Read El ladrón de tumbas Online
Authors: Antonio Cabanas
Todo esto lo sabía Kasekemut, pero él no quería acabar sus días convertido en un agricultor más; él sería
seshenata
(comandante de una región) y combatiría junto al dios de las Dos Tierras.
El sonido lúgubre y prolongado de las trompas sacó de su ensimismamiento a los muchachos, convirtiendo a su vez el general alboroto tan sólo en murmullos.
Al segundo toque, el silencio más absoluto se apoderó de la plaza, e hizo a toda aquella gente adoptar una postura de profundo recogimiento.
El tercero sonó tan próximo, que Nemenhat forzó su vista al fondo de la explanada intentando descubrir su procedencia.
—Por allí vienen —susurró Kasekemut excitado, haciendo una seña hacia su amigo.
—¿Por dónde?
—Allá, en la calzada que baja desde el templo —repitió Kasekemut con cierta impaciencia.
Nemenhat movió la cabeza nerviosamente hacia donde le indicaba, pero no vio sino las miles de cabezas que abarrotaban ambos lados del camino. Entonces un dorado reflejo le hizo fijar su atención, y al fin los vio.
Allí estaban, soberbios, avanzando envueltos en una fastuosidad que ignoraba que existiese; el divino cortejo se acercaba lenta y solemnemente, llevando consigo a los más sagrados dioses de Egipto.
La comitiva era grande, pues en ella participaban sacerdotes de las más importantes deidades del país. Amón, Ra, Ptah; todos se hallaban debidamente representados y, aunque no eran los protagonistas de aquella celebración, participaban plenamente de ella como oficiantes.
La figura por la que se conmemoraba el acto era la de Hapy, el dios de la inundación anual del Nilo, el que se decía que habitaba en Ker-Hapy, la cueva sagrada situada en la primera catarata junto a la isla Elefantina y donde la leyenda popular aseguraba se hallaban el Mu-Hapy, las fuentes del Nilo. Hapy era un dios atípico dentro del panteón egipcio, ya que no poseía templo alguno o capilla donde rendirle culto; sin embargo, se le veía representado en los santuarios dedicados a otros dioses y todo el país celebraba su fiesta. Su apariencia era, si se quiere, grotesca, pues se le representaba con grandes pechos y vientre abultado y sobre su cabeza acostumbraba a llevar un tocado de plantas acuáticas, bien fueran de lotos o de papiros, según simbolizara al Alto o al Bajo Egipto. Para el pueblo encarnaba la viva imagen de la abundancia, no sólo por su aspecto, sino también porque solía vérsele rodeado de ofrendas de todo tipo. Era conocido como aquel que lleva la vegetación al río, o como el señor de los peces y pájaros de los pantanos y se decía que los dioses cocodrilos pertenecían a su séquito y que poseía todo un harén de diosas ranas con cabellos trenzados.
Nemenhat vio al cortejo entrar en la explanada y con él el rumor de miles de gargantas que advertían de su llegada. Como si aquello fuese una señal, al instante aquel gentío cayó de rodillas y se hizo el silencio.
Nemenhat, que observaba con ansiedad, miró a su amigo sin comprender.
—Se acerca el dios —le susurró éste.
Nemenhat volvió de nuevo su cabeza hacia la plaza convertida ahora en una alfombra de sudorosas espaldas que brillaban bajo el poderoso sol; entonces las trompas volvieron a sonar. Esta vez lo hicieron muy cerca, emitiendo un retumbo sobrecogedor que erizó la piel del muchacho. Le llegaron claramente las letanías de los sacerdotes cantores, sus loas, alabanzas e invocaciones:
—«Padre de los dioses, el único que se autogenera y cuyo origen se ignora… Señor de los peces, rico en granos…»
El séquito se encontraba ya tan próximo, que ambos amigos pudieron distinguir con nitidez la figura que destacaba sobre todas las demás. A Nemenhat no hizo falta explicarle de quién se trataba, pues era tan magnífico su porte e irradiaba tal majestad, que su mente resolvió que en verdad no era de este mundo. Se encontraba tan próximo, que pensó que era el ser más afortunado de la tierra por poder ver al hijo de Ra.
Se acercaba el Toro fuerte, el perfecto de nacimiento,
ka-nakht tut-mesut;
el de las dos Damas, el que fuerza las leyes, el que pacifica las Dos Tierras, el que propicia todos los dioses,
Nebty Nefer-hepu seqereh-tawy sehetep-netjeru nebu;
Señor de todo,
Neb-er-djer,
Horas,
Her nebu,
Rey del Alto y Bajo Egipto,
Nesu-bity, User-Maat-Ra-Meri-Amón,
Poderosas son la verdad y la justicia de Ra, el amado de Amón, nacido de Ra; Ramsés III, fuerza salud y vida
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.
Avanzaba con todos los atributos de la realeza, la doble corona y el ureus
[51]
, y a su paso el pueblo permanecía postrado sin osar siquiera levantar levemente la cabeza, pues nadie podía mirar al faraón a no ser por su expresa voluntad.
Desde su privilegiado escondite, ambos muchachos pudieron observarle sin ningún recato y cuando estuvo a su altura, lo que vieron fue un rostro surcado de arrugas, de nariz aguileña y barbilla prominente, y en el que las negras líneas del
khol
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, que rodeaban sus ojos, no hacían sino resaltar una mirada ausente que terminaba por hacer que su aspecto resultara del todo inescrutable.
Aunque contaba con treinta y cinco años, bien pudiera decirse que parecía mayor; sin embargo, para los dos amigos el ser que pasaba junto a ellos no tenía edad, porque ningún dios la tiene y él era la reencarnación del Horus viviente, parte fundamental que aseguraba el orden cósmico.
Por eso la muerte del faraón era algo terrible para su pueblo. Se sentían perdidos, en la más absoluta oscuridad pues pensaban que sin él, el caos se adueñaría de la tierra. Al subir al trono un nuevo rey volvía el hálito creador y de nuevo el universo quedaba en armonía.
El dios pasó finalmente de largo, camino del muelle real, y tras él, su oficiante séquito que detentaba el auténtico poder en el país.
Al llegar a las escalinatas del río, la corte en pleno se postró de hinojos ante su rey que, gravemente, les hizo levantar con un ademán invitándoles a participar en la ceremonia en honor del dios del Nilo. Ceremonia que, por otra parte, era seguida muy devotamente por Ramsés y en la que ofrendaba al río cantidades ingentes de alimentos. De hecho, se hallaban preparadas para la ocasión, no menos de cincuenta vacas que alborotaban mugiendo instintivamente contra su predestinado final.
El público, puesto en pie, observó cómo el faraón bajó por la escalera hasta situarse hasta el nivel de las aguas. Alzó solemnemente los brazos y comenzó a cantar el Himno sagrado de Hapy.
Nemenhat aguzaba el oído atentamente intentando escuchar las palabras del dios:
¡Salve Hapy!, tú que has surgido de la tierra.
Que has venido para dar la vida a Egipto.
Creación de Rapara vivificar a todo el que padece sed. Señor de los peces que permite que vayan hacia el sur las aves migratorias.
Cuando él se desborda, la tierra se llena de júbilo.
Y todos los seres se alegran.
Conquistador del Doble País, que llena los almacenes.
Que agranda los granos, que da bienes a los indigentes…
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Éstos eran algunos de los versos que recitaba Ramsés, que formaban parte de un antiquísimo protocolo y que desde su privilegiada situación, Nemenhat acertaba a escuchar.
El faraón continuó declamando continuas alabanzas y finalizó enumerando las ofrendas que donaba al dios y que se le consagrarían en todos los templos del país en cantidades enormes, y que en aquella ocasión ascenderían a la increíble cifra de diez mil panes, diecisiete mil dulces y más de tres mil medidas de diversas frutas. Además, el ganado que resignado esperaba su suerte, sería sacrificado
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Cuando terminó de hacer sus sagradas peticiones, se acercó a un pequeño altar donde, en presencia de la corte y del pueblo, sacrificó una ternera; luego cogió una estatuilla de oro del dios Hapy y otra de su sagrada esposa Repyt, y las lanzó al río para que con su unión fecundaran las aguas. El pueblo estalló en un clamor y todos se felicitaron convencidos de que Hapy se sentiría satisfecho. Finalmente recogió un papiro sellado que contenía textos mágicos que aprobaban aquella alianza entre el faraón y el río y se encaminó hacia el barco real donde embarcaría a la cercana Iunnu (Heliópolis). Toda la corte se apresuró a su vez hacia sus naves privadas para acompañar a su señor hacia la antigua capital, en tanto el pueblo corría gozoso hacia los malecones para efectuar también sus ofrendas. Todos portaban sus figuras representativas, unos las llevaban de plomo o cobre, otros de porcelana o simplemente de barro cocido, y los más hacendados de turquesa o lapislázuli. De hecho se habían fabricado miles de estatuillas para la ocasión y no todas representaban a Hapy y a su esposa; las había que simplemente encarnaban a un hombre y a una mujer para que, al ser lanzados juntos al río, pudieran unirse en el rito de la fecundación.
Los dos amigos bajaron raudos del árbol y se apresuraron hacia la orilla; sacaron un par de figuritas de madera que el padre de Nemenhat les había hecho, y las arrojaron en medio de la euforia general.
Con este acto, se inauguraba oficialmente el año y comenzaba la primera estación, Akhet (la inundación), que duraría cuatro meses; dentro de dos el río alcanzaría en Menfis su nivel máximo inundando todos los campos y convirtiendo el valle entero en un verdadero mar. Habría que esperar a que las aguas alcanzaran su nivel óptimo que, en la capital del Bajo Egipto, debía de ser de unos dieciséis codos (8,4 metros). Si éste estaba por debajo de los trece codos, el pueblo sufriría privaciones y hambre; y si era superior a diecisiete, sería desastroso. Lógicamente en otros puntos del país los niveles variaban; así, el nilómetro de Elefantina en la ciudad de Swenet (Assuán), que era el primer punto donde llegaría la crecida, debería indicar unos veintiocho codos y en Per-Banebdjedet (Mendes) situada en el Delta, éste no debía ser superior a seis.
Después de estos cuatro meses de inundación y cuando el agua abandonara los campos, llegaría la estación de la siembra (Peret), en la que los campesinos labrarían y sembrarían aquella tierra antes de que se endureciese demasiado. Durante los cuatro meses siguientes deberían regar lo sembrado, hasta que llegara la estación de Shemu, en la que deberían aprovechar para recoger la cosecha, y que constituían los cuatro meses restantes del año.
Era pues un momento de alegría ante la perspectiva de todo un año por delante y el pueblo sentíase partícipe de él, pues no en vano se trataba de una tradición milenaria. Situados en los márgenes del río y abarrotando los muelles, observaban cómo la espléndida flota real navegaba río abajo. Trompas y clarines sonaban por doquier y saludaban su elegante singladura, vitoreando su paso. A su llegada a Heliópolis, el faraón se dirigiría al templo de Ra-Horakhty y, en presencia de todos sus nobles y dignatarios, arrojaría a su lago sagrado
Kebehw
el mágico papiro; el Libro que hace desbordar al Nilo de sus fuentes, con lo que el pacto entre el soberano y el Nilo quedaría sellado. Habría una buena crecida.
Muy de mañana, Shepsenuré se encontraba en la azotea reparando una persiana, cuando oyó voces que le llamaban desde la calle. Se asomó a la barandilla y vio a Ankh que, junto a dos sirvientes, aporreaban su puerta.
—No sabía que acostumbraras a hacer visitas a horas tan tempranas —le gritó desde la balaustrada.
Ankh levantó la cabeza ajustándose a la vez su rizada peluca.
—Ya sabes lo ocupado que estoy siempre, y con este calor no es prudente andar por la calle después de media mañana.
Shepsenuré bajó la escalera y abrió la puerta a su visitante.
—Que inesperado honor me haces, escriba —le saludó con ironía invitándole a entrar con un ademán de su mano.
—Je, je, ya suponía que te alegrarías mucho de verme —le contestó con el mismo tono mientras entraba en la estancia.
Shepsenuré permaneció en pie junto a la puerta e hizo un gesto hacia los criados.
—Ah, no te inquietes por ellos, les gusta disfrutar del frescor de la mañana; esperarán fuera. A propósito, veo que has vuelto a dedicarte a tu oficio —dijo Ankh echando un vistazo a su alrededor.
—He decidido establecer aquí mi taller y como verás tengo algunos encargos —contestó señalando una mesa que se encontraba a medio hacer.
—Ajá —contestó el escriba a la vez que examinaba una de sus patas en forma de garra de león.
—Pero siéntate, Ankh; hacía mucho que no te veía.
—Gracias —dijo éste acomodándose en un taburete—. En verdad que no he estado muy sobrado de tiempo, pero había que tener finalizado el resultado anual de la cosecha de los campos del templo, antes de la llegada de la estación de la inundación. Labor un poco tediosa, pero todo sea por el divino Ptah.
Shepsenuré le miró con esa mueca burlona que solía adoptar con frecuencia durante sus conversaciones con el escriba. Éste, como siempre, le correspondió con su habitual mirada llena de astucia.
—¿Acaso me echabas de menos? —le preguntó.
—Sabes que no; es sólo que me extrañó no saber de ti en todos estos meses. ¿Se habrá olvidado de mí?, me llegué a decir.
—¿Olvidarte? Oh, no te preocupes por eso, no podría, ¿crees que hubiera llegado a ser escriba del templo si fuera olvidadizo? Verás, si miramos al pasado veremos que éste está formado por ciclos que comienzan y acaban; unos son buenos y otros no tanto, pero todos ellos se hallan engarzados por la sabiduría de los dioses y ¿sabes qué tienen en común todos ellos?; nosotros. El hombre se amolda a los tiempos en los que vive, pero su esencia es siempre la misma; permanece. Muchos hombres sabios nos han hablado de ella desde hace miles de años, si olvidáramos sus palabras ¿qué nos quedaría?; nada aprenderíamos entonces y siempre permaneceríamos en el mismo ciclo. Si miras a tu alrededor observarás que esto es lo que le ocurre a la mayoría de la gente, ellos olvidan con prontitud pero yo no —dijo adoptando un tono severo—, Ankh no olvida nunca.
—Eso tendría fácil solución, escriba. Mostradnos todas esas enseñanzas milenarias; ¿por qué no lo hacéis en vez de acapararlas sólo en los templos?
Ankh miró fijamente a Shepsenuré con un gesto serio que fue suavizando paulatinamente.
—Ah, querido artesano, si estuviera en mi mano. Pero desgraciadamente los dioses no lo han dispuesto así y su voluntad, que alcanza más allá de nuestras palabras, debe ser respetada, ¿comprendes?