, en determinado momento, entra en su vida ese Fahrid, que, a lo mejor, es un macarra. Resumiendo: a Fahrid se le ocurre la idea de obligar a Lapecora a poner nuevamente en marcha su antigua empresa de importación y exportación y utilizarla como tapadera de algún negocio sucio, no sé si de droga o de prostitución. Lapecora, que en el fondo es un hombre honrado, se asusta porque adivina algo, y trata de salir del embrollo, recurriendo a medios un tanto ingenuos. Imagínate que le escribe anónimos a su mujer contra sí mismo. La situación se prolonga, pero en algún momento y no sé por qué motivos, Fahrid se ve obligado a largarse. Pero entonces tiene que eliminar a Lapecora. Se las ingenia para que Karima pase una noche en casa de éste, escondida en el estudio. Al día siguiente, la mujer de Lapecora tiene que trasladarse a Fiacca, donde tiene a su hermana enferma. Puede que Karima le diera a entender a Lapecora la posibilidad de follar apasionadamente con él en el lecho conyugal en ausencia de su mujer, vete tú a saber. A la mañana siguiente a primera hora, cuando la señora Lapecora ya se ha ido, Karima abre la puerta de la vivienda a Fahrid, el cual entra y mata al viejo. Puede que Lapecora tratara de huir, por eso lo encontraron en el ascensor. Pero, por lo que tú me acabas de decir, Karima no debía de estar al corriente de las intenciones asesinas de Fahrid. Cuando ve que su cómplice ha acuchillado a Lapecora, huye. Pero no llega muy lejos, Fahrid la localiza y la secuestra. Y, seguramente, después la debió de matar para que no hablara. Y la prueba es que regresó a casa de Karima para llevarse todas sus fotografías: no quiere que la identifiquen.

Livia rompió silenciosamente a llorar.

Se quedó solo: Livia había ido a tumbarse al lado de François. Sin saber qué hacer, Montalbano fue a sentarse a la galería. En el cielo se estaba desarrollando una especie de duelo entre gaviotas; en la playa una parejita paseaba y, de vez en cuando se daba un beso, pero con aire cansado, como siguiendo un guión. Volvió a entrar en la casa, cogió la última novela del pobre Bufalino, la del fotógrafo ciego, y volvió a sentarse en la galería. Echó un vistazo a la cubierta y a la solapa y cerró el libro. No conseguía concentrarse. Sentía crecer en su interior una profunda inquietud. Y, de repente, comprendió el motivo.

Todo aquello era un ensayo, un anticipo de las tranquilas y familiares tardes dominicales que lo esperaban, puede que ya no en Vigàta, sino en Boccadasse. Con un niño que, cuando se despertara, lo llamaría papá y le pediría que jugara con él...

El arrebato de terror le atenazó la garganta.

Diez

Escapar inmediatamente, huir de aquella casa que le estaba preparando trampas familiares. Mientras subía al coche, le entraron ganas de sonreír ante el repentino ataque de esquizofrenia que estaba sufriendo. Su parte racional le decía que podía controlar sin dificultad una nueva situación que, por otra parte, sólo existía en su imaginación; pero la parte irracional lo inducía a huir y a dejarse de monsergas.

Una vez en Vigàta, se dirigió a su despacho.

—¿Alguna novedad?

En lugar de contestar, Fazio preguntó a su vez:

—¿Cómo está el pequeño?

—Muy bien —contestó el comisario, ligeramente molesto—. Bueno, ¿qué?

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