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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

El ladrón de meriendas (11 page)

BOOK: El ladrón de meriendas
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Hicieron el amor sin prisas, sabiendo que disponían de todo el tiempo que quisieran. Después se sentaron en la cama con la espalda apoyada en las almohadas y Montalbano le explicó a Livia la historia del asesinato de Lapecora. Creyendo que le haría gracia, le dijo que había mandado detener a las Piccirillo, madre e hija, que tan preocupadas estaban por su buena fama. También le contó que había mandado comprar una botella de vino para el contable Culicchia, que había perdido la suya al caerle rodando junto al muerto. Pero, en lugar de echarse a reír tal como él esperaba que hiciera, Livia lo miró fríamente.

—Cabrón.

—¿Decías? —preguntó Montalbano con una flema digna de un lord inglés.

—Cabrón y machista. Pones a parir a aquellas dos pobres desgraciadas y, en cambio, al contable que no duda en subir y bajar en ascensor con el muerto, le compras una botella de vino. Dime tú si eso no es comportarse como un imbécil.

—Vamos, Livia, no te lo tomes de esta manera.

Pero Livia se lo siguió tomando de aquella manera. Ya eran las seis de la tarde cuando Montalbano consiguió calmarla. Para distraerla, le contó la historia del chaval de Villaseta que les robaba la merienda a otros chiquillos como él.

Esta vez, Livia tampoco se rió. Es más, pareció entristecerse.

—¿Qué pasa? ¿He dicho algo malo? ¿He vuelto a meter la pata?

—No, pero estaba pensando en ese pobre niño.

—¿El que ha recibido la zurra?

—El otro. Tiene que estar desesperado y muerto de hambre. ¿Has dicho que no hablaba italiano? A lo mejor, es hijo de unos inmigrantes ilegales que ni siquiera tienen derecho a respirar. O puede que lo hayan abandonado.

—Dios mío —gritó Montalbano, fulminado por la revelación.

Gritó con tal fuerza que Livia se sobresaltó.

—¿Qué te pasa?

—Dios mío —repitió el comisario con los ojos enormemente abiertos.

—Pero ¿qué he dicho? —preguntó Livia, preocupada.

Montalbano no contestó y, desnudo tal como estaba, corrió al teléfono.

—Catarella, no me toques los cojones y pásame inmediatamente a Fazio. ¿Fazio? Dentro de una hora como máximo os quiero a todos, he dicho a todos, en mi despacho. Como falte alguien, armo un escándalo.

Colgó y marcó otro número.

—¿Señor jefe superior? Soy Montalbano. Me avergüenza decirlo, pero esta noche no voy a poder ir a su casa. No, no se trata de Livia. Es una cuestión de trabajo, ya le contaré. ¿Mañana a almorzar? Estupendo. Discúlpeme ante la señora.

Livia se había levantado, tratando de comprender por qué sus palabras habían provocado aquella reacción tan frenética.

Por toda respuesta, Montalbano se tumbó en la cama y la atrajo hacia sí. Sus intenciones estaban clarísimas.

—Pero ¿no has dicho que, dentro de una hora, estarás en el despacho?

—¿Qué más da un cuarto de hora más o un cuarto de hora menos?

En el despacho de Montalbano, que no era muy espacioso que digamos, se apretujaban Augello, Fazio, Tortorella, Gallo, Germana, Galluzzo y Grasso, que llevaba menos de un mes prestando servicio en aquella comisaría. Catarella permanecía apoyado en la jamba de la puerta, con el oído atento a la centralita. Montalbano se había presentado con Livia, en contra de su voluntad.

—Pero yo, ¿qué voy a hacer allí?

—Créeme, podrías ser muy útil.

No quiso facilitarle ninguna explicación.

En un silencio absoluto, el comisario dibujó un plano tosco pero bastante exacto y lo mostró a los presentes.

—Ésta es una casita de la Via Garibaldi de Villaseta. En estos momentos no la ocupa nadie. Esto de aquí detrás es un huerto...

Siguió explicando todos los detalles: las casas de las inmediaciones, los cruces de las calles y de los callejones. Se lo había grabado todo en la mente la tarde anterior mientras permanecía solo en la habitación de Karima. Exceptuando a Catarella que permanecería de guardia, todos participarían en la operación. El comisario le indicó a cada uno el puesto que debería ocupar. Ordenó que se desplazaran al lugar de manera discreta, nada de sirenas, nada de uniformes, es más, ni siquiera vehículos de la policía, no deberían llamar la atención. Si alguien quería utilizar su automóvil particular, debería dejarlo por lo menos a medio kilómetro de distancia de la casa. Que llevaran consigo lo que quisieran (bocadillos, café, cerveza), pues probablemente la operación sería muy larga y puede que tuvieran que permanecer al acecho toda la noche; y que no era seguro que alcanzaran su objetivo, ya que cabía la posibilidad de que la persona a la que tenían que atrapar no apareciera por aquel lugar. El comienzo de la operación lo marcaría el momento en que se encendieran las farolas de las calles.

—¿Armas? —preguntó Augello.

—¿Armas? ¿Qué armas? —preguntó Montalbano, momentáneamente sorprendido.

—No sé, como el asunto parece muy serio, pensé...

—Pero ¿a quién tenemos que atrapar? —preguntó Fazio.

—A un ladrón de meriendas.

En el despacho se quedaron todos sin respiración. Augello notó que la frente se le empapaba de sudor.

«Hace un año que le repito que vaya al médico», pensó.

La noche estaba tranquila, iluminada por la luna, inmóvil por falta de viento. Sólo tenía un defecto a los ojos de Montalbano: parecía que no quisiera pasar, cada minuto se alargaba misteriosamente y se dilataba en otros cinco.

A la débil llama de un encendedor, Livia había vuelto a colocar el colchón reventado sobre el somier, se había tumbado y, poco a poco, le había entrado sueño. Ahora dormía como un tronco.

El comisario, sentado en una silla junto a la ventana que daba a la parte de atrás, podía ver claramente el huerto y la campiña. Por allí tenían que estar Fazio y Grasso, pero, por más que forzara la vista, no veía ni sombra de ellos, ocultos entre los almendros. Se congratuló de la profesionalidad de sus hombres: se habían entregado de lleno tras haberles él explicado que, a lo mejor, el chiquillo era François, el hijo de Karima. Dio la cuadragésima calada al cigarrillo y, al suave resplandor, consultó el reloj: las cuatro menos veinte. Decidió esperar media hora más; después les diría a los hombres que regresaran a casa. Justo en aquel momento distinguió un levísimo movimiento en el punto donde terminaba el huerto y empezaba la campiña; pero, más que un movimiento, fue una momentánea ausencia del reflejo de la luz de la luna sobre la paja y la amarillenta maleza. No podía ser Fazio, ni siquiera Grasso: había ordenado deliberadamente que dejaran aquella zona sin vigilancia, como si quisiera favorecer o sugerir un acercamiento. El movimiento, o lo que fuera, se repitió, y esta vez Montalbano distinguió una pequeña forma oscura, acercándose muy despacio. No cabía la menor duda, era el niño.

Se desplazó poco a poco hacia el lugar donde se encontraba Livia, guiándose por su respiración.

—Despierta, ya viene.

Regresó a la ventana y Livia se situó de inmediato a su lado. Montalbano le habló al oído.

—En cuanto lo agarren, bajas corriendo. Estará muerto de miedo, pero probablemente una mujer lo tranquilizará. Acarícialo, bésalo, dile lo que quieras.

El niño ya estaba junto a la casa, se veía claramente que mantenía la cabeza levantada y miraba hacia la ventana. De repente, apareció la figura de un hombre que, en dos zancadas, se abalanzó sobre él y lo agarró. Era Fazio.

Livia bajó volando. François coceaba y emitía un prolongado grito desgarrador, como de un animal cogido en una trampa. Montalbano encendió la luz y se asomó a la ventana.

—Subidlo aquí. Tú, Grasso, avisa a los demás, que vengan todos.

Entre tanto, el grito del niño se había apagado y se había transformado en unos sollozos. Livia lo había cogido en brazos y le estaba hablando.

Estaba todavía muy tenso, pero ya no lloraba. Con las pupilas brillantes y la mirada intensa, observaba los rostros que lo rodeaban e iba recuperando poco a poco la confianza. Se había sentado junto a la mesa, donde, hasta unos días atrás, había tenido a su madre al lado, y tal vez por eso sujetaba la mano de Livia y no quería que ésta se separara de él.

Mimì Augello, que se había retirado, regresó con un paquete, y todos comprendieron que había sido el único a quien se le había ocurrido lo más acertado: en el interior del paquete había bocadillos de jamón, plátanos, unos dulces y dos latitas de Coca-Cola. Mimì recibió como recompensa una conmovida mirada de Livia que, como es natural, irritó a Montalbano, y dijo tartamudeando:

—Lo mandé preparar anoche... Pensé que, si nos las teníamos que haber con un niño muerto de hambre...

Mientras comía, François cedió al cansancio y al sueño. En efecto, no consiguió terminarse los dulces: de golpe, la cabeza le cayó hacia delante sobre la mesa, como si un interruptor lo hubiera dejado sin energía.

—Y ahora, ¿adónde lo llevamos? —preguntó Fazio.

—A nuestra casa —contestó decididamente Livia.

A Montalbano le llamó la atención aquel «nuestra». Y, mientras cogía unos vaqueros y una camiseta para el niño, no consiguió establecer si ello lo había molestado o bien alegrado.

El niño no abrió los ojos ni durante el viaje a Marinella ni cuando Livia lo desnudó tras haberle preparado una improvisada cama en el sofá del comedor.

—¿Y si, mientras estamos durmiendo, se despierta y se escapa? —preguntó el comisario.

—No creo que lo haga —lo tranquilizó Livia.

Aun así, Montalbano tomó precauciones, cerrando la ventana, bajando las persianas y echando la llave a la puerta principal.

Después, ellos también se fueron a dormir, pero, a pesar del cansancio, les costó conciliar el sueño: la presencia de François, cuya respiración oían desde la otra estancia, los hacía sentirse inexplicablemente incómodos.

* * *

Hacia las nueve de la mañana, una hora muy tardía para él, el comisario se despertó, se levantó con cuidado para no despertar a Livia y fue a ver a François. El niño no estaba en el sofá y tampoco en el cuarto de baño. Se había escapado, tal como él temía. Pero ¿cómo demonios lo había hecho si la puerta estaba cerrada con llave y la persiana todavía bajada? Entonces se puso a buscar en todos los lugares donde hubiera podido esconderse. Nada, estaba claro que había desaparecido. Tenía que despertar a Livia y explicarle lo ocurrido, pedirle consejo. Alargó una mano y, en aquel momento, vio la cabeza del niño a la altura del pecho de su chica. Dormían abrazados.

Nueve

—¿Comisario? Perdone que lo moleste en su casa. ¿Podríamos vernos esta mañana y así se lo cuento todo?

—Claro, voy a Montelusa.

—No, bajo yo a Vigàta. ¿Nos vemos dentro de una hora en el despacho de Salita Granet?

—Sí, gracias, Laganà.

Fue al cuarto de baño procurando hacer el menor ruido posible. Y, también para no molestar a Livia y François, se puso la misma ropa de la víspera, más maltrecha que nunca a causa de la noche de vigilancia. Dejó una nota: en el frigorífico había de todo, seguramente regresaría a la hora de comer. En cuanto terminó de escribir, recordó que el jefe superior los había invitado a almorzar. No era posible, con François. Decidió efectuar inmediatamente la llamada para no olvidarse. Sabía que el domingo por la mañana el jefe superior lo dedicaba a la familia, a no ser que se produjera alguna circunstancia extraordinaria.

—¿Montalbano? ¡No me diga que no viene a comer!

—Pues sí, señor jefe superior, por desgracia.

—¿Ha ocurrido algo grave?

—Bastante. El caso es que, desde esta mañana a primera hora, me he convertido, ¿cómo diría?, casi en padre.

—¡Enhorabuena! —lo felicitó el jefe superior—. O sea, que la señorita Livia... Se lo voy a decir a mi mujer, se alegrará muchísimo. Pero no entiendo por qué razón eso le impide venir. Ah, ya: el acontecimiento es inminente.

Literalmente trastornado por el equívoco en el que había caído su jefe, Montalbano se lanzó imprudentemente a una larga, tortuosa y tartamuda explicación en la que mezcló a las víctimas de los asesinatos con las meriendas, el perfume Volupté y la imprenta Mulone. El jefe superior se desanimó.

—Bueno, bueno, ya me lo contará mejor en otro momento. Oiga, ¿cuándo se va la señorita Livia?

—Esta noche.

—O sea, que no tendremos el placer de conocerla. Paciencia, otra vez será. Oiga, Montalbano, vamos a hacer una cosa: cuando tenga algún rato libre, llámeme.

Antes de salir, fue a ver a Livia y François, que aún estaban durmiendo. ¿Quién los separaría de aquel abrazo? Se le ensombreció el rostro y experimentó un oscuro presentimiento.

El comisario se sorprendió: en el despacho todo estaba tal y como él lo había dejado la última vez; ni una sola hoja de papel cambiada de sitio, ni una grapa que no estuviera donde él la había visto. Laganà le leyó el pensamiento.

—No era un registro,
dottore
. No era necesario ponerlo todo patas arriba.

—¿Qué me puede decir?

—Vamos a ver. Aurelio Lapecora fundó la empresa en 1965. Antes trabajaba como empleado. La empresa importaba frutas tropicales y tenía un almacén provisto de cámaras frigoríficas en Via Vittorio Emanuele Orlando, cerca del puerto. Y exportaba cereales, garbanzos, habas, también pistachos y cosas por el estilo. Un buen volumen de negocio, por lo menos hasta la segunda mitad de los años ochenta. Entonces comenzó la caída progresiva. Resumiendo: en enero de 1990 Lapecora se vio obligado a liquidar la empresa, y lo hizo todo legalmente. Vendió también el almacén con muy buenos beneficios. Todos los documentos están en los archivadores; el señor Lapecora era un hombre muy ordenado, si yo hubiera hecho una inspección no habría encontrado ningún fallo. Cuatro años después, también en enero, obtuvo el permiso de reapertura de la empresa, cuya razón social siempre había conservado. Pero no compró ningún depósito ni almacén, nada de nada. ¿Quiere que le diga una cosa?

—Creo que ya la sé. No ha encontrado la menor huella de ningún tipo de negocio desde 1994 hasta hoy.

—Exactamente. Si a Lapecora le apetecía venir a pasar unas cuantas horas al despacho, y me refiero a lo que he visto en la habitación de al lado, ¿qué necesidad tenía de volver a poner en marcha la empresa?

—¿Ha encontrado correspondencia reciente?

—No, señor. Toda la correspondencia tiene cuatro años de antigüedad.

Montalbano cogió un amarillento sobre que descansaba en el escritorio y se lo mostró al sargento.

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